Melanie
Recuerdo las meriendas en las colinas de los alrededores de Viena: las colinas perfumadas por los pinos, prados de flores silvestres, y el Peugeot descapotable de Willi aparcado cerca de algún río o hermosa panorámica. Cuando Willi no llevaba la ridícula camisa marrón y el brazalete era la imagen del elegante esplendor, con sus trajes de seda de verano y un sombrero blanco aerodinámico, de alas largas, que le había regalado uno de los artistas de cabaret. Antes de Bad Ischl, antes de la traición de Nina, me gustaba simplemente estar en compañía de personas muy guapas. Nina nunca estuvo tan encantadora como durante esos veranos finales de nuestra felicidad, y aunque las dos entrábamos en una edad en que ya no éramos chicas —ni siquiera señoritas, según las normas de antes—, sólo contemplar a Nina en su entusiasmo rubio y de ojos azules me hacia sentirme y actuar como joven.
Sé ahora que fue su traición en Bad Ischl, aún más que la traición inicial de Nina con mi Charles años antes, lo que marcó el punto en qué empecé a envejecer, mientras Nina permanecía joven. En cierto sentido, Nina y Willi han estado «alimentándose» de mí todos esos años.
Era hora de que eso acabara.
En la segunda noche de mi extraña vigilia con la negra de Nina, decidí terminar la espera. Tenía que hacer alguna demostración. Estaba segura de que incluso con la chica de color apartada de la escena, Willi podría informarme sobre el paradero de Nina.
Confieso que mi atención estaba dividida. Hacia días, mientras sentía la juventud y la vitalidad volviendo a mi cuerpo, mientras la parálisis iba cediendo lentamente en mi brazo y mi pierna izquierdos, sentía una disminución proporcional del control de mi familia y otros contactos. En una ocasión, después de que la señorita Sewell viese a Jensen Luhar, el hombre llamado Saul y los otros tres dejando la zona de las celdas, le dije a la chica de color:
—Tienen a tu judío.
Sentí la falta de control de Nina en la confusión de la reacción de su pelele. Me concentré más en los míos y exigí que Nina me dijera dónde estaba. Ella se negó y dirigió a su patética criada hacia la puerta. Estaba segura de que Nina había perdido totalmente el contacto con su hombre en la isla y por eso había también perdido el contacto con Willi. La chica estaba literalmente a mi merced.
Dirigí a Culley hasta donde pudiese alcanzar a la negra con dos pasos y traje al chico negro de Filadelfia a la habitación. El chico traía un cuchillo.
—Es hora de contarlo todo —le dije a Nina—, o ésta morirá.
Sospeché que Nina sacrificaría a la chica. Ningún pelele —por más condicionado que estuviera— valdría la revelación de su escondite. Preparé a Culley para los dos pasos y el rápido movimiento de brazos y manos que dejaría a la chica sin vida sobre la alfombra con la cabeza torcida en un ángulo imposible como las gallinas que Mamá Booth mataba en la parte trasera de la casa antes de la cena.
Mamá Booth escogía a su víctima, la cogía, le torcía el cuello y lanzaba el cadáver desplumado al porche antes de que el ave supiera que la habían matado.
La chica hizo una cosa sorprendente. Yo esperaba que Nina la hiciera huir o luchar, o por lo menos que hubiera una lucha mental mientras Nina intentaba controlar a uno de mis peleles, pero la chica de color se quedó donde estaba. Se desabrochó el enorme jersey y mostró un cinturón absurdo —una especie de bandolera de bandido mexicano— lleno de lo que parecía arcilla de modelar envuelta en celofán. De un pequeño aparato que parecía un radiotransistor salían hilos que iban hasta los paquetes de arcilla.
—¡Para, Melanie! —gritó.
Me detuve. Las manos de Culley se inmovilizaron en el acto de levantarse hacía el delgado cuello de la negra. No me preocupé en este momento, sólo sentí una ligera curiosidad por esa nueva manifestación de la locura de Nina.
