Isla Dolmann, lunes 15 de junio de 1981
Saul estaba encerrado en la pequeña celda hacía más de veinticuatro horas cuando zumbó un mecanismo en las paredes de piedra y los barrotes de acero se abrieron. Durante un segundo no supo qué hacer.
Había estado extrañamente despreocupado por su encarcelamiento, casi contento, como si cuarenta años superfluos hubieran desaparecido, devolviéndole a los momentos esenciales de su vida. Durante veinte horas había estado en el frío nicho de piedra y había pensado en la vida, recordando detalladamente los paseos por la noche con Natalie cerca de la granja en Caesarea, el sol en la arena y los ladrillos y las olas del Mediterráneo. Recordó conversaciones y risas, confidencias y lágrimas, y cuando lloraba, los sueños lo envolvían inmediatamente, llevándole a otras afirmaciones de vida frente a las brutales abnegaciones.
Los guardias ponían comida por la abertura dos veces al día y Saul comía. Las bandejas de plástico estaban llenas de estofados deshidratados y congelados, carne y fideos. Comida de astronauta. Saul no se sorprendió de la ironía de la comida de vehículo espacial en una jaula de esclavo del siglo XVII; se lo comía todo, bebía el agua y seguía con sus ejercicios para impedir que los músculos padecieran calambres y el cuerpo se le enfriase demasiado.
Su gran preocupación era Natalie. Ambos sabían hacía meses lo que tendrían que hacer y que sólo ellos podrían hacerlo, pero la separación había tenido el sabor de un final. Pensó en el sol en la espalda de su padre, el brazo de Josef sobre el hombro de su padre.
Saul yacía en una oscuridad que olía a cuatro siglos de miedo y pensó en el coraje. Pensó en los africanos y nativos americanos que habían estado en esas mismas jaulas de piedra oliendo —como él olía— el aroma de la desesperación humana, sin saber que ellos triunfarían, que sus descendientes exigirían la luz y la libertad y la dignidad denegada a los que esperaban aquí la muerte o las cadenas. Cerró los ojos e inmediatamente vio los vagones de ganado llegando a Sobibor, los demacrados cuerpos entrelazados, cadáveres fríos buscando un calor que no podía encontrarse, pero incluso a través de esa imagen de carne fría y ojos acusadores vio también a los jóvenes sabras de los kibbutzim saliendo hacia él trabajo por la mañana en los huertos o armándose para la patrulla de ronda durante la noche, con los ojos austeros y confiados, demasiado confiados quizá, pero vivos, muy vivos; su simple existencia era una respuesta a los ojos interrogativos de los cadáveres de los vagones de ganado separados unos de otros en una vía muerta helada en 1944.
Saul estaba preocupado por Natalie y temía por su propia suerte, con el miedo terrible que trepaba por su espalda, que nublaba sus ojos y se convertía en frío acero en su boca, pero reconoció el miedo y le dio de nuevo la bienvenida —sabiendo muy bien que nunca le había abandonado— y lo dejó pasar a través de sí en vez de sobre sí. Mil veces ensayó lo que quería hacer y lo que podría detenerlo. Analizó sus opciones. Tuvo en cuenta las líneas de acción si Natalie lograba mantener a la vieja controlada exactamente como habían planeado y otras acciones en el caso más probable de que Melanie Fuller actuara imprevisiblemente como su locura hacía prever. Si Natalie muriese, él seguiría adelante. Si nada ocurriera como estaba planeado, él seguiría adelante. Si no hubiese ninguna esperanza, él seguiría adelante.
Saul yacía en la oscura grieta en la piedra, pensaba en la vida y contemplaba la muerte, la suya propia y la de otros. Examinó todas las posibles contingencias y después inventó más.
E incluso entonces, cuando los barrotes se abrieron y los otros cuatro se movieron y se deslizaron al exterior desde sus escondites y se dirigieron hacia la distante abertura, Saul Laski, durante un minuto eterno, no supo qué hacer.
Entonces se deslizó de su nicho y permaneció de pie. El suelo de piedra estaba más frío bajo sus pies desnudos. La cosa que había sido Constance Sewell le miró a través de los barrotes de acero y un velo de pelo enmarañado.
Saul se apresuró a seguir a los otros hacia la salida y la oscuridad.
Tony Harod estaba sentado en la sala de caza y miraba por debajo de sus párpados casi cerrados las caras de los cuatro hombres que esperaban el inicio de la competición de la noche. La cara de Barent era calma y serena, sus dedos estaban bajo su labio inferior, con una leve sonrisa moviendo los músculos de las comisuras de sus labios. La cabeza de Kepler se curvó hacia atrás mientras fruncía el ceño con el esfuerzo de la concentración. Jimmy Wayne Sutter estaba sentado hacia adelante, con los brazos sobre el tapete verde de la mesa, sudor en su frente arrugada y en su largo labio superior. Willi estaba recostado tan profundamente en su silla que la luz sólo le tocaba las cejas, las marcadas mejillas y la forma de su nariz. Pero Harod tenía la fuerte impresión de que los ojos de Willi estaban abiertos y le miraban.
Harod sintió pánico cuando comprendió lo absurdo de su posición; no tenía forma de saber qué pasaba. No quería ni tan sólo intentar tocar la conciencia del pelele judío y sabía que, aunque lo intentara, fuera quien fuese el que controlaba al judío no permitiría su acceso. Harod examinó las caras que lo rodeaban por última vez. ¿Quién podría estar controlando a dos peleles a la vez? La lógica decía que tenía que ser Willi —tanto el motivo como la extensión de la «aptitud» del viejo lo sugerían—, pero entonces, ¿por qué el ardid del jardín? Harod estaba desconcertado y asustado. En ese momento no le consolaba mucho saber que María Chen lo esperaba abajo ni que ella había conseguido traer su pistola en la barca que esperaba en el malecón de la isla por si hubiera necesidad de largarse súbitamente.
—¡Qué coño es esto! —gritó Joseph Kepler. Los cuatro hombres habían abierto los ojos y miraban a Harod.
Willi se inclinó hacia adelante. Su cara era una máscara roja de furia.
—¿Qué haces, Tony? —Su mirada fría recorrió a los otros hombres—. ¿O no es Tony? ¿Es así cómo jugáis vuestros juegos de honor?
—¡Espera! ¡Espera! —gritó Sutter, de nuevo con los ojos cerrados—. Mira. Corre. Podemos…, todos juntos podemos…
Los ojos de Barent se habían abierto como los de un depredador que despierta para la caza nocturna.
—Claro —dijo él en voz baja, con los dedos aún en la misma posición—. Laski, el psiquiatra. Debía haberme dado cuenta antes. La ausencia de la barba me engañó. Quien haya tenido esta idea sabe lo que es una buena broma.
