Charleston, domingo 10 de mayo de 1981
Saul observaba a Natalie y Justin en el parque y escuchaba su conversación a través del micrófono que ella llevaba en el cuello de la blusa cuando el ordenador dio la alarma. Sus ojos se fueron hacia la pantalla del ordenador portátil colocado en el asiento del pasajero de la furgoneta, pensando durante un segundo que tenía que ser un fallo del aparato de telemetría, de los sensores o de la batería situada en el asiento trasero y no el acontecimiento que ambos temían. Una ojeada le dijo que no era un fallo del equipo. El ritmo theta era inconfundible, el patrón alfa mostraba ya los picos y valles del REM. En ese segundo encontró la respuesta a un problema con el que había luchado durante meses y en el mismo instante comprendió que su vida estaba en peligro.
Saul miró y vio a Natalie volviéndose hacia él en el momento en que él cogía la pistola de dardos y salía del vehículo, alejándose e intentando conservar la furgoneta y los otros vehículos entre Natalie, el chico y él mismo. «No, no, Natalie», pensó y se detuvo detrás del último coche del aparcamiento, a siete metros de la furgoneta.
¿Por qué la vieja había decidido «usar» a Natalie ahora? Saul se preguntó si le habían descubierto siguiéndolas. Se había visto obligado a quedarse cerca —el transmisor del micrófono que había colocado en el cinturón de Natalie tenía un alcance máximo inferior a un kilómetro— y había poco tráfico. Se habían vuelto demasiado confiados a causa de los éxitos de la última semana y su expedición a la isla el día anterior. Saul blasfemó en voz baja y se agachó para mirar a través de la ventana de un Ford Fairmont blanco mientras Natalie se dirigía a la furgoneta.
El niño caminaba quince pasos detrás de Natalie, con una rama que había cogido del césped en las manos. En ese momento Saul sintió un agobiante impulso de matar al niño, vaciar todo el cargador del Colt que tenía en el bolsillo en aquel pequeño cuerpo, expulsar a los demonios matándolo. Aspiró profundamente. Había enseñado en Columbia y otras universidades sobre el tono peculiar y perverso de la moderna violencia en libros y películas como El exorcista, La maldición e innúmeras imitaciones hasta llegar a La semilla del diablo. Había considerado la abundancia de espectáculos demoníaco-infantiles como un síntoma de temores y odios ocultos más profundos; la incapacidad de la «generación del yo» de entrar en el papel de la paternidad responsable al precio de perder su propia interminable infancia, la transferencia de la culpa del divorcio —el niño no es realmente un niño, sino una cosa mala, más vieja, capaz de merecer cualquier abuso resultante de las acciones egoístas del adulto— y la furia de toda una sociedad en revuelta después de dos décadas de una cultura dominada por el aspecto juvenil, por la música orientada hacia la juventud, por las películas juveniles, y dominada por el mito creado por la televisión y el cine de que el adulto-niño era inevitablemente más sensato, más calmado, y más «sabio» que los infantilizados adultos de la casa. Por eso Saul había enseñado que el hecho de que el miedo y el odio a los niños se hicieran visibles en los medios de masas y los best-sellers hundía sus raíces irracionales en culpas comunes, inquietudes compartidas, y en el angst universal de la época. Había advertido que la racha nacional de agresión, negligencia e insensibilidad hacia los niños tenía sus antecedentes históricos y seguía su curso, pero que se tenía que hacer todo lo posible para evitar y eliminar ese tipo de violencia antes de que envenenase Estados Unidos.
Saul se agachó, observó por la ventana trasera del coche la presencia odiosa de aquella pequeña cosa que había sido el pequeño Justin Warden y decidió no abatirlo. Todavía no. Además, matar a un niño de seis años en un parque, un domingo por la tarde, no era la mejor manera de garantizar su anonimato en Charleston.
Natalie dio la vuelta a la furgoneta y se asomó, inclinándose ligeramente para mirar el asiento trasero, de espaldas a Saul. En ese momento el niño se volvió para mirar a la familia sentada en una mesa cercana. Saul se levantó, apoyó la pistola de dardos en la capota de un coche, disparó y se ocultó.
