54

Melanie

Ella dijo que la enviaba Nina.

Durante un minuto me sentí tan asustada que me refugié en mi misma, intenté arrastrarme fuera de mi cama, agitando el brazo y la pierna derechos, arrastrando el lado muerto de mi cuerpo como un montón de carne sobrante. Los tubos se separaron de mis brazos, los pies cayeron. Durante un segundo perdí el control de todos ellos —Howard, Nancy, Culley, el médico y las enfermeras, el chico negro que aún estaba en la oscuridad del patio lateral con el cuchillo—, después me relajé, dejé que mi cuerpo se deslizara hacia su acurrucada inmovilidad y volví a recuperar el control.

Mi primer pensamiento fue dejar que Culley, Howard y el chico de color la eliminaran en el patio. Podían utilizar agua de la fuente para lavar las posibles manchas en los adoquines del patio. Howard la llevaría al garaje, envolvería los restos en una cortina de ducha para conservar limpio el interior del Cadillac del doctor Hartman y Culley bajaría por el callejón y la dejaría en el vertedero en cinco minutos.

Pero yo no sabía lo suficiente. Aún no. Si venía de parte de Nina, yo tenía que saber más cosas. Si no venía de su parte, quería descubrir quién la enviaba antes de tomar una decisión.

Culley y Howard la trajeron a la casa. El doctor Hartman, la enfermera Oldsmith, Nancy y la señorita Sewell se reunieron alrededor mientras Marvin montaba guardia fuera. Justin me hacía compañía arriba.

La recién llegada miró a mi familia, que la estaba rodeando.

—Está oscuro —dijo en una voz baja, extraña.

En la casa se encendían muy raramente las luces. La conocía tan bien que podía caminar por toda ella con los ojos vendados, y los miembros de la familia no necesitaban bombillas eléctricas excepto cuando me cuidaban, y en este caso el brillo tenue, agradable, de los monitores médicos normalmente era suficiente.

Si esta chica de color hablaba por Nina, pensé que era extraño que Nina aún no estuviera acostumbrada a la oscuridad. Su ataúd sin duda debía de estar muy oscuro. Si la chica mentía, pronto se acostumbraría a la oscuridad.

El doctor Hartman habló por mí:

—¿Qué quieres, muchacha?

La negra se humedeció los labios. Culley la había ayudado a sentarse en el diván. Los miembros de mi familia estaban todos de pie. Leves pinceladas de luz caían sobre un rostro o sobre un brazo aquí o allí, pero el grupo en su conjunto, cuando lo miraba, debía de parecerle informes masas negras.

—Vengo a hablar contigo, Melanie —dijo la chica. Su voz tenía un temblor suave que nunca había conocido en Nina.

—Aquí no hay nadie con ese nombre —dijo el doctor Hartman desde la oscuridad.

La chica negra rió. ¿Había algo de la risa ronca de Nina en ese sonido? Sólo pensarlo me produjo escalofríos.

—Sé que estás aquí —dijo ella—. De la misma manera que supe dónde encontrarte en Filadelfia.

¿Cómo me había encontrado? Hice que las enormes manos de Culley se levantasen detrás de la chica.

—No sabemos de qué nos habla, señorita —dijo Howard.

La chica meneó la cabeza. ¿Por qué utilizaría Nina a una negra?, me pregunté.

—Melanie —dijo ella—. Sé que estás aquí. Sé que no te sientes bien. He venido a avisarte.

¿A avisarme de qué? Los murmullos me habían avisado en Grumblethorpe, pero ella no había tenido nada que ver con los murmullos. Ella había aparecido más tarde, cuando las cosas se pusieron mal. Espera, ella no me había encontrado: ¡yo la encontré! Vincent la cogió y me la trajo.

Y ella había matado a Vincent.

Si esta chica fuera realmente un emisario de Nina, quizá sería mejor eliminarla. Así Nina comprendería que no se podía jugar conmigo, que yo no permitiría que ella eliminara a mis peleles sin tomar represalias.