—No es ninguna broma —dijo Kepler, de nuevo con los ojos cerrados con fuerza—. Cógelo.
Barent sacudió la cabeza.
—No, señores. A causa de las irregularidades que hay, está cancelada la competición de esta noche. Las fuerzas de seguridad nos traerán a Laski.
—Nein! —exclamó Willi—. Es mío.
Barent aún sonreía cuando se giró para enfrentar a Willi.
—Sí, puede ser suyo. Veremos. Entre tanto ya he pulsado el botón que avisa a Seguridad. Ellos comprueban la apertura del juego y sabrán a quién buscar. Usted puede ayudar a su captura, si lo desea, herr Borden, pero consiga que el psiquiatra no muera antes de ser interrogado.
Willi hizo un ruido que parecía un rugido y cerró los ojos. Barent giró su mirada mortalmente plácida hacia Harod.
Saul había seguido a los otros cuatro peleles por la rampa hacia una noche tropical cargada de humedad y de la sofocante amenaza de una tormenta. No se veían las estrellas, pero los relámpagos mostraban los árboles y un área descubierta al norte de la zona de seguridad. Había un enorme pentágono blasonado allí y los otros peleles ya habían ocupado sus lugares en las puntas de la estrella.
Saul se preguntaba si debía escaparse enseguida, pero se veían dos guardias con M-16 y miras infrarrojas delante de la zona de seguridad cada vez que los relámpagos centelleaban. Esperaría. Saul tenía que ocupar el círculo vacío entre Jensen Luhar y un joven alto y delgado de pelo largo. En cierta manera parecía apropiado que todos estuvieran desnudos. Saul era el único de los cinco que no estaba en una condición física excelente.
La cabeza de Jensen Luhar giró.
—Si puedes oírme, mi pequeño peón —dijo en alemán—, te diré adiós. No me ensañaré contigo. Será rápido.
La cabeza de Luhar se volvió hacia el cielo, esperando —como los otros— alguna señal. Los centelleos de los relámpagos grababan el perfil poderoso del negro de Willi de un plateado líquido.
Saul se giró, levantó el brazo y lanzó la piedra que había cogido cuando había tropezado deliberadamente un minuto antes. La piedra cogió a Luhar exactamente detrás de la oreja izquierda y lo hizo caer inmediatamente. Saul se giró y corrió. Cruzó la maleza hacia el bosque tropical antes de que los otros peleles pudieran hacer más que volverse y mirarlo. No hubo disparos.
Sus primeros cinco minutos de carrera fueron una fuga absurda, con agujas de pino y frondas caídas de palmito arañando sus pies desnudos, ramas y arbustos rastrillándole las costillas, y su respiración raspándole la garganta. Después se controló hasta el punto de parar, agacharse al borde de un pequeño cañaveral y escuchar. A su izquierda podía oír el chapoteo de las olas y el ruido más lejano de poderosos motores fuera borda. Un extraño chirrido podía ser el sonido de megáfonos eléctricos gimiendo a través del agua, pero las palabras eran confusas.
Saul cerró los ojos e intentó reconstruir los mapas y el fotomontaje de la isla, recordando las muchas horas pasadas en la cocina del motel con Natalie. Eran más de seis kilómetros en la punta norte de la isla. Sabía que el bosque pronto se convertiría en una auténtica jungla, abriéndose un poco hacia pantanos marinos un kilómetro antes de la punta norte, pero cerrándose de nuevo en pantano y jungla antes de poder llegar a la playa. Las únicas estructuras en el camino serían las ruinas del hospital de los esclavos, los cimientos cubiertos de hierba de la hacienda Dubose cerca de la punta rocosa en la costa Este, y las lápidas derribadas del viejo cementerio de esclavos.
Saul miró el cañaveral a la luz del resplandor de un relámpago de la tormenta que se acercaba y sintió un deseo aplastante de esconderse allí, simplemente arrastrarse y agacharse y colocarse en posición fetal y hacerse invisible. Sabía que moriría pronto si lo hacía. Los monstruos de la casa del pastor —tres de ellos por lo menos— habían pasado años cazándose en esos pocos kilómetros de jungla. Interrogado en el refugio, Harod le había hablado de la «cacería de huevos de Pascua» en la última noche cuando el Island Club liberaba a todos los peleles no utilizados aún —una docena o más de hombres y mujeres desnudos y desvalidos— y después utilizaban a sus favoritos para cazarlos con cuchillos y pistolas. Barent, Kepler y Sutter conocían todos los escondites y Saul no podía apartar de sí la sensación de que Willi podía sentir su paradero. Esperaba el toque asqueroso del viejo nazi en su cerebro en cualquier momento, sabiendo que ese contacto a esas distancias significaría el fracaso total de todos sus planes, meses de trabajo perdido, toda una vida de esperanzas sacrificada por nada.
Saul sabía que su única posibilidad era la fuga hacia el norte. Se alejó del cañaveral y corrió mientras la tormenta centelleaba y estallaba detrás de él.
—Allí —dijo Barent señalando la figura pálida, desnuda, que se tambaleaba en una pantalla de la quinta fila de monitores—. No hay duda de que es el psiquiatra, Laski.
Sutter sorbió un bourbon alto y cruzó las piernas en uno de los cómodos sofás de la sala de monitores.
—Nunca ha habido ninguna duda —dijo—. La cuestión es: ¿quién lo ha introducido en el juego y por qué?
Los otros tres miraron a Willi, pero el viejo observaba un monitor en la primera fila donde los guardias de seguridad arrastraban la forma aún inconsciente de Jensen Luhar. Los tres peleles restantes habían sido enviados a la jungla tras Laski. Willi se giró hacia los otros con una sonrisa:
—Habría sido una estupidez por mi parte haber incluido al judío —dijo—. Y yo no hago cosas estúpidas.
C. Arnold Barent se apartó de los monitores y cruzó los brazos.
—¿Estúpido por qué, William?
Willi se frotó la mejilla.
—Todos asocian al judío conmigo, aunque fue usted, herr Barent, quien más recientemente lo condicionó y, de todos nosotros, es el único que no tiene nada que temer de él.
Barent parpadeó, pero no dijo nada.
—Si yo quisiera traer…, ¿cómo decirlo?…, un intruso a nuestros juegos, ¿por qué no traería a alguien completamente desconocido? Y en un estado físico mucho mejor, también. —Willi sonrió y meneó la cabeza—. No, sólo tenéis que pensar un minuto para comprender lo absurdo que sería para mí hacer esto. Yo no hago cosas estúpidas y vosotros seríais estúpidos si pensarais que las hago.