Durante varios segundos estuvo seguro de que había fallado, que la distancia era excesiva para el pequeño dardo disparado por aire comprimido, pero después vislumbró las plumas rojas en la espalda de la blusa de Natalie un instante antes de que ella cayera. Quería correr hacia ella para comprobar que no había sido dañada por la droga o el golpe de la caída, pero Justin miró en su dirección y Saul se ocultó a gatas detrás del Ford, hurgando en la pequeña caja de dardos anestésicos y abriendo la pistola para cargarla.
Dos pequeñas piernas desnudas corrieron hasta detenerse a un metro y medio de la cara de Saul, que levantó la cabeza y vio a un niño de ocho o nueve años recuperando una pelota azul. El niño miró a Saul y la pistola de aire comprimido.
—Eh, señor —dijo—, ¿va a pegarle un tiro a alguien?
—¡Vete! —susurró Saul.
—¿Usted es un poli o algo así? —preguntó el chico, interesado.
Saul meneó la cabeza.
—¿Eso es una pistola Uzi o algo así? —preguntó el chico, colocándose la pelota bajo el brazo—. Parece una Uzi con silenciador.
—¡Vete al cuerno! —murmuró Saul, utilizando la frase favorita de los soldados británicos en la Palestina ocupada cuando se enfrentaban a chiquillos de la calle.
El niño se encogió de hombros y volvió a su juego. Saul levantó la cabeza a tiempo de ver a Justin corriendo también, de espaldas al aparcamiento, con la rama en la mano.
Saul tomó una decisión urgente y se dirigió rápidamente hacia la zona de picnic, lejos de los coches. Podía ver la falda oscura de Natalie desde donde estaba. Caminó rápidamente, conservando los árboles entre él y Justin. Nadie en el parque parecía haberse dado cuenta aún de la presencia de Natalie en el suelo, inerte. Dos motos entraron en el aparcamiento con una explosión de ruido.
Saul caminó enérgicamente y llegó a unos doce metros de donde Justin estaba con la espalda contra la cerca sobre el río. El niño tenía una mirada fija, vaga. Tenía la boca abierta y un hilo de saliva le corría hacia la barbilla. Saul recostó la espalda contra un árbol, aspiró profundamente y verificó la carga de CO2 en el arma.
—Eh —dijo un hombre con un traje de verano Brooks Brothers gris—, está muy bien eso. ¿Tiene licencia para llevar esa cosa?
—No —dijo Saul, mirando alrededor para confirmar que Justin aún miraba sin ver nada. El niño estaba a quince o veinte metros. Demasiado lejos.
—Muy bien —dijo el joven con el traje gris—. ¿Dispara balas del 22, o bolitas, o qué?
El compañero del hombre de traje gris, un joven rubio con bigote, pelo despeinado y un traje de verano azul, dijo:
—¿Dónde se puede comprar una de ésas? ¿El K-Mart las tiene?
—Perdóneme —dijo Saul, y dio la vuelta al árbol y se dirigió abiertamente a la cerca. La cabeza de Justin no se giró hacia él. La mirada ausente del niño estaba fija en un lugar sobre la capota de los coches del aparcamiento. Saul tenía la pistola oculta en la espalda mientras caminaba a lo largo de la cerca hacia la figura inmóvil del niño de seis años. A veinte pasos se detuvo. Justin no se movía, sintiéndose como un gato persiguiendo a un ratón de juguete. Saul cubrió los últimos quince pasos, apuntó la pistola y disparó un dardo azul a la desnuda pierna derecha del niño. Cuando Justin cayó hacia adelante, aún rígido, Saul estaba allí para cogerlo. Nadie parecía haberse dado cuenta de nada.
Se contuvo y no volvió corriendo al aparcamiento, pero de todos modos caminó bastante deprisa. Los dos melenudos que habían llegado en las motos estaban en la acera mirando el cuerpo fláccido de Natalie. Ninguno había hecho un movimiento para ayudarla.
—Perdónenme, por favor —dijo Saul, deslizándose cerca de ellos. Pasó sobre Natalie, abrió la puerta trasera izquierda de la furgoneta y colocó suavemente a Justin al lado de las baterías y el receptor de radio.
—Eh, tío —gruñó el más gordo de los dos motoristas—, ¿esta tía está muerta o qué?
