Isla Dolmann, lunes 15 de junio de 1981
En la segunda noche, Harod no tuvo más alternativa que intentar «usar» al hombre que había traído de Savannah.
La primera noche había sido una pesadilla para él. Había sido muy difícil controlar a la mujer que había elegido, una amazona alta, fornida, de mandíbulas fuertes, de pechos pequeños y cabello cortado de una manera poco atrayente, uno de los renacidos de Sutter que él cada año mantenía aislados y bien alimentados en el Centro Bíblico Mundial hasta que el Island Club los necesitaba. Pero no era gran cosa; Harod tuvo que utilizar toda su «aptitud» sólo para hacer que acompañara a los cuatro hombres hasta el claro cincuenta metros más allá de la cerca norte de la zona de seguridad. En el suelo había un gran pentágono quemado con un círculo marcado con tiza en cada punta de la estrella. Los otros cuatro ocuparon sus sitios —Jensen Luhar se dirigió a su círculo con zancadas fuertes, seguras— y esperaron a que la hembra de Harod se tambalease como embriagada hasta su posición. Harod sabía que había muchas excusas: estaba acostumbrado a controlar mujeres a distancias más cortas, íntimas, ésta era demasiado masculina para sus gustos, y —no era el menos revelante de los factores— él mismo estaba aterrorizado.
Los otros hombres en la gran mesa redonda de la sala de caza estaban cómodamente sentados en sus sillas mientras Harod se movía y se retorcía, luchando por mantener el contacto con la mujer y dirigirla a su sitio. Cuando consiguió mantenerla de pie y quieta en el aproximado centro de su círculo, volvió su atención a la sala y asintió con la cabeza, limpiándose el sudor de la frente.
—Muy bien —dijo C. Arnold Barent con mucha condescendencia en la voz—, una muerte son quince puntos, pero el sustituto será eliminado. Si tu sustituto consigue cien puntos eliminando a los otros antes de la salida del sol, éste…, o ésta…, podrá ser usado en el juego de mañana por la noche si el jugador lo desea. ¿Está claro para nuestros nuevos jugadores?
Willi sonrió. Harod asintió con un gesto rápido de la cabeza.
—Quiero recordarles —dijo Kepler, descansando el brazo en el tapete verde y girándose hacia Harod—, que si un sustituto es eliminado pronto, se puede ver el resto del juego en la sala de monitores contiguo. Hay más de setenta cámaras en la parte norte de la isla. La cobertura es muy buena.
—Aunque no tan buena como permanecer en el juego —añadió Sutter. Una película de transpiración adornaba de gotas la frente y el labio superior del reverendo.
—Señores —dijo Barent—, si estamos listos, la bengala será disparada dentro de treinta segundos. Con esa señal empezaremos.
La primera noche fue una pesadilla para Harod. Los otros habían cerrado los ojos y tomado inmediato control, mientras él había luchado sólo para restablecer el pleno contacto durante más tiempo que el período preparatorio de treinta segundos.
Entonces se sintió en la mente de la mujer, sintiendo la brisa de la jungla en su piel desnuda, sintiendo cómo sus pequeños pezones se levantaban al aire fresco, y haciéndose vagamente consciente de que Jensen Luhar se inclinaba desde su círculo, a unos tres metros, señalándola —señalando a Harod— y diciendo con aquella mirada de soslayo tan característica de Willi:
—Serás el último, Tony. Te dejaré para el final.
Entonces la bengala roja explotó ochenta metros por encima de la bóveda de palmeras, los cuatro hombres se movieron y Harod giró a su sustituta y la hizo huir hacia la jungla del norte.
Las horas pasaron en un sueño febril de ramas e insectos y la adrenalina del miedo —suya y de la sustituta— y una carrera sin fin, angustiosa, por la jungla y el pantano. Varias veces estuvo seguro de que estaba casi en la punta norte de la isla, pero cada vez salía de los árboles para encontrar la línea de la cerca de la zona de seguridad por delante.
Intentó desarrollar una estrategia, crear algún entusiasmo por una acción, pero todo lo que pudo hacer mientras las horas pasaban y se acercaba el amanecer fue bloquear su recepción de dolor de los pies sangrantes y piel lacerada por miles de ramas de su sustituta y hacerla huir con un pesado garrote colgando inútilmente de su mano.
