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Isla Dolmann, domingo 14 de junio de 1981

Tony Harod vio llegar a Willi una hora antes de la puesta de sol del domingo. El pequeño bimotor de reacción aterrizó en la pista pintada con la sombra de altos robles. Barent, Sutter y Kepler se reunieron con Harod en la pequeña terminal con aire acondicionado al final de los hangares. Harod estaba tan seguro de que Willi no vendría en el avión que cuando las conocidas caras de Tom Reynolds, Jensen Luhar y por último del propio Willi aparecieron allí, Harod casi jadeó de sorpresa.

Nadie más parecía sorprendido. Joseph Kepler hizo las presentaciones como si fuera un viejo amigo de Willi. Jimmy Wayne Sutter inclinó la cabeza y sonrió enigmáticamente mientras estrechaba la mano de Willi. Harod sólo podía mirar mientras se estrechaban las manos y Willi dijo:

—Ya lo ves, mi querido Tony, el paraíso es una isla.

Barent fue más que afable mientras le estrechaba la mano en señal de bienvenida, cogiendo el codo del productor en un abrazo de político. Willi llevaba traje de noche: corbata negra de lazo y frac.

—Es un placer largo tiempo esperado —sonrió Barent, sin soltar la mano de Willi.

Ja —dijo Willi—, ciertamente.

Todo el grupo se dirigió a la casa del reverendo en un convoy de coches de golf, recogiendo a ayudantes y guardaespaldas a medida que avanzaban. María Chen saludó a Willi en el gran salón, besándole en ambas mejillas, rebosante de satisfacción.

—Bill, estamos tan contentos de que hayas vuelto. Te echábamos terriblemente de menos.

Willi asintió con la cabeza.

—He echado de menos tu belleza y tu inteligencia, querida —dijo, y le besó la mano—. Si alguna vez te cansas de las malas maneras de Tony, por favor piensa que puedo darte un empleo.

Sus ojos brillaban.

María Chen rió y le apretó la mano.

—Espero que trabajemos todos juntos pronto —dijo ella.

Ja, quizá muy pronto —admitió Willi, y le cogió el brazo mientras seguían a Barent y los otros al comedor.

La cena fue un banquete que duró hasta mucho después de las nueve. Había más de veinte personas en la mesa —sólo Tony Harod se había traído un único ayudante— pero después, cuando Barent los guió hasta la sala de caza en la vacía ala occidental, quedaron sólo los cinco.

—No empezaremos inmediatamente, ¿no? —preguntó Harod, alarmado. No sabía si podía «usar» a la mujer que había traído de Savannah y aún no había visto a las otras.

—No, aún no —dijo Barent—. Es costumbre tratar las cosas del Island Club en la sala de caza antes de elegir a los esclavos para el juego de la noche.

Harod miró alrededor. La sala era impresionante: parte biblioteca, parte club victoriano inglés y parte sala de ejecutivo, dos paredes de libros con balcones y escaleras, sillas de cuero con lámparas de luz suave, mesas separadas de billar ruso y billar americano y —cerca de la pared más apartada— una enorme mesa circular con tapete verde iluminada por una sola lámpara. Cinco sillones de orejas de cuero estaban en la oscuridad alrededor de la circunferencia de la mesa.

Barent apretó un botón en un tablero y las pesadas cortinas se descorrieron silenciosamente revelando nueve metros de ventana sobre los jardines iluminados y el largo túnel de la avenida de los Robles. Harod estaba seguro de que el cristal ligeramente polarizado era opaco desde el exterior y a prueba de balas.

Barent extendió la mano con la palma hacia arriba, como si le mostrara la sala y la vista a Willi Borden. Willi asintió con la cabeza y se sentó en el sillón de cuero más próximo. La luz por encima de su cabeza transformó su cara en una máscara de arrugas y sus ojos en pozos oscuros.

Ja, muy bien —dijo—. ¿De quién es este sillón?

—Era…, ah…, del señor Trask —dijo Barent—. Es apropiado que sea suya ahora.

Los otros se sentaron. Sutter señaló a Harod su sillón. Harod se dejó caer en el cuero viejo, lujoso, cruzó las manos sobre la superficie verde y pensó en el cuerpo de Charles Colben alimentando los peces durante tres días hasta que lo encontraron en las aguas oscuras del Schuylkill.

—No es una mala sede —dijo—. ¿Qué hacemos ahora? ¿Aprendemos el juramento secreto y cantamos canciones?