Barent miró a Harod.
—Tony, ¿mantienes tu historia de secuestro y chantaje?
Harod se hundió en el sofá y se puso muy serio. Había contado la verdad porque sospechaba que ellos estaban dispuestos a volverse en su contra si trataba de desviar sus sospechas. Ahora pensaban que era un mentiroso y había conseguido sólo mitigar parte de su natural miedo a la fuerza de Willi.
—No sé quién es el responsable —contestó Harod—, pero alguien aquí está jugando con esta mierda. ¿Qué ganaría yo con esto?
—¿Qué, realmente? —dijo Barent en un tono familiar.
—Creo que es una diversión de algún tipo —rechinó Kepler mirando a Willi con evidente tensión.
El reverendo Jimmy Wayne Sutter rió.
—¿Una diversión de qué tipo? —preguntó, riendo—. La isla está absolutamente protegida del mundo exterior. Nadie puede llegar a esta punta de la isla, excepto la fuerza de seguridad personal del hermano C., y todos son «neutrales». No me cabe duda de que, a la primera señal de irregularidades en el juego, todos nuestros ayudantes han sido…, ah…, acompañados a sus respectivas habitaciones.
Harod levantó la mirada, alarmado, pero Barent continuó sonriendo. Harod comprendió lo estúpido que había sido esperar que María Chen pudiera ayudarle en caso de crisis.
—¿Diversión de qué tipo? —repitió Sutter—. A este pobre y viejo predicador le parece que no hay motivo para ninguna diversión.
—Bien —contestó Kepler—, alguien tiene que controlarlo.
—Quizá no —dijo Willi en voz baja.
Todas las cabezas se giraron hacia él.
—Mi pequeño judío ha sido espantosamente persistente a través de los años —explicó Willi—. Imaginad mi sorpresa cuando lo descubrí en Charleston hace siete meses.
La sonrisa de Barent había desaparecido.
—Wilhelm ¿quiere decir que este… hombre… vino aquí por su propia voluntad?
—Ja —sonrió Willi—. Mi peón de los viejos tiempos aún me sigue.
Kepler estaba lívido.
—Entonces admites que eres la razón de su presencia aquí, aunque viniera sólo para encontrarte.
—De ninguna manera —dijo Willi afablemente—. Fue usted quien mandó matar a la familia del judío en Virginia.
Barent se golpeó el labio inferior con un dedo doblado.
—Suponiendo que él sabía quién fue el responsable, ¿cómo descubrió los detalles del Island Club?
Incluso antes de terminar la pregunta, Barent se volvió para mirar a Harod.
—¿Cómo podía yo saber que él trabajaba solo? —preguntó Harod con voz lastimera—. Me atiborraron de drogas.
Jimmy Wayne Sutter se puso de pie y se acercó a un monitor en el que lentes de infrarrojos mostraban una figura pálida, desnuda, luchando contra sarmientos y lápidas derribadas.
—Entonces, ¿quién trabaja con él ahora? —preguntó Sutter tan bajo que parecía que hablaba para sí mismo.
—Die Negerin —dijo Willi—. La chica negra. La que estaba con el sheriff en Germantown. —Rió, echando la cabeza hacia atrás, dejando ver empastes en las muelas gastadas por la edad—. Die üntermenschen se levantan exactamente como el Führer temía.
Sutter se apartó de la pantalla precisamente cuando el pelele jamaicano de Barent apareció, moviéndose rápidamente y con seguridad, en el cementerio cubierto de sarmientos donde Laski había desaparecido de la vista un momento antes.
—Entonces, ¿dónde está la chica? —preguntó Sutter.
Willi se encogió de hombros.
—Da igual. ¿Había negras en tus jaulas de peleles?
—No —dijo Barent.
—Entonces está en algún otro sitio —dijo Willi—. Quizá soñando con vengarse de la gente que asesinó a su padre.
—Nosotros no matamos a su padre —dijo Barent—. Fue Melanie Fuller o Nina Drayton.
—Exactamente —rió Willi—. Otra pequeña ironía. Pero el judío está aquí, y parece evidente que die Negerin le ha ayudado a llegar hasta aquí.
Todos miraron los monitores, pero el único pelele visible era Amos, la pieza de Sutter, como un pequeño luchador de sumo mientras se abría camino entre la hierba alta al sur de la hacienda Dubose. Los ojos de Sutter estaban casi cerrados por la concentración de controlarlo.
—Necesitamos interrogar a Laski —dijo Kepler—. Tenemos que descubrir dónde está la chica.
—Nein —dijo Willi, mirando fijamente a Barent—. Tenemos que matar al judío lo más pronto posible. Aunque esté loco, puede tener alguna manera de atacarnos.
Barent desplegó los brazos y sonrió de nuevo.
—¿Preocupado, William?
Willi de nuevo se encogió de hombros.
—Tiene sentido. Si todos cooperamos para matar al judío, eso elimina cualquier posibilidad de que haya sido traído aquí por alguno de nosotros para obtener alguna ventaja. Será fácil encontrar a la chica, ja? Sospecho que debe de estar de nuevo en Charleston.
—Las sospechas no nos bastan —contestó Kepler—. Propongo que lo interroguemos.
—¿James? —preguntó Barent.
Sutter abrió los ojos.
—Mátalo y volvamos al juego —dijo, y cerró los ojos.
—¿Tony?
Harod lo miró sobresaltado.
—¿Quieres decir que yo tengo un jodido voto?
—Trataremos de los otros problemas después —dijo Barent—. En este momento eres un miembro del Island Club y tienes derecho a voto.
Harod mostró sus dientes pequeños y afilados.
—Entonces me abstengo —dijo—. Dejadme en paz y haced lo que queráis con ese tío.
Barent se golpeó ligeramente el labio y miró un monitor vacío; un relámpago cargó las lentes sensibles durante un segundo y llenó la pantalla de luz blanca.
—William —dijo Barent—, no consigo ver cómo este hombre puede ser una amenaza, pero estoy de acuerdo con tu lógica en que sería menos amenaza si estuviera muerto. Encontraremos a la chica y a cualquier otro supuesto vengador sin grandes problemas.
Willi se inclinó hacia delante.
—¿Puedes esperar hasta que Jensen, mi pelele, se recupere?
Barent sacudió la cabeza.
—Sólo retrasaría el juego —dijo, y levantó un micrófono de la consola—. ¿Señor Swenson? —llamó, y esperó la respuesta en un pequeño auricular—. ¿Está siguiendo las huellas del pelele que ha huido hacia el norte? Bien. Sí, también lo veo en el Sector 2-7-Bravo-6. Sí, es hora de acabar con este intruso inmediatamente. Tenga las patrullas de la costa cerca y libere al helicóptero 3 del servicio de vigilancia. Sí, utilice el infrarrojo si es posible y conecte el sensor de suelo directamente con los grupos de búsqueda. Sí, estoy seguro de que sí, pero deprisa, por favor. Gracias. Corto.
