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Cerca de San Juan Capistrano, sábado 25 de abril de 1981

Saul y Natalie aún no habían conducido ni quince minutos cuando vieron la primera barrera en la carretera. Era sólo un coche de la policía, con las luces girando, cruzado en la calzada de forma que dejaba un estrecho paso a cada lado. Cuatro coches estaban parados en dirección este, tres en dirección oeste, enfrentando a Saul y Natalie.

Natalie detuvo la furgoneta en el arcén unos trescientos metros antes.

—¿Un accidente? —preguntó.

—No me lo parece —dijo Saul—. Da la vuelta. Deprisa.

Volvieron atrás hacia el puerto que habían pasado poco antes.

—¿De nuevo por el cañón por donde hemos venido? —preguntó Natalie.

—No. Hay un camino de grava a unos dos o tres kilómetros.

—¿Donde estaba la señal de campamento?

—No, un poco más de un kilómetro al sur de la carretera. Quizá podremos pasar la barrera al sur.

—¿Crees que ese policía nos ha visto?

—No lo sé —dijo Saul. Cogió una caja de cartón de detrás del asiento del pasajero, sacó la pistola automática Colt y se aseguró de que estaba cargada.

Natalie encontró el camino de grava y giraron a la izquierda, atravesando espesos bosques de pinos y algunos prados. Tuvieron que ponerse a un lado para dejar pasar a un camión que tiraba de un pequeño remolque. Algunos caminos laterales dejaban el principal, pero parecían demasiado estrechos sin utilización y Natalie mantuvo la furgoneta en el camino forestal cuando éste pasó de grava a fango y se dirigió hacia el sur y después hacia el este, y otra vez hacia el sur.

Vieron el vehículo de la policía aparcado en el claro doscientos metros abajo cuando bajaban por una colina cubierta de bosque en una serie de curvas en zigzag. Natalie paró la furgoneta en cuanto estuvo segura de que no estaban a la vista.

—¡Mierda!

—No nos ha visto —dijo Saul—. He podido ver al sheriff o quienquiera que sea fuera del vehículo, mirando hacia el otro lado con los prismáticos.

—Nos verá cuando crucemos ese espacio abierto para retroceder —dijo Natalie—. Es tan estrecho aquí que tendré que retroceder hasta lo alto de la colina para llegar a ese espacio abierto y girar. ¡Mierda!

Saul pensó durante un minuto.

—No vuelvas atrás —dijo—. Sigue bajando y a ver si nos hace parar.

—Pero nos arrestará —dijo Natalie.

Saul hurgó en la trasera hasta encontrar el pasamontañas y el arma de dardos que habían utilizado con Harod.

—Yo no estaré aquí —dijo—. Si no nos buscan, me reuniré contigo al otro lado del claro, donde la carretera gira al este para pasar sobre aquel paso.

—¿Y si nos buscan?

—Entonces me reuniré contigo antes. Estoy seguro de que este tío está solo. Quizá podamos descubrir qué demonios está pasando.

—Saul, ¿y si quiere registrar la furgoneta?

—Déjale hacerlo. Yo llegaré lo más cerca que pueda, pero manténle ocupado para que yo pueda cruzar ese último trozo de claro. Si puedo, vendré por el sur, por detrás de la furgoneta, por el lado del pasajero.

—Saul, ¿éste no puede ser uno de ellos?

—No lo creo. Deben de haber implicado a las autoridades locales.

—Entonces es sólo… una especie de inocente.

Saul asintió con la cabeza y dijo:

—Por lo tanto tenemos que asegurarnos de no hacerle daño. Y que él no nos lo haga a nosotros. —Miró la pendiente cubierta de árboles—. Dame unos cinco minutos para ponerme en posición.

Natalie le tocó la mano.

—Ten cuidado, Saul. Ahora sólo nos tenemos uno al otro.

Él acarició sus dedos fríos, finos; asintió con la cabeza, cogió su arma y se movió sigilosamente hacia los árboles.

Natalie esperó cinco minutos, puso en marcha la furgoneta y bajó lentamente por la colina. El hombre inclinado contra el Bronco oficial pareció sobresaltarse cuando ella llegó al claro. Desenfundó la pistola y la empuñó colocando su brazo derecho sobre la capota. Cuando ella estaba a seis metros de distancia le gritó por un megáfono eléctrico que tenía en la mano izquierda:

—¡DETÉNGASE!

