53

Charleston, lunes 4 de mayo de 1981

Más tarde, Natalie lo recordaría como un largo sueño. Empezó con el milagro de la furgoneta. Habían conducido toda la noche a través de la oscuridad del Bosque Nacional de Cleveland, por el camino forestal que abandonaban cuando veían luces delante desde una loma; seguían entonces hacia el sur por caminos poco mejores que veredas. Después las veredas habían terminado y sólo la abertura de aquella extensión de valle con árboles les permitió seguir adelante, primero siguiendo el curso de un riachuelo seco durante seis kilómetros, con la furgoneta rebotando y sonando con estrépito, con sólo las luces de posición para iluminar el camino, después subiendo y cruzando otra loma baja, chocando con troncos y rocas ocultos en la hierba. Las horas pasaban. Aquello ocurrió inevitablemente. En ese momento conducía Saul y Natalie estaba medio dormida a pesar de los violentos botes. La última roca oculta estaba a medio camino de una escarpada pendiente por la que la furgoneta subía en segunda. El eje delantero rebotó sobre la roca, pero ésta rasgó el carter, rompió parte del árbol de transmisión y los dejó balanceándose en lo que quedaba del eje trasero.

Saul se metió bajo el vehículo con una linterna y volvió treinta segundos después.

—Imposible arreglarlo —dijo—. Caminaremos.

Natalie estaba demasiado cansada para llorar, demasiado cansada incluso para tener ganas de llorar.

—¿Qué nos llevaremos? —preguntó.

Saul iluminó con la linterna el interior.

—El dinero —dijo—. En la mochila. El mapa. Algo de comida. Las pistolas, creo. —Miró los dos fusiles—. ¿Hay alguna razón para cogerlos?

—¿Vamos a disparar sobre policías inocentes? —preguntó Natalie.

—No.

—Entonces dejemos también las pistolas. —Ella miró la noche estrellada que los envolvía y la loma negra de la colina y los árboles arriba—. ¿Sabes dónde estamos, Saul?

—Nos dirigíamos hacia Murrietta —dijo él—, pero hemos hecho tantos zigzags que ya no tengo la mínima idea.

—¿Podrán seguirnos?

—No en la oscuridad —contestó Saul. Miró el reloj. Eran las cuatro—. Cuando haya luz encontrarán la pista que dejamos. Buscarán primero las carreteras forestales. Tarde o temprano un avión localizara la furgoneta.

—¿Vale la pena camuflarla?

Saul miró la colina. Había unos cien metros hasta los árboles más cercanos. Llevaría el resto de la noche cortar troncos de pino suficientes para cubrir la furgoneta.

—No —dijo—, tenemos que llevarnos lo que necesitamos y largarnos de aquí cuanto antes.

Veinte minutos más tarde jadeaban al subir por la colina, Natalie con la mochila y Saul con la pesada maleta llena de dinero y los expedientes que no había querido abandonar. Cuando llegaron a los árboles, ella dijo:

—Espera un minuto.

—¿Por qué?

—Porque tengo que ir al cuarto de baño.

Hurgó en la mochila buscando kleenex, cogió la linterna y se ocultó entre los árboles.

Saul suspiró y se sentó sobre la maleta. Descubrió que, si cerraba los ojos unos segundos, empezaba a dormir, y cada vez que se dormía la misma imagen flotaba en su mente: Richard Haines con su cara pálida y sus ojos sorprendidos, la boca moviéndose y el sonido llegando más tarde como en una película mal doblada. «Ayúdeme. Por favor.»

—¡Saul!

Se despertó, sacó la automática Colt que había traído consigo y corrió hacia la pantalla de árboles. Natalie estaba a unos nueve metros, jugando con la linterna sobre un Toyota todo terreno, rojo, brillante, fabricado para parecer un Land Rover británico.

—¿Estoy soñando? —preguntó ella.

—Si lo estás, tenemos ambos el mismo sueño —dijo él. El coche era tan nuevo que parecía pertenecer a una sala de exposición. Saul enfocó con su linterna el suelo. No había carretera ni camino alguno, pero podía ver por dónde había venido el vehículo hasta allí. Probó las puertas laterales y la trasera: todo cerrado.