Natalie Preston estaba sentada en la oscura casa de Melanie Fuller en el casco antiguo de Charleston y pensaba en Rob Gentry. Había pensado en él a menudo durante los últimos meses, casi cada noche antes de acostarse, pero en los dos meses que hacía que había salido de Israel había intentado empujar su dolor y hundirlo en el fondo de su conciencia para dejar sitio a la feroz determinación que sentía que debía llenar su mente. No había funcionado. Desde que había llegado a Charleston había pasado cerca de la casa de Rob cada día, normalmente por la noche. Había pasado sus pocas horas separada de Saul paseando por las calles tranquilas por las que ella y Rob habían paseado, recordando no los detalles triviales de sus conversaciones, sino los sentimientos profundos que habían nacido entre ellos, profundizándose y abriéndose a pesar de que ambos comprendían lo complicado e inoportuno que sería un romance entre ellos. Había visitado tres veces la tumba de Rob, dominada siempre por una sensación de pérdida que sabía que ninguna venganza vencería o compensaría y prometiéndose siempre que no volvería.
Cuando Natalie afrontó la segunda larga noche en la casa de los horrores de Melanie Fuller, sabía sin la mínima duda que si sobrevivía a las siguientes horas y días sería más a través del recuerdo del amor que por una determinación de vengarse.
Hacía poco más de veinticuatro horas que Natalie estaba sola con las fieras de cerebro muerto de Melanie Fuller. Había sido una eternidad.
El domingo por la noche había sido terrible. Natalie había estado en la casa Fuller hasta las cuatro de la mañana del lunes, marchándose sólo cuando le pareció seguro que Saul estaba a salvo hasta la matanza de la noche siguiente. Si aún estaba vivo. Natalie sabía sólo lo que la monstruosa Melanie le contaba por boca del niño de cerebro muerto que había sido Justin Warden. La historia de que Nina no podía controlar a Saul a aquella distancia —que Nina necesitaba la ayuda de Melanie si querían salvar a Willi y a ellas mismas de la ira del Island Club— parecía cada vez menos satisfactoria a medida que las horas se arrastraban.
Durante largos períodos en la primera noche Justin permaneció sentado y ciego; los otros miembros de la «familia» de Melanie también reposaban como maniquíes sin vida. Natalie supuso que la vieja estaba ocupada controlando a la señorita Sewell o al hombre que habían observado por los prismáticos durante semanas mientras ella y Justin estaban en el parque sobre el río. No, era demasiado temprano para eso. Justin había dicho que Melanie había asistido a la matanza de la primera noche en la isla a través de los ojos de uno de los guardias de seguridad. Natalie había utilizado su capacidad para recrear a Nina para avisar a Melanie de que no interfiriera demasiado temprano para no revelar su presencia. Justin la había mirado ferozmente y no dijo nada durante una hora, dejando a Natalie desamparada, esperando informaciones. Esperando que la vieja se deslizara en su mente y la asesinara. Los asesinara a ambos.
Natalie estaba sentada en la casa que olía a basura y comida podrida e intentaba pensar en Rob, lo que Rob diría en esa situación, qué broma haría. Pasada la medianoche, utilizó el tono arrogante de Nina para exigir que se encendiera una luz. El gigante llamado Culley arrastró los pies para encender una sola bombilla de cuarenta vatios en una lámpara cuya pantalla estaba rasgada. El brillo crudo, llano, era peor que la oscuridad. La sala estaba llena de polvo, piezas de ropa olvidadas, telarañas y un desorden de comida pudriéndose. Podía verse una mazorca de maíz castaña, medio masticada, bajo el sofá. Había pieles de naranjas debajo de la mesa georgiana de té. Alguien, quizá Justin, había untado despreocupadamente mermelada de frambuesa o fresa en los brazos de la silla y del sofá, donde había dejado marcas resecas de manos que hacían que Natalie pensara en sangre seca. Oía ratones correteando por las paredes, quizás en los mismos corredores; tenían una fácil vía de acceso desde los palmitos a través de los cristales rotos de las ventanas, por donde Natalie podía ver el interior desde el patio siempre que se acercaba a la casa. A veces se oían ruidos en el segundo piso, pero eran demasiado fuertes para ser causados por ratones. Natalie pensaba en aquella cosa moribunda que había visto arriba, la anciana arrugada y torcida como una vieja tortuga sin caparazón, conservada viva con soluciones salinas intravenosas y máquinas despiadadas, y a veces —cuando pasaban largos períodos sin que nadie de su obscena «familia» se moviera o incluso pareciera respirar— Natalie se preguntaba si Melanie Fuller habría muerto y aquellos autómatas de carne y sangre simplemente continuaban representando las últimas fantasías hediondas de un cerebro que se pudría, marionetas danzando al ritmo de los últimos espasmos del agonizante titiritero.
—Tienen a tu judío —ceceó Justin la segunda noche. Era medianoche pasada.
Natalie se estremeció, despertando de su letargo. Culley estaba de pie detrás de la silla del niño con la cara hinchada iluminada desde abajo por la bombilla. Marvin, Howard y la enfermera Oldsmith estaban en la sombra detrás de Natalie.
—¿Quién lo tiene? —jadeó.
La cara del niño pareció falsa a la fría luz, un rostro de muñeco moldeado en goma desconchada. Natalie recordó el muñeco de tamaño natural en Grumblethorpe y comprendió con una fría torsión interna que Melanie había, en cierta manera, transformado al niño en una imitación de aquella cosa en desintegración.
—Nadie lo tiene —dijo Justin—. Han abierto los barrotes hace una hora y lo han dejado salir para el divertimiento de la noche. ¿No tienes contacto, Nina?
Natalie se mordió el labio y miró a su alrededor. Jackson estaba en el coche a una manzana de allí, Catfish vigilaba la casa desde un callejón cercano. Era como si estuvieran en otro planeta.
—Melanie, es demasiado temprano —contestó—. Dime lo que pasa.
Justin mostró sus dientes de leche.
—Creo que no, Nina, querida —silbó—. Es hora de que me digas dónde estás.
Culley dio la vuelta a la silla. Marvin vino de la cocina. Traía un largo cuchillo que brilló a la luz de la bombilla. La enfermera Oldsmith rugió detrás de Natalie.
—Detente —murmuró Natalie. Su garganta se contrajo en el último segundo y lo que debía ser una orden autoritaria de Nina salió como una súplica sofocada.