Natalie se detuvo y mantuvo las manos sobre el volante.

PARE EL MOTOR. SALGA DEL VEHÍCULO. MANTENGA LAS MANOS EN ALTO.

Ella podía sentir su pulso en la garganta cuando desconectó el motor y abrió la puerta del vehículo. El sheriff o quien fuera parecía muy nervioso. Mientras ella estaba al lado de la furgoneta con las manos levantadas, él miró su Bronco como si quisiera utilizar la radio pero no quisiera dejar ni el arma ni el megáfono.

—¿Qué pasa, sheriff? —preguntó ella.

Le producía una extraña sensación utilizar otra vez la palabra sheriff. Este hombre no se parecía nada a Rob; era alto; quizá de cincuenta años; una cara marcada por arrugas, como si hubiera pasado su vida mirando hacia el sol.

¡SILENCIO! APÁRTESE DEL VEHÍCULO. ASÍ. MANTENGA LAS MANOS EN LA NUCA, AHORA ÉCHESE. TENDIDA. BOCA ABAIO. SOBRE EL ESTÓMAGO.

Echada sobre la hierba marrón, Natalie gritó:

—¿Qué pasa? ¿Qué he hecho yo?

¡CÁLLESE! TÚ, EL DEL VEHÍCULO: ¡FUERA! ¡AHORA!

Natalie intentó sonreír.

—Estoy sola. Mire, esto es un error, sheriff. Ni siquiera me han puesto una multa en mi vida…

¡SILENCIO!

El policía dudó un segundo y después puso el megáfono sobre la capota. Natalie pensó que el hombre parecía un poco tímido. Miró de nuevo la radio, pareció pensar y dio rápidamente la vuelta alrededor del Bronco, sin dejar de encañonar a Natalie mientras observaba nerviosamente la furgoneta.

—No se mueva —gritó detrás de la puerta abierta—. Si hay alguien ahí, es mejor que le diga que salgan ahora.

—Estoy sola —repitió Natalie—. ¿Qué pasa? No he hecho nada…

—Cállese —ordenó el agente. En un movimiento súbito y torpe, el hombre entró en el asiento del conductor, giró la pistola hacia el interior de la furgoneta y se relajó visiblemente. Aún con medio cuerpo en el vehículo, apuntó de nuevo el arma a Natalie.

—Si hace un movimiento, señora, le vuelo los sesos.

Natalie yacía incómodamente con los codos en la tierra, las manos detrás del cuello, intentando mirar el agente por encima del hombro. La pistola que le apuntaba parecía imposiblemente larga. Un punto en la espalda entre los hombros le dolía por la tensión y el miedo de recibir un disparo. Y ¿si él era uno de ellos?

—Las manos detrás. ¡Ya!

En cuanto las manos de Natalie tocaron la parte baja de su espalda, él se abalanzó sobre ella y la esposó. La cara de Natalie tocó la tierra y se le metió polvo en la boca.

—¿No va a leerme mis derechos? —preguntó, sintiendo que la adrenalina y la ira empezaban a desbloquear la casi parálisis del miedo.

—Al diablo sus derechos, señora —dijo el agente mientras se enderezaba con un relajamiento evidente de su tensión. Metió la pistola de cañón largo en la funda—. Levántese. Vamos a llamar al FBI y a ver qué demonios pasa.

—Buena idea —dijo una voz amortiguada detrás de ellos.

Natalie se giró de lado y vio a Saul con el pasamontañas y las gafas dando la vuelta a la furgoneta. La automática Colt estaba extendida en su mano derecha y empuñaba la pistola de dardos con la izquierda.

—¡Ni siquiera lo piense! —dijo Saul, y el agente se detuvo a mitad del movimiento. Natalie miró hacia el arma apuntada, la máscara negra y las gafas brillantes, y ella misma sintió miedo.

—Boca abajo, échese. ¡Ahora! —ordenó Saul.

El agente pareció vacilar; Natalie sabía que su orgullo luchaba con su instinto de conservación. Saul levantó el martillo de la automática con un estallido audible. El agente se arrodilló y cayó boca abajo.

Natalie rodó y observó. Era un momento difícil. La pistola del agente estaba aún en su funda. Saul tenía que haberle obligado a lanzarla lejos antes que se echara. Ahora tenía que acercarse para cogerla.