—Mira —dijo Natalie—, hay algo bajo el árbol de levas. —Cogió un trozo de papel y lo puso bajo la linterna—. Es un mensaje: «Queridos Alan y Suzanne: Ningún problema para llegar. Bajando seis kilómetros de Little Margarita. Traed la cerveza. Hasta luego, Heather y Carl.» —Apoyó la linterna contra la ventana trasera. Había una caja de cerveza Coors en la parte de atrás—. ¡Magnífico! —dijo—. ¿Hacemos un puente y nos largamos?

—¿Sabes hacer un puente en un coche? —preguntó Saul sentándose de nuevo sobre la maleta.

—No, pero parece siempre tan simple en televisión.

—Todo es simple en televisión —suspiró Saul—. Antes de tocar el sistema de ignición, que es probablemente electrónico y que no sabré controlar, pensemos un poco. ¿Cómo podrán Alan y Suzanne llevar la cerveza? Las puertas están cerradas.

—¿Otras llaves? —preguntó Natalie.

—Quizá —dijo Saul—, o quizás un escondite donde dejarlas.

Estaban en el segundo lugar donde Natalie miró: el tubo de escape. El llavero era tan nuevo como el coche y tenía el nombre del agente Toyota de San Diego.

Cuando abrieron la puerta, el olor de coche nuevo trajo lágrimas a los ojos de Natalie.

—Voy a ver si puedo llevarlo hasta abajo —dijo Saul.

—¿Por qué?

—Voy a transferir las cosas que necesitamos, el C-4 y los detonadores, el equipo de encefalógrafo.

—¿Piensas que lo necesitarás de nuevo?

—Lo necesito para el análisis —dijo Saul. Le abrió la puerta, pero ella retrocedió—. ¿Hay algo?

—No. Recógeme cuando vuelvas.

—¿Has olvidado algo? —preguntó Saul.

Natalie se retorció.

—Sí. Ir al cuarto de baño.

Encontraron una barrera. El Toyota rodó sin problemas incluso en terreno abierto con tracción en las cuatro ruedas y dos kilómetros después encontraron una serie de rodadas que se transformaron en un camino forestal que les condujo hasta una carretera local de grava. Algún tiempo antes del alba se dieron cuenta de que hacía rato que avanzaban paralelos a una cerca alta de alambre y Natalie le dijo a Saul que se detuviera mientras ella miraba un letrero colocado en el alambre. «Propiedad del Gobierno de Estados Unidos. ¡Prohibido el paso! Orden del comandante, Campo Pendleton, USMC.»

—Estábamos más perdidos de lo que nos imaginábamos —dijo Saul.

—Amén —dijo Natalie—. ¿Quieres otra cerveza?

—Aún no —contestó Saul.

Encontraron la barrera en la carretera de asfalto poco antes de un pequeño pueblo de Fallbrook. En cuanto llegaron a la carretera pavimentada, Natalie se acurrucó en el espacio entre los asientos y la parte de atrás, tapándose con una manta de la marina e intentando acomodarse sobre la protuberancia de la transmisión.

—No será por mucho rato —dijo Saul, arreglando la ropa y la caja de cervezas para disimular la presencia de Natalie—. Buscan a una joven negra y a un cómplice masculino no identificado en una furgoneta oscura. Espero que un tío solo en su Toyota nuevo pueda despistarlos. ¿Qué te parece?

Un ronquido de Natalie le contestó.

La despertó cinco minutos después cuando avistó la barrera de la policía. Un único coche patrulla se atravesaba en la carretera con dos policías soñolientos que, de pie detrás del vehículo, tomaban café de un termo de metal. Saul colocó el Toyota en la vía estrecha y se detuvo.

Uno de los policías permaneció en su sitio y el otro pasó el vaso a la mano izquierda y se dirigió lentamente hacia el coche.

—Buenos días.

Saul saludó con la cabeza.

—Buenos días. ¿Qué sucede?

El agente se inclinó para mirar por la ventanilla. Miró hacia el material de la parte trasera de atrás.

—¿Viene del Bosque Nacional?

—Sí —dijo Saul. La tendencia del culpable, lo sabía, era parlotear, dar abundantes explicaciones para cada cosa. Cuando Saul había trabajado con el NYPD como asesor en los asesinatos del hijo de Sam, el teniente de la policía experto en interrogatorios le había dicho que siempre cogía a los culpables listos porque eran demasiado rápidos con sus historias fluidas, plausibles. Las personas inocentes tenían la tendencia a la incoherencia culpable, le había explicado el teniente.

