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Isla Dolmann, sábado 9 de mayo de 1981

Natalie y Saul dejaron Charleston en avión poco después de las 7.30 de la mañana. Era la primera vez en cuatro días que Natalie no llevaba el encefalógrafo y se sentía extrañamente desnuda —y libre—, como si hubiera sido realmente liberada de una cuarentena.

El pequeño Cessna 180 despegó del aeropuerto, cruzó el puerto de Charleston, giró hacia el sol matinal y después viró a la derecha de nuevo cuando atravesaban las aguas verdes y azules donde la bahía se convertía en océano. La isla Folly apareció por debajo del ala derecha. Natalie podía ver la Vía Navegable Intercostera que se dirigía hacia el sur a través de una confusa red de calas, bahías, estuarios y pantanos costeros.

—¿Cuánto cree que tardaremos? —le preguntó Saul al piloto. Saul estaba en el asiento delantero derecho; Natalie, atrás. Tenía una bolsa grande envuelta en plástico a sus pies.

Daryl Meeks miró a Saul y después, por encima de su hombro, a Natalie.

—Cerca de una hora y media —dijo—. Un poco más si el viento sopla en dirección sudeste.

El piloto tenía el mismo aire de hacía siete meses, cuando Natalie lo había conocido en el porche de Rob Gentry; llevaba gafas de sol baratas de plástico, zapatos de goma, pantalones vaqueros cortados y una camiseta con letras desteñidas que decían «WABASH COLLEGE». Natalie seguía pensando que Meeks parecía una versión más joven y melenuda de Morris Udall.

Natalie había recordado el nombre de Meeks, el viejo amigo de Rob Gentry, y, en su condición de piloto, había bastado con consultar las páginas amarillas para dar con la dirección de su despacho en un pequeño aeropuerto al norte de Mt. Pleasant, al otro lado del río de Charleston. Meeks la recordaba y después de algunos minutos de conversación, centrada sobre todo en anécdotas de Rob, había aceptado llevarlos a sobrevolar la isla Dolmann. Aparentemente, Meeks había aceptado su explicación: estaban escribiendo un artículo sobre el elusivo multimillonario C. Arnold Barent. Por otra parte, Natalie estaba segura de que estaba cobrándoles por debajo de su tarifa normal.

El día era cálido y nuboso. Natalie podía ver donde las aguas costeras más claras se mezclaban con las profundidades púrpuras del auténtico Atlántico a lo largo de más de un centenar de kilómetros de costa dentada, el verde y marrón de Carolina del Sur retrocediendo hacia el horizonte con neblina de calor al sudoeste. Hablaron muy poco mientras volaban, Saul y Natalie perdidos en sus pensamientos, Meeks ocupado con las llamadas ocasionales a los controladores y evidentemente contento por el simple hecho de estar volando en un día tan bello. Señaló dos manchas lejanas al oeste mientras su rumbo los adentraba más en el mar.

—La isla grande es Hilton Head —dijo—. Lugar favorito de las clases altas. Nunca he estado allí. El otro bulto es la isla Parris un campamento de marines. Me regalaron unas vacaciones pagadas allí gracias a una redada de la policía. Entonces sabían transformar chicos en hombres y robots en menos de diez semanas. Todavía lo hacen, por lo que oigo.

Al sur de Savannah hicieron ángulo de nuevo hacia la costa, vislumbrando largas extensiones de arena y verdor que Meeks identificó como las islas de St. Catherines, Blackbeard y después Sapelo. Viró a la izquierda, se mantuvo en un rumbo de ciento doce grados y señaló otra mancha dieciocho kilómetros mar adentro.

—Aquello es la isla Dolmann —dijo Meeks con un gruñido que imitaba a un pirata.

Natalie preparó la cámara, una nueva Nikon con lentes de 300 mm, y la apoyó contra la ventanilla, utilizando un monopie para estabilizarla. Utilizaba película muy rápida. Saul colocó su bloc de dibujo y su sujetapapeles en el regazo y hojeó mapas y diagramas que había sacado de la carpeta de Jack Cohen.