«Somos aficionados», pensó. Deseaba que Saul disparara al culo del agente con un dardo tranquilizador y acabara.

Por el contrario, Saul avanzó rápidamente y cayó sobre la espalda del hombre, aplastándolo con la rodilla y colocando el cañón del Colt sobre su sien. Saul lanzó la pistola del agente a tres metros y después le lanzó un llavero a Natalie.

—Una de éstas abrirá esas esposas —le dijo.

—Gracias —replicó Natalie luchando para pasar las manos bajo el trasero y para pasar las piernas una a una.

—Tiempo de hablar —le dijo Saul al agente, y apretó con más fuerza la pistola—. ¿Quién ha organizado estas barreras en las carreteras?

—Al diablo —contestó el agente.

Saul se levantó rápidamente, dio cuatro pasos atrás, y disparó la automática contra el suelo a cinco centímetros de la cabeza del hombre. El ruido hizo que Natalie dejara caer las llaves.

—He formulado mal la pregunta —dijo Saul—. No le estoy pidiendo que revele secretos de Estado. Pregunto quién ha autorizado estas barreras. Si no tengo una respuesta dentro de cinco segundos, le meteré una bala en el pie izquierdo y empezaré a subir por su pierna hasta oír lo que quiero saber. Uno… dos…

—Hijo de puta —dijo el agente.

—Tres… cuatro…

—¡El FBI! —dijo el agente.

—¿Quién del FBI?

—¡No lo sé!

—Uno… dos… tres…

—¡Haines! —gritó el agente—. Un agente llamado Haines que ha venido de Washington. Me ha hablado por radio hace unos veinte minutos.

—¿Dónde está Haines ahora?

—No lo sé…, lo juro.

El segundo tiro se incrustó en el suelo entre las largas piernas del agente. Natalie cogió la llave más pequeña y las esposas se abrieron. Se frotó las muñecas y gateó para recuperar el arma del agente que estaba a varios pasos de ella.

—Está en el helicóptero de Steve Gorman sobrevolando la autopista —dijo el agente.

—Haines dio la descripción de personas o sólo de la furgoneta —preguntó Saul.

El agente levantó la cabeza y les miró.

—De personas —dijo—. Chica negra de unos veinte años, acompañada de hombre caucásico.

—Miente —dijo Saul—. Usted nunca se habría acercado a la furgoneta si hubiera sabido que se buscaban dos personas. ¿Qué ha dicho Haines que hicimos?

El agente murmuró algo.

—¡Más alto! —exclamó Saul.

—Terroristas —repitió el agente en un tono firme—. Terroristas internacionales.

Saul rió detrás del tejido negro del pasamontañas.

—Tiene toda la razón. Ponga las manos atrás, agente. —Se giró hacia Natalie—. Espósalo. Dame la otra arma. Ponte a un lado. Si hace algún movimiento hacia ti, tendré que matarlo.

Natalie colocó las esposas y retrocedió. Saul le entregó el arma larga.

—Agente —dijo Saul—, vamos hasta la radio para hacer una llamada. Le diré lo que tiene que decir. Puede escoger desde ahora entre morir o llamar a la caballería y tener una posibilidad de salvarse.

Después de la charada por radio, Natalie y Saul condujeron al agente hasta la colina y lo esposaron con los brazos alrededor del tronco de un pequeño pino caído a sesenta metros de la pendiente sur. Había dos árboles caídos juntos; el tronco del mayor reposaba sobre una roca de un metro de alto. Las numerosas ramas ocultaban la roca y proporcionaban un excelente refugio y una buena vista del claro de abajo.

—Quédate aquí —dijo—. Vuelvo a la furgoneta para traer jeringas y pentobarbital. Después cogeré el fusil del Bronco.

—Pero, Saul, ¡ellos van a venir! —advirtió Natalie—. Vendrá Haines. ¡Utiliza el dardo tranquilizador!

—Esa droga no me gusta —dijo Saul—. Tu pulso iba demasiado rápido cuando tuvimos que utilizarlo. Si este tío tiene problemas de corazón, podría no resistir. Quédate aquí. Volveré enseguida.

Natalie se agachó detrás de la roca mientras Saul corría hacia el Bronco y después desaparecía dentro de la furgoneta.

—Señora —silbó el agente—, está metida en un buen lío. Quíteme estas esposas y deme mi arma, y habrá una posibilidad de que salga de esto con vida.