—¿Sólo una noche por allá? —preguntó el policía retrocediendo un poco para mirar el espacio donde Natalie estaba oculta bajo la manta, la mochila y un paquete de latas de cerveza.

—Dos —dijo Saul. Miró al otro policía que se movía detrás del compañero—. ¿Qué pasa?

—¿Camping? —preguntó el primero. Bebió un poco de café.

—Sí —admitió Saul—, y probando el nuevo todo terreno.

—Es cojonudo —dijo el policía—. ¿Nuevo?

Saul asintió con la cabeza.

—¿Dónde lo compró?

Saul le dio el nombre de la agencia que figuraba en el llavero.

—¿Dónde vive usted? —preguntó el policía.

Saul vaciló un segundo. El pasaporte falso y el carné de conducir que Jack Cohen le había hecho daban una dirección de Nueva York.

—San Diego —dijo Saul—. Me mudé hace un par de meses.

—¿En qué parte de San Diego?

El agente parloteaba con amabilidad, pero Saul se dio cuenta de que su mano derecha se mantenía en la empuñadura de madera de la pistola y que la cinta de cuero había sido desabrochada.

Saul había estado en San Diego una sola vez, hacía seis días, cuando Jack Cohen les había conducido por la autopista. Su tensión y cansancio del viaje eran tan grandes que todos los sonidos y vistas le habían causado una gran impresión esa noche. Podía recordar por lo menos tres letreros de salida.

—Sherwood Estates —dijo—. 1990 Spruce Drive, cerca de la carretera de Linda Vista.

—Ah, sí —dijo el policía—. Mi cuñado tenía su dentista en Linda Vista. ¿Vive usted cerca de la universidad?

—No muy cerca —le contradijo Saul—. Supongo que usted no me dirá qué pasa.

El patrullero miró hacia la parte trasera del Toyota como si intentara descubrir qué había en las cajas.

—Un problema cualquiera cerca del lago Elsinore —dijo—. ¿Dónde ha dicho que acampó?

—No lo he dicho —respondió Saul—, pero he estado en Little Margarita. Y si no llego a casa pronto, mi mujer se perderá la misa y tendré serios problemas.

El policía asintió con la cabeza.

—¿Por casualidad no vio por allá una furgoneta azul o negra?

—No.

—Ya lo suponía. No hay ninguna carretera de enlace entre aquí y la zona del lago Coot. ¿Y gente a pie? ¿Una mujer negra? De unos veinte años. ¿Y un tío mayor, quizás un palestino?

—¿Palestino? —preguntó Saul—. No. Sólo encontré una pareja joven, blanca; se llamaban Heather y Carl. Están por allá de luna de miel. Intenté no acercarme mucho. ¿Ha habido algún atentado de terroristas de Oriente Medio por aquí?

—Quizá —dijo el agente—. Buscamos a una chica negra y a un palestino con un auténtico arsenal. Pero su acento, señor…

—Grotzman —dijo Saul—. Sol Grotzman.

—¿Húngaro?

—Polaco —contestó Saul—. Pero soy ciudadano norteamericano desde la guerra.

—Sí, señor. ¿Esos números quieren decir lo que pienso que quieren decir?

Saul miró hacia donde su brazo se apoyaba en la ventanilla, con la manga arremangada.

—Es un tatuaje de un campo de concentración nazi —dijo.

El agente asintió con la cabeza lentamente.

—Nunca había visto uno, señor Grotzman. Siento mucho haberlo entretenido, pero tengo que hacerle otra pregunta importante.

—¿Si?

El policía retrocedió, puso de nuevo la mano en el revólver y miró a la parte trasera del Toyota.

—¿Qué tal va una persona en la parte de atrás de uno de estos trastos japoneses?

Saul rió.

—De acuerdo con mi mujer, mal. La sacude demasiado.

Meneó la cabeza en señal de saludo y siguió su camino.

Cruzaron San Diego, siguieron hacia el este por la I-8, hacia Yuma, donde aparcaron el Toyota en un callejón y almorzaron en un gran McDonalds.

—Es hora de encontrar otro coche —dijo Saul mientras se bebía su batido de leche. A veces se preguntaba qué diría su abuela si le viera.