—Nos acercaremos por el norte —gritó Meeks—. Bajaremos por el lado del mar, como os dije, después daremos la vuelta para mirar el viejo Presbiterio.

Saul asintió con la cabeza.

—¿Cuánto podremos acercarnos?

Meeks sonrió.

—Son realmente difíciles allá. Técnicamente la parte norte de la isla es una gran reserva de fauna, está prohibido sobrevolarla. El hecho es que esa gran Fundación Patrimonio de Occidente es propietaria de toda la isla y la protege como si fuera una base rusa de misiles. La sobrevuelas y cuando aterrizas en cualquier lugar cerca de la costa te retienen, te piden el permiso sin demasiadas contemplaciones y verifican tu matrícula.

—¿Ha hecho lo que hablamos? —preguntó Saul.

—Sí —dijo Meeks—. No sé si se ha dado cuenta, pero muchos de los números están hechos de cinta roja. La cinta se despega y ya tenemos una matrícula diferente. Muy bien, mire allí. —Señaló un barco gris de mástil alto que se movía lentamente hacia el norte un kilómetro y medio al este de la isla—. Es uno de los barcos de vigilancia. Radar. Tienen lanchas rápidas de patrulla corriendo de un lado a otro y si a cualquier pobre loco se le ocurre ir a Dolmann de picnic o a ver los pájaros, se encuentra con una gran recepción.

—¿Y en junio, cuando hacen el campamento? —preguntó Saul.

Meeks rió.

—La guardia costera y la armada también participan —dijo—. Nada se acerca de Dolmann por mar si no tiene una invitación. Dicen que la CIA tiene helicópteros armados a reacción en una pista de aterrizaje que ya le mostraré en la costa sudoeste. Me dijeron unos amigos que hacen aterrizar a cualquier avión ligero que intenta llegar a cuatro kilómetros de la isla. Muy bien, ahí está la playa norte. Es la única extensión de arena además de la playa de natación alrededor del Presbiterio y del campamento de verano. —Meeks se volvió para mirar a Natalie—. Espero que esté preparada. Es una excursión que se hace una sola vez en la vida.

—¡Preparada! —gritó Natalie. Empezó a sacar fotos cuando volaban a cincuenta metros, a menos de un kilómetro de la costa. Estaba agradecida por el cargador automático y la película especial, aunque normalmente no los utilizaba.

Tanto ella como Saul habían estudiado los mapas de la isla enviados por Cohen, pero la realidad era más interesante, aunque pasara rápidamente como una mancha de palmeras, bancos de arena y detalles sólo entrevistos.

La isla Dolmann era la típica isla costera; una L mal dibujada que se extendía casi perfectamente de norte a sur, tenía diez kilómetros de largo y cuatro de ancho en la base, estrechándose hasta medio kilómetro justo donde se curvaba hacia el norte desde la base de la L.

Más allá de la larga playa en la punta norte de la isla, su costa este mostraba vislumbres de marismas, pantanos y bosques salvajes subtropicales que llenaban su tercera parte norte. Un centelleo de frenéticas alas blancas levantándose de las palmeras y cipreses confirmaron que las garcetas eran abundantes en aquel aparente refugio silvestre. Natalie tomaba foto tras foto tan rápidamente como el cargador automático lo permitía, cogiendo un vislumbre de ruinas de piedra quemada en la maleza justo al sur de una punta rocosa.

—Es lo que queda del viejo hospital de esclavos —gritó Saul, haciendo una marca en su mapa—. El bosque se tragó la plantación Dubose. En algún sitio hay un cementerio de esclavos… ¡Mira, allí está la zona de seguridad!