—No, no, no —silbó Justin, y se deslizó de su silla. Se acercó medio agachado y sus dedos tocaron la alfombra oriental sucia como si subiera por una pared como una mosca—. Es hora de que nos lo cuentes todo, Nina, o perderás a esta negrita. Muéstramelo, Nina. Muéstrame la «aptitud» que te queda. Si eres Nina.
La cara del niño estaba torcida en una máscara feroz, como si la cabeza de goma del muñeco se derritiera entre llamas invisibles.
—No —dijo Natalie, poniéndose de pie.
Culley le cerró el camino hacia la puerta. Marvin dio la vuelta al sofá y pasó la mano por la hoja del cuchillo y la hoja apareció manchada de sangre.
—Es hora de contármelo todo, Nina —murmuró Justin. Se escuchó el sonido de un golpe, de deslizamiento, en el segundo piso—. O es hora de que esta negra muera.
El viento llegó antes de la lluvia, azotando a las palmeras hacia delante y hacia atrás en un frenesí, llevándose frondas y ramas por el aire en una avalancha de detritos afilados. Saul cayó de rodillas y se tapó la cabeza con los brazos mientras el follaje lo agredía con mil pequeñas garras. Un relámpago congeló el caos en una serie de imágenes estroboscópicas mientras los truenos se superponían hasta construir una sólida pared de ruido.
Saul estaba desorientado. Se acurrucó bajo un enorme helecho mientras la tormenta arreciaba e intentó encontrar algún sentido de dirección en la confusión de la noche. Había llegado a los pantanos salados, pero ahí perdió el norte; llegó a lo que debía de ser el trozo final de jungla, pero se encontró de nuevo, una hora después, en el cementerio de esclavos. Arriba, surgió un helicóptero con su proyector rastreando la selva con un rayo de luz blanca no menos intenso que los relámpagos de la tormenta.
Saul se arrastró más profundamente bajo los helechos, sin saber en qué lado del pantano salado se encontraba. Poco después de haber llegado de nuevo al cementerio de esclavos, horas antes, el pelele alto, desgarbado, había surgido de las sombras detrás de una pared caída y había atacado a Saul con uñas y dientes. Exhausto, aturdido por el cansancio y el miedo, Saul había cogido el objeto más cercano —una barra de hierro que podía haber sido el soporte de una lápida— e intentado repeler a su agresor. La barra había golpeado su cabeza y le había abierto una amplia herida. El chico cayó inconsciente. Saul se arrodilló a su lado, le encontró el pulso y corrió hacia la jungla.
El helicóptero apareció de nuevo precisamente cuando Saul se ocultaba bajo los cipreses, más allá del pantano salado. El rugido del viento ahogaba el ruido de los rotores, a pesar de que el helicóptero estaba sólo cinco metros por encima de los árboles cuando se deslizó, luchando contra las rachas de viento. Saul sintió poco miedo del helicóptero; era demasiado inestable para ser utilizado como plataforma de tiro en medio de la tormenta, y dudaba de que pudiera descubrirlo excepto si lo sorprendía en un claro.
Saul se preguntó por qué razón el Sol no había nacido. Estaba seguro de que habían pasado horas más que suficientes desde que su tormento había empezado para que se agotaran doce noches. No había dejado de comer. Agachado cerca de la base de los cipreses, Saul jadeó, respirando con intensidad, y miró sus piernas y pies. Parecía como si alguien se los hubiera frotado con hojas de afeitar. Durante un segundo tuvo la ilusión de que llevaba calcetines a rayas rojas y blancas y calzoncillos carmesí.
El viento amainó y en la tregua, antes de que la lluvia empezara a caer, Saul levantó la cara al cielo y gritó en hebreo:
—¡Eh! ¿Qué otras bromas me tienes reservadas?
Un intenso haz de luz cortó horizontalmente la oscuridad hacia él desde el otro lado de los cipreses. Durante un segundo pensó que era un rayo y después se preguntó cómo había podido aterrizar el helicóptero, pero comprendió rápidamente que no era ni lo uno ni lo otro. Más allá del muro de cipreses había una estrecha playa y más allá el océano. Las lanchas de vigilancia rastreaban la costa con proyectores.
Haciendo caso omiso de la luz, Saul se arrastró hacia la arena. La única playa en aquel lado de la zona de seguridad estaba en la punta norte de la isla. Había conseguido llegar. ¿Cuántas veces, se preguntó, había llegado a pocos metros de la playa y, desorientado, había vuelto al pantano y a la jungla?
Allí la playa era estrecha, no tenía más de dos o tres metros y las grandes olas rompían contra las rocas. Hasta la tregua de la tormenta, el viento y los truenos habían tapado el sonido de las olas. Saul cayó sobre las rodillas en la arena y miró el mar.
Más allá de la línea de rompientes había por lo menos dos pequeños barcos y sus poderosos proyectores rastrillaban la playa con penetrantes rayos de luz blanca.
Los relámpagos iluminaron los dos barcos durante un segundo y Saul pudo ver que estaban a menos de cien metros. Las siluetas de hombres con fusiles eran claramente visibles.
Uno de los proyectores se deslizó a lo largo de la playa y el muro de follaje hasta Saul, que corrió hacia la jungla, lanzándose a los helechos y hierbas altas en el instante en que la luz lo alcanzaba. A gatas detrás de una duna baja, reflexionó en su situación. El helicóptero y los barcos de vigilancia indicaban que Barent y los otros habían abandonado su juego con peleles y con casi total certeza sabían a quién estaban persiguiendo. Saul podía esperar que su presencia hubiese causado confusión o incluso disensión en sus filas, pero no contaba con esa posibilidad. Subestimar la inteligencia o tenacidad de los enemigos nunca es útil. Saul había vuelto a su país durante las peores horas de la guerra del Yom Kippur y sabía perfectamente que la complacencia a menudo podía ser fatal.
Saul se lanzó hacia delante, corriendo paralelo a la playa, a través de espesa maleza y tropezando con raíces de mangles, sin tener la certeza de ir en la dirección correcta. Cada minuto o dos se lanzaba al suelo, pues los proyectores se acercaban a su posición o el helicóptero rugía a lo largo de la playa. Sabía que habían descubierto su paradero en aquella punta de la isla. No había visto cámaras o sensores durante su fuga, pero no tenía duda de que Barent y los otros utilizaban toda la tecnología disponible para grabar sus juegos perversos y reducir la posibilidad de que un pelele listo pudiera esconderse durante semanas o meses en la isla.
Saul tropezó con una raíz y cayó hacia delante. Su cabeza chocó contra una rama gruesa antes de que su cara cayera en veinte centímetros de agua salobre de pantano. Aturdido, sólo pudo rodar hacia un lado, agarrándose a manojos de hierba para arrastrarse hacia la playa. La sangre le corría por la cara hacia la boca abierta; tenía el mismo sabor que el agua del pantano.
