Isla Dolmann, martes 16 de junio de 1981
Saul nunca había estado bajo una lluvia como ésta. Mientras corría a lo largo de la playa, el aguacero llenó el aire de un peso de agua que amenazaba pisotearlo contra la arena como una cortina maciza que aplastase a algún desventurado actor que sale a escena cuando no le toca. Los proyectores que apuñalaban el aire desde el embravecido mar o desde el desapacible cielo servían sólo para iluminar el curso del torrente que brillaba como líneas de granadas trazadoras en la noche. Saul corría, sus pies desnudos se deslizaban por la playa convertida en un lodazal y tenía que concentrarse para no resbalar y caer, sin duda de alguna postura imposible que no le permitiría levantarse de nuevo.
Tan súbitamente como arreció, el diluvio disminuyó de intensidad rápidamente. La lluvia le azotaba la cabeza y los hombros desnudos mientras el trueno y el golpeteo del agua en el follaje espeso ahogaban cualquier otro sonido, y de pronto la presión disminuyó, no podía ver más de diez metros a través de la espesa cortina de niebla; los hombres le gritaban. La arena saltaba en pequeños chorros delante de él y durante un segundo loco Saul se preguntó si era alguna reacción de almejas o cangrejos enterrados en la tempestad cuando comprendió que le estaban disparando. Arriba, el rugido de rotores dominó los sonidos de la tempestad y una forma enorme pasó cerca, una luz blanca atravesó la playa hacia él. El helicóptero se inclinó mucho y se deslizó por el aire espeso delante de él, girando de lado sólo cinco metros por encima de la arena y la espuma. Los motores fuera borda aullaron cuando dos lanchas cortaron la línea blanca de las olas.
Saul tropezó, recuperó el equilibrio antes de arrodillarse y siguió corriendo. No sabía dónde estaba. Recordaba claramente que la playa del norte era más pequeña que ésta, la jungla estaba más alejada. Durante un segundo, mientras los proyectores pasaban rápidamente delante de él y el helicóptero terminaba su vuelta, Saul tuvo la certeza de que había pasado ya su cala. Las cosas estaban cambiadas por la noche y la tormenta y la marea, y había pasado sin verla. Prosiguió, con su respiración como un hilo rasgado y caliente en la garganta y el pecho, oyendo ahora los tiros y mirando mientras la arena saltaba a su alrededor.
El helicóptero surgió detrás de él con sus patines avanzado hacia su posición, a la altura de su cabeza. Saul se lanzó hacia delante, arañándose el pecho, el vientre y los genitales contra la arena tan dura como papel de lija. Las ráfagas de las palas del rotor comprimían su cara más profundamente en la arena mientras el helicóptero pasaba por arriba. No sabía si el fuego de las armas automáticas destinadas a él le dieron a la máquina, pero se escuchó un sonido súbito, como una llave inglesa cayendo en un barril de acero, y el helicóptero se estremeció cuando pasaba sobre la figura tendida de Saul. Cincuenta metros más adelante intentó ganar altitud, pero sólo consiguió deslizarse hacia la izquierda sobre la espuma y después inclinarse mucho hacia la derecha mientras la cadena del rotor y el alerón de la cola intentaban girar al revés como enloquecidos. El helicóptero voló directamente hacia la línea de árboles.
Durante algunos segundos pareció que el helicóptero utilizaría sus rotores para cortar un camino a través de los últimos nueve metros de vegetación —hojas de palmeras y restos frondosos volaban sobre la línea de los árboles como cavadoras de zanjas apartándose a grandes saltos del camino de una motocicleta en una comedia de Mack Sennet—, pero segundos después el helicóptero apareció sobre el borde del bosque, completando un giro imposible, la cabina de plexiglás brillaba bajo la lluvia y reflejaba la luz de su propio proyector que ahora se dirigía al cielo desde su vientre invertido. Saul se lanzó de nuevo a tierra mientras empezaban a caer trozos del helicóptero en una extensión de cincuenta metros de playa.
La cabina cayó en la arena, rebotó, se deslizó sobre el agua como una piedra lanzada a ras de superficie y se hundió. Un segundo después algo provocó la detonación de las cargas explosivas que aún había en la cabina, el cielo se iluminó como una llama abierta vista a través de un cristal verde espeso y un géiser de espuma blanca se levantó seis metros en el aire y sopló hasta Saul. Pequeños trozos de restos continuaron cayendo sobre la arena durante medio minuto.