Natalie levantó los ojos del visor. La tierra se había levantado cuando se acercaban a la base de la L, el bosque era aún tan espeso que parecía impenetrable pero entregado ahora tanto a robles, cipreses y pinos como a palmitos y vegetación tropical. Más delante hubo un vislumbre de edificios bajos, medio enterrados, de hormigón, parecidos a los fortines a lo largo de la costa de Normandía, una carretera de asfalto negra y brillante entre palmeras y después una zona de cien metros de ancho entre cercas altas, una tala totalmente vacía de cualquier tipo de vegetación que atravesaba la isla. Daba la impresión de que el suelo estaba pavimentado con conchas de bordes afilados. Natalie giró las largas lentes y tomó fotos.

Meeks se quitó los auriculares.

—Dios, deberíais oír las cosas que el tío del barco de vigilancia con radar nos grita. Lástima que mi radio esté averiada.

Hizo una mueca a Saul.

Se acercaban al segmento este-oeste de la isla y Meeks se inclinó mucho para evitar volar directamente por encima.

—¡Más alto! —gritó Saul.

Cuando ganaban altitud, Natalie tuvo una vista mejor. Cambió de cámara, cogió la Ricoh con el teleobjetivo acoplado y la disparó manualmente, haciendo avanzar la película tan deprisa como podía, pegándose a la ventana izquierda para hacer algunas fotos de la larga costa que se extendía hasta el camino de donde venían.

El lado norte de la base de la L parecía una isla diferente: bosques de robles y pinos al sur de la zona de seguridad, el suelo se levantaba ligeramente hasta unas colinas arboladas sesenta metros por encima del nivel de la mar en el lejano lado sur, y señales de una construcción esmerada. La carretera de asfalto seguía a lo largo de la costa, desde la playa, una cinta perfectamente lisa de asfalto resguardada por palmeras y viejos robles. Entrevieron tejados verdes entre los árboles y un círculo de bancos en un claro cubierto de hierba cerca del centro de la isla se hizo visible cuando se estabilizaron a ciento cincuenta metros.

—Los dormitorios del campamento de verano y el anfiteatro —gritó Saul.

—¡Espérate! —dijo Meeks, y se inclinaron de nuevo mucho a la izquierda, sobre lo que parecía una guadaña púrpura de arrecifes, a fin de evitar volar directamente sobre el puerto artificial y el malecón de hormigón en la parte sudeste de la isla—. No creo que nos disparen —sonrió Meeks—, pero ¡qué demonios!

Más allá del puerto se inclinaron en pendiente hacia la derecha, siguiendo la costa alta, rocosa, al este. Meeks señaló un tejado más al sur, a penas visible por encima de una bóveda de viejos robles y magnolios en el punto más alto de la isla.

—Es la casa del pastor protestante —dijo—. Formaba parte de la plantación Vanderhoof. El viejo ministro se casó por dinero. Construido alrededor de 1770 con tablas de ciprés. Hay veintiuna buhardillas por encima del tercer piso…, se supone que hay más de ciento veinte habitaciones. Ha sobrevivido a huracanes, un terremoto y la guerra civil. Hay un helipuerto de este lado de los árboles…, allí, en el claro.

El Cessna se inclinó de nuevo hacia la derecha y perdió suficiente altitud para rugir paralelo a las cimas de las colinas blancas que bajaban sesenta metros hacia un mar encrespado. Natalie tomó cinco fotos con el teleobjetivo y dos con el gran angular. La casa del pastor era visible al fondo de un largo corredor de robles; un enorme edificio deteriorado con trescientos metros de césped cuidado hacia la pendiente vertical de las colinas.

Saul comprobó su mapa y miró los tejados de la casa del pastor que desaparecían detrás de los altos robles.

—Se supone que hay una carretera… o avenida hasta la casa viniendo desde el norte…

—La avenida de los Robles —dijo Meeks—. Más de un kilómetro y medio, directamente desde la base de la colina al otro lado de la casa, donde están los jardines. Pero no es una carretera; es un camino con césped, de treinta metros de ancho, entre robles de más de veinte metros de alto y con doscientos años de edad. Tienen luces suaves como faroles japoneses en los árboles…, los he visto de noche desde quince kilómetros de distancia… Cuando llegan, llevan a los VIP por la avenida de los Robles hasta la casa. ¡Ahí está la pista de aterrizaje!