Barent sonrió con indulgencia y miró el círculo en torno a la mesa.

—Se reúne la vigésimo séptima sesión anual del Island Club —dijo—. ¿Hay algún asunto pendiente? —Silencio—. ¿Algún asunto nuevo que tenga que ser discutido esta noche?

—¿Habrá otras sesiones plenarias donde puedan ser discutidos nuevos asuntos? —preguntó Willi.

—Claro —dijo Kepler—. Cualquier miembro puede convocar una sesión en cualquier momento durante esta semana, excepto cuando se realizan los juegos.

Willi asintió con la cabeza.

—En ese caso, dejaré mi nuevo asunto para una próxima sesión. —Sonrió a Barent, con sus dientes brillando, amarillos, a la luz dura del techo—. ¿Debo recordar mi lugar como nuevo miembro y actuar de acuerdo a eso, nich war?

—De ninguna manera —dijo Barent—. Somos todos iguales alrededor de esta mesa…, pares y amigos. —Barent miró directamente a Harod por primera vez—. Como esta noche no hay nuevos asuntos, ¿están preparados para visitar las celdas y elegir para esta noche?

Harod asintió con la cabeza y Willi habló:

—Me gustaría utilizar a uno de los míos.

Kepler frunció el ceño.

—Bill, no sé si…, quiero decir, puedes si lo deseas, pero intentamos no utilizar a nuestros…, ah…, hombres de confianza. La posibilidad de ganar las cinco noches es…, ah…, muy baja, realmente, y queremos evitar ofensas o que se vaya con malos sentimientos por… haber perdido un recurso valioso.

Ja. Lo comprendo —dijo Willi—, pero de todos modos me gustaría utilizar a uno de los míos. Está permitido, ¿no?

—Sí —dio su conformidad Jimmy Wayne Sutter—, pero tienes que tenerlo inspeccionado y en las celdas como todos los otros si sobrevive esta noche.

—De acuerdo —dijo Willi. Sonrió de nuevo, aumentando la impresión de Harod de que estaba escuchando a una calavera ciega—. Es simpático que complazcáis a un viejo. ¿Vamos a las celdas a escoger las piezas para el juego de esta noche?

Era la primera vez que Harod estaba al norte de la zona de seguridad. El complejo subterráneo le sorprendió, aunque sabía que tenía que haber una sede de seguridad en alguna parte de la isla. Aunque se podía ver a veinticinco o treinta hombres con monos en los puestos de guardia y salas de control, la seguridad parecía casi inexistente comparada con la multitud de guardaespaldas durante la semana del campamento de verano. Harod comprendió que la mayor parte de la fuerza de seguridad de Barent debía de estar en el mar —acantonada en el yate o los barcos de vigilancia— para mantener la isla inaccesible. Se preguntó qué pensarían esos guardas de las celdas y los juegos. Harod había trabajado en Hollywood durante dos décadas y sabía que no había nada que la gente no hiciera a otros si el precio era el justo. Algunas veces hasta aceptaban hacerlo gratis. Harod dudaba de que Barent tuviese dificultades en encontrar gente para este tipo de trabajo, incluso sin utilizar su «aptitud» única.

Las celdas eran extrañas, talladas en la roca en un corredor mucho más antiguo y estrecho que el resto del complejo. Siguió a los otros en el recorrido por las repisas que contenían formas acurrucadas, desnudas, y pensó por vigésima vez que se trataba de auténtico material para películas baratas. Si un guionista le hubiera presentado un tratamiento como ése, lo habría estrangulado y habría hecho que le expulsaran póstumamente de la asociación de escritores.

—Estas celdas son anteriores a la primera hacienda Vanderhoof e incluso a la Dubose, que es más antigua —explicaba Barent—. Un arqueólogo e historiador que trabajó para mí tenía la teoría de que estas celdas eran utilizadas por los españoles para poner a buen recaudo a los elementos rebeldes de la población india de la isla, aunque los españoles raramente establecían bases tan al norte. De todos modos, las celdas fueron talladas antes del 1600. Es interesante saber que Cristóbal Colón fue el primer propietario de esclavos de este hemisferio. Envió varios miles de indios a Europa y esclavizó o mató a muchos miles más en las mismas islas. Habría aniquilado a toda la población indígena si el Papa no hubiera intervenido con amenazas de excomunión.

—El Papa probablemente le detuvo porque no estaba recibiendo una parte suficientemente grande de los beneficios —dijo el reverendo Jimmy Wayne Sutter—. ¿Podemos elegir a cualquiera?

