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Isla Dolmann, domingo 14 de junio de 1981

Para Saul Laski fue como si ya hubiese pasado por todo aquello antes.

Pasaba de medianoche cuando el barco llegó al malecón de hormigón y Tony Harod hizo salir a Saul y a la señorita Sewell. Permanecieron todos en el malecón, aguardando. Harod ya no empuñaba el arma pues esos dos eran peleles que se suponía que él controlaba. Dos coches de golf eléctricos se acercaron y Harod le ordenó a un hombre en cazadora y pantalones tejanos:

—Llévate a este par a las jaulas.

Saul y la señorita Sewell se sentaron pasivamente en el coche y un hombre con un fusil automático se encargó de vigilarlos. Saul miró a la mujer que viajaba junto a él; su cara no revelaba emociones ni interés. No llevaba maquillaje, tenía el pelo cogido atrás y su vestido estampado barato le caía holgadamente sobre el cuerpo. Cuando se detuvieron en el control del extremo sur de la zona de seguridad y después rodaron a través de una tierra de nadie pavimentada con conchas aplastadas, Saul se preguntó qué, si lo había, estaría siendo transmitido a Natalie a través del esclavo de seis años de Melanie Fuller.

La instalación de hormigón detrás de la cerca norte de la zona de seguridad estaba inundada de luces brillantes. Otras diez personas acababan de llegar y Saul y la señorita Sewell se reunieron con ellos en un patio de hormigón del tamaño de un campo de baloncesto rodeado de altas cercas de alambre de espino.

No había cazadoras azules y pantalones grises en este lado de la zona de seguridad. Hombres con monos verdes y gorras de béisbol de nailon empuñaban armas automáticas. Por las notas de Cohen, Saul estaba seguro de que eran hombres de la fuerza privada de seguridad de Barent, y por los interrogatorios a Harod dos meses antes estaba igualmente seguro de que hasta cierto punto todos habían sido condicionados por su amo.

Un hombre alto con un arma en el cinturón dio un paso adelante y exclamó:

—Muy bien, ¡desnudaos!

La docena de presos, la mayor parte hombres jóvenes, aunque Saul podía ver a dos mujeres —poco más que niñas— en primera fila, se miraron unos a otros torpemente. Todos parecían drogados o asustados. Lo había visto cuando se acercaban al pozo de Chelmno o cuando dejaban los trenes en Sobibor. Él y la señorita Sewell empezaron a tirar la ropa, pero la mayoría de los otros no se movieron.

—He dicho que os desnudéis —gritó el hombre con el arma en el cinturón, y otro guardia avanzó y golpeó al preso más cercano, un chico de dieciocho o diecinueve años, gordo y con gafas gruesas. El chico cayó sin una palabra, su cara chocó contra el hormigón. Saul pudo oír claramente que sus dientes se rompían. Los otros nueve jóvenes empezaron a desnudarse.

La señorita Sewell fue la primera en terminar. Saul se dio cuenta de que su cuerpo parecía más joven y terso que su cara, a excepción de la cicatriz lívida de una apendicectomía.

Colocaron a los presos en filas sin separar a hombres y mujeres y les hicieron bajar por una rampa de hormigón. Por el rabillo del ojo, Saul vislumbró puertas que daban a corredores de baldosas que salían de esa avenida subterránea central. Hombres de seguridad con monos se asomaban a las puertas para observar a los presos. En una ocasión las dos filas tuvieron que apretarse contra las paredes cuando un convoy de cuatro jeeps se acercó y llenó el túnel de ruido y humos de monóxido de carbono. Saul se preguntó si toda la isla estaría horadada por túneles de seguridad.

Les condujeron a una sala sin muebles, muy iluminada, donde hombres con batas blancas y guantes quirúrgicos examinaron bocas, anos y las vaginas de las mujeres. Una de las chicas empezó a sollozar hasta que un guardia la hizo callarse con una bofetada.

Saul se sentía extrañamente calmado hasta cuando se preguntaba de dónde habían venido los otros, si ya habían sido «usados», y cómo su conducta podría ser visiblemente diferente de la de ellos. De la sala de examen fueron conducidos por un largo y estrecho corredor que parecía tallado en la piedra de la misma isla. Las goteantes paredes estaban pintadas de blanco y unos pequeños nichos hemisféricos en la roca contenían formas desnudas, silenciosas.

