Melanie
Willi estaba vivo.
Mirando a través de los ojos de la señorita Sewell por los barrotes de la jaula, lo reconocí enseguida, incluso con la bombilla detrás de la cabeza creando un nimbo de luz dura alrededor de los manojos de pelo que le restaban.
Willi estaba vivo. Por lo menos sobre eso, Nina no me había mentido. No comprendía casi nada de eso: Nina y yo aportábamos nuestras víctimas propiciatorias a esta fiesta pervertida mientras Willi —cuya vida Nina decía que estaba en peligro— reía y se movía libremente entre sus supuestos captores.
Willi parecía casi el mismo, quizás un poco más marcado por la satisfacción inmoderada de sus deseos que seis meses antes. Cuando su cara se iluminó a la luz clara en la sombra profunda del corredor, hice que la señorita Sewell se volviera, apartándose hacia las sombras de su celda antes de comprender lo estúpida que había sido. Willi habló en alemán con el hombre al que la negra de Nina había llamado Saul, dándole la bienvenida al infierno. El hombre le había dicho a Willi que se fuera al infierno, Willi había reído y había dicho algo a un hombre más joven con ojos de reptil, y después se acercó un caballero muy apuesto. Willi se dirigió a él llamándolo C. Arnold, y supe que tenía que ser el legendario señor Barent que la señorita Sewell había buscado en la biblioteca. Incluso a la luz dura y en las sórdidas condiciones de ese túnel, pude ver enseguida que era un hombre de gran refinamiento. Su voz tenía el acento educado de Cambridge de mi querido Charles, su cazadora oscura era de buen corte, y si las investigaciones de la señorita Sewell eran correctas, era uno de los ocho hombres más ricos del mundo. Sospeché que podría apreciar mi madurez y buena educación, podría comprenderme. Hice que la señorita Sewell se acercara a los barrotes, miré y entreabrí los ojos bajando provocativamente las pestañas. El señor Barent al parecer no se dio cuenta. Se marchó antes que Willi y su amigo.
—¿Qué pasa? —preguntó la negra de Nina, la que se llamaba Natalie.
Hice que Justin se dirigiera a ella, furioso.
—Míralo tú.
—Ahora no puedo —dijo la chica de color—. Como ya te he explicado antes, a esta distancia el contacto es imperfecto.
Los ojos de la chica eran luminosos a la luz de la vela de la sala de estar.
—Entonces, ¿cómo puedes controlar las cosas, querida? —le pregunté. El leve ceceo de Justin hacía mi voz aún más dulce de lo que deseaba.
—Condicionamiento —dijo la negra de Nina—. ¿Qué pasa?
Suspiré.
—Aún estamos en las pequeñas celdas. Willi acaba de estar allí…
—¿Willi? —gritó la chica.
—¿Por qué tan sorprendida, Nina? Tú misma me dijiste que Willi había recibido órdenes de estar allá. ¿Me mentías cuando dijiste que habías estado en contacto con él?
—Claro que no —respondió la chica recuperando la compostura de aquella manera rápida, segura, que me recordaba a Nina—. Pero no le veo hace algún tiempo. ¿Tiene buen aspecto?
—No —contesté. Vacilé y decidí ponerla a prueba—. El señor Barent ha estado allí también —dije.
—¿Sí?
—Es muy… impresionante.
—Sí. Lo es, ¿verdad?
¿Había en ella una sugestión de afectación?
—Veo que le permitiste que te convenciera de traicionarme, Nina, querida —dije yo—. ¿Tú… has dormido con él?
Odiaba ese absurdo eufemismo, pero no tenía ninguna manera menos basta de confrontarla con la cuestión.
La chica de color se limitó a mirarme y por centésima vez maldije a Nina por «usar» a esta… criada… en vez de una persona a la que yo pudiera tratar como igual. Incluso la horrible señorita Barrett Kramer habría sido preferible a esta interlocutora.
Estuvimos sentadas en silencio durante algún tiempo, la negra perdida en cualquier ensueño que Nina hubiera colocado en su cabeza y mi atención dividida por mi nueva familia. Las limitadas impresiones sensoriales de la señorita Sewell de la piedra fría y del corredor vacío, el control cuidadoso de Justin del pelele de Nina y, por último, los toques finales, muy tenues, con la mente de nuestro nuevo amigo en el mar. Este contacto era el más difícil de mantener, no sólo por la distancia, porque la distancia había dejado de ser un gran obstáculo desde mi enfermedad, sino porque la conexión tenía que conservarse tenue e invisible hasta el momento en que Nina decidiera lo contrario.