—¿Tan pronto? —dijo Natalie—. ¿Es con ése con el que aprenderemos a hacer puentes?

—Puedes hacerlo si quieres —dijo Saul—. Pero yo pensaba en una manera más fácil. —Meneó la cabeza hacia una agencia de coches usados al otro lado de la calle—. Podemos gastar parte de los treinta mil dólares que pesan en mi maleta.

—Muy bien —dijo Natalie—, pero que tenga aire acondicionado. Tenemos que cruzar mucho desierto durante los dos próximos días.

Salieron de Yuma en una furgoneta Chevrolet de tres años de antigüedad con aire acondicionado, dirección asistida, servofrenos y ventanas automáticas. Saul desconcertó al vendedor dos veces: primero cuando preguntó si tenía ceniceros automáticos y después cuando pagó el precio fijado por el vendedor sin regatear. Fue una buena cosa que no hubieran perdido tiempo regateando. Cuando volvieron al callejón donde habían dejado el Toyota, un grupo de adolescentes de piel morena estaban entretenidos rompiendo la ventana lateral con una piedra. Huyeron riendo y haciendo gestos obscenos hacia Saul y Natalie.

—Eso sí sería divertido —dijo Saul—. Me pregunto qué harían ellos con el explosivo plástico y la M-16.

Natalie le miró.

—No me dijiste que traías la M-16.

Saul se ajustó las gafas y miró alrededor.

—Necesitamos un poco más de ventaja que lo que este barrio nos da. Sígueme.

Fueron hasta el centro comercial más cercano, donde Saul transfirió todo el material y dejó las llaves en el coche con las ventanas bajadas.

—No quiero que lo destrocen —explicó—, que se limiten a robarlo.

Después del primer día viajaron de noche, y Natalie, que siempre había deseado conocer el sudoeste de Estados Unidos, sólo conservó las imágenes de estrellas brillantes sobre la monotonía de las autopistas, increíbles salidas de sol en el desierto con pinceladas de rosa y naranja e índigo que invadían un mundo gris y el ruido sordo y el latir del aire acondicionado en las pequeñas habitaciones de motel que olían a humo viejo de puro y a desinfectante.

Saul se concentró más, permitiendo que Natalie condujera la mayor parte del tiempo, deteniéndose más pronto cada mañana para poder pasar tiempo con sus carpetas y máquinas. Cuando llegaron al este de Tejas, Saul pasó la noche en la parte trasera de la furgoneta, sentado con las piernas cruzadas delante del monitor del ordenador y el encefalógrafo conectado a la batería que había comprado en Fort Worth. Natalie ni siquiera podía encender la radio para no molestarlo.

—El ritmo theta es la clave —decía él las pocas veces que le habló de eso—. Es la señal perfecta, el indicador infalible. No lo puedo generar, pero puedo reproducirlo por reelaboración y así conozco las indicaciones. Me preparo para reaccionar al ataque inicial de alfa. Puedo entrenar mi propio mecanismo de acción para las sugestiones poshipnóticas.

—¿Es una manera de contrarrestar los… poderes de ellos? —preguntó Natalie.

Saul se ajustó las gafas y frunció el ceño.

—No, no exactamente. Dudo que haya alguna manera de contrarrestar efectivamente esa aptitud si no la posees tú mismo. Sería interesante probar una serie de individuos de una forma controlada…

—Entonces, ¿de qué sirve? —gritó Natalie, exasperada.

—Da una posibilidad…, una posibilidad —dijo Saul— de crear una especie de sistema de alarma en la corteza cerebral. Cuando el debido condicionamiento funciona, creo que puedo utilizar el fenómeno del ritmo theta para disparar las sugestiones poshipnóticas y recordar los datos que he memorizado.

—¿Datos? —dijo Natalie—. ¿Quieres decir todas aquellas horas en Yad Vashem y en la Casa de los Combatientes del Gueto…?

—El Lohame HeGet’ot —dijo Saul—. Sí. Leyendo las carpetas que Wiesenthal te dio, memorizando las fotos y biografías y cintas mientras me autoinducía un recuerdo en un trance leve.

—Pero ¿para qué sirve compartir el dolor de todas esas otras personas si no es una defensa contra esos vampiros de la mente?