Aquí la playa era más ancha, aunque no tan ancha como la faja donde el Cessna había aterrizado. Saul comprendió que nunca encontraría la cala de la marea y los riachuelos si continuaba en los árboles. Podía haberlos pasado ya sin darse cuenta, perdido en esa jungla de pesadilla, llena de aguas pantanosas y ramas. Si estaba muy lejos, a este ritmo tardaría horas en llegar allá. Su única esperanza estaba en la playa.
Se acercaban más lanchas a la zona. Desde donde se encontraba, bajo las ramas bajas de un ciprés, Saul podía ver cuatro, y una de ellas se acercaba a menos de treinta metros, sacudida por las olas de la tormenta. Ahora empezaba a llover y Saul rezó para que cayera una lluvia tropical, un diluvio que redujera la visibilidad a cero y ahogara a sus enemigos como a los soldados del faraón. Pero la lluvia proseguía en forma de llovizna ligera que podía ser el preludio de la verdadera tempestad o podía acabarse sin mayores consecuencias, abriendo los cielos a una salida de sol tropical que decidiría el destino de Saul.
Esperó cinco minutos bajo las ramas, agachado detrás de hierba y un tronco caído mientras las lanchas se acercaban con sus luces o el helicóptero pasaba por encima. Tenía ganas de reír, de levantarse y lanzar piedras e insultos durante unos pocos segundos, antes de que las balas lo atrapasen. Saul continuó agachado, esperando, mirando cómo otra lancha pasaba bajo la lluvia con su cola de gallo aumentando la cortina de espuma que soplaba hacia la playa.
Detrás de él, en la jungla, se escucharon varias explosiones. Durante un segundo, Saul pensó que los relámpagos se habían acercado, pero después oyó el ruido de rotores y comprendió que estaban lanzando cargas explosivas desde el helicóptero. Las explosiones eran demasiado poderosas para que pudieran ser grabadas; Saul podía sentir la vibración de cada explosión en la arena y las temblorosas ramas del ciprés. Los temblores aumentaban cuando las explosiones eran mayores. Saul pensó que lanzaban las cargas desde más alto, quizás a veinte o treinta metros, en la jungla, a intervalos de sesenta u ochenta metros. A pesar de la llovizna, el olor del humo llegaba hasta él desde el fondo de la playa, por su derecha. Si la tempestad aún venía del sureste, comprendió Saul, la dirección del humo confirmaba que estaba cerca de la punta de la isla, pero todavía alrededor de la punta nordeste, aún no el punto de aterrizaje del Cessna y a casi un kilómetro de la cala de la marea.
Tardaría horas en abrirse camino a través de la jungla hasta la cala, y si intentaba encontrar un atajo por los pantanos se perdería de nuevo.
Una explosión rasgó la noche doscientos metros al sur. Hubo un increíble chillido cuando una bandada de garzas despegó y desapareció en el oscuro cielo, y después el grito más prolongado y terrible que un ser humano podía proferir. Saul se preguntó si sería un pelele. O eso o había patrullas terrestres por allí y alguien había sido alcanzado por el bombardeo del helicóptero.
Saul podía oír ahora más claramente el zumbido de las palas del rotor, cada vez más cerca. Se escuchó un traqueteo de armas automáticas cuando alguien en una de las lanchas que se movían a lo largo de la línea de las olas disparó al azar hacia la jungla.
Saul hubiera deseado no estar desnudo. La fría lluvia goteaba sobre él desde las hojas, sus piernas y tobillos estaban doloridos, y siempre que miraba hacia abajo la luz de la tormenta le mostraba su vientre arrugado, demacrado; las piernas blancas y huesudas, y los genitales contraídos de miedo y de frío. El panorama no le insuflaba confianza ni le hacía desear seguir avanzando y luchando. Sobre todo le hacía desear tomar un baño caliente, vestirse con ropa de abrigo y encontrar un sitio tranquilo donde dormir. Su cuerpo era arrastrado desde hacía horas por la adrenalina y ahora sufría los efectos de su descenso. Se sentía frío, perdido y aterrado, una cáscara de humanidad desprovista de casi todas las emociones excepto el deseo atávico, obsolescente, de sobrevivir por razones que había olvidado. En resumen, Saul Laski se había convertido de nuevo en la persona que había sido cuando trabajaba en el pozo cuarenta años antes, sólo que ahora el aguante y el optimismo de la juventud habían desaparecido.
Pero ésa no era la única diferencia, comprendió Saul cuando levantó la cara hacia la tormenta, cada vez más violenta.
—¡Yo elegí estar aquí! —gritó en polaco a los cielos, sin preocuparse de si sus perseguidores lo oían. Levantó un puño, pero no lo sacudió, sólo lo levantó alto, y él mismo no sabía si era una señal de afirmación, de triunfo, de desafío o de resignación.
Saul atravesó la pantalla de cipreses, giró a la izquierda después de los últimos brotes de hierba costera y corrió hacia la playa.
—Harod, ven aquí —rogó Jimmy Wayne Sutter.
—Un momento —dijo Harod. Era el único que quedaba en la sala de monitores. Aunque las cámaras en tierra ya no mostraban nada importante, había una cámara en blanco y negro en una de las lanchas que se movía a lo largo de la punta norte y una cámara en color a bordo del helicóptero que estaba lanzando cargas y botes de nápalm sobre los árboles. Harod pensó que el trabajo de cámara era horrible —necesitaban un Steadicam para las tomas aéreas y las palpitaciones de ambos monitores lo mareaban—, pero tenía que admitir que la pirotecnia ultrapasaba cualquier presupuesto que él y Willi hubieran tenido alguna vez y se acercaba a la orgía de fuego de Coppola al final de Apocalypse Now. Harod siempre había pensado que Coppola estaba loco por haber cortado las escenas de nápalm de la versión casi final, y no lo había apaciguado el verlas bajo los créditos en el trozo final. A Harod le hubiera gustado tener un par de Steadicams y una unidad Panavision con dolby para el trabajo de esta noche; utilizaría las tomas para algo, aunque él mismo tuviera que escribir la jodida película alrededor de los fuegos artificiales.
—Ven, Tony, te estamos esperando —insistió Sutter.
—Un minuto —dijo Harod lanzando otro puñado de cacahuetes en su boca y tomando un sorbo de vodka—. Según la charla de la radio, tienen a este pobre chiflado acorralado en la punta norte y queman la jodida jungla…
—¡Ven ahora mismo! —gritó Sutter.