Cuando la fila se detuvo para que la señorita Sewell entrara en su agujero en la roca, Saul comprendió que no eran necesarias celdas mayores porque nadie estaría en la isla más de una semana. Después le llegó el turno a Saul.

Los nichos estaban escalonados a diferentes alturas, gradas de aberturas con forma decreciente con barrotes de acero clavados en piedra blanca. El nicho de Saul estaba cerca de un metro por encima del suelo. Lo metieron en él. La piedra era fría, el espacio apenas daba para extenderse. Una cuneta y un agujero maloliente en la parte posterior de la repisa le mostraron dónde podía hacer sus necesidades. Los barrotes se deslizaron propulsados por un mecanismo hidráulico desde el techo del nicho hasta profundos agujeros en la roca, dejando una abertura por donde podían entrar las bandejas de comida.

Saul se acostó de espaldas y miró la piedra a cuarenta centímetros de su cara. Al fondo del corredor, un hombre empezó a llorar en un tono áspero. Se oyeron pasos y el ruido de golpes en metal y carne, y volvió el silencio. Saul se sintió tranquilo. Estaba encerrado. De una manera extrañamente íntima, se sentía más cerca de su familia —de sus padres, Josef, Stefa— de lo que se había sentido desde hacía décadas.

Saul sintió sus ojos cerrándose y se obligó a abrirlos, se los frotó y volvió a poner las gafas en su sitio. Intentó recordar si dejaban que los presos conservaran las gafas en el pozo de Chelmno. No. Recordó que había formado parte de un destacamento que ponía centenares de gafas, miles de gafas, montañas de gafas, en una cinta transportadora para que otros presos separaran el vidrio del metal, los metales preciosos del acero. Nada se desperdiciaba en el Reich. Sólo las personas.

Obligó a sus ojos a abrirse, se pellizcó las mejillas. La piedra era dura, pero sabía que podía dormirse sin dificultad, deslizarse hacia los sueños. Hacía tres semanas que no dormía debidamente, pues cada noche, al inicio del sueño, el REM[4], disparaba las sugestiones poshipnóticas que ahora formaban sus sueños. Hacía ocho noches que ya no necesitaba el estímulo de la campana. El REM por sí solo disparaba los sueños.

¿Eran sueños o recuerdos? Saul ya no lo sabía con seguridad. Los sueños-recuerdos se habían hecho realidad. Sus días de preparativos, planes y conspiración junto a Natalie eran sueños. Por eso se sentía tan tranquilo. El corredor oscuro, frío, los presos desnudos, la celda, todo esto estaba mucho más cerca de su sueño-realidad, de los implacables, autoinducidos recuerdos de los campos, que los días cálidos de verano en Charleston observando a Natalie y Justin, a Natalie y la cosa muerta que parecía un niño…

Saul intentó pensar en Natalie. Apretó los ojos cerrándolos con fuerza hasta que se llenaron de lágrimas, los abrió mucho y pensó en Natalie.

Había sido dos días antes, tres ya, un jueves, que Natalie había dado con la solución.

—Saul —gritó, dejando los mapas y girándose hacia él cuando estaban sentados en la mesita de la pequeña cocina del motel—, no tenemos que hacer esto solos. ¡Podemos tener a alguien en el origen mientras otro vigila en Charleston!

Detrás de ella, fotos ampliadas de la isla Dolmann convertían una pared de la cocina en un granado mosaico.

Saul había meneado la cabeza, demasiado abotargado por el cansancio para reaccionar ante su entusiasmo.

—¿Cómo? No nos queda nadie. Todos están muertos. Rob, Aaron, Cohen. Meeks pilotará el avión.

—No… ¡alguien! —dijo ella, y se tocó la frente con la palma de la mano—. Todas estas semanas he estado pensando que hay alguien…, alguien con un interés personal. Y puedo tenerlos mañana. No volveré a ver a Melanie hasta nuestra sesión el sábado por la mañana en el parque.

