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Melanie

He tenido pensamientos románticos sobre Willi. Era quizá la influencia de la señorita Sewell, una chica sensual y llena de vitalidad con necesidades claras y la capacidad de disfrutar satisfaciéndolas. De vez en cuando, mientras esos impulsos la distraían de servirme completamente, le concedía algunos minutos de intimidad con Culley. A veces escuchaba esos breves y violentos interludios de la carne desde su punto de vista. Otras veces desde el punto de vista de Culley. Una vez me di el gusto de experimentarlo a través de ambos. Pero era siempre en Willi en quien yo pensaba cuando las mareas de pasión pasaban a mí a través de ellos.

Willi era tan guapo en aquellos días alciónicos antes de la guerra, la segunda guerra. Su cara fina, aristocrática, y su pelo rubio pálido proclamaban su herencia aria a la vista de todos. A Nina y a mí nos gustaba ser vistas en su compañía y creo que él se enorgullecía de pasear junto a aquellas dos atractivas y divertidas americanas: la rubia imponente con los ojos azules de aciano y la joven beldad más tímida, más callada, pero en cierta manera seductora, con rizos marrones y largas pestañas.

Recuerdo un paseo en Bad Ischl antes de que empezaran los malos tiempos. Willi contó un chiste y cuando yo reí cogió mi mano en la suya. El efecto fue inmediato y eléctrico. Mi risa cesó al instante. Nos inclinamos más uno hacia el otro, con sus bellos ojos tan conscientes de mí, nuestras caras tan próximas que reflejaban mutuamente el calor. Pero no nos besamos. No entonces. La abnegación era en aquellos tiempos parte de la danza de cortejo, una especie de ayuno antes del banquete, para abrir el apetito. Los jóvenes glotones de hoy no saben nada de estas sutilezas y del dominio de uno mismo; para ellos cualquier apetito es satisfecho inmediatamente. No me sorprende que todos los placeres tengan para ellos el gusto soso del champán abierto hace mucho, todas las conquistas el hueco de la decepción.

Ahora pienso que Willi se habría enamorado de mí ese verano si no hubiera sido por la burda seducción de Nina. Después de aquel terrible día en Bad Ischl me negué durante más de un año a jugar nuestro «juego» de Viena, incluso rechacé encontrarme con ellos en Europa el año siguiente, y cuando reanudamos las relaciones sociales, fue de una manera más formal. Comprendo ahora que la breve aventura de Willi con Nina había acabado hacía mucho. La llama de Nina ardió con brillo pero brevemente.

Durante nuestros últimos veranos en Viena, Willi estaba consumido por su obsesión por su partido y por su Führer. Recuerdo que llevaba su camisa marrón y aquel feo brazalete en el estreno de Das Lied von der Erde, cuando Bruno Walter la dirigió en 1934. Era aquel verano terriblemente caluroso que pasamos con Willy en una casa vieja y triste que él había alquilado en el Hohe Warte, cerca de donde vivía esa presumida Alma Mahler. Esa mujer pretenciosa nunca nos invitó a ninguna de sus fiestas y nosotros correspondimos su amabilidad. Más de una vez estuve tentada de concentrar mi atención en ella durante el «juego», pero entonces «jugábamos» muy poco a causa de las estúpidas preocupaciones políticas de Willi.

Ahora, mientras me recupero en la cama de mi casa de Charleston, a menudo recordaba esos días y mis pensamientos sobre Willi y me preguntaba cómo podrían haber sido las cosas si, con un ligero suspiro o con una mirada, le hubiera animado antes y le hubiera ayudado a evitar las insinuaciones destructivas de Nina.

Quizás esos pensamientos eran preparativos subconscientes de los acontecimientos que vendrían pronto. Durante mi enfermedad, el tiempo había empezado a significar cada vez menos para mí, y así quizás en este momento yo podía avanzar por el pasillo de los acontecimientos igual que retrocedía. Es difícil saberlo.

Durante el mes de mayo me había acostumbrado tanto a las atenciones del doctor Hartman y la enfermera Oldsmith, a la terapia suave de la señorita Sewell, a los servicios de Howard y Nancy y Culley y el chico negro, y al cuidado constante y tierno del pequeño Justin, que podría haberme quedado en ese status quo confortable durante más meses o años si alguien no hubiese venido a llamar a la puerta de hierro una calurosa tarde de primavera.

Era el mensajero que yo ya había encontrado antes. Se llamaba Natalie.

Nina la había enviado.