—Imagina un proyector circular de diapositivas —dijo Saul—. El oberst y los otros tienen la aptitud para hacer avanzar ese proyector circular a su gusto e insertar sus propias diapositivas, introducir su propia voluntad organizadora y su super-ego en ese montón de recuerdos, temores y predilecciones al que llamamos personalidad. Yo sólo intento insertar más diapositivas en el círculo.

—Pero ¿no sabes si funcionará?

—No.

—¿Y no crees que funcionaría conmigo?

Saul se quitó las gafas y se frotó la nariz.

—Algo comparable podría ser posible contigo, Natalie, pero tendría que ser adecuado especialmente a tu propio pasado, experiencias traumáticas y caminos empáticos. No puedo crear las sesiones de inducción hipnótica que produzcan las necesarias…, ah…, diapositivas.

—Pero si esto funciona contigo, entonces lo lógico es que no funcione con cualquiera de los vampiros de la mente, sino sólo con tu oberst.

—Creo que así será. Sólo él compartiría el pasado común necesario para dar vida a las personas que estoy creando…, intentando crear en esas sesiones de empatía.

—Pero ¿no podrá detenerlo definitivamente? ¿Sólo confundirlo durante algunos segundos si realmente todos estos meses de trabajo y cacharros encefalográficos dan resultado?

—Exacto.

Natalie meneó la cabeza, miró los conos gemelos de los faros iluminando la infinita cinta de asfalto delante de ellos.

—Entonces, ¿cómo puede eso valer todo tu tiempo?

Saul abrió la carpeta de una muchacha que había estado estudiando, su cara blanca, sus ojos asustados, con abrigo oscuro y pañuelo. En la parte superior izquierda de la foto se podían ver los pantalones negros y las botas altas de un hombre de la Waffen SS. La muchacha se giró hacia la cámara con suficiente rapidez para que su cara fuese más que una mancha. En el brazo derecho llevaba una pequeña maleta y con el izquierdo apretaba contra el pecho una muñeca vieja, hecha en casa. Media página de alemán mecanografiado en papel de carta de Simon Wiesenthal era todo lo que acompañaba a la foto.

—Aunque falle, habrá valido la pena usar mi tiempo en ello —dijo Saul—. Los poderosos tuvieron la atención del mundo incluso cuando su poder era puro mal. Las víctimas continúan como masas anónimas. Tumbas en masa. Estos monstruos fertilizaron nuestro siglo sembrando los campos de tumbas y es hora de que las personas sin poder tengan nombre y rostro… y voz. —Saul apagó la linterna y se recostó—. Lo siento, quizá mi obsesión esté obnubilando mi razonamiento.

—Estoy empezando a comprender las obsesiones —dijo Natalie.

Saul la miró a la luz suave del salpicadero.

—¿Y aún quieres seguir adelante con la tuya?

Natalie soltó una risa nerviosa.

—No veo otra salida. Pero cuanto más nos acercamos, más asustada me siento.

—No tenemos que acercarnos más —dijo Saul—. Podemos ir hasta el aeropuerto de Shreveport y volar hacia Israel o América del Sur.

—No, no podemos —respondió Natalie.

Después de un minuto de silencio Saul dijo:

—No, tienes razón.

Cambiaron sus puestos y Saul condujo durante varias horas. Ella soñó con los ojos de Rob Gentry y su mirada de sorpresa e incredulidad cuando la hoja le cortó la garganta. Soñó que su padre la llamaba a St. Louis y le decía que todo era un equívoco, que todos estaban bien, que incluso su madre estaba en casa con buena salud, pero cuando llegaba a casa todo estaba oscuro y los cuartos estaban llenos de telarañas pegajosas y la pila estaba llena de un liquido oscuro congelado. Natalie, de súbito de nuevo una niña, corría llorando hacia la habitación de sus padres. Pero su padre no estaba allí, y su madre, cuando se levantó de sus sábanas llenas de telarañas, no era su madre. Era un cadáver que se desmoronaba con una cara que era poco más que un cráneo cubierto de carne con los ojos de Melanie Fuller. Y el cadáver reía.

Natalie se despertó con una sacudida y el corazón latiendo con furia. Rodaban por la autopista. Parecía que había luz fuera.

—¿Ya amanece? —preguntó.

—No —dijo Saul. Su voz sonaba muy cansada—. Aún no.