Entonces se lo explicó detalladamente, dieciocho horas después la vio desembarcar del vuelo de Filadelfia acompañada de dos hombres negros. Jackson parecía más viejo que sólo seis meses antes, su cabeza calva brillaba bajo las resplandecientes luces de la terminal, su cara estaba marcada por líneas que declaraban un estado final, tácito, de desinterés por el mundo. El joven a la derecha de Natalie era todo lo contrario: alto, flaco, de miembros ágiles, una cara tan fluida que sus expresiones y reacciones pasaban por ella como la luz sobre una superficie de mercurio. La risa alta, abierta, de aquel joven resonaba en el corredor de la terminal y hacía que las cabezas se volvieran. Saul recordaba que su apodo era Catfish[5].

Más tarde, durante el viaje hacia Charleston, Jackson pregunto:

—Laski, ¿está seguro de que es Marvin?

—Es Marvin —respondió Saul—. Pero es… diferente.

—¿La «Dama Vudú» también le cogió? —preguntó Catfish. Jugaba con la radio del coche intentando encontrar una buena emisora.

—Sí —dijo Saul, aún sin creerse que estaba hablando sobre todo eso con gente que no era Natalie—. Pero hay una posibilidad de poder recuperarlo…, salvarlo.

—Sí, tío, vamos a hacerlo —dijo Catfish—. Una palabra a nuestra gente y el Alma de la Fábrica sitiará esta ciudad.

—No —dijo Saul—, no dará resultado. ¿Natalie no os ha dicho por qué?

—Nos lo ha dicho —admitió Jackson—. Pero, ¿qué dice usted, Laski? ¿Cuánto tiempo tenemos que esperar?

—Dos semanas —dijo Saul—. De una manera o de otra, todo habrá terminado dentro de dos semanas.

—Tienes dos semanas —dijo Jackson—. Después haremos todo lo que tenemos que hacer para lograr que Marvin vuelva, tanto si tu parte ha terminado como si no.

—Habrá terminado —dijo Saul. Miró al hombre alto sentado en el asiento trasero—. Jackson, no sé si éste es tu nombre o tu apellido.

—Apellido —dijo Jackson—. Desistí de mi nombre cuando volví de Vietnam. Ya no me servía para nada.

—Mi nombre tampoco es Catfish, Laski —dijo Catfish—. Es Clarence Arthur Theodore Varsh. —Estrechó la mano que Laski le tendía—. Pero, mira, tío —añadió con una sonrisa—, como eres amigo de Natalie, puedes llamarme señor Varsh.

La víspera de la partida fue el peor día. Saul estaba seguro de que nada funcionaría, que la vieja no cumpliría su parte del trato o que no sería capaz de conseguir el condicionamiento que había dicho que estaba realizando desde hacía tres semanas, desde esa mañana de mayo en la que Justin y Natalie habían mirado al otro lado del río con los prismáticos. O Cohen estaba equivocado en su información, o estaba en lo cierto pero los planes habían cambiado durante los últimos meses. O Tony Harod no contestaría al teléfono a principios de junio, o se lo diría a los otros una vez estuviese en la isla, o no les diría nada pero mataría a Saul y a la persona que Melanie Fuller enviase en cuanto dejaran el puerto. O entregaría a Saul en la isla y después Melanie Fuller escogería ese momento para atacar a Natalie, para matarla mientras Saul permanecía encerrado esperando la muerte.

Entonces llegó ese sábado por la tarde y se dirigieron a Savannah, al aparcamiento cerca del canal cuando el crepúsculo aún lanzaba los últimos rayos solares.

Natalie y Jackson se ocultaron en la maleza sesenta metros al norte, Natalie con el fusil que habían cogido del vehículo del policía en California, y se mantuvieron separados cuando sacaron el M-16 y la mayor parte del explosivo C-4.

Catfish, Saul y la cosa a la que Justin se refería como señorita Sewell esperaron, los dos hombres bebiendo de vez en cuando café de un termo metálico. Una vez la cabeza de la mujer se volvió como la cabeza de un muñeco de ventrílocuo, miró directamente a Saul y dijo:

—No te conozco.

Saul no dijo nada, miró atrás impávidamente, intentando imaginar el cerebro tras tantos años de violencia absurda. La señorita Sewell había cerrado los ojos con la brusquedad de un búho mecánico. Nadie habló más hasta que llegó Tony Harod poco antes de medianoche.