—Esto son explosivos —jadeó la chica. Su mano se dirigió a un interruptor en el radiotransistor—. Si me tocas, los disparo. Si tocas mi cerebro, este monitor se disparará automáticamente. La explosión destruirá totalmente esta casa maloliente.
—Nina, Nina —hice que dijera Justin—, estás sobreexcitada. Siéntate un minuto. Haré que el señor Thorne traiga el té.
Era una equivocación perfectamente natural, pero la chica negra mostró los dientes en algo que ni siquiera parecía una sonrisa.
—El señor Thorne ya no está aquí, Melanie. Tu cerebro se está volviendo fangoso. El señor Thorne, sea cual fuere su nombre auténtico asesinó a mi padre y después uno de tus inmundos amigos lo mató. Pero siempre has sido tú, viejo saco de pus. Tú has sido la araña en el centro de cada… ¡no lo intentes!
Culley apenas se había movido. Hice que bajara las manos lentamente y retrocediera. Pensé apoderarme del sistema nervioso de la chica, para bloquear sus movimientos. Llevaría sólo algunos segundos, lo suficiente para que uno de los míos la cogiera antes de que ella pudiera apretar el pequeño botón rojo. Aunque no creí ni por un momento que sus estúpidas amenazas fueran auténticas.
—¿Qué tipo de explosivo dices que es eso, querida? —pregunté a través de Justin.
—Se llama C-4 —respondió la chica. Su voz era firme y tranquila, pero yo podía oír su respiración rápida—. Es una cosa militar…, explosivo plástico, y aquí hay seis kilos, más que suficiente para enviaros a ti y a esta casa al infierno y destruir también la mitad de la casa Hodges.
No sonaba como si hablara Nina. Arriba, el doctor Hartman movió torpemente una sonda de mi brazo y empezó a girarme hacia la derecha. Le empujé con el brazo libre.
—¿Cómo podrías detonar este explosivo si yo te arrebatara a tu negrita? —hice que Justin preguntara. Howard levantó su pesada pistola del 45 de mi mesilla de noche, se quitó los zapatos y empezó a bajar silenciosamente por la escalera. Yo aún tenía un contacto ligero, a través de la señorita Sewell, con las percepciones de uno de los guardias de seguridad que llevaban el cuerpo inconsciente de Jensen Luhar de nuevo hacia el túnel mientras los otros continuaban la persecución del hombre que la negra había llamado Saul. Había alarmas audibles hasta para la señorita Sewell en la zona de los peleles. La tempestad se acercaba a la isla; un oficial de cubierta anunció olas de dos metros y aumentando.
La chica de color se acercó más a Justin.
—¿Ves estos cables? —preguntó, inclinándose hacia delante. Unos cables muy finos bajaban desde su cuero cabelludo hasta el cuello de su blusa—. Estos sensores transportan las señales eléctricas de mis ondas cerebrales hasta este monitor. ¿Lo entiendes?
—Sí —ceceó Justin.
Yo no tenía ni idea de lo que ella decía.
—Las ondas cerebrales tienen ciertos patrones —dijo la chica—. Estos patrones son tan característicos como las huellas dactilares. En cuanto me toques con tu cerebro sucio, podrido, enfermo, crearás una cosa llamado ritmo theta, que se encuentra en ratas, lagartos y formas de vida inferiores como tú, y el pequeño ordenador que hay en este monitor lo sentirá y encenderá el C-4. En menos de un segundo, Melanie.
—Mientes —dije.
—Pruébalo —dijo la chica. Dio otro paso adelante y empujó a Justin con mucha fuerza, lanzando al pobre niño hacia atrás hasta que chocó con la silla preferida de papá y se sentó con un repiqueteo de sus talones—. Pruébalo —repitió ella, alzando la voz con ira—, pruébalo, vieja bruja disecada, y te veré en el infierno.
—¿Quién eres? —pregunté.
—Nadie —dijo la chica—. Sólo alguien a cuyo padre tú asesinaste. Nada importante para que lo recuerdes.
—¿No eres Nina? —pregunté. Howard había llegado al fondo de la escalera. Levantó la pistola preparado para aparecer y disparar.
