Melanie
A la luz del día era más difícil creer que Nina había entrado en contacto conmigo. Mi primera reacción fue de ansiedad y tuve una sensación de vulnerabilidad por haber sido descubierta. Pero esto pronto desapareció y fue sustituido por una sensación de resolución y renovada energía. No importa a quién representara la chica; me había estimulado a pensar una vez más en mi futuro.
Ese miércoles, creo que era el 6 de mayo, la negra no volvió y por eso tomé la iniciativa. El doctor Hartman fue de hospital en hospital, aparentemente estudiando la posibilidad de una nueva colocación, pero en realidad comprobando si había algún paciente de estancia prolongada que pudiera corresponder a la descripción médica de Nina. Recordando mi propia estancia en el hospital de Filadelfia, el doctor Hartman no interrogó al personal médico o de la administración sino que, con el pretexto de inspeccionar los medios del hospital, conseguía tener acceso a los ordenadores y podía revisar las listas de medicamentos, historiales quirúrgicos y materiales pedidos. La búsqueda continuó hasta el viernes y aún no había noticias de la chica negra ni de Nina. Durante el fin de semana el doctor Hartman había inspeccionado todos los hospitales, clínicas y centros médicos que reunían los requisitos necesarios para tratamientos a tan largo plazo. También había comprobado el depósito de cadáveres, donde insistían en que el cuerpo de la señorita Drayton había sido reclamado e incinerado por los ejecutores testamentarios, pero eso sólo confirmaba la posibilidad de que pudiera estar viva…, o su cuerpo ocultado…, porque cuando me deslicé rápidamente en las mentes de los encargados del depósito, topé con uno —un hombre torpe, de mediana edad, llamado Tobe— que presentaba las inconfundibles marcas mentales de alguien que ha sido «usado» y ha recibido la orden de olvidar el «uso».
Esa semana, Culley empezó a visitar los cementerios de Charleston, buscando alguna tumba con menos de un año que pudiera contener el cuerpo de Nina. La familia de Nina era de Boston y por eso, cuando la búsqueda en los cementerios de la zona de Charleston no dio resultados positivos, envié a Nancy al Norte —en esta ocasión no quería que Culley estuviese ausente—, y ella encontró el panteón de la familia Hawkins en un pequeño cementerio privado al norte del viejo Boston. Nancy entró en el panteón ese viernes por la noche, después de medianoche, y con una palanca y una piocha compradas en un K-Mart de Cambridge, realizó una búsqueda minuciosa. Había muchos Hawkins allí, once en total, nueve de ellos adultos, pero ninguno parecía estar allí hacía menos de medio siglo. Vi a través de los ojos de la señorita Sewell el cráneo aplastado del que tenía que ser el padre de Nina —pude ver el diente de oro sobre el que habíamos hecho bromas—, y me pregunté, no por primera vez, si ella le había obligado a lanzarse bajo las ruedas de ese tranvía en 1921 a causa de su resentimiento por el hecho de que él no la dejara comprarse un coche azul que deseaba ese verano.
Los Hawkins en exhibición esa noche eran todos huesos y polvo y restos podridos hacía muchos años de galas de entierro, pero, para estar absolutamente segura, hice que la señorita Sewell rompiera todos los cráneos y mirara dentro. No encontramos nada excepto polvo gris e insectos. Nina no se ocultaba allí.
A pesar de que estas búsquedas eran decepcionantes, yo estaba contenta de poder pensar con toda claridad. Mis meses de convalecencia me habían confundido un poco, habían reducido mis percepciones normalmente agudas de las cosas, pero ahora podía sentir que el viejo rigor intelectual volvía.
Debía haber sospechado que Nina no querría ser enterrada con su familia. Odiaba a sus padres y detestaba a su única hermana, que había muerto joven. No, si Nina era realmente un cadáver, imaginé que la encontraría de cuerpo presente en algún palacete comprado hacía poco, quizás allí mismo, en Charleston, muy bien vestida y maquillada cada día, reclinada en el lujo almohadillado de un féretro cubierto en una verdadera necrópolis. Confieso que hice que la enfermera Oldsmith se pusiera su mejor vestido para ir a Mansard House para almorzar en su Sala Hacienda, pero no había indicio de la presencia de Nina allí y aunque su sentido de la ironía había sido casi tan agudo como el mío, no sería tan estúpida como para volver allí.