Saul se puso en pie, se sacudió la arena y miró estúpidamente a su alrededor. Acababa de descubrir que se encontraba en un pequeño riachuelo en una ancha depresión de la playa cuando la primera bala le golpeó. Sintió una picadura en su muslo izquierdo y giró a tiempo de recibir una segunda más sólida cerca del omóplato derecho que le envió al lodoso riachuelo.
Dos lanchas avanzaban a la línea de espuma mientras una tercera trazaba círculos a unos treinta metros. Saul gimió y rodó hacia un lado para comprobar el estado de su muslo izquierdo. La bala había hecho un surco precisamente debajo del hueso de la cadera, en la parte exterior de la pierna. Hurgó con la mano izquierda para encontrar la herida de la espalda, pero fuese lo que fuera lo que le había golpeado, había dejado su omóplato entumecido. Su mano se manchó de sangre, pero no logró saber qué tenía en la espalda. Levantó el brazo derecho y movió los dedos. Por lo menos el brazo aún le funcionaba.
«Al diablo con eso», pensó Saul en inglés y se arrastró hacia la jungla. Veinte metros más adelante, la proa de la primera lancha topó con arena y cuatro hombres saltaron al agua con los fusiles en alto.
Aún arrastrándose, Saul miró adelante y vio el borde rasgado de las nubes que pasaban por arriba. Las estrellas se hacían visibles mientras los relámpagos continuaban iluminando el mundo al norte y al oeste. Entonces, la última de las nubes pasó como una enorme cortina abriéndose para un tercer y final acto.
Tony Harod comprendió que estaba aterrorizado. Los cinco habían bajado al vestíbulo principal, donde los hombres de Barent ya habían dispuesto dos enormes sillas enfrentadas, una a cada lado de una extensión de suelo con baldosas. Los «neutrales» de Barent custodiaban todas las puertas y ventanas con armas automáticas que parecían incompatibles con sus chaquetas azules y pantalones grises. Un pequeño grupo rodeaba a María Chen; entre ellos estaba un hombre llamado Tyler, ayudante de Kepler, y el otro pelele de Willi, Tom Reynolds. Por las grandes puertas de cristal, a treinta metros, cerca del acantilado, Harod podía ver el sitio donde estaba el helicóptero de Barent con un pelotón de «neutrales» alrededor.
Barent y Willi parecían ser los únicos que realmente entendían lo que pasaba. Kepler continuaba midiendo la sala a pasos y retorciéndose las manos como un condenado mientras Jimmy Wayne Sutter tenía un aspecto vidrioso, sonriente, ligeramente aturdido, como si estuviera profundamente hundido en un sueño de peyote.
Harod dijo:
—Entonces, ¿dónde está el jodido tablero de ajedrez?
Barent sonrió y caminó hasta una larga mesa Luis XIV cubierta de botellas, vasos y un bufete de desayuno. En otra mesa había un equipo electrónico y el hombre del FBI con bigote llamado Swanson estaba cerca con auriculares y un micrófono.
—No es necesario un tablero de ajedrez para jugar, Tony —dijo Barent—. Al fin y al cabo es sobre todo un ejercicio mental.
—¿Y los dos habéis estado jugando por correo desde hace meses? —preguntó Joseph Kepler. Su voz sonaba tensa—. ¿Desde que desencadenamos a Nina Drayton en Charleston en diciembre pasado?
—No —dijo Barent. Hizo una señal con la cabeza y un criado con una chaqueta azul le sirvió una copa de champán. Bebió y asintió con la cabeza—. El señor Borden entró en contacto conmigo con el movimiento de apertura algunas semanas antes de Charleston.
Kepler rió ásperamente. El predicador miraba las puertas acostaladas con ojos vagos.
—El contacto del reverendo Sutter con el señor Borden es muy anterior —continuó Barent.
Kepler caminó hasta la mesa y se sirvió un vaso de whisky.
—Me has utilizado, como a Colben y a Trask. —Se tomó de un trago la mayor parte del whisky—. Exactamente como a Colben y a Trask.
—Joseph —le aplacó Barent—, Charles y Nieman estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Kepler rió de nuevo y se sirvió otra copa.