Marvin aún esperaba fuera, en la oscuridad, con un cuchillo que la señorita Sewell había dejado en la cocina. Sería mejor fuera. No quería tener manchas en la alfombra y los tablones del suelo.

—Señorita —hice que el doctor Hartman dijera—, lo siento, pero aquí nadie sabe de qué está hablando. No hay nadie aquí que se llame Melanie. Culley la acompañará a la puerta.

—¡Espere! —gritó la chica cuando Culley la levantó agarrándola por el brazo. Él se volvió hacia la puerta—. ¡Espere un momento! —repitió ella con una voz que ni remotamente se parecía al habla cansina de Nina.

—Adiós —dijeron los cinco al mismo tiempo.

El chico de color esperaba cerca de la fuente. Hacía semanas que no me «alimentaba».

Cuando llegó a la puerta, la chica se retorció tratando de desasirse de la mano de Culley.

—¡Willi no está muerto! —gritó.

Hice que Culley se detuviera. Ninguno de los míos se movió. Un momento después el doctor Hartman preguntó:

—¿Qué ha dicho usted?

La chica negra nos miró con una expresión de insolente desafío.

—Willi no está muerto —dijo ella tranquilamente.

—Explícate —dijo Howard.

La chica meneó la cabeza.

—Melanie, hablaré contigo. Sólo contigo. Si matas a este mensajero, no intentaré entrar de nuevo en contacto. Las personas que intentaron matar a Willi y que también están planeando matarte tendrán el campo libre.

Se volvió y miró hacia un lado, desinteresada, sin prestar atención a la enorme mano de Culley, que le agarraba el brazo con fuerza. La chica parecía una máquina que alguien hubiera puesto en marcha.

Arriba, sólo acompañada por el pequeño Justin, yo me debatía indecisa. Me dolía la cabeza. Era todo como una pesadilla. Quería que esta mujer simplemente se marchara y me dejara en paz. Nina había muerto. Willi había muerto.

Culley la condujo de nuevo hasta el diván.

Todos la miraron.

Pensé «usar» a la chica. A veces —a menudo—, durante la transición hacia otra mente, durante el segundo de dominio, se comparte el fluir de pensamientos de superficie que acompañan a las impresiones sensoriales. Si Nina la estaba «usando», quizá no fuera posible romper el condicionamiento, pero yo podría sentir a la propia Nina. Si no era Nina, podría vislumbrar sus verdaderas motivaciones.

Howard dijo:

—Melanie bajará enseguida. —Y en ese segundo de reacción, que no sé si era de miedo o de satisfacción, me deslicé en la mente de la chica.

No hubo oposición. Estaba preparada para arrancarle el control a Nina y la ausencia de una fuerza opositora me obligó a tropezar mentalmente como una persona en la oscuridad dejándose caer con todo su peso en una silla o tocador que no estaba allí. El contacto fue breve. Cogí el olor del pánico, la sensación de «nunca más» común en las personas que han sido «usadas» antes, pero no condicionadas en el intervalo, y una huida de pensamientos como una desbandada de pequeños animales en la oscuridad. Pero sin pensamientos coherentes. Hubo un fragmento de imagen —un viejo puente de piedra calentado por el sol, sobre un extraño mar de dunas y sombras—. No significaba nada para mí. No podía asociarlo con ninguno de los recuerdos de Nina, aunque después de la guerra hubo muchos años en que no estuve con ella, y por lo tanto no podía estar segura de que no fuese un recuerdo suyo.

Me retiré.

La chica tuvo una convulsión, se sentó muy derecha, barrió con la mirada la sala en penumbra. ¿Nina recuperando el control o un impostor simulando serenidad?

—No hagas esto de nuevo, Melanie —dijo la negra, y en su tono señorial oí el primer eco convincente de Nina Drayton.

Justin entró en la habitación con una vela. La llama iluminó su rostro infantil por debajo y por un juego de luz hizo que sus ojos parecieran viejos. Y locos.