—Oh, no —dijo Saul con una sonrisa forzada, suspirando por el esfuerzo de colocarla en el asiento delantero y metiéndola lo más a la derecha posible. Su zapato derecho cayó al suelo con un sonido suave. Lo cogió, sonriendo a los motoristas—. Soy médico. Ella tiene un pequeño problema de ataques de petit mal producidos por un edema cardiopulmonar neurológicamente deficiente. —Entró en la furgoneta, dejó la pistola de dardos en el asiento, y continuó sonriendo a los motoristas—. Lo mismo pasa con el niño —dijo—. Viene…, ah…, de familia.
Saul puso el motor en marcha y se fue, casi esperando que un coche lleno de zombies de Melanie Fuller lo interceptara antes de llegar a la carretera. No apareció ningún coche.
Saul condujo durante algún tiempo hasta estar seguro de que no lo seguían y después volvió al motel. Su cabaña estaba casi oculta de la carretera, pero comprobó que no había tráfico antes de llevarlos adentro, primero a Natalie y después al niño.
Los sensores de encefalograma de Natalie estaban aún en su sitio, ocultos entre su pelo y funcionando. El micrófono y el aparato de telemetría aún trabajaban. Saul se detuvo un minuto antes de desconectar el ordenador y llevarlo adentro. El ritmo theta había desaparecido, los picos de REM estaban ausentes. La lectura del encefalógrafo era consecuente con un reposo profundo, sin sueños, inducido por una droga.
Después de transportar el equipo, Saul puso cómodos a Natalie y Justin y comprobó sus constantes vitales. Activó el segundo aparato de telemetría, conectó electrodos en el cráneo del chico y marcó un código para iniciar un programa que mostraría ambas series de datos de encefalograma al mismo tiempo en la pantalla del ordenador. El de Natalie continuaba mostrando un patrón normal de sueño profundo. El del niño mostraba las líneas habituales de la muerte clínica del cerebro.
Saul comprobó el pulso, los latidos y la reacción retiniana del niño, le tomó la presión arterial y probó los estímulos de sonido, olor y dolor. El ordenador continuó sin indicar ninguna función neurológica. Saul cambió los aparatos de telemetría y los sensores, comprobó las baterías del transmisor, pasó a transmisión única en la pantalla y utilizó más masa electrolítica y otros dos electrodos. Las lecturas fueron idénticas a las primeras. Justin Warden tenía el cerebro clínicamente muerto, no tenía literalmente más que una mínima energía cerebral que mantenía el corazón bombeado, los riñones filtrando y los pulmones moviendo el aire a través de una envoltura de carne absurda.
Saul puso la cabeza entre las manos y permaneció en esa posición durante mucho rato.
—¿Qué hacemos? —preguntó Natalie, que iba por su segunda taza de café. El tranquilizador la había tenido inconsciente poco menos de una hora, pero necesitó quince minutos para poder pensar con claridad.
—Creo que es mejor mantenerlo drogado —dijo—. Si lo dejamos salir del sueño profundo, Melanie Fuller puede recuperar el control. El niño que era Justin Warden…, recuerdos, gustos, temores, todo lo que es humano…, se ha ido para siempre.
—¿Puedes estar seguro de eso? —preguntó Natalie, con la voz poco clara.
Saul suspiró, dejó a un lado su taza de café y añadió un poco de whisky.
—No —respondió—, no sin un equipo mejor, pruebas más complicadas y la posibilidad de observar el niño en una gama de condiciones mucho más amplia. Pero con indicaciones tan inactivas, diría que las probabilidades están abrumadoramente en contra de que vuelva a ser algo que se acerque a la conciencia humana, mucho menos memoria y personalidad.
Bebió un largo sorbo.
—Todos aquellos sueños de liberarlos… —empezó Natalie.
—Sí —dijo Saul, y dejó la taza vacía—. Tiene sentido cuando piensas en ello. Cuando más condicionamiento haya realizado la vieja, menos posibilidad hay de que sobreviva la personalidad. Sospecho que los adultos funcionan con un residuo de sus identidades…, personalidades…, ciertamente no le serviría de nada haber secuestrado personal médico como hizo si no tuviera acceso a sus conocimientos y técnicas aprendidos. Pero incluso en esos casos, el control mental prolongado, este vampirismo cerebral, tiene que matar la personalidad original al cabo de algún tiempo. Es como una enfermedad, un cáncer de cerebro, que crece con el tiempo; las malas células van eliminando las buenas.