—Cállese —susurró Natalie.

Saul subía por la pendiente con el fusil del agente y la pequeña mochila azul. Ella podía oír el sonido de un helicóptero a lo lejos, acercándose. No tenía miedo, estaba sólo terriblemente excitada. Natalie dejó la pistola del agente en el suelo y quitó el seguro de la automática que Saul le había entregado. Practicó apoyando las manos en la roca lisa delante de sí y apuntando a la furgoneta, a sus puertas traseras abiertas, aunque supiera que era demasiado lejos para un disparo de pistola.

Saul entró por la pantalla de ramas y agujas muertas precisamente cuando el helicóptero rugía sobre la loma tras de ellos. Se puso en cuclillas, jadeando, y llenó una jeringa de una botella vertical. El agente blasfemó y protestó cuando le pusieron la inyección, se debatió durante un momento y se desplomó, dormido. Saul se quitó el pasamontañas y las gafas. El helicóptero dio otra vuelta, esta vez más bajo, y Saul y Natalie se abrazaron protegidos por el techo de ramas.

Saul sacó el contenido de la mochila, puso de lado una caja roja y blanca de balas de cobre y las metió una a una en el fusil del agente.

—Natalie, siento no haberte consultado antes de hacer esto. No podía perder la oportunidad… Haines está demasiado cerca.

—No te preocupes, has actuado correctamente —dijo Natalie. Estaba demasiado excitada para permanecer quieta y se movía arrodillándose y agachándose una y otra vez. Se humedeció los labios—. Saul, esto es divertido.

Saul la miró.

—Quiero decir, sé que da miedo y todo eso, pero es excitante. Vamos a coger a este tío y a largarnos de aquí y… ¡Ay!

Saul le había cogido el hombro y se lo apretaba con fuerza. Dejó el fusil contra la roca y la agarró también con la otra mano.

—Natalie —le dijo—, en este momento estamos rebosantes de adrenalina. Parece muy excitante. Pero esto no es televisión. Los actores no se levantarán para ir a tomar un café cuando acaben los tiros. Alguien será herido en los próximos minutos y no resultará más excitante que después de un accidente automovilístico. Concéntrate. Que el accidente le ocurra a otro.

Natalie asintió con la cabeza.

El helicóptero trazó un último círculo, desapareció durante un momento sobre la loma del sur y volvió para aterrizar entre una nube de polvo y agujas de pino. Natalie yacía boca abajo y apretó el hombro contra la roca mientras Saul apoyaba el fusil contra el hombro.

Saul respiró el olor de tierra tostada por el sol y de agujas de pino, y pensó en otro momento y otro lugar. Después de su fuga de Sobibor, en octubre de 1944, había estado con un grupo de guerrilleros judíos llamado Chil en el Bosque de los Búhos. En diciembre, antes que empezara a trabajar como ayudante y ordenanza del médico del grupo, le entregaron un fusil y lo pusieron como centinela.

Era una noche fría, clara —la nieve se veía azul por la luz de la luna llena—, cuando aquel soldado alemán se tambaleó en el claro donde Saul estaba emboscado. El soldado era poco más que un muchacho y no llevaba casco ni fusil. Sus manos y orejas estaban envueltas en trapos y tenía las mejillas blancas por la congelación. Saul supo instantáneamente por la insignia de su regimiento que el joven era un desertor. El Ejército Rojo había lanzado una importante ofensiva en la zona la semana anterior y aunque tardarían aún diez semanas más en atenazar a la Wehrmacht, este joven se había unido a otros centenares en una precipitada retirada.

Yechiel Greenshpan, el cabecilla del Chil, había dado instrucciones claras sobre lo que se debía hacer con los desertores alemanes aislados. Debían ser liquidados, sus cuerpos lanzados al río o dejados para que se pudrieran. No debía hacerse ningún esfuerzo por interrogarlos. La única excepción a esta orden de ejecución la constituía el caso de que el ruido del tiro pudiera revelar la posición del grupo guerrillero a las raras patrullas alemanas. Entonces los centinelas deberían utilizar puñales o dejar que los desertores se alejaran.

Saul le dio el «¿quién vive?». Podría haber disparado. La banda en la que estaba se encontraba oculta en una gruta a unos cien metros. No había ninguna actividad alemana en la zona. Pero le había dado el «¿quién vive?» al alemán en vez de disparar inmediatamente.