Harod miró al predicador. Los otros cuatro estaban reunidos en la sala de caza desde hacía aproximadamente una hora, y por la cara de Sutter, algo iba mal.
—De acuerdo —dijo él—, voy enseguida.
Miró por encima del hombro cuando dejaba la sala, a tiempo de ver a un hombre desnudo corriendo a lo largo de la playa en el campo de visión de ambas cámaras.
El ambiente en la sala de caza transmitía tanta tensión como antes la matanza en los monitores de televisión. Willi estaba sentado delante de Barent, Sutter se colocó de pie al lado del alemán. Barent, con los brazos cruzados, tenía un aire muy disgustado. Joseph Kepler caminaba arriba y abajo delante del ventanal. Abrieron las cortinas, la lluvia caía sobre el cristal y, cuando estalló un relámpago, Harod entrevió la avenida de los Robles. Se oía el trueno incluso a través de la gruesa capa de cristal y de las espesas paredes. Harod miró el reloj; eran las 12.45 de la noche. Se preguntó cansinamente si María Chen aún estaba detenida o si los ayudantes habían sido liberados. Deseó no haber salido nunca de Beverly Hills.
—Tenemos un problema, Tony —comenzó C. Arnold Barent—. Siéntate.
Harod obedeció. Esperaba que Barent, o más probablemente Kepler, anunciara que su pertenencia al Club había terminado y que su propia vida podía también acabarse. Sabía que no tenía opción en una prueba de «aptitud» con Barent o Kepler o Sutter. No esperaba que Willi levantara un dedo para ayudarle. Quizá, pensó Harod con la súbita epifanía concedida a los condenados, quizá Willi había planeado lo del judío para desacreditarlo y provocar su caída. ¿Por qué?, se preguntó Harod. «¿De qué manera soy yo una amenaza para Willi? ¿Por qué mi supresión le beneficia?» Excepto María Chen, no había ninguna otra mujer en la isla a la que pudiese utilizar. Los treinta y pico hombres de seguridad que Barent dejaba pasar al sur de la zona de seguridad eran todos «neutrales» altamente remunerados, fieles al multimillonario. Barent no tendría que utilizar su «aptitud» para eliminar a Tony Harod; le bastaría con apretar un botón.
—Sí —dijo Harod cansinamente—. ¿Qué pasa?
—Tu viejo amigo herr Borden nos ha preparado una sorpresa para esta noche —dijo Barent fríamente.
Harod parpadeó y miró a Willi. Pensó que la «sorpresa» sería a su costa, pero no estaba seguro de qué papel interpretaba Willi en ella.
—Sólo sugerimos una enmienda en la agencia del Island Club —dijo Willi—. C. Arnold y el señor Kepler no están de acuerdo con nuestra idea.
—Es una locura —exclamó Kepler desde la ventana.
—¡Silencio! —ordenó Willi.
Kepler se calló.
—¿Nuestra? —preguntó Harod estúpidamente—. ¿De quiénes?
—Del reverendo Sutter y mía —aclaró Willi.
—Resulta que mi viejo amigo James es amigo de herr Borden desde hace algunos años —intervino Barent—. Un interesante giro de los acontecimientos.
Harod sacudió la cabeza.
—¿Y sabéis qué está sucediendo en la punta norte de vuestra jodida isla?
—Sí —intervino Barent. Se quitó de la oreja un auricular color carne más pequeño que un aparato para sordos y golpeó el micrófono ligado a él por un fino filamento—. Poco importa para esta discusión. Por más absurdo que parezca, en tu primera semana en la junta de gobierno pareces detentar el voto decisivo.
—Yo ni siquiera sé de qué carajo estáis hablando —dijo Harod.
Willi le explicó:
—Hablamos de una enmienda para ampliar las actividades de caza del Island Club a…, ah…, una escala más apropiada, Tony.
—El mundo —dijo Sutter. La cara del predicador estaba enrojecida y cubierta de sudor.
—¿El mundo?
Barent compuso una sonrisa sardónica.
—Quieren usar naciones en vez de peones —dijo.
—¿Naciones? —repitió Harod.
Un rayo cayó más allá de la avenida de los Robles, oscureciendo el control polarizado de la ventana.
—Joder, Harod —gritó Kepler—, ¿no puedes hacer nada excepto repetir las cosas? Estos dos idiotas quieren destruirlo todo. Exigen que juguemos con misiles y submarinos y no con individuos. Países enteros destruidos por ganar puntos.
Harod se inclinó sobre la mesa y miró a Willi y a Sutter. No podía hablar.
—Tony —dijo Barent—, ¿es la primera vez que oyes la propuesta?
Harod asintió con la cabeza.
—¿El señor Borden nunca te había hablado de esto?
Harod negó con la cabeza.
—¿Comprendes la importancia de tu voto? —dijo Barent con tranquilidad—. Esto cambiaría por completo el curso de nuestro entretenimiento anual.
Kepler soltó una risa extraña, rota.
—Destruiría todo el maldito mundo —dijo.
—Ja —dijo Willi—. Quizá. O quizá no. Pero la experiencia sería fascinante.
Harod se sentó.
—Me estáis tomando el pelo —consiguió decir con una voz cascada que no utilizaba desde la pubertad.
—En absoluto —dijo Willi con voz suave—. Ya he demostrado la facilidad con la que incluso los niveles más elevados de seguridad pueden ser burlados. El señor Barent y los demás hace décadas que saben lo fácil que es influenciar en dirigentes nacionales. Sólo tenemos que eliminar las limitaciones de tiempo y escala para hacer estas competiciones infinitamente más fascinantes. Significaría viajar un poco y contar con un sitio seguro para reunirnos cuando la competición…, ah…, se pusiese al rojo, pero estoy seguro de que C. Arnold puede ocuparse de estos detalles. Nicht wahr, herr Barent?
Barent se frotó la mejilla.
—Sin duda. La objeción no es por problema de infraestructura, ni siquiera por el tiempo que una competición de ese tipo consumiría sino por el derroche de recursos, humanos y de otro tipo, acumulado durante tanto tiempo.
Jimmy Wayne Sutter soltó la risa típica, profunda, conocida de los millones de personas que lo veían por televisión.
—Hermano Christian, ¿crees en verdad que podrás llevarte todo esto contigo?
—No —dijo Barent en voz baja—, pero no veo motivo para destruirlo sólo porque no estaré aquí para disfrutarlo.
—Ja, pero yo sí —dijo Willi con franqueza—. Pero eso es otro asunto. La moción se somete a votación. Jimmy Wayne y yo votamos sí. Tú y ese cobarde, Kepler, votáis no. Tony, vota.
Harod pegó un bote. No podía resistirse a la voz de Willi.