Habían volado tres kilómetros hacia el oeste a lo largo de la base de la L y las colinas habían bajado hacia una costa baja, rocosa, y después hacia una playa blanca y ancha, cuando se avistó la pista de aterrizaje: una larga cinta oscura orientada hacia el nordeste, que se metía en el bosque.

—Llegan en avión, pero hacen el paseo de la avenida de los Robles —dijo Meeks—. Puede recibir aviones privados hasta el nivel de avión ejecutivo a reacción. Probablemente también un 727 en caso de necesidad. ¡Espérate!

Se lanzaron en pendiente hacia la derecha cuando dieron la vuelta al lado sudoeste de la isla y la playa desapareció detrás de ellos. Más adelante, la línea derecha de la L era destruida por una cala con la zona de seguridad cercana que se extendía hacia dentro por el istmo. Los cien metros de tierra de nadie parecían aterradores entre el verde tropical: el muro de Berlín en pleno paraíso. Al norte de la zona de seguridad, a lo largo del lado occidental de la isla, no había señal de objetos artificiales, ni siquiera ruinas, y la profusión de pequeñas palmeras, pinos marítimos y magnolios se extendían hasta el borde del agua.

—¿Cómo explican la zona de seguridad? —preguntó Saul.

Meeks se encogió de hombros.

—Se supone que separa el refugio natural de la finca privada —explicó—. La verdad es que todo es privado. Durante su campamento de verano…, es un nombre estúpido, ¿verdad?…, traen aquí toneladas de primeros ministros y ex presidentes. Tienen esos tíos importantes al sur de la línea para hacer más segura su tarea de seguridad. No es que toda la isla no sea segura. Mirad, el barco de vigilancia de la costa occidental. —Meneó la cabeza hacia la izquierda—. Dentro de tres semanas habrá una docena más como ése. Un enjambre de lanchas de la guardia costera. Incluso si consiguieras llegar a la isla, no irías lejos. Hay fuerzas del Servicio Secreto y seguridad privada por todas partes. Si estás escribiendo un artículo sobre C. Arnold Barent, ya debes saber que a este hombre le gusta la intimidad.

Se acercaban a la punta norte de la isla. Saul la señaló y dijo:

—Me gustaría aterrizar allí.

Meeks dirigió sus gafas de sol hacia él.

—Oye, amigo —dijo—, podemos escapar presentando un falso plan de vuelo. Puede incluso que no nos cojan entrando en el espacio aéreo de Barent. Pero si pongo una rueda en esa pista de aterrizaje, no volveré a ver mi avión.

—No hablo de la pista de aterrizaje —dijo Saul—. La playa en la punta norte es recta y dura y parece suficiente para aterrizar.

—Estás loco —refunfuñó Meeks. Frunció el ceño y ajustó algo en los controles. El océano era visible más allá de la punta norte de la isla.

Saul sacó cuatro billetes de quinientos dólares del bolsillo de la camisa y los puso en el salpicadero.

Meeks sacudió la cabeza.

—Eso no llega para comprar un nuevo avión o pagar gastos de hospital si tocamos una roca o arena blanda.

Natalie se inclinó adelante y tocó el hombro del piloto.

—Por favor, señor Meeks —dijo ella por encima del ruido del motor—, es muy importante para nosotros.

Meeks se volvió para poder mirar a Natalie.

—Esto no es simplemente un artículo para una revista, ¿verdad?

Natalie miró a Saul y después de nuevo a Meeks y meneó la cabeza.

—No, no lo es.

—¿Tiene que ver con la muerte de Rob? —preguntó Meeks.

—Sí —dijo Natalie.

—Lo suponía —asintió Meeks—. Nunca me quedé satisfecho con ninguna de las malditas explicaciones sobre qué hacia Rob en Baltimore y qué demonios tenía el FBI que ver con eso. ¿Este multimillonario Barent está de alguna manera implicado?