Natalie se frotó la cabeza, le dolía.
—¿Es posible que algunos de los…, de los suyos… hayan sido menos controlados que otros? ¿Y menos infectados?
Saul abrió los dedos de una mano en un gesto extraño.
—¿Posible? Sí, supongo. Pero si son condicionados, desnaturalizados, lo suficiente para que ella pueda confiar en ellos como criados, me temo que sus personalidades y funciones superiores son gravemente dañadas.
—Pero el oberst te usó —dijo Natalie sin ninguna insinuación emocional—. Y yo fui atacada dos veces por Harod y por lo menos otras tantas por esta vieja bruja.
—¿Y? —dijo Saul, quitándose las gafas y frotándose la nariz.
—Bueno, ¿y nos han dañado? ¿El cáncer está creciendo dentro de nosotros en este preciso momento? ¿Somos diferentes, Saul? ¿Lo somos?
—No lo sé —contestó él. Permaneció sentado, inmóvil, hasta que Natalie apartó la mirada.
—Lo siento —dijo ella—. Pero es tan… horrible… tener a esa bruja vieja en el cerebro. Es la sensación de mayor impotencia que he experimentado en mi vida…, debe de ser peor que ser violada. Por lo menos cuando alguien viola tu cuerpo, tu cerebro sigue siendo tuyo. Y lo peor…, lo peor es… que cuando te ha pasado una o dos veces…
Natalie no pudo acabar la frase.
—Lo sé —dijo Saul, cogiéndole la mano—. Una parte de ti quiere repetir la experiencia. Es como una droga terrible con efectos secundarios dolorosos, pero igualmente adictiva. Lo sé.
—Nunca me habías hablado de eso…
—No es algo de lo que se tenga ganas de hablar.
—No.
Natalie se estremeció.
—Pero ése no es el cáncer del que hablábamos —dijo Saul—. Estoy seguro de que la adicción viene con el condicionamiento intenso que esas cosas realizan en sus pocos elegidos. Lo que nos conduce a otro dilema moral.
—¿Cuál?
—Si seguimos nuestro plan, exigirá semanas de condicionamiento de por lo menos una persona, o quizá más, inocente.
—Sería lo mismo… Sería temporal…, sería temporal para una función específica.
—Para nuestro objetivo sería temporal —dijo Saul—. Por lo que sabemos ahora, los efectos pueden ser irreversibles.
—¡Mierda! —se exasperó Natalie—. Da igual. Es nuestro plan ¿Tienes otro?
—No.
—Entonces tenemos que seguirlo —dijo Natalie con firmeza—. Lo seguiremos aunque nos cueste nuestras mentes y nuestras almas. Lo seguiremos incluso si otros inocentes tienen que sufrir. Lo seguiremos porque tenemos que hacerlo, porque se lo debemos a nuestros muertos. Nuestras familias y las personas a las que queremos pagaron el precio y ahora tenemos que seguir adelante, hacer que los asesinos sean castigados… Si paramos ahora no habría justicia. Da igual el precio que tengamos que pagar.
Saul asintió con la cabeza.
—Tienes razón, claro —dijo tristemente—. Pero es precisamente la misma necesidad que obliga al joven palestino enfurecido a poner la bomba en un autobús, al separatista vasco a disparar contra una multitud. No tienen opción. ¿Es tan diferente de los Eichmann que se limitaban a seguir órdenes aduciendo la ausencia de responsabilidad personal?
—Sí —contestó Natalie—, es diferente. Y en este momento estoy demasiado frustrada para preocuparme con tus sutilezas éticas. Sólo quiero saber qué hacer y hacerlo.
Saul se puso de pie.
—Eric Hoffer dice que, para los frustrados, la ausencia de responsabilidad es más atractiva que la libertad.
Natalie sacudió la cabeza con vehemencia. Saul podía ver los filamentos negros finos de los sensores del encefalógrafo corriendo hacia el cuello de la blusa de ella.
—Yo no busco liberarme de la responsabilidad —dijo ella—. Yo asumo la responsabilidad. En este preciso momento intento decidir si debo devolverle este niño a Melanie Fuller.
La sorpresa de Saul se reveló en su cara.
—¿Devolverlo? ¿Cómo podemos hacerlo? Él…
—Tiene el cerebro muerto —interrumpió Natalie—. Ella ya lo ha matado, como con toda seguridad hizo con sus hermanas.