El muchacho se había arrodillado en la nieve y empezó a llorar, implorando a Saul en alemán. Saul había dado la vuelta por detrás del muchacho de forma que la boca de la vieja Mauser estaba a menos de un metro del pescuezo de la cabeza rubia. Saul había pensado entonces en el pozo, en los cuerpos blancos cayendo y la escayola en la cara del sargento de la Wehrmacht mientras fumaba un cigarrillo con las piernas balanceándose sobre el horror.

El muchacho lloró. En sus largas pestañas brillaba el hielo. Saul había levantado la Mauser. Y después retrocedió un paso y dijo «Ve» en polaco, mirando mientras el joven alemán miraba por encima del hombro, incrédulo, y tropezaba fuera del claro.

El día siguiente, cuando el grupo se dirigió hacia el sur, habían encontrado el cuerpo helado del muchacho boca abajo en un riachuelo. Fue ese mismo día que Saul había hablado con Greenshpan para pedirle que fuera designado ayudante del doctor Yaczyk. El jefe del Chil había mirado a Saul un rato antes de hablar. El grupo no tenía tiempo para judíos que no querían o no podían matar alemanes, pero Greenshpan sabía que Saul era un superviviente de Chelmno y Sobibor. Estuvo de acuerdo.

Saul había ido a la guerra de nuevo en 1948, en 1956 y en 1967 y, sólo durante unas horas, en 1973. Siempre como oficial médico. Excepto durante aquellas terribles horas bajo el control del oberst, cuando había liquidado a Der Meister, nunca había matado a un ser humano.

Saul yacía boca abajo sobre el blando lecho de agujas de pino calentadas por el sol y consultó el reloj mientras el helicóptero aterrizaba. Estaba en mal sitio, en el lado alejado del claro, parcialmente tapado por el Bronco del agente. El fusil del agente era viejo, culata de madera, cargador, con mira de muesca. Se ajustó las gafas y deseó que tuviera una mira telescópica. Todo en ese rifle era negativo de acuerdo con el consejo de Jack Cohen: un arma desconocida que nunca había disparado, un campo de tiro confuso y sin vía de retirada.

Saul pensó en Aaron y Deborah y las gemelas, y utilizó el cargador para meter una bala en la recámara.

El piloto salió primero y se alejó lentamente del helicóptero. Eso sorprendió y preocupó a Saul. El hombre que esperaba en el lado derecho de la burbuja iba armado con un fusil automático y llevaba gafas oscuras, un gorro largo y una chaqueta gruesa. A sesenta metros, con el brillo del sol poniente en el plexiglás, Saul no podía estar seguro de que el hombre fuera Richard Haines. No disparó. Sintió una súbita náusea junto con la certeza de que no debía hacer aquello. Había oído a Haines llamando a Swanson por la radio del agente cuando estaba recogiendo el fusil. Éste tenía que ser Haines. Pero todo lo que el hombre del FBI tenía que hacer era sentarse y esperar a que los otros llegaran. Saul colocó el megáfono cerca de su mano izquierda y bajó de nuevo el cañón. El hombre con la chaqueta gruesa se movió entonces, corrió en cuclillas, para evitar posibles disparos hasta parapetarse tras el Bronco. Saul no tenía un blanco claro, pero vio la mandíbula fuerte y el pelo bien cortado bajo el gorro. Tenía delante de sí a Richard Haines.

—¿Dónde está? —susurró Natalie.

—Silencio —susurro Saul—. Ahora está detrás de la furgoneta. Tiene un fusil. No salgas.

Puso el megáfono en el suelo delante de su cara, comprobó que estaba conectado y cogió el fusil con ambas manos.

El piloto gritó algo y el agente, detrás de la furgoneta, respondió. El piloto se movió lentamente hacia el helicóptero y cinco segundos después apareció la otra figura moviéndose con rapidez.

—¡Haines! —gritó Saul, y el sonido amplificado hizo saltar a Natalie y volvió, resonando, desde la ladera opuesta. El piloto corrió hacia los árboles mientras la figura de la chaqueta giraba, caía sobre la rodilla derecha y empezaba a barrer la ladera con su metralleta. Saul pensó que aquel sonido era bajo, como de un juguete. Algo zumbó entre las ramas, un metro por encima de ellos. Saul apretó la culata contra el hombro, apuntó y disparó. El culatazo fue sorprendentemente fuerte. Haines aún estaba disparando, moviendo el M-16 en pequeños círculos mortales. Dos balas impactaron en la roca tras la que se ocultaba Saul y otra se clavó en el tronco caído, encima de él, con el sonido de un hacha cortando madera. Saul deseó haber esposado al agente en un lugar más protegido de los disparos.