—Piezas capturadas —dijo—. Sacadas del tablero.
—Ja —concordó Willi—, pero yo también perdí algunas piezas. —Puso sal en un huevo duro y lo mordió—. Herr Barent y yo no tuvimos mucho cuidado con nuestras damas en el inicio del juego.
Harod se había acercado a María Chen y ahora tomó su mano en las suyas. Ella tenía los dedos fríos. Los guardias de Barent estaban a pocos metros. Ella se acercó a Harod y susurró:
—Me han cacheado, Tony. Saben lo del arma en el barco. Ahora no hay forma de abandonar la isla.
Harod asintió con la cabeza.
—Tony —murmuró ella apretándole la mano—, tengo miedo. Harod pasó su mirada por la gran sala. Los hombres de Barent habían colocado pequeños proyectores que sólo iluminaban una porción del gran salón con baldosas blancas y negras. Cada baldosa medía un metro cuadrado. Harod contó ocho filas de cuadrados iluminados, cada fila con otros ocho cuadrados. Comprendió que se trataba de un gigantesco tablero de ajedrez.
—No te preocupes —le murmuró a María Chen—, te sacaré de aquí. Lo juro.
—Te quiero, Tony —murmuró la bella eurasiática.
Harod la miró durante un minuto, le apretó la mano y volvió a la mesa de bufete.
—Hay una cosa que no comprendo, herr Borden —decía Barent—. ¿Cómo impidió usted que Melanie Fuller dejara el país? Los hombres de Richard Haines nunca descubrieron lo que pasó en el aeropuerto de Atlanta.
Willi rió y se quitó pequeñas partículas blancas de huevo de los labios.
—Una llamada telefónica —dijo—. Una simple llamada telefónica. Prudentemente yo había grabado ciertas conversaciones telefónicas entre mi querida amiga Nina y Melanie años atrás y había hecho un pequeño montaje. —Willi pasó a hablar en falsete—. Melanie, querida, ¿eres tú, Melanie? Soy Nina, Melanie.
Willi rió y cogió otro huevo duro.
—¿Y ya había elegido Filadelfia como el sitio para desarrollar nuestro juego medio? —preguntó Barent.
—Nein —dijo Willi—. Estaba preparado para jugar donde Melanie Fuller estuviera. Filadelfia era perfectamente aceptable porque permitía que mi asociado Jensen Luhar se moviese libremente en las barricadas negras.
Barent meneó la cabeza lastimosamente.
—Unos intercambios muy caros, allá. Algunos movimientos muy descuidados por parte de ambos.
—Ja, mi dama por un caballo y algunos peones —dijo Willi, y frunció el ceño—. Era necesario evitar tablas tan temprano, pero no estuvo a la altura de la calidad de mi juego.
El hombre del FBI, Swanson, se acercó y murmuró algo al oído de Barent.
—Perdóneme un segundo, por favor —dijo el multimillonario, y se dirigió a la mesa de comunicaciones. Cuando volvió, sonrió a Willi—. ¿Qué pretende usted, señor Borden?
Willi se humedeció los dedos y miró a Barent con unos ojos muy inocentes.
—¿Qué hay? —preguntó Kepler—. ¿Qué pasa?
—Varios peleles se han escapado de las jaulas —dijo Barent—. Por lo menos dos de los hombres de seguridad están muertos al norte de la zona de seguridad. Mis hombres acaban de detectar al negro del señor Borden y a una mujer, el pelele femenino que el señor Harod trajo a la isla, a menos de quinientos metros de aquí, en la avenida de los Robles. ¿Qué pretende, señor?
Willi mostró las palmas de sus manos con un gesto de inocencia.
—Jensen es un viejo asociado muy estimado. Sólo lo traje aquí para el juego final, herr Barent.
—¿Y la mujer?
—Confieso que pensaba utilizarla también —confesó Willi. El viejo echó una ojeada al vestíbulo y a las dos docenas de «neutrales» de Barent armados con fusiles automáticos y Uzis. Había más hombres de seguridad que eran sólo sombras en los balcones de arriba—. Estoy seguro de que dos peleles desnudos no constituyen ninguna amenaza para nadie —dijo, y rió.
El reverendo Jimmy Wayne Sutter se apartó de las ventanas.