La chica miró hacia donde estaba Culley y hacia el vestíbulo. El brillo verde que emanaba del rellano del segundo piso lanzaba una vaga sombra hacia donde estaba Howard.
—Si me matas —dijo la chica—, el monitor sentirá el cese de las ondas cerebrales y provocará inmediatamente la detonación. Matará a todos en esta casa.
No noté miedo en su voz, sólo algo que se parecía al júbilo.
La chica mentía, claro. O era Nina quien mentía. No había forma posible de que una chica de color de la calle pudiese saber todas aquellas cosas sobre la vida de Nina, sobre la muerte del padre de Nina, y conocer los detalles del «juego» de Viena. Pero esta chica había dicho algo sobre el hecho de que yo había matado a su padre esa primera vez que nos habíamos encontrado en Grumblethorpe. ¿O no? Las cosas se volvían muy confusas. Quizá la muerte había realmente enloquecido a Nina y ahora ella lo confundía todo hasta el punto de pensar que yo había empujado a su padre bajo aquel tranvía en Boston. Quizás en sus últimos segundos de vida, la conciencia de Nina hubiese buscado refugio en el cerebro inferior de esta chica —¿quizás era una criada de Mansard House?— y ahora los recuerdos de Nina se confundían y mezclaban con la memoria mundana de una criada de color. Casi hice que Justin riera ante esta idea. ¡Qué ironía habría sido!
Fuera lo que fuese, yo no tenía miedo de su imaginario explosivo. Había oído hablar de explosivo plástico, pero estaba segura de que no se parecía a esos terrones de arcilla. Ni siquiera parecían plástico. Además, recordaba cuando papá tuvo que dinamitar una presa de castores en nuestra propiedad de Georgia antes de la guerra; sólo él y el capataz pudieron ir al lago con la traicionera dinamita y tomaban muchas precauciones con los detonadores. Los explosivos eran poco seguros para llevarlos en un estúpido cinturón. El resto de la historia de la chica —ondas cerebrales y ordenadores— simplemente carecía de sentido. Esas ideas pertenecían al reino de la ciencia-ficción que a Willi le gustaba leer en esas revistas alemanas sensacionalistas. Aunque si una idea como ésa fuera posible —y yo confiaba en que no lo fuese— no pertenecía al campo de comprensión de una negra. A mí misma me costaba comprenderlo.
De todas maneras, era mejor no continuar empujando a Nina. Había siempre una remota posibilidad de que algo del aparato del pelele pudiera incluir auténtica dinamita. No veía razón para no seguirle el juego de Nina algunos minutos más. El hecho de que estuviese más loca que una cabra no la hacía menos peligrosa.
—¿Qué quieres? —pregunté.
La chica se humedeció los gruesos labios y miró alrededor.
—Que tu gente salga de aquí. Excepto Justin. Justin se quedará en la silla.
—Claro —ronroneé. El chico negro, la enfermera Oldsmith y Culley salieron por diferentes puertas. Howard retrocedió cuando pasó Culley, pero no bajó la pistola.
—Dime qué pasa —exigió la negra, que siguió de pie con el dedo cerca del botón rojo del aparato que llevaba en el cinturón.
—¿Qué quieres decir, querida?
—En la isla —exigió la chica—. ¿Qué pasa con Saul?
Hice que Justin se encogiera de hombros.
—He perdido el interés por eso —dije.
La chica dio tres pasos hacia delante. Pensé que iba a pegarle una bofetada al indefenso niño.
—Maldita —dijo ella—. Dime lo que quiero saber o hago estallar esto inmediatamente. Valdrá la pena, simplemente con saber que estarás muerta…, carbonizada en tu cama como una vieja rata sin pelo sobre las llamas. ¡Decídete, puta!
Siempre desprecié las palabrotas. Mi repugnancia por aquella vulgaridad no disminuía con las imágenes que ella utilizaba. Mi madre tenía un miedo absurdo a las inundaciones. El fuego siempre había sido mi bête noire.