Saul había visto las agujas de pino saltar delante y a la izquierda de Haines. Levantó su mira y la puso más a la derecha, él había entrevisto con el rabillo del ojo que el piloto se había girado y había corrido hacia los árboles. Podía ver los centelleos del M-16 cuando Haines disparaba. Un traqueteo final de balas rebotó sobre la roca donde Natalie estaba acurrucada en posición fetal, pero los disparos cesaron abruptamente, la figura arrodillada lanzó fuera un cargador rectangular y cogió otro del bolsillo de la chaqueta; Saul apuntó cuidadosamente y disparó. El agente especial pareció ser empujado hacia atrás por un hilo invisible. Sus gafas oscuras y su gorro volaron cuando cayó de espaldas, con las piernas abiertas y el fusil a un metro y medio de su cabeza.

El súbito silencio era ensordecedor.

Natalie estaba arrodillada, mirando alrededor de la roca y respirando pesadamente por la boca.

—Oh, Dios —susurró.

—¿Estás bien? —preguntó Saul.

—Sí.

—Quédate aquí.

—Ni lo pienses —dijo ella, y se levantó tras él cuando empezó a bajar por la ladera.

Habían bajado doce metros cuando Haines rodó, se arrodilló, cogió el fusil y corrió hacia los árboles. Saul cayó sobre una rodilla y disparó, pero erró el tiro.

—¡Maldito! Por aquí.

Empujó a Natalie hacia la izquierda, por entre la espesa maleza.

—Vendrán los otros —jadeó Natalie.

—Sí —dijo Saul—. No hagas ruido.

Continuaron hacia la izquierda, de árbol en árbol. Al otro lado del claro la ladera era demasiado pelada para que Haines pudiera moverse. Tendría que quedarse donde estaba o venir de frente. Saul se preguntó si el piloto iba armado.

Saul y Natalie se movieron lo más rápidamente posible por detrás de los árboles y manteniéndose lejos del claro. Cuando se acercaban al punto donde Haines había entrado en los árboles, Saul hizo un gesto a Natalie para que se detuviera en un soto espeso mientras él avanzaba agachado, mirando a izquierda y derecha después de cada paso. Tenía más cartuchos en los bolsillos de su americana. Bajo los árboles empezaba a hacerse oscuro. Los mosquitos pasaban, zumbando, cerca del rostro sudoroso de Saul. Sintió como si hubieran pasado horas desde que el helicóptero había aterrizado. Una mirada a su reloj le dijo que habían pasado seis minutos.

Un rayo de luz en el suelo del bosque iluminó algo brillante contra las oscuras agujas de pino. Saul se tiró al suelo y, boca abajo, avanzo sobre los codos. Se detuvo, cogió el fusil con la mano izquierda y alargó su mano derecha para tocar la sangre que había manchado las agujas y la tierra. Se veían otras salpicaduras a la izquierda, que desaparecían donde el follaje se hacía más denso.

Saul iba a retroceder cuando el rugido de fuego automático empezó a su izquierda y detrás de él, y ahora no parecía de juguete, era fuerte y frenético. Apretó la cara contra el suelo e intentó comprimir su cuerpo en la tierra mientras las balas rasgaban las ramas, cosían los troncos y zumbaban en el claro. Oyó cómo por lo menos dos balas impactaban en una superficie metálica pero no levantó la cabeza para ver cuál de los vehículos había sido tocado.

Se escuchó un grito terrible a menos de doce metros de donde estaba Saul y después un gemido que empezó bajo y parecía subir hasta el ultrasonido. Saul saltó y corrió hacia la izquierda, cogió sus gafas cuando una rama se las quitó y casi tropezó con el cuerpo de Natalie, que estaba agachada contra un tronco podrido. Se dejó caer cerca de ella y susurró:

—¿Estás bien?

—Sí. —Ella hizo un gesto con la pistola hacia un denso grupo de pinos jóvenes y piceas donde la colina se inclinaba sobre un barranco a la izquierda—. El ruido provenía de allí. No disparaban contra nosotros.