—Pero si, haciendo Yahvé algo insólito —empezó a recitar—, abre la tierra su boca y se los traga con todo cuanto es suyo, y bajan vivos al abismo, conoceréis que estos hombres han irritado a Yahvé. —Volvió a mirar hacia la noche—. Números, 16 —añadió.
—Eh, gracias por toda esta mierda —dijo Harod. Sacó el tapón de una botella de cuarto de vodka muy caro y bebió directamente de ella.
—Silencio, Tony —exclamó Willi—. Bien, herr Barent, ¿me traerá a mis pobres peones para que podamos empezar de nuevo el juego?
Los ojos de Kepler estaban muy abiertos de ira o miedo cuando tocó la manga de C. Arnold Barent.
—Mátalos —insistió. Señaló a Willi con un dedo—. Mátalo. Está loco. Quiere destruir todo el maldito mundo sólo porque se morirá pronto. Mátale antes de que pueda…
—Calla, Joseph —dijo Barent. Asintió con la cabeza hacia Swanson—. Tráelos y empezaremos.
—Espere —dijo Willi. Cerró los ojos durante medio minuto—. Hay otro. —Abrió los ojos. Su sonrisa se ensanchó mucho—. Ha llegado otra pieza. Este juego será mejor de lo que yo mismo esperaba, Herr Barent.
Saul Laski había sido herido por el sargento de la SS con el trozo de escayola en la barbilla y había sido lanzado en el pozo con centenares de otros judíos muertos y desnudos. Pero Saul no estaba muerto. En la súbita oscuridad se arrastró sobre la arena húmeda del pozo y la carne blanda, fría, de cadáveres que habían sido hombres, mujeres y niños de Lodz y un centenar de otras ciudades y pueblos de Polonia. El entumecimiento en su hombro derecho y la pierna izquierda se estaba transformando en nervios endurecidos de dolor. Le habían disparado dos veces y le habían lanzado al pozo, pero aún estaba vivo. Vivo. Y furioso. La furia que le atravesaba era más fuerte que el dolor, más fuerte que el cansancio o el miedo o el choque. Se arrastró sobre los cuerpos desnudos y el fondo húmedo del pozo y dejó que la furia alimentara su absoluta determinación de seguir vivo. Se arrastró hacia delante en la oscuridad.
Saul era vagamente consciente de que estaba experimentando una alucinación despierto y la parte profesional de su cerebro estaba fascinada, preguntándose si el choque de ser herido lo había disparado, asombrándose de la verosimilitud de la súbita superposición de realidades separadas por cuarenta años. Pero otra parte de su consciencia aceptaba la experiencia como la realidad misma, una resolución de la parte de su vida menos resuelta, una culpa y una obsesión que le habían dejado sin gran parte de su vida durante cuatro décadas, una fijación que le había denegado matrimonio, familia o idea de futuro durante cuarenta años de revivir su inexplicable fracaso en su búsqueda de la muerte, en su deseo de unirse a los otros en el pozo.
Y ahora lo había hecho.
Los cuatro hombres que habían desembarcado se gritaron unos a otros y se apartaron detrás de él para cubrir treinta metros de playa. Armas de fuego ligeras sonaron en la jungla. Saul se concentró en arrastrarse hacia delante en una oscuridad casi completa, palpando con las manos cuando la arena de la playa y la marga se convertían en más troncos caídos y un pantano más hondo. Metió la cabeza en el agua y la sacó con un jadeo, sacudiéndose gotas y ramitas del pelo. Había perdido las gafas, pero no parecía haber diferencia en la intensidad de la oscuridad; podía estar a tres metros o a tres kilómetros del árbol que buscaba, era imposible orientarse en aquella oscuridad. La luz de las estrellas no lograba traspasar el espeso follaje que cubría la selva y sólo un leve brillo de sus propios dedos blancos a pocos centímetros de su cara convenció a Saul, por absurdo que fuera, de que la bala en su hombro derecho no lo había cegado.
Como médico, se preguntó si estaría sangrando mucho, dónde estaría la bala —no había conseguido encontrar una herida de salida— y hasta cuándo podía esperar tratamiento para tener esperanzas de sobrevivir. Pero todo eso le pareció una cuestión académica cuando un segundo disparo de fusil rasgó el follaje medio metro por encima de su cabeza. Algunas ramitas cayeron en el pantano con sonidos suaves, haciendo plaf. Diez metros atrás, una voz gritó:
—¡Por aquí! ¡El tío ha pasado por aquí! Kelty, Suggs, vengan conmigo. ¡Hoverholt, vaya por la playa para que no se escape por allí!