No quiero dar la impresión de que mi semana estuvo completamente ocupada por la inútil búsqueda de una Nina posiblemente inexistente. Tomé precauciones prácticas. Howard voló a Francia el miércoles y empezó los preparativos para mi futura estancia allí. La finca estaba como yo la había dejado hacía dieciocho años. La caja fuerte de Toulon contenía mi pasaporte francés, al día y entregado por el señor Thorne hacía sólo tres años.
El hecho de poder captar impresiones recibidas por Howard incluso cuando estaba a más de tres mil kilómetros era una señal de mi «aptitud» enormemente aumentada. En el pasado, sólo peleles minuciosamente condicionados, como el señor Thorne, podían viajar tan lejos y actuar de una manera programada que no me permitía ningún control directo.
A través de los ojos de Howard contemplé las colinas arboladas del sur de Francia, los huertos y naranjales y los rectángulos de los tejados del pueblo en el valle cercano a mi granja, y me pregunté por qué la huida de Estados Unidos parecía tan difícil.
Howard volvió el sábado por la noche. Todo estaba preparado para que Howard, Nancy, Justin y la «madre inválida» de Nancy pudieran dejar el país en una hora de plazo. Culley y los otros irían después, a menos que fuera necesaria alguna acción de retaguardia. Yo no tenía intención de perder a mi personal médico, pero, si había que sacrificarlos, encontraría excelentes médicos y enfermeras en Francia.
Ahora que tenía garantizada una vía de retirada, no estaba segura de que quisiera retirarme. La idea de una reunión final con Nina y Willi no era del todo desagradable. Esos meses de errancia, dolor y soledad habían sido muy perturbadores a causa de la sensación de trabajo inconcluso que habían dejado. La llamada telefónica de Nina en el aeropuerto de Atlanta hacía seis meses me había hecho huir, presa del pánico, pero la llegada de la representante de Nina —si lo era— no había resultado tan perturbadora.
De una manera u otra, descubriría la verdad de todo el asunto.
El jueves, la enfermera Oldsmith fue a la biblioteca pública y buscó todas las referencias de nombres que la negra había mencionado. Había varios artículos de revistas y un libreo reciente sobre el evasivo multimillonario C. Arnold Barent, menciones de Charles Colben en varios libros sobre la política de Washington, varios libros sobre un astrónomo llamado Kepler —pero no era ése, pues estaba muerto desde hacía siglos—, pero no se encontró ninguna referencia a los otros nombres a los que ella se había referido. Los libros y artículos no me convencieron de nada. Si la chica no había sido enviada por Nina, casi con toda certeza mentía. Si había sido enviada por Nina, sentí que era también posible que mintiera. No sería necesaria una provocación de otro grupo de gente con la «aptitud» para incitar a Nina a volverse contra mí.
¿Era posible —me pregunté— que la muerte hiciera que Nina enloqueciera?
El sábado me ocupé de un detalle final. El doctor Hartman había tratado con la señora Hodges y su yerno sobre la compra de la casa del otro lado del patio. Sabíamos dónde vivía. Sabíamos también que iba sola al mercado del casco antiguo cada sábado por la mañana a comprar verdura fresca, que era una obsesión para ella.
Culley aparcó al lado del coche de la hija de la señora Hodges y esperó a que la vieja saliera del mercado. Cuando apareció, con bolsas repletas de comestibles en ambas manos, se acercó a ella y le dijo.
—Eh, deje que la ayude.
—Oh —murmuró la señora Hodges—, no, yo puedo…
Culley cogió una bolsa de comestibles, le cogió el brazo izquierdo con fuerza y la condujo al Cadillac del doctor Hartman, lanzándola en el asiento delantero de la manera como un adulto exasperado haría sentarse a un niño reacio de dos años. Ella hurgó en la puerta cerrada, intentando salir. Cuando Culley se sentó al volante, extendió una mano tan grande como la cabeza de aquella vieja estúpida y apretó una vez. Ella se desplomó pesadamente contra la puerta. Culley comprobó que respiraba y después se dirigió a casa, con Mozart en el radiocasete estéreo del coche e intentando estúpidamente tararear la melodía.
Domingo, 10 de mayo, la mensajera negra de Nina llamó al portal poco después del mediodía.
Mandé a Howard y Culley a abrir para dejarla entrar. Esta vez estaba preparada para recibirla.