El juego no llevaba aún treinta minutos cuando Harod oyó el primer grito en la noche, a menos de quince metros de donde la había escondido, en un pequeño cañaveral. Cuando hizo que su pelele saliera diez minutos más tarde, a gatas, vio el cadáver del hombre rubio y rechoncho que Sutter utilizaba, su cara apuesta vuelta hacia el fango, con el cuello torcido ciento ochenta grados.
Horas más tarde, poco después de haber salido de un pantano infestado de serpientes, la pieza de Harod gritó mientras el portorriqueño alto y delgado de Kepler saltaba de su escondite y le pegaba repetidamente con una pesada rama. Harod la sintió caer y rodar a un lado, pero no a tiempo, pues un segundo golpe cayó sobre su espalda. Harod bloqueó el dolor, pero sintió el espantoso amortiguamiento que la dominaba cuando el portorriqueño, riendo como un loco, levantó su arma para asestarle el golpe final.
Una jabalina —un árbol joven descortezado y afilado— voló desde la oscuridad para traspasar la garganta del portorriqueño y aparecieron veinte centímetros de punta ensangrentada por la nuez del cuello del hombre. La pieza de Kepler se llevó las manos a la garganta, cayó de rodillas, cayó hacia un lado en un nido espeso de helechos, dio dos puntapiés y murió. Harod obligó a su hembra a ponerse primero a gatas, después sobre una rodilla, mientras Jensen Luhar entraba en el claro, arrancaba la primitiva lanza del cuello del cadáver y levantaba su ensangrentada punta y lo examinaba con delectación.
—Uno más, Tony —dijo el enorme negro con una sonrisa que brillaba a la luz de las estrellas—, después será tu tanda. Disfruta de la cacería, mein freund.
Luhar dio una palmadita en el hombro de la hembra de Harod y desapareció en la oscuridad.
Harod la hizo correr a lo largo de la estrecha playa, sin importarle el peligro de que fuese descubierta, tropezando con rocas y raíces en la estrecha franja de arena, chapoteando en el agua donde el mar había devorado la playa, siempre alejándose de donde creía que podía estar Luhar, de donde podía estar Willi.
No había visto al hombre de Barent, de pelo cortado al cepillo y con el físico de un luchador, desde el inicio del juego, pero sabía instintivamente que no tenía ninguna posibilidad contra Luhar. Harod encontró un lugar perfecto para esconderse, entre las ruinas llenas de sarmientos de la vieja plantación de esclavos. Hizo que su sustituta apretase su cuerpo herido y arañado entre la telaraña de hojas, plantas trepadoras, helechos y viejas vigas de una pared quemada en el fondo de las ruinas. No recibiría puntos por una muerte, sino los quince puntos por sobrevivir hasta la salida del sol cuando la patrulla de seguridad de Barent la eliminase.
Era casi el alba, Harod y su sustituta dormitaban, mirando atontados por el agujero en el follaje hacia una pequeña mancha de cielo donde las nubes y las estrellas empañadas cambiaban de lugar, cuando la cara de Jensen Luhar apareció con su sonrisa ancha y canibalesca. Harod gritó cuando la enorme mano bajó, arrastró por el pelo a su presa y la lanzó sobre un montón de afilados escombros al fondo de la casa de los esclavos.
—El juego se ha acabado, Tony —dijo Luhar/Willy, y su cuerpo negro, lubricado con sudor y sangre, tapó las estrellas cuando se inclinó sobre Harod.
La pieza de Harod fue golpeada y violada antes de que Luhar cogiese su cara y su nuca y le rompiese el cuello con una brusca torsión. Sólo la muerte dio puntos a Willi, la violación estaba permitida, pero no puntuaba. El reloj del juego mostró que la sustituta de Harod murió dos minutos y diez segundos antes del alba, privándolo así de sus quince puntos.
El lunes los jugadores durmieron hasta muy tarde. Harod fue el último en despertarse. Se duchó y se afeitó, aún aturdido, y bajó a un elaborado bufete poco antes del mediodía. Había risas y comentarios entre los otros cuatro jugadores, todos congratulando a Willi: Kepler reía y prometía vengarse esa noche, Sutter hablaba de la suerte de los principiantes y Barent estaba como siempre sincero y sonriente mientras le explicaba a Willi lo contento que estaba de tenerle a bordo. Harod cogió dos Bloody Mary preparados por el barman y se sentó en un rincón apartado para meditar. Jimmy Wayne Sutter fue el primero que le habló. Cruzó una extensión de baldosas negras y blancas cuando Harod iba por su tercer Bloody Mary.