—No puedes volver allí hoy —dijo Saul, mirándola como si no la conociera—. Es demasiado pronto. Ella está demasiado inestable…
—Por eso necesito ir ahora. Mientras ella está tambaleándose, insegura. Está como una regadera, pero no es estúpida, Saul. Tenemos que saber que se ha tragado nuestra farsa. Y no podemos volver a equivocarnos. Quiero dejar de ser lo que soy…, un mensajero…, un pelele, y transformarme en Nina Drayton para ese monstruo.
Saul meneó la cabeza.
—Trabajamos sobre premisas poco sólidas, basadas en una información inadecuada.
—Y es todo lo que tenemos —dijo Natalie—. Sigamos adelante con ello. Estamos comprometidos, no tiene sentido quedarnos entre dos aguas. Necesitamos hablar, tú y yo, hasta que yo encuentre algo que sólo Nina Drayton podría saber, algo que sorprenda incluso a Melanie Fuller.
—Los expedientes de Wiesenthal —dijo Saul, frotándose distraídamente la frente.
—No —dijo Natalie— algo más importante. Algo procedente de tus dos sesiones con Nina Drayton cuando te visitó en Nueva York. Ella jugaba contigo, pero tú funcionabas como terapeuta. Las personas se abren más de lo que ellas mismas suponen.
Saul levantó los dedos y miró el espacio durante un momento.
—Sí —dijo—, hay una cosa. —Sus ojos tristes se fijaron en Natalie—. Pero supone un enorme peligro para ti.
Natalie asintió con la cabeza.
—Para que podamos pasar a la fase siguiente en la que tú asumirás un riesgo que me pone enferma sólo de pensar en ello —dijo ella—. ¡Adelante!
Conversaron durante cinco horas, repasando los detalles que ya habían discutido innumerables veces antes, pero que ahora tenían que afilarse como una espada para la batalla. Terminaron a las ocho de la noche, pero Saul sugirió que esperaran todavía algunas horas.
—¿Crees que ella duerme? —preguntó Natalie.
—Quizá no, pero incluso un demonio tiene que ceder a las toxinas del cansancio, por lo menos sus peleles. Además, estamos tratando con una personalidad auténticamente paranoica y con la invasión de su espacio personal (su territorio), y hay pruebas de que estos vampiros de la mente son tan territoriales como sugiere su utilización primitiva del hipotálamo. Si es así, la invasión durante la noche será más eficaz. La Gestapo hizo de llegar en plena noche su práctica habitual.
Natalie miró el montón de notas que había tomado.
—Entonces, ¿trabajamos con paranoia? ¿Asumiendo que ella sigue la sintomatología del esquizofrénico paranoico?
—No exactamente —matizó Saul—. Tenemos que recordar que tratamos con un nivel cero de Kohlberg. En muchas zonas Melanie Fuller no ha ido más allá de una fase infantil de desarrollo. Quizá ninguno de ellos. Su aptitud parasíquica es una maldición que no les permite ir más allá del nivel de exigir y esperar una satisfacción inmediata. Es inaceptable todo lo que frustre su voluntad, lo que conduce a la inevitable paranoia y adicción a la violencia. Tony Harod puede que sea el más avanzado…, quizá su aptitud síquica se desarrolló más tarde y con más éxito…, pero su utilización de ese poder limitado sólo sirve, en el mejor de los casos, para satisfacer las fantasías masturbatorias de la adolescencia. Combinado con el ego infantil de Melanie Fuller y su avanzada paranoia, tenemos la mezcla de envidias de colegiala y de atracciones homosexuales no reconocidas inherentes a su larga competición con Nina.
—Magnífico —dijo Natalie—, en términos evolucionistas son superhombres. En desarrollo sicológico son retrasados. En términos humanos son infrahumanos.
—No infrahumanos —matizó Saul—. Simplemente inexistentes.
Permanecieron sentados en silencio durante mucho rato. No habían comido desde el desayuno, doce horas atrás. El modelo de osciloscopio en la pantalla del ordenador mostraba los picos y valles activos de los pensamientos rápidos de Natalie.
Saul se estremeció.
—He resuelto el problema del estímulo disparador poshipnótico —aclaró.
Natalie se enderezó.
—¿Cómo, Saul?