—Me abstengo —dijo—. Que os jodan a todos. Willi golpeó la mesa con el puño.
—Harod, maldito seas, pedazo de mierda amante de los judíos. ¡Vota!
Un enorme tornillo parecía sujetar la cabeza de Harod, clavándole grapas de acero en el cráneo. Se cogió las sienes y abrió la boca en un grito silencioso.
—¡Basta! —exclamó Barent, y el tornillo desapareció.
Harod casi gritó de nuevo de alivio.
—Ya ha votado —añadió Barent—. Tiene derecho a abstenerse. Sin mayoría, la moción no prospera.
—Nein —dijo Willi. Una llama azul parecía haberse encendido en sus fríos ojos azules—, sin mayoría estamos en tablas. —Se giró hacia Sutter—. ¿Qué dices, Jimmy Wayne? ¿Podemos dejar este asunto empatado?
La cara de Sutter estaba cubierta de sudor. Miró un lugar por encima y a la derecha de la cabeza de Barent y dijo:
—Los siete ángeles que tenían las siete trompetas se dispusieron a tocarlas. Tocó el primer ángel la trompeta y hubo granizo y fuego mezclado con sangre, que fue arrojado sobre la Tierra, y quedó abrasada una tercera parte de los árboles, y toda hierba verde quedó abrasada.
»El segundo ángel tocó la trompeta, y fue arrojada al mar, como una gran montaña, ardiendo en llamas, y convirtióse en sangre la tercera parte del mar…
»Tocó la trompeta el tercer ángel, y cayó del cielo un astro grande, ardiendo como una tea, y cayó en la tercera parte de los ríos y en las fuentes de las aguas…
»Tocó el cuarto ángel la trompeta y fue herida una tercera parte del Sol, y la tercera parte de la Luna, y la tercera parte de las estrellas…
»Entonces vi y oí a un águila que lloraba, que volaba por el cielo diciendo con poderosa voz: “¡Ay, ay, ay de los moradores de la Tierra por los restantes toques de trompeta de los tres ángeles que todavía han de tocarla!”.
»Y el quinto ángel hizo sonar su trompeta, y vi una estrella que caía del cielo sobre la Tierra y le fue dada la llave del pozo del abismo…
Sutter se calló, bebió el resto del bourbon y permaneció callado.
Barent preguntó:
—¿Y qué significa esto, James?
Sutter pareció salir de su ensueño. Se limpió la cara con un pañuelo de seda azul que tenía en el bolsillo del pecho de su americana blanca.
—Significa que no puede haber empates —dijo en un susurro áspero—. El Anticristo está aquí. Su hora ha llegado finalmente. Todo lo que podemos hacer es lo que está escrito y observar como sea posible las tribulaciones que caen sobre nosotros. No tenemos alternativa.
Barent cruzó los brazos y sonrió.
—¿Y quién de nosotros es tu Anticristo, James?
Sutter miró primero a Willi y después a Barent con ojos de loco.
—Dios me ayude —dijo—. No lo sé. Entregué mi alma para servirlo y no lo sé.
Tony Harod se apartó de la mesa.
—Todo esto es muy raro —dijo—. Me largo.
—Quédate donde estás —exclamó Kepler—. Nadie dejará esta sala hasta que hayamos resuelto esto.
Willi se recostó y cruzó las manos sobre el estómago.
—Tengo una sugerencia —murmuró.
—Adelante —concedió Barent.
—Sugiero que terminemos nuestra partida de ajedrez, herr Barent —dijo Willi.
Kepler dejó de caminar y miró primero a Willi y después a Barent.
—Partida de ajedrez —dijo—. ¿Qué partida de ajedrez?
—Sí —intervino Tony Harod—. ¿Qué partida de ajedrez?
Se frotó los ojos y vio la imagen de su propia cara tallada en marfil.
Barent sonrió.
—El señor Borden y yo hemos estado jugando una partida de ajedrez por correo desde hace algunos meses —dijo—. Una diversión inofensiva.
Kepler se recostó en la ventana.
—¡Oh, Jesucristo todopoderoso! —exclamó.
—Amén —dijo Sutter con los ojos desenfocados una vez más.
—Meses —repitió Harod—. Meses. Quieres decir que toda esta mierda… Trask, Haines, Colben… ¿y vosotros dos jugando al jodido ajedrez todo el tiempo?
Jimmy Wayne Sutter hizo un sonido entre el eructo y la carcajada.
—Si alguno adora a la bestia y su imagen y recibe su marca en la frente o en la mano, éste beberá del vino del furor de Dios —murmuró—. Y será atormentado con el fuego y el azufre delante de los santos ángeles y delante del Cordero, y el humo de su tormento se elevará por los siglos de los siglos. —Sutter repitió el mismo sonido—. Y hará que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, hombres libres y esclavos, reciban la MARCA en su mano derecha o en la frente…, y su número es seiscientos sesenta y seis.
—Cállate —dijo Willi amablemente—. Herr Barent, ¿está de acuerdo? La partida está casi terminada, sólo necesitamos acabarla. Si gano, ampliaremos la… competición… a una escala mayor. Si gana usted, me conformaré con que las cosas sigan tal como están.
—Nos habíamos quedado en el movimiento treinta y cinco —dijo Barent—. Su posición no era…, ah…, envidiable.
—Ja —sonrió Willi—, pero la jugaré. No pido un nuevo juego.
—¿Y si termina en tablas? —preguntó Barent.
Willi se encogió de hombros.
—Si hay tablas usted gana —dijo—. Sólo ganaré si consigo una victoria clara.
Barent miró un relámpago fuera.
—No le sigas el juego —gritó Kepler—. Está completamente loco.
—Calla, Joseph —dijo Barent. Se giró hacia Willi—. De acuerdo. Terminaremos la partida. ¿Jugamos con las piezas disponibles?
—Eso es más que agradable —dijo Willi con una sonrisa ancha que mostraba unos dientes perfectos—. ¿Pasamos al primer piso?
—Sí —dijo Barent—. Sólo un minuto, por favor. —Cogió los auriculares y escuchó un momento—. Habla Barent —dijo por el micrófono de gota—. Desembarque un grupo y terminen con el judío inmediatamente. ¿Comprendido? Bien. —Dejó los auriculares sobre la mesa—. Ya está.
Harod los siguió al ascensor. Sutter, delante, tropezó súbitamente, se giró y cogió el brazo de Harod.
—Y en esos días, los hombres buscarán la muerte y no la encontrarán —murmuró con urgencia a la cara de Harod—. Desearán morir y la muerte huirá de ellos.
—¡Vete a la mierda! —dijo Harod y se liberó de su mano.
Los cinco bajaron en silencio.