Camino del Viejo Sur, las ciudades eran constelaciones de suburbios a lo largo de las carreteras de circunvalación: Jackson, Meridian, Birmingham, Atlanta. Dejaron la autopista interestatal en Augusta y tomaron la autopista 78, cruzando el tercio sur de Carolina del Sur. Incluso de noche el paisaje se volvió familiar para Natalie: St. George, donde había estado en un campamento de verano cuando tenía nueve años, aquel verano sin fin y solitario después de la muerte de su madre; Dorchester, donde la hermana de su padre vivía antes de morirse de cáncer en 1976; Summerville, donde iba en coche los domingos por la tarde a sacar fotos de algunas de las viejas casas; Charleston.

Charleston.

Llegaron a la ciudad la cuarta noche de viaje, poco antes de las cuatro de la mañana, en aquella hora silenciosa de la noche en la que la mente parece alicaída. A Natalie los escenarios familiares de su infancia se le aparecían inclinados y distorsionados, los alrededores pobres, limpios, de St. Andrews en cierta manera tan inconsistentes como imágenes mal proyectadas sobre una pantalla mate. Su casa estaba oscura. No había letrero de «EN VENTA», ningún coche extraño en el camino de entrada. Natalie no tenía la mínima idea de quién se había encargado de la propiedad después de su repentina desaparición. Miro aquella casa extraña y familiar a un tiempo, con su pequeño porche donde, seis meses antes, ella, Saul y Rob se habían sentado a discutir el ridículo mito de los vampiros de la mente mientras tomaban una limonada. No sentía deseos de entrar. Se preguntó quién se había quedado las fotos —la Minor White, la Cunningham y la Milito y las de su padre— y se sintió sorprendida al sentir lágrimas en los ojos. Siguió adelante sin aminorar la marcha.

—No tenemos que ir esta noche al casco antiguo —dijo Saul.

—Sí, tenemos —dijo Natalie, y se dirigió hacia el este, a través del puente, hacia la ciudad vieja.

En la casa de Melanie Fuller había sólo una luz. En lo que había sido su habitación, en el segundo piso. No era una luz eléctrica, ni siquiera el brillo suave de una vela, sino un pulso enfermizo de verde pálido, como la fosforescencia corrompida de madera pudriéndose en la oscuridad de un pantano.

Natalie agarró el volante con fuerza para dejar de temblar.

—Han sustituido la cerca por esta pared alta con puerta doble —dijo Saul—. Es una fortaleza.

Natalie observó el pálido latir verde entre las persianas.

—No sabemos con certeza si es ella —dijo Saul—. La información de Jack era circunstancial y tiene algunas semanas.

—Es ella —aseguró Natalie.

—Vamos —dijo Saul—. Estamos cansados. Hoy arreglaremos una manera de dormir y mañana ya encontraremos un lugar donde dejar nuestro material sin riesgo de que nos molesten.

Natalie paró el motor y se alejó lentamente por la calle oscura.

Encontraron un hotel barato al norte de la ciudad y durmieron como muertos durante siete horas. Natalie se despertó a mediodía, sintiéndose desorientada y vulnerable, huyendo de sueños complejos y urgentes en los que había manos que querían cogerla a través de los cristales rotos de una ventana.

Ambos estaban cansados e irritables, apenas hablaban, compraron pollo y comieron en un parque de Charleston Norte, cerca del río. El día era caluroso, con más de treinta grados, y la luz solar era tan intensa como las luces de una sala de operaciones.

—Supongo que no deberías salir durante el día —dijo Saul—. Alguien podría reconocerte.

Natalie se encogió de hombros.

—Ellos son los vampiros y nosotros acabaremos por vivir de noche —dijo ella—. No me parece justo.

Saul entrecerró los ojos por la intensidad de luz y miró el agua.

—He pensado mucho sobre aquel policía y el piloto.

—¿Qué pasa con ellos?

—Si yo no hubiera obligado al policía a llamar a Haines, el piloto aún estaría vivo —dijo Saul.

Natalie sorbió su café.

—También Haines.

—Sí, pero en ese momento pensé que si tuviera que sacrificar al piloto y al policía, lo haría. Sólo a causa de un hombre.

—Ese hombre mató a tu familia —dijo Natalie—. Intentó matarte.

Saul meneó la cabeza.

