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Isla Dolmann, sábado 13 de junio de 1981

Durante el fin de semana, Tony Harod estaba harto y cansado de estar con los ricos y poderosos. Estaba absolutamente convencido de que los ricos y poderosos tenían una marcada tendencia hacia la imbecilidad.

Había llegado con María Chen en avión privado a Meridian, Georgia, el lugar más horrible que Harod había conocido, el domingo anterior por la tarde, y le dijeron que otro avión privado los llevaría a la isla. A menos que quisieran ir en barco. No fue difícil decidir.

El viaje de cincuenta y cinco minutos en barco resultó accidentado, pero Harod prefería estar suspendido sobre la barandilla en espera de vomitar el gintónic y el piscolabis de la compañía aérea rebotando a cada vaivén a aguantar un vuelo de ocho minutos. El cobertizo, puerto deportivo o lo que fuera, de Barent, era la cosa más impresionante que Harod había visto. Con tres pisos, las paredes de ciprés gris curado, el interior tan cubierto y majestuoso como una catedral con ventanas de vidrio de color reafirmando esa imagen y lanzando rayos de luz colorida sobre el agua e hileras de lanchas motoras de cobre amarillo brillante y madera con resueltos gallardetes en la proa, era quizá la estructura más ostentosamente oscura en que había estado.

Las mujeres no estaban autorizadas a estar en la isla Dolmann durante la semana del campamento de verano. Harod lo sabía, pero aún así era una molestia apartarse quince minutos de su camino para dejar a María Chen en el yate de Barent, una embarcación brillante, blanca, del largo de un campo de fútbol, todo superestructura de formas aerodinámicas y protuberancias con forma de cúpula y aparatos de radar y el omnipresente equipo de comunicaciones de Barent. Harod comprendió por milésima vez que a C. Arnold Barent no le gustaba perder el contacto con las cosas. Un helicóptero aerodinámico que parecía diseñado para mediados del siglo XXI reposaba en la popa, con el rotor parado pero no atado, evidentemente preparado para dirigirse a la isla a un silbido del amo.

El mar estaba repleto de barcos: elegantes motoras con hombres de seguridad armados con M-16, los enormes barcos de vigilancia con radar con las antenas girando, varios yates privados cercados por barcos de seguridad de media docena de países y, haciéndose visible cuando dieron la vuelta a la esquina de la isla hacia el puerto, un destructor de la marina de Estados Unidos a un kilómetro y medio de distancia. El navío era impresionante, color de pizarra y elegante como un tiburón, cortando el agua hacia ellos a toda velocidad, con los discos de radar girando y las banderas restallando al viento, dando la impresión de un galgo hambriento que corre tras un desventurado conejo.

—¿Qué caray es eso? —le gritó Harod al hombre que conducía su lancha.

El hombre de camisa a rayas sonrió mostrando sus dientes blancos contra su piel morena y dijo:

—Es el Richard S. Edwards. Destructor clase Forrest Sherman. Está de servicio aquí cada año durante el campamento de verano del Patrimonio de Occidente como un servicio a nuestros huéspedes extranjeros y dignatarios nacionales.

—¿El mismo barco? —preguntó Harod.

—El mismo barco, sí, señor —dijo el marino—. Técnicamente realiza maniobras de bloqueo e intercepción aquí cada verano.

El destructor había dado la vuelta y Harod pudo leer los números 950 en la proa.

—¿Qué es aquella cosa cúbica allá atrás? —preguntó Harod—. Cerca del cañón trasero o lo que sea.

—Es el ASROC —dijo el marino mientras llevaba la lancha hacia el puerto—, modificado para ASW quitándole el MK 42 de doce centímetros y un par de MK 33 de siete centímetros.

—Oh —dijo Harod, cogiéndose con fuerza a la barandilla, con la espuma mezclándose con el sudor en su cara pálida—. ¿Ya llegamos?