—Tu judío le ha lanzado una piedra al pelele de Willi y se ha escapado hacia la jungla antes de que el juego empezara —dije—. Varios peleles y guardias de seguridad lo han seguido. Dos guardias de seguridad han llevado el hombre llamado Jensen Luhar a la enfermería de ese túnel absurdo. Está inconsciente hace horas.
—¿Dónde está Saul?
Justin hizo una mueca. Su voz fue un quejido que no pude controlar a mi gusto.
—¿Cómo puedo saberlo? No puedo estar en todas partes.
No veía razón para contarle que en ese momento el guardia con el que yo había contactado a través de la señorita Sewell había mirado hacia la enfermería a tiempo de ver que el negro de Willi se levantaba de la mesa y estrangulaba a los dos guardias que lo habían llevado allí. Aquello me proporcionó una sensación extraña de dejà vu, hasta que recordé haber ido al cine Kruger de Viena con Willi y Nina a ver la película Frankenstein en el verano de 1932. Recuerdo que grité cuando la mano del monstruo se retorció en la mesa y después se levantó para estrangular al doctor que se inclinaba sobre él. Ahora no tuve ganas de gritar. Hice que mi guardia de seguridad siguiera adelante, cruzando la sala donde otros guardias miraban varias hileras de monitores de televisión y le hice detenerse cerca de las oficinas administrativas. No vi razón para contarle estas cosas a la negra de Nina.
—¿Hacia dónde ha ido Saul? —preguntó ella.
Justin cruzó los brazos.
—¿Por qué no me lo dices tú si eres tan lista? —pregunté.
—Muy bien —dijo la negra. Bajó los párpados hasta que se vio sólo una leve sugestión de blanco. Howard esperaba en las sombras del vestíbulo—. Corre hacia el norte a través de una jungla densa. Hay… una especie de edificio en ruinas. Lápidas. Es un cementerio.
Abrió los ojos.
Arriba, yo gemí y me revolví en la cama. Había estado tan absolutamente segura de que Nina no podía entrar en contacto con su pelele. Pero yo acababa de ver esa misma imagen en los monitores de los guardias de seguridad hacía menos de un minuto. Había perdido la pista del negro de Willi en el laberinto de túneles. ¿Sería posible que Willi estuviera «usando» a esta chica? Parecía que le gustaba «usar» gente de color y de otras razas menos desarrolladas. Si era Willi, entonces, ¿dónde estaba Nina? Podía sentir un dolor de cabeza que se acercaba.
—¿Qué quieres? —dije de nuevo.
—Realizaras el plan —dijo la chica aún de pie cerca de Justin—. Exactamente como acordamos.
Miró su reloj de pulsera. Su mano ya no estaba cerca del botón, pero estaba aún el problema de las ondas cerebrales y los ordenadores.
—Parece que no tiene sentido continuar con esto —sugerí—. La falta de espíritu deportivo de tu judío ha estropeado el programa de la noche y dudo que los otros estén…
—Cierra el pico —exclamó la chica, y aunque el lenguaje era vulgar, el tono era el de Nina—. Continuaras con el plan. Si no lo haces, el C-4 destruirá esta casa inmediatamente.
—Nunca te gustó mi casa —dije yo.
Justin alargó su labio inferior.
—Hazlo, Melanie —ordenó la chica—. Si no lo haces, yo lo sabré. Si no inmediatamente, muy pronto. Y no te avisaré cuando accione esta cosa. Adelante.
Casi hice que Howard la matara en ese momento. Nadie me habla de esa manera en mi propia casa, y mucho menos una chica de color que ni siquiera debería estar en mi sala. Pero me contuve, hice que Howard bajara lentamente la pistola. Había que tener en cuenta otras cosas, era importante no precipitarse.