Saul se arrastró hacia delante, poniéndose de pie cuando el agua le llegó hasta la cintura. Unos fuertes proyectores iluminaban la jungla detrás de él con súbitos saltos de luz amarilla. Se tambaleó tres o cuatro metros hacia delante y de repente tropezó en un tronco sumergido y se arañó los muslos cuando cayó hacia delante, tragó agua con verdín cuando su cara se hundió en el agua.
Cuando luchaba para ponerse de rodillas y levantar la cabeza, un proyector brilló directamente contra sus ojos.
—¡Allí!
El proyector se deslizó un segundo y Saul apretó la cara contra el tronco podrido mientras las halas volaban a su alrededor. Una de ellas atravesó la blanda madera a menos de veinte centímetros de su mejilla y continuó su trayectoria, rozando el agua de la superficie del pantano con un zumbido de insecto. Instintivamente, Saul volvió la cara y en ese segundo uno de los tres proyectores que exploraban la zona iluminó el tronco de un árbol muerto marcado y abatido por un rayo.
—¡A la izquierda! —gritó uno de los guardias. El rugido de los fusiles automáticos era increíble. El espeso techo de follaje hacía que pareciese que tres hombres disparaban en una gran habitación cerrada.
Antes de que los proyectores volvieran, Saul se levantó y tropezó hacia el árbol seis metros más adelante. Uno de los proyectores dio con él y lo perdió de nuevo mientras uno de los hombres de seguridad levantaba su arma. Saul se dio cuenta de que las balas sonaban como enfurecidas abejas cuando pasaban cerca de sus orejas. El agua le salpicó cuando una ráfaga cayó en el pantano y tamborileó en el árbol con un sonido hueco.
Los proyectores lo encontraron en el momento en que llegaba al árbol y metía el brazo en su hendidura.
La bolsa que había metido allí había desaparecido.
Saul se sumergió bajo el agua mientras las balas rasgaban el árbol en la superficie, donde había estado un segundo antes. Más balas golpearon el agua haciendo un sonido extraño, cantante, mientras él se abría camino sobre el fondo, agarrándose a raíces, plantas acuáticas y cualquier cosa estable. Apareció detrás de un árbol, jadeando, rezando por encontrar un palo, una roca, cualquier cosa susceptible de usarse como arma, mientras huía en sus últimos y fútiles segundos de vida. Su ira era ahora algo trascendente, que acotaba el dolor de sus heridas. Saul la imaginó brillando como los cuernos de luz con los que dicen que Moisés bajó de la montaña, o como los rayos de luz que ahora brillaban a través del árbol hueco que las balas habían atravesado.
Al brillo de esos finos hilos de luz, Saul vio algo brillante en el árbol vacío, cerca de la línea de agua.
—¡Adelante! —gritó el hombre que había gritado antes, y los disparos cesaron mientras él y otro hombre empezaron a moverse, chapoteando por el pantano, dirigiéndose hacia la derecha para poder disparar abiertamente. El tercer hombre se movió hacia la izquierda, cogiendo firmemente la linterna.
Saul cerró el puño y golpeó la espesa madera donde la luz había hecho la corteza translúcida. Su mano penetró al tercer golpe y sus dedos cogieron el plástico mojado.
—¿Lo ves? —gritó un hombre a su izquierda. Los rayos de la linterna eran en parte oscurecidos por las telarañas colgantes del musgo de las ramas bajas.
—¡Mierda, acércate más! —gritó el hombre a su derecha. Era casi visible detrás de la curva del tronco.
Saul agarró el resbaladizo plástico e intentó arrancarlo a través de la pequeña grieta que había hecho. La bolsa era demasiado grande para pasar. La dejó y rasgó la corteza con ambas manos, haciendo una abertura con las uñas. La madera quemada y podrida salió en listones y tarugos, pero los trozos del tronco eran duros como acero.
—¡Le veo! —gritó un segundo hombre a su izquierda, y una ráfaga hizo que Saul se zambullese en el agua, aun arañando el tronco, mientras algunas salpicaduras se levantaban a su alrededor.