Un coche de golf con potencia extra y un conductor con cazadora azul y pantalones grises llevó a Harod del malecón a la casa del pastor. La avenida de los Robles era un largo paseo de césped abierta entre dos líneas de enormes robles que se extendían hasta donde parecía que se encontraban a lo lejos, con enormes ramas que se entrecruzaban a unos veinticinco metros de sus cabezas, creando un dosel movedizo de hojas y luz a través del cual los vislumbres del cielo y de las nubes de la tarde ofrecían un contrapunto al pastel del follaje verde. Mientras se deslizaban silenciosamente a lo largo del túnel creado por árboles más viejos que Estados Unidos, células fotoeléctricas median la luz del crepúsculo y conectaban una serie de focos y linternas japonesas ocultas entre los altos troncos, la colgante hiedra y las enormes raíces, y creaban una ilusión de bosque mágico, una fantasía de bosque vivo con luz y música, ya que unos altavoces ocultos lanzaban el claro sonido de sonatas clásicas de flauta al aire de la noche que se acercaba. En otros lugares del bosque de robles, centenares de pequeños vibráfonos de viento añadían notas mágicas a la música, como una brisa marina que agitara el follaje.

—Unos árboles cojonudos —comentó Harod mientras se deslizaban por el último medio kilómetro del paseo de robles hacia el enorme jardín al lado norte de la casa, cuya fachada miraba al sur.

—Sí, señor —dijo lacónico, el conductor.

C. Arnold Barent no estaba allí para recibir a Harod. El reverendo Jimmy Wayne Sutter, con un vaso alto de bourbon en la mano y el rostro enrojecido, fue el encargado de hacerlo. El predicador cruzó un espacio de baldosas blancas y negras en un vestíbulo vacío que a Harod le recordó la catedral de Chartres, aunque nunca había estado allí.

—Anthony, querido amigo —gritó Sutter—, bien venido al campamento de verano.

Su voz resonó durante algunos segundos.

Harod se reclinó y miró tontamente como un turista, admirando un inmenso espacio cercado de entresuelos y balcones, desvanes y corredores; el espacio abierto que subía hacia un techo arqueado cinco pisos y medio arriba, sustentado por pares exquisitamente cincelados y un laberinto de brillantes contrafuertes. El mismo techo era un parqué de ciprés y caoba con una claraboya de vidrio de colores, oscurecido ahora, de forma que los rojos caían sobre la madera oscura con los tintes profundos de sangre seca; con buhardillas, y una enorme cadena que sostenía una araña central tan sólida que un regimiento de «fantasmas de la Ópera» podría colgarse de ella sin peligro de romperse la crisma.

—Vaya maravilla, joder —exclamó Harod—. Si esto es la entrada de los criados, tienes que mostrarme la entrada principal.

Sutter frunció el ceño ante el lenguaje de Harod mientras un criado con americana azul y pantalones grises caminaba sobre unos cuatro mil metros cuadrados de baldosas para recoger la vieja bolsa de viaje de Harod y recibir órdenes.

—¿Prefieres quedarte aquí o ir a uno de los chalés?

—¿Chalés? —dijo Harod—. ¿Quieres decir cabañas?

—Sí —admitió Sutter—, si consideras una cabaña una casa de campo con comodidades de cinco estrellas atendido por Maxim’s. La mayoría de los huéspedes prefieren los chalés. De todas formas es un campamento de verano.

—Olvídalo —dijo Harod—. Prefiero la habitación más cómoda que tengan aquí. Ya he dejado atrás mis tiempos de explorador.

Sutter hizo una indicación al criado y dijo:

—La suite Buchanan, Maxwell. Anthony, te acompaño dentro de un momento. Ven al bar.

Se dirigieron a una pequeña sala forrada de caoba al lado de la sala principal mientras el mayordomo cogía un ascensor hacia los pisos superiores. Harod se sirvió un vodka largo.

—No me digas que esto fue construido en 1770 —dijo—. Es demasiado grande.

—La estructura original del pastor Vanderhoof era impresionante para su tiempo —dijo Sutter—. Los siguientes propietarios ampliaron un poco la casa.

—¿Y dónde están todos? —preguntó Harod.

—Los huéspedes menos importantes empiezan a llegar —dijo Sutter—. Los príncipes, potentados, antiguos jefes de gobierno y jeques del petróleo llegarán para el habitual desayuno de apertura mañana a las once de la mañana. El miércoles tendremos un ex presidente.

—Muy bien —dijo Harod—. ¿Dónde están Barent y Kepler?

—Joseph se reunirá con nosotros esta noche —contestó el predicador—. Nuestro anfitrión llegará mañana.