—Mi error fue intentar condicionar una respuesta al ritmo theta o al pico artificial alfa. No puedo crear el primero y el segundo es demasiado inestable. El disparador tiene que ser el estado REM estando despierto.
—¿Puedes reproducirlo estando despierto? —preguntó Natalie.
—Quizá —dijo Saul—. Pero no de una forma tan segura. En su lugar crearé un estímulo provisional, quizás una campana baja, y utilizaré el estado REM natural para dispararlo.
—Sueños —reflexionó Natalie—. ¿Habrá tiempo?
—Casi un mes —dijo Saul—. Si conseguimos hacer que Melanie condicione a la gente que queremos, yo podré obligar a mi propio cerebro a condicionarse a sí mismo.
—Pero todos esos sueños que tendrás —dijo Natalie—. Las personas muriéndose…, la desesperación de los campos de la muerte…
Saul sonrió tristemente.
—De todas formas, ya tengo esos sueños —dijo.
Pasaba de la medianoche cuando Saul la llevó en el coche al casco antiguo y aparcó a media manzana de la casa Fuller. No había ningún equipo en la furgoneta; tampoco Natalie llevaba micrófono o sensores.
La calle y la acera estaban desiertas. Natalie levantó a Justin del asiento trasero, puso tiernamente hacia atrás un mechón de cabello que le había caído sobre la frente y le dijo a Saul por la ventana abierta:
—Si no vuelvo, adelante con el plan.
Saul asintió, mirando el asiento trasero donde veinte kilos de lo que quedaba del explosivo plástico C-4 habían sido divididos en paquetes atados a un cinturón.
—Si no sales —dijo—, vendré a buscarte. Si ella te daña, los mataré a todos y ejecutaré el plan lo mejor que pueda.
Natalie vaciló y después dijo:
—Estupendo.
Se giró y llevó a Justin hacia la casa, que estaba iluminada sólo por un resplandor verde que salía del segundo piso.
Natalie colocó al inconsciente niño sobre el viejo sofá. La casa olía a moho y polvo. La «familia» de Melanie Fuller se reunió alrededor del niño como cadáveres ambulantes: el retrasado enorme al que la vieja llamaba Culley; otro hombre más bajo, más moreno, que Natalie pensaba que era el padre de Justin, aunque ni siquiera miró al niño; las dos mujeres con batas sucias de enfermera, una de las cuales tenía un maquillaje espeso tan mal aplicado que parecía un payaso ciego; otra mujer con una blusa a rayas rasgadas y una falda estampada mal emparejada. La única luz era el brillo de una única vela vacilante que Marvin había traído. El antiguo jefe de pandilla llevaba un cuchillo largo en la mano derecha.
Natalie Preston no se preocupó. Su cuerpo estaba tan lleno de adrenalina, su corazón latía con tal ímpetu, su cuerpo estaba tan lleno de las personas que había metido dentro de sí durante las últimas semanas y meses, que sólo quería algo para empezar. Cualquier cosa mejor que esperar, temer, huir…
—Melanie —dijo con su mejor voz cansina del Sur—, aquí tienes a tu niño. No vuelvas a hacerlo.
La masa de carne blanca llamada Culley avanzó sin prisa y miró a Justin.
—¿Está muerto?
—¿Está muerto? —lo imitó Natalie—. No, querida, no está muerto. Pero podría estarlo, y tú también. ¿En qué demonios pensabas?
Culley murmuró algo sobre sus dudas acerca de si la chica de color era realmente de Nina.
Natalie rió.
—¿Te molesta que «use» a esta negra? ¿O tienes envidia, querida? Tú nunca te preocupaste con Barrett Kramer, que yo recuerde. ¿Cuántas de mis asistentas te han agradado durante estos años, querida?
La enfermera con el maquillaje de payaso habló:
—¡Prueba que eres tú!
Natalie revoloteó hacia ella.
—¡Demonios, Melanie! —gritó. La enfermera dio un paso adelante—. Elige la boca por la que hablarás y quédate en ésa. Estoy cansada de esto. Has perdido totalmente el sentido de la hospitalidad. Si intentas coger otra vez a mi mensajero, mataré a quien envíes y después vendré a ajustarte las cuentas. Mi poder ha aumentado enormemente desde que me disparaste, querida. Tú nunca fuiste mi igual en la «aptitud» y ahora no tienes la mínima posibilidad de competir conmigo. ¿Comprendes?