O así lo creía ella. Había aceptado el desafío a causa de mi necesidad de jugar con Nina de momento y a causa de su sarcasmo un poco infantil de que no me sería posible establecer y mantener contacto con alguien al que yo había visto sólo por los prismáticos. Pero ahora que yo había probado mis capacidades, no tenía necesidad de seguir el resto del plan de Nina. Esto era especialmente verdad ahora que yo comprendía mejor las severas limitaciones que la muerte había impuesto a la «aptitud» de Nina. Dudo que ella pudiera «usar» a alguien a una distancia de casi trescientos kilómetros antes de nuestro desacuerdo en Charleston hacía seis meses, pero estaba segura de que ella no revelaría su punto débil ni se colocaría en una situación dependiente de mí.
Pero ahora dependía de mí. La negra estaba sentada en mi sala de visitas, con un jersey holgado y extrañamente lleno de protuberancias sobre su vestido pardo, y Nina prácticamente estaba ciega y sorda. Todo lo que acontecía en la isla lo conocería —yo estaba cada vez más convencida de ello— sólo si yo se lo decía. No creí ni por un segundo que tenía un control intermitente sobre el pelele llamado Saul. Yo había tocado el cerebro de ese Saul una fracción de segundo durante el viaje en barco, y aunque recibí ecos de alguien que había sido «usado» —masivamente «usado» en algún momento del pasado—, también sentí otra cosa, algo latente y potencialmente peligroso, como si Nina hubiese colocado una bomba explosiva en su mente de alguna manera inexplicable, sentí también que no estaba en ese momento bajo su control. Yo sabía lo limitada que era la utilización incluso de los peleles más adecuadamente condicionados cuando las circunstancias cambiaban o surgían contingencias inesperadas. De todo nuestro alegre trío durante los años pasados, yo tenía el honor de tener la «aptitud» más fuerte cuando se trataba de condicionar a mi gente. Nina me hacía bromas diciendo que yo tenía miedo de pasar a nuevas conquistas; Willi despreciaba cualquier tipo de relación prolongada, moviéndose de pelele en pelele con la misma violencia superficial que le movía de un compañero de cama a otro.
No, Nina estaba condenada a la decepción si esperaba ser efectiva en la isla sólo a través de un instrumento condicionado. Y en este momento sentí que el equilibrio cambiaba entre nosotras —¡después de todos estos años!—, y así el próximo movimiento sería mío y lo podría hacer en el momento, el lugar y las circunstancias que eligiera.
Pero yo quería tanto saber dónde estaba Nina.
La negra sentada en mi sala de estar —¡en la sala de estar! ¡Mi padre se moriría!— sorbió su té ignorando estúpidamente que, en cuanto yo tuviese otra vía para encontrar el paradero de Nina, este instrumento de color tan embarazoso sería eliminado de una manera gracias a la cual incluso Nina quedaría impresionada de mi originalidad.
Yo podía esperar. Cada hora mejoraba la fuerza de mi posición y debilitaba la de Nina.
El reloj de mi abuelo tocó las once en el vestíbulo. Justin estaba casi dormido, cuando los carceleros con sus monos abrieron la vieja puerta de hierro al final del corredor y levantaron mediante el mecanismo hidráulico los barrotes de cinco jaulas. La celda de la señorita Sewell no fue una de las abiertas, ni la del pelele de Nina en el nicho de encima.
Vi a los cuatro hombres y una mujer que pasaban, evidentemente ya «usados» y comprendí con un fuerte impacto que el negro alto, musculoso, era el que Willi había tenido dificultad en manejar en nuestra última reunión, Jensen algo.
Sentí curiosidad. Utilizando todas las chispas de mi «aptitud» ampliada, disminuyendo mi conciencia de Justin, de la familia, del hombre dormido en su pequeña cabina de oficiales, de todos —incluso de mi misma— pude proyectarme hasta uno de los guardias con suficiente control para recibir por lo menos impresiones sensoriales borrosas, como una imagen pobre de un televisor mal sintonizado, mientras el grupo recorría el corredor, cruzaba las puertas de hierro y los viejos portones, pasaba por la misma avenida subterránea por donde habíamos entrado y subía por la rampa larga, oscura, hasta el olor de vegetación podrida y de la noche tropical.