Harod pensó en su última imagen de María Chen en la barandilla del yate. Kepler le había dicho antes que todos los auxiliares femeninos, ayudantes, secretarias, amantes y algunas esposas que no pudieran ser echadas antes eran recibidas a bordo del Antoinette mientras los hombres estaban en la isla Dolmann.

—¿Barent está en el yate? —preguntó Harod.

El predicador televisivo abrió las manos.

—Sólo el Señor y los pilotos de Christian saben dónde está cada día. Los próximos doce días son los únicos del calendario anual de nuestro anfitrión en que cualquier amigo o adversario sabe dónde encontrarlo.

Harod hizo un sonido rudo y bebió un sorbo.

—Aunque eso no es de gran ayuda para un adversario —dijo—. Dios, ¿has visto el maldito destructor cuando venías?

—Anthony —le recriminó Sutter—, ya te he advertido que no digas el nombre del Señor en vano.

—¿Están de guardia contra qué? —preguntó Harod—. ¿Un desembarco de marines soviéticos?

Sutter se sirvió más bourbon.

—No estás muy lejos de la verdad, Anthony. Hace algunos años, una trainera rusa estuvo a una milla de la playa. Había venido de su puesto habitual cerca de Cabo Cañaveral. No tengo que decirte que, como la mayor parte de las traineras rusas cerca de las costas norteamericanas, se trataba de una embarcación de espionaje cargada con más aparatos de escucha de lo que podría suponerse en manos de los comunistas.

—¿Pero qué caray podían oír en el mar, a una milla? —preguntó Harod.

Sutter sonrió.

—Creo que eso es un secreto que quedará entre los rusos y su Anticristo —dijo él—, pero desconcertó a nuestros huéspedes y preocupó al hermano Christian, así como al perro que has visto patrullando por aquí.

—Y qué perro —suspiró Harod—. ¿Toda esta seguridad corre por aquí la segunda semana?

—Oh, no —dijo Sutter—, lo que transpira durante la cacería es sólo para nuestros ojos.

Harod miró fijamente a la rojiza cara del predicador.

—Jimmy, ¿crees que Willi va a aparecer el próximo fin de semana?

El reverendo Jimmy Wayne Sutter miró rápidamente con un centelleo de sus ojos pequeños y vivos.

—Oh, sí, Anthony. No tengo ninguna duda de que el señor Borden estará aquí en el momento convenido.

—¿Cómo lo sabes?

Sutter sonrió beatíficamente, levantó su bourbon y dijo en voz baja:

—Está escrito en el Apocalipsis, Anthony. Fue profetizado hace milenios. Todo lo que hacemos fue cincelado hace mucho en los corredores del tiempo por el Escultor que ve el grano de la piedra mucho más claramente de lo que nosotros lo haremos nunca.

—¿Sí? —preguntó Harod con un tono irónico.

—Sí, Anthony, es así —dijo Sutter—. Puedes apostarlo.

Los labios delgados de Harod se torcieron en una sonrisa.

—Creo que ya lo hago, Jimmy —dijo—. No estoy seguro de que esté preparado para esta semana.

—Esta semana no es nada —dijo Sutter cerrando los ojos y recostando el frío vaso de bourbon con hielo junto a su cara—. Es sólo un preludio, Anthony. Un simple preludio.

A Harod, el preludio de siete días le pareció infinito. Se mezcló con hombres cuyas fotos había visto toda su vida en el Time y el Newsweek y descubrió que —excepto por la aureola de poder que emanaba de ellos como lo hace el olor penetrante del sudor de un jinete campeón— eran visiblemente humanos, a menudo falibles y con demasiada frecuencia estúpidos en sus frenéticos intentos de huir de las juntas directivas y las salas de reunión que eran como los barrotes de hierro y las jaulas de sus vidas de hombres ricos y poderosos.

El miércoles por la noche, 10 de junio, Harod se encontró en la quinta fila del anfiteatro del fuego de campamento, mirando a un vicepresidente del Banco Mundial, un príncipe heredero del tercer país exportador de petróleo más importante del planeta, un ex presidente de Estados Unidos y su secretario de Estado en plena interpretación de una danza polinesia con greñas, mitades de cocos como pechos y faldas hechas apresuradamente de palmas, mientras ochenta y cinco de los hombres más poderosos del hemisferio occidental silbaban, gritaban y, en general, se comportaban como estudiantes novatos en su primera borrachera pública. Harod miró la hoguera y pensó en El tratante de blancas, aún en las bobinas de montaje, con tres semanas de retraso para la banda sonora. El compositor-director recibía sus tres mil al día por no hacer nada excepto pasearse por el Beverly Hilton esperando dirigir una orquesta con una partitura que, estaba garantizado, sonaría exactamente como las partituras que había hecho para sus seis bandas sonoras anteriores, todo instrumentos de viento y heroicos cobres convertidos en confusa charanga gracias al Dolby.