Era muy propio de Nina —o de Willi, claro— provocarme de esa manera. Si la mataba ahora, habría que limpiar la porquería después, y yo no estaría más cerca de conocer el escondite de Nina. Y había siempre la posibilidad de que alguna parte de su historia fuera cierta. Sin duda el estrafalario Island Club que ella me había descrito era muy auténtico, aunque el señor Barent fuera mucho más caballero que lo que ella había sugerido. Parecía evidente que el grupo constituía una amenaza para mí, aunque yo no conseguía ver por qué estaba en peligro Willi. Si dejaba pasar esta oportunidad, no sólo perdería a la señorita Sewell, sino que tendría que vivir con la ansiedad e incerteza de lo que este grupo podría decidir hacer conmigo en los meses y años siguientes.
Así, a pesar del melodrama de la media hora anterior, yo había vuelto a mi incómoda alianza con la negra de Nina, a la misma situación en la que habíamos estado durante las últimas semanas.
—Muy bien —suspiré.
—Ahora —dijo la chica.
—Sí, sí, sí —murmuré. Justin permaneció inmóvil. Los miembros de mi familia parecían estatuas. Mis encías se frotaron cuando apreté las mandíbulas, cerré los ojos y mi cuerpo se tensó a causa del esfuerzo.
La señorita Sewell miró cuando se abrió la pesada puerta al fondo del corredor. El guardia de seguridad, sentado en un banco de su cabina, se puso en pie precisamente cuando el negro de Willi entró. El guardia levantó su ametralladora. El negro se la arrancó de las manos y golpeó al hombre en la cara, con la palma abierta, aplastándole la nariz y lanzando astillas de hueso a su cerebro.
El negro entró en la cabina y movió un interruptor. Los barrotes entraron en la pared y mientras los otros presos se agachaban en sus nichos, la señorita Sewell salió, se estiró para mejorar la circulación y se volvió para enfrentarse al hombre de color.
—Hola, Melanie —dijo él.
—Buenas noches, Willi —dije yo.
—Sabía que eras tú —dijo él en voz baja—. Es increíble cómo nos reconocemos a pesar de todos nuestros disfraces, incluso después de tantos años. Nicht wahr?
—Sí —dije yo—. ¿Puedes conseguir algo con que vestir a ésta? No es justo que vaya desnuda. —El negro de Willi sonrió, extendió el brazo y le arrancó la camisa a un guardia muerto. La puso sobre los hombros de la señorita Sewell y me concentré en manipular los dos botones que faltaban—. ¿Me llevarás a la casa grande? —pregunté.
—Sí.
—¿Nina está allí, Willi?
El negro frunció el ceño y enarcó una de sus cejas.
—¿Esperas que esté? —preguntó.
—No.
—Estarán otros —dijo él, y de nuevo mostró los dientes del hombre de color.
—El señor Barent —dije—. Sutter… y los otros miembros del Island Club.
El pelele de Willi rió alegremente.
—Melanie, querida —dijo—, tú nunca dejas de sorprenderme. No sabes nada, pero siempre consigues saberlo todo.
Yo mostré mi disgusto en las facciones de la señorita Sewell.
—No seas cruel, Willi —dije—. No te favorece.
Él rió de nuevo.
—Sí, sí —tronó—. Esta noche sólo habrá amabilidad. Es nuestra última reunión, liebchen. Ven, los otros esperan.
Le seguí por los corredores hacia la noche. No nos topamos con más agentes de seguridad, yo mantenía mi leve contacto con el guardia que aún estaba de pie cerca de las oficinas administrativas.
Cruzamos una cerca alta sobre la que el cuerpo de un guardia chisporroteaba y echaba humo, enganchado al alambre electrificado. Vi formas pálidas que se movían en la oscuridad mientras los otros presos, desnudos, huían hacia la noche. Arriba, las nubes corrían. La tormenta se aproximaba.
—Los que me dañaron lo pagarán esta noche, ¿verdad, Willi? —pregunté.
—Oh, sí —gruñó él por entre sus dientes blancos—. Oh, sí, seguro, Melanie, amor mío.
Nos dirigimos a la gran casa iluminada por una luz blanca. Hice que Justin extendiera un dedo hacia la negra de Nina.
—Tú querías esto —le grité con mi voz aguda de niño de seis años—. Tú querías esto. ¡Ahora, mira atentamente!