El ruido cesó al cabo de dos o tres segundos y Saul salió a la superficie y se sacudió el agua de los ojos.
—… Barry, ¡jodido idiota! —gritaba uno de los hombres a menos de siete metros a la izquierda de Saul—. Yo estoy en tu jodida línea de fuego, cabrón.
Saul metió la mano en el tronco y sólo encontró agua. La bolsa se había deslizado hacia abajo. Dio un paso hacia un lado y metió el brazo izquierdo tanto como pudo a través del agujero. Sus dedos se cerraron alrededor de la extremidad del bulto.
—¡Lo veo! —gritó el hombre a su derecha.
Saul retrocedió, sintiendo la presencia de los dos hombres detrás de sí como una tensión en su dolorido omóplato y tiró con toda su fuerza. La bolsa se movió y apareció, aún demasiado grande para la abertura.
El hombre a la derecha de Saul levantó la linterna y disparó un único tiro. Un rayo de luz atravesó el nuevo agujero en el tronco pocos centímetros por encima de la cabeza de Saul, que se agachó, cambió de posición las manos y estiró de nuevo. La bolsa no se movió. La segunda bala lanzó un rayo de luz entre su brazo derecho y sus costillas. Saul comprendió que los hombres detrás de él no disparaban porque su camarada estaba ahora delante y se acercaban chapoteando para su tercer tiro sin dejar nunca la linterna.
Saul cogió el plástico con ambas manos, se agachó y se lanzó hacia atrás con toda la fuerza que pudo reunir. Esperaba que el asa se rasgara y lo hizo, pero no antes de que la bolsa pasara por la abertura con una ducha de corteza y agua. Saul cogió la bolsa mojada, casi la dejó caer y la apretó contra el pecho mientras se giraba y corría.
El hombre a su derecha disparó una vez y después pasó a tiro automático mientras Saul huía del haz de luz de la linterna. Otro haz de luz desde la izquierda lo encontró, pero Saul se apartó súbitamente mientras el hombre gritaba y empezaba a maldecir. Una segunda arma abrió fuego a menos de cuatro metros desde donde habían disparado antes. Saul corrió y deseó no haber perdido las gafas.
Cuando tropezó con un tronco caído y cayó en una isla baja de matorral y detritos del pantano, el agua sólo le llegaba a las rodillas. Podía oír a por lo menos dos hombres chapoteando mientras él giraba la pesada bolsa, encontraba la cremallera, la abría y abría la bolsa impermeable del interior.
—¡Tiene algo! —le gritó un guardia de seguridad a otro—. ¡Deprisa!
Sé acercaron más rápidamente por el pantano bajo.
Saul tiró del cinturón de C-4, lo puso a un lado, y sacó la M-16 que le había robado a Haines. No estaba cargada. Con cuidado, para no dejar caer la bolsa en el agua, hurgó en ella hasta encontrar uno de los seis cargadores, lo sacó, verificó por el tacto que estaba invertido y lo colocó en la abertura. Durante las muchas horas que había practicado desmontar, cargar y disparar el arma durante aquellas semanas en Charleston, no había comprendido el motivo del consejo de Cohen meses antes, de que alguien que usara un fusil debía saber cómo montarlo con los ojos vendados.
La luz de una linterna buscó en el tronco detrás del cual Saul se agachaba, y por los ruidos de chapoteo Saul supo que el primer hombre no estaba a más de tres metros y que se acercaba rápidamente. Saul rodó, pasó el selector a semiautomático con un movimiento nacido de la práctica, apoyó la culata de plástico contra el hombro y colocó una ráfaga de balas forradas de cobre en el pecho y el vientre del hombre desde una distancia de menos de dos metros. El hombre saltó hacia delante y pareció levantarse hacia atrás en el aire mientras la linterna caía en el pantano. Un segundo guardia de seguridad se detuvo a seis metros a la derecha de Saul y gritó algo ininteligible. Saul disparó directamente a la linterna. Se oyó el ruido de cristales y acero, hubo un solo grito y después la oscuridad.
Saul parpadeó, descubrió un brillo verde a muy poca distancia y comprendió que la linterna del primer hombre que había abatido aún estaba encendida bajo treinta centímetros de agua.
—¿Barry? —llamó un murmullo a unos doce metros a la izquierda de Saul, donde los dos hombres habían intentado flanquearle—. ¿Kip? ¿Qué cojones pasa? Estoy herido. Dejad de joder y decid algo.