El martes y el jueves Harod había ido al Antoinette a ver a María Chen, a hacerle el amor entre los silencios de seda y lujo de su camarote. Y después a hablar con ella antes de volver a las festividades de la noche del campamento de verano.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó.

—Leo —contestó ella—. Pongo la correspondencia al día. Me tumbo al sol.

—¿Nunca ves a Barent?

—Nunca —dijo María Chen—. ¿No está en tierra contigo?

—Sí, lo veo por allá. Tiene todo el ala oeste de la casa…, es el personaje importante del día. Sólo me preguntaba si viene alguna vez por aquí.

—¿Preocupado? —preguntó María Chen. Rodó sobre la espalda y se apartó el pelo oscuro de la cara—. ¿O es que tienes celos?

—Joder —dijo Harod, y salió de la cama, caminando desnudo hasta el armario de las bebidas—. Sería mejor si él te jodiera. Entonces podríamos tener alguna idea sobre qué caray va a pasar.

María Chen se deslizó de la cama, caminó hasta donde Harod estaba de espaldas y pasó los brazos a su alrededor. Sus pechos pequeños, perfectos, se aplastaron contra la espalda de él.

—Tony —dijo ella—, eres un embustero.

Harod se volvió, furioso. Ella le apretó con más fuerza mientras su mano izquierda lo acariciaba delicadamente.

—Tú no quieres compartirme con nadie —murmuró ella.

—Eso es una tontería —dijo Harod—, pura tontería.

—No —murmuró María Chen pasando los labios por su cuello entre murmullos—. Es amor. Tú me amas y yo te amo.

—Nadie me ama —dijo Harod. Quería decirlo con una sonrisa, pero le salió como un murmullo estrangulado.

—Yo te amo —repitió María Chen— y tú me amas, Tony.

Él la apartó de sí y le lanzó una mirada furiosa.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Porque es la verdad.

—¿Por qué?

—¿Por qué es la verdad?

—No —consiguió decir Harod—, ¿por qué nos amamos?

—Porque tiene que ser así —dijo María Chen, y lo condujo a la cama larga, suave.

Más tarde, mientras escuchaba el chapoteo del agua y los suaves ruidos del barco, que no sabía identificar, con un brazo alrededor de ella y la mano en su pecho derecho, los ojos cerrados, se dio cuenta de que, quizá por primera vez desde que tenía uso de razón, no sentía miedo absolutamente de nada.

El ex presidente se marchó el sábado después del mediodía y a las siete de la tarde los únicos huéspedes que quedaban eran pegotes de nivel medio y bajo, Casios y Yagos delgados y hambrientos en trajes de zapa y pantalones Ralph Lauren. Harod pensó que era un buen momento para volver al continente.

—La «cacería» empieza mañana —le dijo Sutter—. No querrás perderte la fiesta.

—No quiero perderme la llegada de Willi —matizó Harod—. ¿Barent está seguro de que vendrá?

—Antes de la puesta del sol —aseguró Sutter—. Fue su última palabra. Joseph ha sido muy discreto sobre sus líneas de comunicación con el señor Borden. Quizá demasiado discreto. Creo que el hermano Christian está empezando a enfadarse.

—Es problema de Kepler —dijo Harod. Salió del malecón a la cubierta del enorme yate.

—¿Estás seguro de que necesitas recoger a esos esclavos? —preguntó el reverendo Sutter—. Tenemos bastantes en los fondos comunes. Todos jóvenes, fuertes y sanos. La mayor parte ha salido de mi centro de rehabilitación para fugitivos. Incluso hay suficientes mujeres para que puedas escoger, Anthony.

—Quiero un par de los míos —dijo Harod—. Volveré por la noche, lo más tarde de madrugada.

—Bueno —dijo Sutter, y había un centelleo extraño en su voz—. No quiero que te pierdas nada. Este año podría ser un año excepcional.