La chica negra le miró, me miró, como un caballo asustadizo miraría la aproximación de una serpiente.

Puse la vela sobre la mesilla de té georgiana y miré a la intrusa.

—Hola, Nina —dije yo.

Ella parpadeó una vez, lentamente.

—Hola, Melanie. ¿No vas a saludarme en persona?

—De momento estoy un poco indispuesta —dije—. Quizá baje cuando te decidas a venir personalmente.

La chica negra mostró una leve sonrisa.

—Eso me sería muy difícil.

El mundo dio vueltas delante de mis ojos y durante varios segundos fue todo lo que pude hacer para tener a mi gente controlada. ¿Y si Nina no había muerto? ¿Y si había sido herida pero no mortalmente?

Vi el agujero en su frente. Y sus ojos azules entornándose en su rostro.

Los cartuchos eran viejos. ¿Y si la bala le había tocado el cráneo, incluso había penetrado, pero sin causar más daño en su cerebro que el que el accidente cerebro-vascular me hizo a mí?

Las noticias habían anunciado que había muerto. Yo había leído su nombre entre las víctimas.

Como el mío.

Junto a mi cama, uno de los monitores médicos disparó una alarma. Forcé a mi respiración y a mi pulso a calmarse. La alarma cesó.

Desde mis otros puntos de vista yo podía ver que la expresión de Justin no había mudado durante los pocos segundos que habían pasado. Su rostro infantil estaba sometido a las distorsiones de la ondulante llama de la vela y se transformaba en la máscara de un joven demonio. Sus pequeños zapatos estaban sobre la almohada de la silla de cuero que siempre había sido la preferida de mi padre.

—Háblame de Willi —dije yo a través de Justin.

—Está vivo —aseguró la chica.

—Imposible. Su avión se estrelló con todos a bordo.

—Todos excepto Willi y sus dos guardaespaldas —dijo la negra—. Salieron antes de que despegara.

—Entonces, ¿por qué te volviste contra mí si sabías que no habías tenido éxito con Willi? —exclamé.

La chica vaciló un segundo.

—Yo no destruí el avión —dijo.

Arriba, mi corazón latió y un osciloscopio presentó puntas que hicieron que la luz verde en la habitación oscilara al compás de los latidos de mi corazón.

—¿Quién lo hizo? —pregunté.

—Los otros —dijo ella categóricamente.

—¿Qué otros?

La chica respiró hondo.

—Hay otro grupo de personas con nuestro poder. Un grupo secreto de…

—¿Nuestro poder? —interrumpí—. ¿Quieres decir la «aptitud»?

—Sí —dijo ella.

—Tonterías. Nunca he encontrado a nadie con algo más que una sombra de nuestra «aptitud».

Hice que Culley levantara las manos en la oscuridad. El cuello de la chica salía, fino y derecho, de su jersey. Produciría un chasquido como una rama seca.

—Éstos la tienen —dijo la chica de color con una voz intensa—. Intentaron matar a Willi. Intentaron matarte. ¿No te has preguntado qué sucedió en Germantown? El tiroteo. El helicóptero en el río.

¿Cómo podía Nina saber aquello? ¿Cómo podía alguien saberlo?

—Tú podías ser uno de ellos —dije yo astutamente.

La chica asintió con la cabeza tranquilamente.

—Sí, pero si lo fuera, ¿vendría a avisarte? Intenté avisarte en Germantown, pero no me oíste.

Intenté recordar. ¿La chica negra me había avisado de algo? Los murmullos eran tan altos entonces; había sido difícil concentrarme.

—Tú y el sheriff vinisteis para matarme —dije.

—No. —La cabeza de la chica se movió lentamente, como una marioneta de metal herrumbroso. La Barrett Kramer de Nina se movía así—. El sheriff fue enviado por Willi. También venía a avisarte.

—¿Quiénes son esos otros? —pregunté.