Saul sacó otro cargador de la bolsa, volvió a poner en ella el cinturón de C-4 y se movió rápidamente hacia la izquierda, intentando permanecer en la oscuridad.
—¡Barry! —llegó de nuevo la voz, ahora a seis metros—. Me largo. Estoy herido. Me has disparado en la pierna, estúpido.
Saul se deslizó hacia delante, moviéndose cuando el hombre hizo ruidos.
—¡Eh! ¿Quién es? —gritó el hombre en la oscuridad.
A menos de cinco metros, Saul oyó claramente el sonido de un seguro que era abierto.
Saul se apoyó contra un árbol y murmuró:
—Soy yo. Overholt. Danos una luz.
El hombre dijo «Mierda» y encendió la linterna. Saul miró alrededor del árbol y vio a un hombre con un uniforme gris de seguridad ensangrentado en la pierna izquierda. Tenía en el brazo una metralleta Uzi y hurgaba con la linterna. Saul lo mató con una sola bala en la cabeza.
El uniforme de seguridad era un mono de una sola pieza con una cremallera delante. Saul apagó la linterna, desnudó al cadáver y se puso su uniforme. Se oían gritos distantes en la playa. El mono era demasiado grande, las botas demasiado pequeñas incluso sin calcetines, pero a Laski nunca en su vida le había hecho tanta ilusión un vestido. Buscó por el agua la gorra plana que el hombre llevaba, la encontró y se la puso.
Con la M-16 contra el pecho, la Uzi en la mano derecha y tres cargadores en el bolsillo del mono, la linterna sujetada en la presilla del cinturón, Saul vadeó hasta donde había dejado la bolsa. El cinturón de C-4, más cargadores para el fusil y la automática Colt estaban secos y en orden. Metió la Uzi, cerró la bolsa, se la puso al hombro y salió del pantano.
Una segunda lancha había llegado a la playa a unos veinte metros y el cuarto hombre había ido a reunirse con los cinco que llegaban. Se giró cuando Saul apareció al oeste de la cala y cruzó la playa.
—Kip, ¿eres tú? —gritó el hombre por encima del sonido del viento y las olas.
Saul sacudió la cabeza.
—Barry —exclamó con la mano en la boca.
—¿Qué tiroteo es ése? ¿Lo habéis cogido?
—¡Al este! —gritó Saul, y agitó la mano hacia el este. Tres de los guardias levantaron las armas y corrieron. El hombre que había gritado cogió una radio de mano y habló rápidamente. Dos de las lanchas que patrullaban más allá de las grandes olas se desviaron hacia el este y empezaron a recorrer la línea de los árboles con los proyectores.
Saul vadeó hasta la primera lancha en la playa, levantó la pequeña ancla de la arena, la dejó en la parte de atrás, saltó adentro y puso la bolsa en el asiento del pasajero. La sangre de su espalda había empapado la correa. Había dos enormes motores fuera borda montados, pero la lancha tenía ignición electrónica y necesitaba una llave que estaba en el salpicadero.
Saul puso el motor en marcha, se alejó de la playa con un rugido de espuma y arena, se dirigió hacia las grandes olas, y hacia mar abierto. Doscientos metros más adelante giró hacia el este y empujó el acelerador a la velocidad máxima. La proa se levantó y Saul rodeó la punta norte de la isla y se dirigió hacia el sur a cuarenta y cinco nudos. Sintió la proa y la quilla contra las olas como si fueran sus propios huesos. La radio chirrió y la apagó. Una lancha que se dirigía al norte le parpadeó, pero la ignoró.
Saul hizo deslizar la M-16 más abajo para que las salpicaduras del agua salada no la mojaran. El agua le llenaba la cara de gotas y le refrescaba como una ducha. Sabía que había perdido sangre y que estaba perdiendo más. Su pierna continuaba sangrando y podía sentir la sangre pegajosa en la espalda, pero incluso en la bajada posdrenalínica, la determinación ardía en él como una llama azul. Se sentía fuerte y muy, muy furioso.
Un kilómetro y medio más adelante una luz verde parpadeaba al final del largo malecón que conducía a la avenida de los Robles y a la casa del pastor y al oberst Wilhelm von Borchert.