—Pero ellos no eran combatientes —dijo él—. ¿No ves adónde conduce esto? Durante veinticinco años he despreciado a los terroristas palestinos con sus kefiyas a cuadros que mataban ciegamente a inocentes porque eran demasiado débiles para levantarse y luchar abiertamente. Ahora adoptamos las mismas tácticas porque somos demasiado débiles para enfrentarnos a esos monstruos.

—Tonterías —protestó Natalie. Observó a una familia de cinco personas que merendaban cerca del agua. La madre le decía al chico que se apartara del borde del río—. No estás dinamitando aviones ni disparando contra autobuses escolares —dijo Natalie—. No matamos a ese piloto, lo hizo Haines.

—Pero fue por nuestra culpa —dijo Saul—. Piensa un minuto, Natalie. Imagina que todos ellos, Barent, Harod, Melanie Fuller, el oberst, todos ellos, van a bordo del mismo avión juntos con otros cien pasajeros. ¿Te atreverías a volar el avión con una bomba?

—No —dijo Natalie.

—Piénsalo —dijo Saul—. Estos monstruos han sido responsables de centenares, de miles de muertes. La muerte de otros cien inocentes supone acabar con todo esto. Para siempre. ¿No valdría la pena?

—No —dijo Natalie, rotunda—. Nuestra misión no debe funcionar así.

Saul asintió con la cabeza.

—Tienes razón, no debe funcionar así. Si pensáramos de esta manera, seríamos como ellos. Pero sacrificando la vida del piloto, hemos empezado a caminar por esta ruta.

Natalie se puso de pie, furiosa.

—¿Adónde quieres ir a parar, Saul? Ya hablamos de esto en Tel Aviv, Jerusalén y Caesarea. Conocíamos los riesgos. Mira, mi padre era inocente. Como Rob y Aaron y Deborah y las gemelas y Jack y… —Se calló, cruzó los brazos y miró el agua—. ¿Adónde quieres ir a parar?

Saul se enderezó.

—He decidido que tú no participarás en la siguiente parte del plan.

Natalie se volvió y le miró.

—¡Estás loco! ¡Es nuestra única posibilidad!

—Tonterías —dijo Saul—. Simplemente aún no tenemos una buena táctica. La tendremos. Pero vamos con demasiada prisa.

—¿Demasiada prisa? —gritó Natalie. La familia cerca del agua se volvió para mirarla. Ella bajó la voz, pero habló en un murmullo urgente—. ¿Demasiada prisa? Tenemos al FBI y a la mitad de los polis del país buscándonos. Sabemos que todos esos hijoputas estarán reunidos dentro de poco. Cada día se vuelven más fuertes y más cautelosos, y nosotros nos volvemos más débiles y más asustadizos. Estamos solos y yo estoy tan asustada que dentro de una semana más dejaré de funcionar… ¡Y tú dices que nos movemos con demasiada prisa!

Cuando terminó, Natalie gritaba de nuevo.

—Muy bien —dijo él—, pero he decidido que no tienes que ser tú.

—¿Qué dices? Claro que tengo que ser yo. Lo decidimos en la granja de David.

—Estábamos equivocados —dijo Saul.

—¡Ella me recordará!

—¿Y qué? La convenceremos de que fue enviado un segundo emisario.

—Tú, ¿verdad?

—Tiene sentido —dijo Saul.

—No, no lo tiene —respondió Natalie—. ¿Y todos esos montones de hechos, números, fechas, muertes y lugares que he estado memorizando desde el Día de los Enamorados?

—No son muy importantes —dijo Saul—. Si ella está loca como sospechamos, la lógica no quiere decir gran cosa. Si es fríamente racional, nuestros datos son escasos, nuestra historia es demasiado frágil.

—Oh, magnífico, ¡maldita sea! —dijo Natalie—. He estado enalteciendo mi coraje durante cinco meses para poder hacer esto y ahora me dices que no es necesario y que de todas formas no daría resultado.

—No digo eso —gritó Saul—. Sólo digo que deberíamos considerar otras alternativas y que no creo que seas la persona adecuada para hacerlo.

Natalie suspiró.

—Muy bien. ¿Qué dices si no volvemos a hablar de ello hasta mañana? Estamos cansados del viaje. Necesito una buena noche de descanso.

—De acuerdo —aceptó Saul. Le cogió el brazo y lo apretó levemente cuando se dirigían al coche.