—Gente importante —dijo ella—. Gente poderosa. Personas con nombres como Barent, Kepler, Sutter y Harod.

—Esos nombres no significan nada para mí —dije yo. De repente yo estaba gritando con la voz aguda de Justin, con su voz de niño—. ¡Mientes! ¡No eres Nina! ¡Estás muerta! ¿Cómo podrías conocer a esa gente?

La chica vaciló como si dudase de si debería hablar.

—Conocí a algunos de ellos en Nueva York —dijo finalmente—. Me convencieron para hacer… lo que hice.

Hubo un silencio tan profundo y tan prolongado que, a través de todas mis seis fuentes, yo podía oír las palomas que pasaban la noche en el saliente de la ventana del segundo piso. Hice que el muchacho negro, que continuaba en el jardín, cambiara el cuchillo de su mano derecha, rígido por los calambres, a la izquierda. La señorita Sewell había retrocedido en silencio hacia la cocina y volvió ahora hacia las sombras de la puerta con el cuchillo de carne oculto detrás de su falda beige. Culley se movió y en su impaciencia hambrienta percibí un eco de el ansia afilada de Vincent.

—Te dijeron que me mataras —dije yo—, y prometieron eliminar a Willi mientras tú me liquidabas.

—Sí —admitió ella.

—Pero fallaron, y tú también.

—Sí.

—¿Por qué me cuentas esto, Nina? —pregunté—. Sólo me hace odiarte más.

—Ellos me traicionaron —dijo ella—. Me dejaron sola cuando tú viniste tras de mí. Quiero que los elimines antes de que vuelvan para, acabar contigo.

Hice que Justin se inclinara hacia delante.

—Háblame, Nina —murmuré—. Háblame de los viejos tiempos.

Ella meneó la cabeza.

—No hay tiempo para eso, Melanie.

Yo sonreí, sintiendo cómo la saliva humedecía los dientes infantiles de Justin.

—¿Dónde nos conocimos, Nina? ¿En casa de quién era el baile donde comparamos nuestras parejas de baile?

La chica negra tembló ligeramente y se llevó una mano a la frente.

—Melanie, mi memoria…, hay huecos…, mi herida.

—No parecía molestarte hace poco —respondí—. ¿Quién iba con nosotras a la isla Daniel en nuestras meriendas? Le recuerdas, Nina, ¿no? ¿Quiénes eran nuestros pretendientes ese lejano verano?

La chica se tambaleó con su mano aún en la frente.

—Melanie, por favor. Recuerdo y después olvido…, el dolor…

La señorita Sewell se acercó a la chica por detrás. Sus zapatos de enfermera de suela gruesa no hacían ruido sobre la alfombra.

—¿Quién fue el primero que entró en nuestro «juego» ese verano en Bad Ischl? —pregunté para dar tiempo a que la señorita Sewell diera los últimos dos silenciosos pasos. Yo sabía que esta impostora de color no podía responder. Veríamos si podía imitar a Nina cuando su cuerpo continuara sentado en el diván mientras su cabeza rodaba por el suelo. Quizás a Justin le gustaría algo nuevo para jugar.

La chica negra dijo:

—La primera fue esa bailarina de Berlín…, creo que se llamaba Meier… No recuerdo todos los detalles, pero la vimos desde el Café Zauner, como siempre.

Todo se detuvo.

—¿Qué? —dije yo.

—El día siguiente…, no, fue dos días después, un miércoles, hubo aquel ridículo repartidor de hielo. Dejamos su cuerpo en la nevera…, colgado de aquel gancho de hierro… Melanie, duele. ¡Lo recuerdo y después ya no!

La chica empezó a llorar.

Justin se arrastró hasta el borde de la alfombra, se puso en el suelo y fue alrededor de la mesilla de té para darle una palmadita en el hombro.

—Nina —dije yo—, lo siento, lo siento.