—Creemos que sí —dijo Natalie—. Tenemos que obtener más información.

Meeks señaló la playa que tenían debajo.

—¿Y aterrizar allí algunos minutos ayudará a descubrir algo?

—Quizá —dijo Saul.

—De acuerdo, mierda —murmuró Meeks—. Supongo que sois terroristas o algo por el estilo, pero los terroristas nunca me han perjudicado y los hijoputas como Barent hace años que me están jodiendo. ¡Allá vamos! —El Cessna se inclinó hacia la derecha hasta que dio otra vez la vuelta para pasar sobre la playa del norte a sesenta metros de altitud. La cinta de arena sólo tenía diez metros en su parte más ancha y estaba rodeada de espesa vegetación. Varios riachuelos y calas abrían desniveles profundos en la extremidad noroeste de la playa—. No puede tener más de ciento veinte metros —gritó Meeks—. Tengo que bajar exactamente al borde del agua y rezar para que no encontremos un agujero o una roca o algo de este tipo. —Comprobó los instrumentos y miró abajo, a las blancas líneas de espuma y las copas oscilantes de los árboles—. El viento viene del oeste —dijo—. ¡Allá vamos!

El Cessna se inclinó mucho, una vez más, hacia la derecha y dio la vuelta sobre el mar, perdiendo altitud. Saul se apretó el cinturón y se inclinó sobre el salpicadero. En el asiento trasero Natalie protegió la cámara, aseguró la automática Colt bajo su blusa suelta, comprobó su cinturón y cobró ánimo.

Meeks desaceleró para que el Cessna bajara lentamente y el avión pareció flotar sobre las olas al este de la isla durante un largo minuto. Saul vio que su trayectoria los llevaría a la espuma y no a la arena, pero en los últimos segundos Meeks dio un impulso de aceleración al Cessna se deslizó de lado sobre un grupo de rocas que aumentaban alarmantemente de tamaño a medida que caían hacia ellas y asentó la avioneta firmemente en la arena mojada tres metros más adelante.

El morro bajó rápidamente, agua de mar salpicó el parabrisas, Saul sintió que la rueda izquierda se inclinaba sobre un lado; después Meeks estuvo muy ocupado al parecer accionando acelerador, palanca del timón, frenos y alerones, todo al mismo tiempo. La cola bajó y el avión redujo la velocidad, pero no suficientemente deprisa y las calas que parecían tan alejadas, en la extremidad noroeste de la playa, avanzaban hacia ellos a través del disco borroso de la hélice. Cinco segundos antes de que tocaran el barranco, Meeks bajó la rueda derecha lo suficiente para salpicar la ventanilla de Saul, hizo eructar el acelerador y los frenos para hacer subir la cola mientras se deslizaban en un círculo amplio que levantó la rueda izquierda del suelo y la rueda derecha pasó a pocos centímetros de la cala y de las dunas antes de que la avioneta se detuviera, con la hélice parada y el parabrisas mirando al este, se veían sobre la playa tres líneas paralelas nada rectas que marcaban el recorrido que había hecho la avioneta.

—Tres minutos —dijo Meeks tirando ya de la válvula—. Estaré en la punta este de la playa y si el viento baja o veo que el barco aparece en Slave Point, adiós. La señora se queda en el avión para ayudarme a girar la cola para la vuelta.

Saul asintió con la cabeza, se desabrochó el cinturón y salió, con su pelo largo agitado por el viento y el chorro de la hélice. Natalie saco su bolsa larga, pesada, envuelta en plástico, con asas de cuero.

—¡Eh! —gritó Meeks—. No habíais dicho nada de…

—¡Ve! —gritó Saul, y corrió hacia el borde del bosque, donde la cala desaparecía bajo espesas palmas y flores tropicales.