—No. —Saul examinó sus gafas. La montura estaba doblada. Tocó los bolsillos de su americana. Las balas tintinearon. La pistola estaba aún en su bolsillo izquierdo. Tenía los codos llenos de tierra—. Vamos.

Se arrastraron hacia delante, Natalie tres metros a la derecha de Saul. Cuando se acercaron a un riachuelo que salía del barranco, la maleza se volvió más espesa, con pequeñas piceas y abetos, hileras de abedules y grupos de helechos. Natalie encontró al piloto. Casi puso el brazo sobre su pecho cuando rodeaba un espeso matorral de enebros. Estaba casi partido por la mitad por una ráfaga del M-16. Su pared abdominal caía en trozos sueltos de músculo rojo estriado y sus dedos estaban apretados alrededor de las tiras blancas y grises de los intestinos, intentando contenerlos. La pequeña cabeza del hombre estaba caída hacia atrás, con la boca muy abierta en un grito no terminado, sus ojos nublados fijos en una pequeña mancha de cielo azul entre las ramas, muy arriba.

Natalie se giró y vomitó silenciosamente sobre los helechos.

—Vamos —susurró Saul.

El ruido del riachuelo era bastante fuerte como para cubrir sonidos ligeros.

Había pequeños asteriscos de sangre en un tronco caído detrás de una pared de piceas jóvenes. Haines debía de haber estado agachado allí tres minutos antes, hasta que oyó el ruido provocado por el piloto, que se movía entre los arbustos buscando refugio.

Saul examinó las piceas. ¿Hacia dónde había huido Haines? Hacia la izquierda, después de unos siete metros de espacio abierto, el espeso bosque empezaba de nuevo, llenaba el valle y se levantaba sobre la loma baja al sudeste. Hacia la derecha, el barranco estaba lleno de árboles jóvenes que se estrechaban cuarenta metros arriba, en un hueco lleno de enebros de un metro de altura.

Saul tenía que decidir. Un movimiento en cualquiera de las direcciones lo expondría a la vista de alguien que hubiera ido por el otro lado. Fue la barrera sicológica del claro lo que le hizo pensar que Haines había ido por la derecha. Saul se deslizó hacia atrás y le entregó el fusil a Natalie, poniendo la boca casi contra su oreja mientras le susurraba:

—Voy allí. Métete debajo del tronco. Dame exactamente cuatro minutos y después dispara al aire. Manténte oculta. Si no oyes nada, espera un minuto más y dispara otra vez. Si no vuelvo dentro de diez minutos, regresa a la furgoneta y lárgate. Desde aquí él no puede ver la carretera. ¿Comprendes?

—Sí.

—Aún tienes el pasaporte —le susurró Saul—. Si las cosas van mal, utilízalo para llegar a Israel.

Natalie no dijo nada. Estaba muy tensa, pero la línea de sus labios era fina y firme.

Saul le bajó la cabeza y se arrastró a través de la barrera de abetos jóvenes, manteniéndose cerca del riachuelo mientras subía por la colina.

Podía oler la sangre. Ahora había más, mientras se arrastraba por túneles de enebros bajos. Se movía muy lentamente; pasaron tres minutos y no había subido mucho por el barranco. Su mano derecha sudaba alrededor de la empuñadura del Colt y sus gafas insistían en deslizarse por su nariz. Sus codos y rodillas estaban muy doloridos y la respiración le resonaba en el pecho. Las moscas zumbaban sobre otra mancha brillante de sangre y le golpeaban la cara.

Faltaba medio minuto. Haines no podía haber ido mucho más lejos a menos que corriera. Podía haber corrido. Diez metros marcaban toda la diferencia. El M-16 tenía veinte veces el alcance de la pistola de Saul. A Saul le quedaban ocho balas. Sus bolsillos estaban llenos de pesados cartuchos para el fusil del agente, pero había dejado los otros tres cargadores de la pistola en el sitio donde el agente estaba esposado. Daba igual. Veinte segundos para que Natalie disparara. Daba igual a menos que llegara bastante cerca. Saul avanzó sobre los codos y las rodillas, ahora jadeando audiblemente, sabiendo que hacía demasiado ruido. Cayó hacia delante bajo una rama saliente de enebro y jadeó a través de su boca abierta, intentando regular la respiración.