La señorita Sewell hizo té y lo sirvió en mi mejor porcelana de Wedgewood. Culley trajo más velas. El doctor Hartman y la enfermera Oldsmith subieron para comprobar mi estado mientras Howard, Nancy y los otros se sentaron en la sala de estar. El chico negro se quedó fuera, entre los arbustos.

—¿Dónde está Willi? —pregunté a través de Justin—. ¿Cómo está?

—Está bien —dijo Nina—, pero no sé dónde, porque tiene que continuar oculto.

—¿De esas mismas personas de las que me has hablado? —pregunté.

—Sí.

—¿Por qué quieren hacernos daño, Nina, cariño?

—Nos temen, Melanie.

—¿Por qué nos temen? No les hemos perjudicado.

—Temen nuestra «aptitud». Y estaban asustados porque los… excesos de Willi les podrían poner en evidencia.

El pequeño Justin asintió con la cabeza.

—¿Willi también conocía la existencia de estas personas?

—Creo que sí —dijo Nina—. Al principio quería entrar en su…, su club. Ahora sólo desea sobrevivir.

—¿Su club? —pregunté.

—Tienen una organización secreta —explicó Nina—. Un lugar donde se encuentran cada año para cazar víctimas previamente escogidas…

—Comprendo que Willi quisiera entrar —dije—. ¿Podemos confiar en él ahora?

La chica hizo una pausa.

—Creo que sí —dijo Nina—. Pero tenemos que unirnos los tres para protegernos hasta que cese esta amenaza.

—Háblame más de estas personas —pedí.

—Lo haré —dijo Nina—, pero más tarde. Me canso… fácilmente…

Justin compuso su sonrisa más angelical.

—Nina, querida, dime dónde estás ahora. Déjame venir hasta ti, déjame ayudarte.

La chica sonrió y no dijo nada.

—Muy bien —suspiré—. ¿Veré a Willi?

—Quizá —dijo Nina—, pero no tenemos que actuar en concierto con él hasta la hora fijada.

—¿La hora fijada?

—Dentro de un mes. En la isla.

La chica se pasó otra vez la mano por la frente, y por su temblor pude ver que estaba exhausta. Debía de haber requerido toda la energía de Nina hacer que se moviese y que hablase. Tuve una súbita imagen del cadáver de Nina pudriéndose en la oscuridad de la tumba y Justin se estremeció.

—Cuéntanos cosas —rogué.

—Más tarde —dijo Nina—. Nos encontraremos de nuevo y hablaremos de lo que hay que hacer y de cómo puedes ayudar tú. Ahora tengo que irme.

—Muy bien —dije yo, y mi voz de niño no podía ocultar la decepción infantil que sentía.

Nina —la negra— se puso de pie, caminó lentamente hasta la silla de Justin y le besó —me besó— suavemente en la frente. ¿Cuántas veces me había dado Nina precisamente este beso de Judas antes de una de sus traiciones? Pensé en nuestra última reunión.

—Adiós, Melanie —murmuró.

—Adiós por el momento, querida Nina —respondí.

Fue hasta la puerta, mirando a ambos lados como si Culley o la señorita Sewell pudieran detenerla en cualquier momento. Todos continuaron sentados sonriendo a la luz de las velas, con las tazas de té sobre las rodillas y regazos.

—Nina —dije cuando ella hubo llegado a la puerta.

Ella se volvió lentamente y me recordó al gato de Anne Bishop cuando Vincent finalmente lo cogió en la habitación de arriba.

—¿Sí, querida?

—¿Por qué has enviado a esta chica negra, querida?

La chica sonrió enigmáticamente.

—¿Por qué, Melanie? ¿Nunca has mandado a un criado de color para hacer un recado?

Asentí con la cabeza. La chica salió.

Fuera, el chico de color con el cuchillo de carnicero se ocultó entre los arbustos y la vio pasar. Culley salió para abrirle el portal.

Ella giró a la izquierda y caminó lentamente por la calle oscura.

Hice que el chico de color se deslizara en las sombras detrás de ella. Un minuto después Culley abrió el portal y lo siguió.