Era un pantano. Saul estaba metido en agua hasta las rodillas, a diez metros de la playa. El borde de magnolios y palmitos se transformaba en viejos cipreses y robles nudosos cubiertos de musgo. Un pigargo explotó desde un enorme nido a menos de dos metros de la cabeza de Saul y algo se alejó nadando tres metros a su derecha, dejando una ancha estela tras de sí y haciendo que Saul recordara lo que Gentry había dicho de coger serpientes en la oscuridad.

Los tres minutos de Saul casi se habían terminado cuando cogió la brújula y decidió que estaba ya bastante lejos. Llevaba la pesada bolsa en el hombro derecho y ahora miraba a su alrededor. Vio un viejo ciprés marcado por el fuego o por un rayo, cuyas dos ramas bajas se extendían sobre el agua salobre como los brazos carbonizados de un hombre. Vadeó hacia él y el agua ya le cubría hasta el pecho cuando llegó cerca del enorme tronco. El rayo había abierto en él una grieta dentada, exponiendo el podrido interior.

El lodo y las corrientes tiraban de la pernera izquierda de Saul bajo el agua mientras metía el largo saco en la grieta, para ponerlo fuera de la vista, apretándolo con fuerza y con una tranca hecha de pequeños trozos arrancados al tronco gris. Retrocedió diez pasos, satisfecho de que la pesada bolsa fuera invisible, y empezó a memorizar la forma y situación del viejo árbol en relación con la cala, con otros árboles y con la mancha de cielo visible entre el musgo y los troncos retorcidos. Entonces se giró e intentó correr hacia la playa.

El lodo lo detenía, parecía intentar derribarlo, y amenazaba con quitarle las botas o inmovilizarle los tobillos. Una capa de verdín salobre le cubría la camisa y el agua estancada olía a mar y a putrefacción. Frondas y helechos le golpeaban la cabeza mientras un enjambre de insectos revoloteaban en una nube espesa alrededor de su cara y hombros, cubiertos de sudor. La vegetación parecía mucho más espesa al salir; la lucha, infinita. Logró superar la última barrera de ramas y se tambaleó por la cala arenosa, honda, luchando en el fondo del barranco y comprendiendo que, aun con la ayuda de la brújula, había salido treinta metros más al oeste respecto al punto por el que había entrado.

El Cessna había desaparecido.

Saul se detuvo en un segundo de incredulidad y después corrió quince metros hacia delante y vio el destello del sol sobre metal y vidrio a una distancia aparentemente imposible después de una curva de dunas bajas. Podía oír el motor mientras corría hacia allá sobre la arena mojada, observando con desinterés que la marea parecía estar subiendo; cubría ya la rueda del lado del mar y hacía disminuir rápidamente la extensión de playa utilizable como punto de despegue. Cuando había recorrido dos terceras partes del camino jadeaba con tal intensidad que no oyó el zumbido de una lancha antes de verla, la espuma blanca centelleando, rodeando la punta noroeste de la isla. Podían verse por lo menos cinco figuras oscuras con fusiles. Saul corrió más deprisa, sus botas chapoteaban en el agua mientras corría hacia el Cessna. Si el avión empezara a despegar ahora, Saul tendría que escoger entre lanzarse al agua o ser cortado por la mitad por la hélice.

Estaba a diez metros del avión cuando tres pequeños montones de arena saltaron bajo el ala izquierda; una cosa muy extraña, como si alguna criatura enterrada o una pulga de mar gigante se dirigiera a él. Oyó el agudo crac-crac-crac de tiros un segundo después. La lancha estaba a doscientos metros, a buena distancia para disparar. Saul asumió que sólo el balanceo del mar y la velocidad de la lancha habían perjudicado al tirador.

La portezuela izquierda se abrió cuando Saul corrió los últimos seis metros, saltó del montante al asiento del pasajero sobre el que cayó, empapado en sudor. El avión dio un salto adelante cuando él aún no estaba del todo dentro y aceleró por la estrecha línea de playa mientras Natalie luchaba por cerrar la puerta. Se escuchó el ruido seco de una bala contra el metal detrás de ellos y Meeks blasfemó, hizo algo con un control por encima de su cabeza, tiró totalmente la válvula hacia atrás y luchó con la palanca de mando, que vibraba.