Decidieron pagar dos semanas de alquiler de la cabaña con habitaciones anexas en el motel. Saul instaló su equipo y trabajó hasta las nueve, momento en que Natalie le hizo parar para comer.

—¿Va bien? —preguntó ella.

Saul meneó la cabeza.

—No es fácil. Estoy convencido de que las cosas que he entregado a la memoria están preparadas para ser recuperadas por sugestión poshipnótica, pero no he conseguido desencadenar el mecanismo de disparo. El ritmo theta es imposible de imitar y no he podido estimular la carga alfa.

—Entonces todo tu trabajo no ha servido para nada.

—Hasta ahora, no —concordó Saul.

—¿No vas a dormir? —preguntó ella.

—Más tarde —contestó Saul—. Voy a trabajar en esto algunas horas más.

—Muy bien —suspiró Natalie—. Haré café antes de volver a mi habitación.

—Magnífico.

Natalie fue hacia la pequeña cocina, hirvió agua en un hornillo, puso una cucharada extra de café en cada taza para hacerlo más fuerte y mezcló cuidadosamente la cantidad exacta de fentiazine que Saul le había indicado en California por si había que calmar a Tony Harod.

Saul hizo una pequeña mueca cuando lo probó.

—¿Qué pasa? —preguntó Natalie, sorbiendo de su taza.

—Bueno y fuerte —dijo Saul—. Exactamente como me gusta. Debes irte a la cama. Con esto es probable que me quede despierto hasta tarde.

—Muy bien —dijo Natalie. Le besó la frente y cruzó la puerta hacia la habitación contigua.

Treinta minutos después volvió sin hacer ruido, con una falda larga, una blusa oscura y un jersey delgado. Saul dormía en la silla verde de vinilo, el ordenador y el encefalógrafo aún funcionaban y tenía un montón de carpetas en el regazo. Natalie apagó el equipo, colocó las carpetas sobre la mesa con una breve nota, le sacó las gafas a Saul y le tapó con una manta. Le tocó suavemente el hombro antes de marcharse.

Natalie se aseguró de que no quedaba nada valioso en la furgoneta. Habían colocado el C-4 en el armario de su habitación, los detonadores en el de la de Saul. Recordó la llave del motel y la dejó en su habitación. No se llevó consigo ni el bolso ni el pasaporte, nada que pudiera dar informaciones comprometedoras.

Natalie condujo cuidadosamente hasta el casco antiguo, obedeciendo los semáforos y límites de velocidad. Aparcó la furgoneta cerca del restaurante Henry’s, exactamente donde le había dicho a Saul en la nota que estaría y caminó las pocas manzanas que la separaban de la casa de Melanie Fuller. La noche estaba oscura y húmeda, el pesado follaje parecía juntarse por encima de su cabeza para tapar las estrellas y absorber el oxígeno.

Cuando llegó a la casa Fuller, Natalie no vaciló. El alto portal estaba cerrado, pero tenía una aldaba ornamental. Natalie golpeó metal contra metal y esperó en la oscuridad.

No había luces en ninguna de las dos casas, excepto el centelleo verdusco en la habitación de Melanie Fuller. No se encendieron luces, pero un minuto después dos hombres se acercaron en la oscuridad. El más alto arrastraba los pies, era una montaña de carne sin pelo, de ojos pequeños, mirada estática y cráneo microcéfalo de retrasado metal.

—¿Qué quiere? —murmuró el gigantón, pronunciando cada palabra como si hubiera sido formada por un sintetizador de voz estropeado.

—Deseo hablar con Melanie —dijo Natalie en voz alta—. Dígale que está aquí Nina.

Ninguno de ellos se movió durante un minuto. Los insectos hacían ruido entre la vegetación y un pájaro nocturno salió de debajo de un alto palmito cerca de la ventana del segundo piso de la vieja casa. A algunas manzanas de distancia una sirena aulló una sola nota sostenida de dolor y cesó repentinamente. Natalie se concentró en mantenerse de pie sobre sus piernas, que le temblaban de miedo.

Finalmente el gigantón habló:

—Entre.

Abrió la puerta girando la llave, empujó a Natalie hacia el patio y cerró el portal detrás de ella.

Alguien abrió la puerta principal desde dentro. Natalie sólo vio oscuridad. Entró caminando apresuradamente entre los dos hombres. El gigante aún la agarraba del brazo derecho.