Durante un segundo Saul pensó que el productor dispararía durante el largo rato que estuvo encañonándole con su pistola. Los tendones se habían marcado en la garganta de Harod y Saul podía ver cómo el dedo del gatillo se ponía blanco a causa de la tensión. En ese momento había tenido miedo, pero era un miedo claro, controlable, nada como la ansiedad de la pasada semana o el miedo rabioso, debilitante del pozo y la desesperación de sus sueños nocturnos. Pasara lo que pasase después, él había escogido estar allí.

Al final, Harod se había contentado con maldecir a Saul y pegarle dos veces en la cara. El segundo golpe con el revés de la mano le causó una herida leve en la mejilla derecha. Saul no habló ni se resistió y la señorita Sewell permaneció igualmente impasible. Natalie tenía órdenes de disparar desde su escondite sólo en caso de que Harod disparase sobre Saul o utilizase a otro para atacarlo y matarlo.

Saúl y la señorita Sewell fueron colocados en el asiento trasero del Mercedes, con finas cadenas envolviendo sus piernas y muñecas. La secretaria eurasiática de Harod —Saul sabía por los informes de Harrington y Cohen que se llamaba María Chen— los ató eficientemente, pero tuvo el cuidado de no cortar la circulación cuando apretó las cadenas y colocó los pequeños candados. Saul la miró interrogativamente, preguntándose qué la había traído allí, qué la había motivado. Sospechaba que éste siempre había sido el mal de su pueblo, la eterna búsqueda judía de los motivos, los porqués de las cosas, los infinitos debates talmúdicos sobre los matices incluso cuando sus superficiales y eficientes enemigos los encadenaban y los conducían a los hornos; sus asesinos nunca se preocupaban por las cuestiones de los medios para llegar a los fines o por la moralidad siempre que los trenes fueran puntuales y la burocracia marchase como un mecanismo de relojería.

Saul Laski se despertó antes de deslizarse al estado REM disparado por sus sueños. Entraba en un centenar de biografías que Simon Wiesenthal había suministrado en el catálogo de personas hipnóticamente inducidas, pero sólo una docena volvía a los sueños que él se había condicionado hipnóticamente para tener. No soñaba con sus caras —a pesar de las muchas horas de mirar las fotos en Yad Veshem y Lohamei-Hageta’ot—, porque miraba por sus ojos, porque los paisajes de sus vidas, dormitorios y barracones, alambre de espino y caras mirando se habían hecho otra vez el verdadero paisaje de la existencia de Saul Laski. Comprendió, acostado en el nicho de piedra bajo la roca de la isla Dolmann, que realmente nunca había abandonado el paisaje del campo de la muerte. De hecho era el único país del cual era un auténtico ciudadano.

Entonces supo, mientras vacilaba al borde del sueño, qué sueños lo reclamarían esa noche: Shalom Krzaczek, un hombre cuya cara y vida él había memorizado pero que estaban perdidas para él, ahora que los detalles se habían vuelto realidad inducida, datos perdidos en la neblina de los verdaderos recuerdos. Saul nunca había estado en el gueto de Varsovia, pero ahora lo recordaba por la noche —la fila de refugiados huyendo de los incendios por las alcantarillas, los excrementos que caían sobre ellos cuando se arrastraban a lo largo de las tuberías oscuras y estrechas, de uno en uno, blasfemando y rezando por que nadie delante de ellos muriera y bloqueara el camino a otros muchos hombres y mujeres que, azuzados por el pánico, se arrastraban y abrían camino hacia las alcantarillas arias, más allá de los muros y alambres y líneas de Panzers—, Krzaczek llevando a su nieto de nueve años, Leon, por las alcantarillas arias donde excrementos arios llovían sobre ellos y flotaban alrededor de ellos cuando el agua subía y los ahogaba, y después una luz delante, y Krzaczek ya no llevaba a nadie, se arrastraba solo hacia la luz aria del sol, pero girándose entonces, girándose, volviendo su cuerpo de nuevo en aquel agujero estrecho, maloliente después de catorce días en las alcantarillas oscuras. Volviendo para encontrar a Leon.

Sabiendo que éste sería el primero de sus sueños que no eran sueños, Saul lo aceptó. Y se durmió.