Saul se sentó y miró por el parabrisas precisamente cuando el Cessna llegó al final de la playa, aún en el suelo, y rugió, saliendo por encima de la cala de agua salada y estrechos riachuelos. Rocas afiladas y follaje bajo les esperaban en el lado oeste.

El metro de aire por debajo fue decisivo. La rueda derecha salpicó una vez y ya estaban en el aire, pasando por encima de las rocas a menos de treinta centímetros e inclinándose hacia la derecha sobre las olas mientras subían a seis metros, después a nueve. Saul miró hacia la derecha y vio la lancha rápida que llegaba a la playa, rebotando con ímpetu. Las bocas de las armas centelleaban ante sus ojos.

Meeks pisó con fuerza los pedales y tiró de la palanca hacia él y después hacia adelante para lanzar al Cessna a un extraño arco deslizante hacia la izquierda que los dejó a un metro y medio por encima de las olas y ganando velocidad para poner la pared de la punta occidental y su pantalla de árboles entre ellos y la patrullera.

Con el cinturón aún desabrochado, Saul se golpeó la cabeza contra el techo, rebotó desde la puerta abierta y se agarró al asiento y la consola para no caer contra el piloto y la palanca de mandos.

Meeks lo miró agriamente. Saul se abrochó el cinturón y miró alrededor. Pasaban árboles a la izquierda. Aproximadamente un kilómetro delante de ellos, tres lanchas rápidas corrían en su dirección, con las proas completamente fuera del agua.

Meeks suspiró y se inclinó hacia la derecha tan en pendiente que Saul pudo distinguir la forma oscura de una raya en el mar justo debajo de la avioneta. Podía haber medido con el brazo la distancia entre el borde del ala y la ola.

Recuperaron la horizontalidad y se dirigieron hacia el oeste, dejando la isla y las lanchas atrás, pero volaban aún lo bastante bajo para que su sentido de la velocidad fuera tangible cuando aceleraron hasta doscientos veinte kilómetros por hora. Saul deseó que el Cessna tuviera tren de aterrizaje replegable y se sintió resistiendo al impulso de levantar los pies del suelo. Meeks cogió la palanca con las rodillas mientras sacaba un pañuelo rojo del bolsillo y se sonó la nariz.

—Vamos a tener que volar hasta el campo de aterrizaje privado de mi amigo Terence en Monck’s Corner y llamar a Albert para que llene ese plan de vuelo alternativo —dijo Meeks—, por si esos tipos deciden comprobar los aeropuertos costeros hasta tan al norte. Vaya lío.

Meneó la cabeza, pero destruyó el efecto con una sonrisa.

—Sé que hablamos de trescientos dólares —dijo Saul—, pero ya no me parece que ése sea el precio de esta excursión.

—No —aseguró Meeks.

—No —dijo Saul. Miró a Natalie y ella hurgó en la bolsa de la cámara buscando los cuatro mil dólares en billetes de cincuenta y veinte. Saul los colocó al borde del asiento del piloto.

Meeks los colocó sobre el regazo y los tocó con el pulgar.

—Mira —dijo—, si esto os ha ayudado a obtener cualquier información sobre quién mató a Rob Gentry, para mí está bien sin esta prima.

Natalie se inclinó hacia delante.

—Ha ayudado —dijo ella—. Pero guárdate la prima.

—¿Me vais a decir qué tuvo que ver ese hijoputa de Barent con la muerte de Rob?

—Cuando sepamos más —dijo Natalie—. Y podemos necesitar tu ayuda otra vez.

Meeks se frotó la camiseta y sonrió.

—Claro, señorita. No deje que la revolución empiece sin mí, ¿de acuerdo?

Meeks encendió un transmisor colgado por una correa de un botón del salpicadero. Se dirigieron hacia tierra firme al ritmo de bandas de metal y canciones españolas.