Natalie se lo gritó a la enfermera con maquillaje de payaso. La enfermera dio un paso hacia atrás.
Natalie se giró, miró todas aquellas caras pálidas y se sentó en la silla más cercana a la mesa.
—Melanie, Melanie, ¿por qué tienen las cosas que ser así? Querida, yo te perdoné por haberme matado. ¿Tienes alguna idea de lo doloroso que es morir? ¿Tienes idea de lo difícil que es concentrarte con ese trozo de plomo de tu estúpida pistola en el cerebro? Si yo puedo perdonarte por eso, ¿cómo puedes tú ser tan estúpida y poner en peligro a Willi y a ti misma…, a todos nosotros…, a causa de viejos rencores? Lo pasado, pasado está, querida, o juro por Dios que quemaré esta ratonera y continuaré sin ti.
Había cinco peleles de Melanie en la sala, sin contar a Justin. Natalie sospechaba que había más arriba, con la vieja, quizás aún más en la casa de los Hodges. Cuando Natalie dejó de gritar, los cinco retrocedieron perceptiblemente. Marvin tropezó con un armario alto de madera y cristal. Platos y figurillas delicadas, remilgadas, vibraron en las repisas.
Natalie avanzó tres pasos y miró la cara de la enfermera-payaso.
—Melanie —exclamó—, mírame. —Era una orden directa—. ¿Me reconoces?
La boca pintarrajeada de la enfermera se movió.
—Yo… no soy…, es tan difícil…
Natalie asintió con la cabeza lentamente.
—¿Después de todos estos años aún te cuesta reconocerme? ¿Estás tan metida en ti misma, Melanie, que no comprendes que nadie podría saber de ti…, de nosotras…, y si supieran, te eliminarían simplemente como un peligro para ellos?
—Willi… —consiguió decir la enfermera-payaso.
—Ah, Willi —dijo Natalie—. Nuestro querido amigo Wilhelm. ¿Te parece que Willi es lo suficientemente listo para esto, Melanie? ¿O sutil? ¿O que Willi habría resuelto las cosas contigo como lo hizo con ese artista del hotel Imperial de Viena?
La enfermera sacudió la cabeza. Sus ojos goteaban rimel. La sombra de los ojos estaba puesta tan pesadamente sobre los párpados que le daba la apariencia de una calavera a la luz de la vela.
Natalie se acercó más, murmurando cerca de la cara pintada de la mujer.
—Melanie, si yo asesiné a mi propio padre, ¿te parece que vacilaría en matarte si te entrometieras otra vez en mi camino?
El tiempo pareció detenerse en aquella casa a oscuras. Era como si Natalie estuviese en una sala con maniquíes estropeados, descuidadamente vestidos. La enfermera-payaso parpadeó, con las pestañas postizas torcidas y los párpados moviéndose lentamente.
—Nina, tú nunca me dijiste que…
Natalie retrocedió, sorprendida al sentir auténticas lágrimas mojando sus mejillas.
—Nunca se lo dije a nadie, querida —murmuró, sabiendo que su vida estaba perdida si Nina Drayton le hubiese contado a su amiga Melanie lo que le había confiado al doctor Saul Laski—. Estaba furiosa. Él esperaba el tranvía y yo lo empujé… —Levantó la mirada rápidamente, deteniendo sus ojos en la mirada ciega de la enfermera—. Melanie, quiero verte.
La cara pintada se movió hacia adelante y hacia atrás.
—Es imposible, Nina, no me encuentro bien…
—No es imposible —respondió Natalie—. Si vamos a hacer este esfuerzo juntas…, para restablecer la confianza… tengo que saber que estás aquí, viva.
Todos los que estaban en la sala, excepto Natalie y el niño inconsciente, meneaban la cabeza al unísono.
—No…, no es posible…, no me encuentro bien… —dijeron cinco bocas.
—Adiós, Melanie —dijo Natalie, y se giró para salir.
La enfermera se precipitó tras ella para cogerle el brazo antes de que llegase al patio.
—Nina, querida, por favor, no te vayas. Estoy tan sola. No tengo a nadie para jugar.
Natalie se detuvo, sintiendo un hormigueo en la carne.