—Anthony, querido amigo —dijo Sutter cuando se quedaron solos junto a las anchas puertas de la terraza que daba a los acantilados marinos—, esta noche tienes que hacerlo mejor. El hermano Christian y los otros buscan estilo y entusiasmo, no necesariamente puntos. «Usa» al hombre esta noche, Anthony, y demuestra que fue una buena decisión dejarte entrar en el Club.
Harod le miró sin decir nada.
Kepler se acercó cuando recorrían las instalaciones del campamento de verano para mostrárselas a Willi. Kepler subió los últimos diez peldaños del anfiteatro y le mostró a Harod su sonrisa de Charlton Heston.
—No está mal, Harod —dijo—, casi llegaste a la salida del sol. Pero deja que te dé un consejo, ¿de acuerdo? El señor Barent y los otros quieren ver un poco de iniciativa. Has traído a tu esclavo masculino. Úsalo esta noche…, si puedes.
Barent hizo que Harod le acompañara en su coche eléctrico cuando volvían a la casa del pastor.
—Tony —dijo el multimillonario, sonriendo levemente ante el silencio triste de Harod—, estamos muy contentos de que te hayas reunido con nosotros este año. Creo que a los otros jugadores les agradaría que jugaras con un sustituto masculino lo más pronto posible. Pero sólo si quieres hacerlo, claro. No hay prisa.
Continuaron en silencio hasta la casa.
Willi fue el último en ir a hablarle, se dirigió a Harod cuando éste dejaba la casa del pastor para reunirse con María Chen en la playa durante la hora previa a la cena. Harod se había deslizado por una puerta lateral y buscaba el camino a través de lo senderos del jardín, un laberinto complicado por altas pendientes de helechos y flores. Después de cruzar un pequeño puente ornamental, giró a la izquierda a través de un jardín zen en miniatura y encontró a Willi sentado en un banco largo como una araña pálida en una telaraña de hierro. Tom Reynolds estaba detrás del banco, y sus ojos tristes, lacio cabello rubio y largos dedos hicieron que Harod pensara —no era la primera vez— que el segundo pelele de Willi parecía una estrella de rock convertida en verdugo.
—Tony —murmuró Willi en un tono fuerte, con acento—, es hora de que hablemos.
—Ahora no —dijo Harod, y siguió su camino. Reynolds dio un paso a un lado y le impidió pasar.
—¿Sabes lo que haces, Tony? —preguntó Willi en voz baja.
—¿Y tú? —contestó Harod, sabiendo en ese mismo momento lo flojo que sonaba y deseando sólo alejarse de allí.
—Ja —murmuró Willi—. Sí. Y si tú estropeas las cosas ahora, estarás destruyendo años de esfuerzo y planificación.
Harod miró alrededor, comprendiendo que estaban fuera de vista de la casa del pastor y de las cámaras de seguridad de aquel florido callejón sin salida. No podía volver a la casa y Reynolds aún le bloqueaba la salida.
—Mira —dijo Harod, oyendo cómo su voz se alzaba con la tensión—. Todo esto me da igual y no tengo la mínima idea de qué hablas y no quiero mezclarme en tus líos, ¿de acuerdo?
Willi sonrió. Sus ojos no parecían humanos.
—Ja, está muy bien, Tony. Pero aquí estamos en los movimientos finales y no permito interferencias. ¿Está claro?
Algo en la voz de su antiguo socio le dio más miedo que nada en su vida. Durante un momento no pudo hablar.
El tono de Willi cambió, haciéndose casi familiar.
—Supongo que encontraste a mi judío cuando yo terminé con él en Filadelfia —dijo—. Tú o Barent. Da igual, incluso si te dieron órdenes de que jugaras este gambito por ellos.
Harod empezó a hablar pero Willi levantó la mano y lo hizo callar.
—Juega con el judío hoy, Tony. Ya no me interesa y tengo un lugar para ti en mis planes después de esta semana…, si no me complicas las cosas. Klar? ¿Está claro, Tony?
Los ojos del verdugo, color pizarra, penetraron hasta el cerebro de Harod.
—Está claro —consiguió decir. En la visión vívida, alucinante, de un segundo, Harod comprendió que Willi Borden, Wilhelm von Borchert, estaba muerto, que él estaba mirando a un cadáver, y que no se trataba sólo de una calavera que le sonreía como algo esculpido en hueso afilado, sino de una calavera que era un depósito de millones de otras calaveras con fauces de afilados dientes que expelían el hedor del osario y de la tumba.