Harod hizo un gesto de despedida con la cabeza y la lancha rugió y dejó el puerto lentamente. Empezó a acelerar en cuanto cruzó el rompeolas. El yate de Barent era el último gran navío que quedaba, además de los barcos de vigilancia y el destructor, a punto de partir. Como siempre, se acercó una lancha con guardias armados que confirmaron visualmente la identidad de Harod y a los que siguió mientras cubrían los últimos centenares de metros hasta el yate. María Chen esperaba junto a la escalera de popa, con el bolso en la mano.

La noche de la travesía hasta la costa fue bastante menos agitada que la del viaje de ida. Harod había pedido un coche y un pequeño Mercedes esperaba detrás del cobertizo de Barent, cortesía de la Fundación Patrimonio de Occidente.

Harod condujo. Fue por la autopista 17 hacia South Newport y después tomó la I-95 durante los últimos cuarenta kilómetros hasta Savannah.

—¿Por qué Savannah? —preguntó María Chen.

—No me lo dijeron. El tío al teléfono sólo me dijo dónde debía aparcar…, cerca de un canal, a las afueras de la ciudad.

—¿Y crees que era el hombre que te secuestró?

—Sí —dijo Harod—. Era el mismo. El mismo acento.

—¿Piensas que es cosa de Willi? —preguntó María Chen.

Harod condujo en silencio durante un minuto.

—Sí —dijo finalmente—, es la única posibilidad lógica. Barent y los otros ya tienen los medios de meter gente precondicionada en los fondos comunes si es lo que quieren. Willi necesita una ventaja.

—¿Y tú estás dispuesto a colaborar con él? ¿Aún sientes lealtad hacia Willi Borden?

—A la mierda la lealtad —dijo Harod—. Barent mandó a Haines a mi casa…, te apaleó…, sólo para tirar de mi cadena con fuerza. No acepto que nadie me trate así. Si esto es una ventaja para Willi, muy bien. Dejémosle seguir adelante.

—¿No puede resultar peligroso?

—No veo cómo. Nos aseguraremos de que no estén armados y cuando lleguen a la isla no tienen ninguna posibilidad de crear problemas. Incluso el ganador de esa jodida olimpíada termina un metro por debajo de las raíces de mangle de un viejo cementerio de esclavos en algún lugar de la isla.

—Entonces, ¿qué intenta hacer Willi? —preguntó ella.

—Ni idea —respondió Harod, saliendo a la I-16—. Todo lo que tenemos que hacer es observar y seguir vivos. Lo que me recuerda… ¿llevas la Browning?

María Chen sacó la automática del bolso y se la entregó. Conduciendo con una mano, Harod sacó el cargador, comprobó si tenía balas y lo colocó de nuevo, golpeándolo contra el muslo. Se metió la pistola en el cinturón, disimulándola con su camisa hawaiana.

—Odio las armas —dijo María Chen, terminante.

—Yo también —aseguró Harod—. Pero hay personas a las que odio aún más, y una de ellas es ese hijoputa del pasamontañas y acento polaco. Si es él el hombre que Willi me manda, haré todos los esfuerzos para reventarle los sesos antes de que empecemos.

—A Willi no le gustará —dijo María Chen.

Harod asintió con la cabeza. Giró por una carretera lateral que conducía desde la autopista a una zona del puerto a lo largo de una área cubierta del canal Savannah & Ogeechee. Una furgoneta los esperaba. Harod aparcó a unos quince metros como habían acordado y encendió las luces intermitentes. Un hombre y una mujer salieron del otro vehículo y se dirigieron lentamente hacia ellos.

—Estoy harto de preocuparme de lo que agrada a Willi o lo que agrada a Barent, que se vayan a la mierda —dijo Harod entre dientes. Salió del coche y sacó el seguro de la automática. María Chen abrió su bolso y sacó las cadenas y los candados. Cuando el hombre y la mujer estaban a seis metros, con las manos aún vacías, Harod se asomó sobre María Chen y sonrió—. Es hora de que empiecen a preocuparse de agradar a Tony Harod —dijo, y levantó la pistola, apuntándola a la cabeza del hombre de barba corta y cabello largo que caía sobre sus orejas. El hombre se detuvo, miró el cañón de la pistola de Harod y se ajustó las gafas con el índice.