—Muy bien —dijo la enfermera con cara de calavera—, por aquí. Pero antes…, nada de armas…, nada…
Culley se acercó y cacheó a Natalie. Sus enormes manos le apretaron los pechos, se deslizaron entre sus piernas, palparon por todas partes, buscando.
Natalie no lo miró. Apretó los dientes sobre la lengua cuando un grito histérico intentó liberarse.
—Ven —dijo la enfermera y, con Culley llevando la vela, formaron un desfile desde la sala de estar al vestíbulo, desde el vestíbulo hasta la ancha escalera, desde la escalera hasta el rellano donde las sombras saltaban en una pared de casi cuatro metros de altura, donde el corredor era negro como un túnel. La puerta de la habitación de Melanie Fuller estaba cerrada.
Natalie recordó que había entrado en esa habitación seis meses atrás con la pistola de su padre en el bolsillo del abrigo, tras escuchar los ligeros movimientos en el armario donde descubrió a Saul Laski. Entonces no había monstruos allí.
El doctor Hartman abrió la puerta. La brusca corriente apagó la vela, dejando sólo el brillo verde de los monitores médicos a ambos lados de la cama con baldaquino. Cortinas finas de encaje colgaban del baldaquino como estopilla podrida, como una telaraña espesa.
Natalie dio tres pasos hacia delante y fue detenida ya dentro de la habitación por un movimiento rápido de la mano mugrienta del médico.
Estaba suficientemente cerca.
Aquella cosa que estaba en la cama había sido antes una mujer. El pelo se le había caído en gran parte, pero lo que quedaba había sido cuidadosamente peinado y reposaba sobre la enorme almohada como una corona de enfermizas llamas azules. Su cara era vieja, marchita, manchada por llagas y grabada con líneas crueles; el lado derecho colgaba como una máscara de cera que se hubiese acercado demasiado a las llamas. Su boca desdentada se abría y cerraba como las fauces de una tortuga con siglos de existencia. El ojo derecho de aquella cosa se movía sin parar y sin propósito claro, fijándose ahora en el techo y deslizándose un segundo después hacia arriba, mostrando sólo el blanco, como un huevo empotrado en un cráneo, cubierto por un colgajo suelto de pergamino marrón.
Detrás del encaje gris, su cara se volvió hacia Natalie, su boca de tortuga hizo ruidos acuosos, chasqueantes.
La enfermera-payaso, detrás de Natalie, murmuró:
—Estoy volviéndome más joven, ¿verdad, Nina?
—Sí —contestó Natalie.
—Pronto estaré tan rejuvenecida como cuando íbamos al Simpls antes de la guerra. ¿Te acuerdas, Nina?
—El Simpls —dijo Natalie—. Sí. Viena.
El médico los hizo retroceder a todos y cerró la puerta. Los cinco permanecieron en el rellano. De repente, Culley extendió su enorme puño y cogió suavemente la pequeña mano de Natalie.
—Nina, querida —dijo él, en un falsete afeminado, casi coqueto—. Haré todo lo que me pidas. Dime qué tengo que hacer.
Natalie se estremeció, miró su mano en la de Culley. Se la apretó, dándole una palmadita con la mano libre.
—Mañana, Melanie, te recogeré para dar otro paseo. Justin debe de estar despierto por la mañana si quieres servirte de él.
—¿Adónde vamos, Nina, querida?
—A empezar a prepararnos —dijo Natalie.
Apretó una última vez la mano callosa del gigante y se forzó a caminar en vez de correr por la escalera infinitamente larga. Marvin estaba junto a la puerta, sus ojos sin vida, con un largo cuchillo en la mano, y no dio muestras de reconocerla. Cuando Natalie llegó al vestíbulo, le abrió la puerta. Ella se detuvo, utilizó lo que le quedaba de fuerza de voluntad para mirar la escalera, el absurdo cuadro reunido en la oscuridad, sonreír y decir:
—Adiós y hasta mañana, Melanie. No me decepciones de nuevo.
—No —dijeron los cinco al unísono—. Buenas noches, Nina.
Natalie se volvió y se fue, dejando que Marvin le abriera el portal, sin girarse ni mirar hacia atrás ni siquiera cuando pasó cerca de Saul en la furgoneta aparcada, respirando cada vez más profundamente, evitando romper en sollozos por pura fuerza de voluntad.