—Cualquiera excepto los dos que el señor Harod trajo la noche pasada —dijo Barent—. Supongo que son para tu uso personal, Tony.

—Sí —admitió Harod.

Kepler se acercó y golpeó amigablemente a Harod.

—Jimmy me ha dicho que uno de ellos es un hombre, Tony. ¿Estás cambiando tus preferencias o éste es un amigo tuyo muy especial?

Harod miró el pelo perfectamente peinado de Joseph Kepler, sus dientes perfectos y su piel perfectamente bronceada, y pensó seriamente en mermar alguna de las «perfecciones» de Kepler. No dijo nada.

Willi levantó las cejas.

—¿Un hombre, Tony? Te dejo sólo unas semanas y empiezas a sorprenderme. ¿Dónde está ese hombre que tú utilizarás?

Harod miró al viejo productor, pero no comprendió ningún mensaje en la expresión de Willi.

—Por allí —dijo señalando vagamente el fondo del corredor.

El grupo se paró e inspeccionó los cuerpos, como jueces en una exposición canina. O alguien había avisado a los presos de que estuvieran quietos o la simple presencia de los cinco hombres calmó inmediatamente cualquier ruido, porque los únicos sonidos eran los ecos de los pasos y un leve chorrito de agua desde la sección más oscura, sin usar, del viejo túnel.

Harod estaba nervioso, buscando de nicho en nicho a los dos que había traído de Savannah. ¿Willi jugaba con él de nuevo, se preguntó Harod, o no comprendía bien lo que pasaba? No, maldito, no tenía sentido para ninguno de los otros hacerle traer a la isla a gente especialmente condicionada. Excepto si Kepler o Sutter estaban preparando algo. O Barent hacía un juego particularmente brillante. O era simplemente una trampa para desacreditarle.

Harod se sintió mal. Corrió por el corredor, mirando a través de los barrotes las caras asustadas, preguntándose si su propia cara tenía un aire tan asustado.

—Tony —dijo Willi, a veinte pasos de distancia. Había un tono de orden en su voz—. ¿Es éste tu hombre?

Harod corrió y miró al hombre que yacía en la repisa a la altura del pecho. Las sombras eran profundas, una barba incipiente poblaba las mejillas magras del hombre, pero Harod estaba seguro de que era el hombre que había traído de Savannah. ¿Qué diablos pretendía Willi?

Willi se inclinó más sobre los barrotes. El hombre lo miró, con sus ojos enrojecidos de no dormir. Algo más allá del reconocimiento pareció establecerse entre ellos.

Wilkomnen zum Holle, meinerBauer —le dijo Willi al hombre.

Gehn zum Teufel, oberst —dijo el preso a través de sus rechinantes dientes.

Willi rió, su risa resonó en el estrecho corredor, y Harod comprendió que algo iba mal.

A menos que Willi estuviese tomándole el pelo.

Barent se acercó. Su cabello gris brillaba suavemente a la luz de una bombilla de sesenta vatios.

—¿Algo divertido, señores?

Willi dio una palmada en el hombro a Tony y sonrió a Barent.

—Un pequeño chiste que mi protegido me estaba contando, C. Arnold. Nada más.

Barent los miró, asintió con la cabeza y se alejó por el estrecho corredor.

Aún cogiendo a Harod por el hombro, Willi le apretó hasta que hizo una mueca de dolor.

—Espero que sepas lo que haces, Tony —silbó Willi, con la cara roja—. Hablaremos más tarde.

Se giró y siguió a Barent y los otros hacia el complejo de seguridad.

Desconcertado, Harod miró al hombre que, sin duda, era un pelele de Willi. Desnudo, su cara pálida casi tragada por las sombras, acurrucado sobre la fría piedra detrás de los barrotes de acero, el hombre parecía viejo, débil y gastado por la edad y las dificultades. Una cicatriz lívida corría por su brazo izquierdo y sus costillas. A Harod el viejo le parecía inofensivo; la única posible amenaza venía de la mirada de desafío que ardía en sus ojos grandes y tristes.

—Tony —le llamó el reverendo Jimmy Wayne Sutter—, deprisa, elige a los tuyos. Queremos volver a la casa del pastor y empezar nuestro juego.

Harod asintió con la cabeza, echó una última mirada al hombre detrás de los barrotes y se apartó, mirando fijamente las caras, intentando encontrar una mujer lo bastante joven y fuerte y fácil de dominar para las actividades de la noche.