—Sehr gut —dijo Willi—. Nos veremos luego, en la sala de caza.
Reynolds se movió hacia un lado con el mismo simulacro de la sonrisa de Willi que Harod había visto en la cara de Jensen Luhar la noche anterior, segundos antes de que el negro le torciera el cuello a la hembra de Harod.
Harod fue hasta la playa y se reunió con María Chen. No podía dejar de temblar, incluso en la arena caliente y bajo el sol abrasador.
María Chen le tocó el brazo.
—¿Tony?
—Joder —dijo él, con sus dientes castañeteando violentamente—. Joder. Que se queden con el judío. Quienquiera que esté detrás de él, hagan lo que hagan, pueden tenerlo esta noche. Mierda. Que se jodan. Todos.
El banquete de la segunda noche fue contenido, como si todos estuvieran reflexionando sobre las horas que seguirían. Todos excepto Harod y Willi habían visitado las jaulas de peleles durante el día y habían elegido a sus favoritos con el cuidado habitualmente dedicado a la inspección de caballos de carrera de pura sangre. Barent había informado durante el almuerzo que utilizaría a un sordomudo jamaicano que había traído e inspeccionado, un hombre que había huido de su isla después de haber asesinado a cuatro personas en una disputa familiar. Kepler tardó algún tiempo en elegir a su segundo pelele, estuvo prestando especial atención a los hombres más jóvenes y pasó dos veces delante de la jaula de Saul sin mirar detenidamente. Al final eligió a uno de los huérfanos sin hogar de Sutter, un chico alto, elegante, de piernas fuertes y pelo hasta los hombros.
—Un galgo —dijo Kepler en el almuerzo—. Un galgo con dientes.
Sutter también confió esa segunda noche en un pelele condicionado y anunció que utilizaría a un hombre llamado Amos que había sido su guardaespaldas personal en el Centro Bíblico Mundial durante dos años. Amos era un hombre bajo, de aspecto potente, con un bigote de bandido y cuello y hombros de jugador de rugby.
Willi pareció satisfecho de poder utilizar a Jensen Luhar una segunda noche. Harod sólo dijo que utilizaría a un hombre —el judío— y esa noche no participó en el resto de la conversación.
Barent y Kepler habían hecho apuestas de más de diez mil dólares sobre el resultado del juego de la noche anterior y las apuestas fueron dobladas esa noche. Todos estuvieron de acuerdo en que las apuestas eran extraordinariamente altas y la competición extraordinariamente feroz para ser sólo la segunda noche del torneo.
La puesta de sol del lunes fue oscurecida por nubes y Barent anunció que el barómetro estaba bajando rápidamente pues una tormenta se acercaba desde el sudeste. A las 10:30 de la noche se levantaron de la mesa de la cena, dejaron a los guardaespaldas y ayudantes y tomaron el ascensor privado forrado en caoba hasta la sala de caza.
Detrás de puertas cerradas, la única lámpara que pendía del techo iluminaba la gran mesa verde y hacía que las cinco caras pareciesen máscaras sombreadas. A través de la larga ventana, se veían los rayos en el horizonte. Barent había ordenado que apagaran las luces del complejo y del jardín para que no compitieran con el esplendor de la tormenta, y ahora durante la pausa antes de que Barent hablara todas las miradas estaban clavadas en los relámpagos.
—La bengala será disparada dentro de treinta segundos. Entonces empezaremos —dijo Barent.
Cuatro de ellos cerraron los ojos, las caras tensas de esperanza. Harod se volvió para ver cómo, al sudeste, la luz blanca de los relámpagos mostraba siluetas de árboles a lo largo de la avenida de los Robles e iluminaban el interior de las propias nubes oscuras de la tormenta.
No sabía qué pasaría cuando levantaran los barrotes de la celda del judío llamado Saul. Harod no tenía intención de tocar la mente de ese hombre y sin un pelele estaría sin contacto con los acontecimientos de la noche. Ya le venía bien. Pasase lo que pasara, fuera quien fuese el que quería desequilibrar las cosas trayendo al judío, sea como fuere que planeaban utilizar su ventaja, era una cosa que poco le importaba a Tony Harod. Él sabía que no tendría nada que ver con los acontecimientos de las seis próximas horas, que se trataba de un juego en el cual estaría completamente fuera. De eso estaba seguro.
Harod nunca había estado tan equivocado.