El disparo de Natalie resonó por el barranco.

Saul rodó sobre la espalda, quitando el seguro del Colt contra su pecho para amortiguar el ruido. Nada. No hubo tiros de respuesta ni ningún movimiento desde arriba.

Saul yacía sobre la espalda, con la pistola al lado de la cara, sabiendo que tenía que avanzar, llegar más arriba. No se movió. El cielo se oscurecía. Una ondulación de cirros recibía la última luz rosada de la tarde y una única estrella brillaba cerca del borde del barranco. Saul levantó su muñeca izquierda y miró el reloj. Habían pasado doce minutos desde que el helicóptero había aterrizado.

Saul respiró el aire frío. Olía la sangre.

Había pasado demasiado tiempo desde el primer tiro de Natalie. Saul levantó de nuevo la muñeca para comprobar la hora cuando se oyó el segundo tiro de Natalie, esta vez más cerca, rebotando desde una roca nueve metros arriba en el barranco.

Richard Haines se levantó de la maleza a menos de tres metros de Saul y disparó una ráfaga sobre el barranco. Saul podía ver el centelleo del arma sobre él y sentir el olor a pólvora. Las balas destrozaban los arbustos bajo los que se había arrastrado hacía poco. Los árboles jóvenes eran arrancados como si fueran podados por una guadaña invisible. Muchas balas rebotaron en la roca al este del barranco, sonaron de nuevo en el oeste y levantaron la tierra mucho más allá de la pared del este. El aire se llenó con el olor de savia y pólvora. El tiroteo parecía continuar sin parar. Cuando terminó, Saul estaba demasiado entumecido para moverse durante dos o tres segundos. Oyó el chasquido de un cargador expulsado del M-16 y el golpecillo de otro al colocarlo. Las ramas se movieron cuando Haines se puso otra vez de pie. Entonces Saul se levantó, vio a Haines a menos de tres metros, extendió el brazo derecho y disparó seis veces.

El agente dejó caer el fusil y se sentó con un gruñido. Miró, admirado, a Saul como si fueran dos niños jugando y Saul hubiera hecho trampas. El pelo de Haines estaba humedecido por el sudor y despeinado, tenía la cara llena de tierra y su chaleco colgaba de un lado. Su pernera izquierda estaba empapada de sangre. Tres de los disparos de Saul habían tocado el chaleco y lo habían arrastrado hacia atrás, pero el brazo izquierdo de Haines estaba herido a la altura del hombro y por lo menos una bala había penetrado por donde el chaleco colgaba de la garganta. Cuando avanzó por entre el bosque de enebro y se arrodilló a un metro de Haines, Saul vio esquirlas blancas de clavícula saliendo de la carne. Apartó el M-16 con su mano izquierda.

Haines estaba sentado con las piernas extendidas, los zapatos negros apuntando al cielo. Su brazo izquierdo, destrozado, colgaba en un ángulo patético, pero su mano derecha estaba sobre su rodilla en una posición relajada, casi casual. Abrió y cerró la boca varias veces y Saul vio sangre brillante en su lengua.

—Duele —dijo Richard Haines en voz muy baja.

Saul asintió con la cabeza. Se puso en cuclillas y lo miró, evaluando las heridas por instinto profesional y vieja costumbre. Haines con toda certeza perdería el brazo izquierdo, pero con atención inmediata, mucho plasma, y si se lo transportaba por vía aérea en los próximos veinte o treinta minutos, su vida podría salvarse. Saul pensó en la última vez que había estado con Aaron, Deborah y las gemelas, durante el Yom Kippur. Las niñas se habían dormido en el sofá mientras él y Aaron charlaban.

—Ayúdeme —susurró Haines—. Por favor.

—No, de ninguna manera —dijo Saul y le disparó dos veces en la cabeza.

Natalie subía por la colina con el fusil mientras Saul bajaba por el otro lado. Vio el M-16 en sus manos y los otros cargadores en su bolsillo y enarcó las cejas.

—Muerto —dijo Saul—. Tenemos que darnos prisa.

Habían pasado diecisiete minutos desde que el helicóptero había aterrizado cuando Natalie puso de nuevo la furgoneta en marcha.

—Espera. ¿Has echado un vistazo al agente después del tiroteo?

—Sí —respondió Natalie—. Estaba dormido pero bien.

—Espera —volvió a pedir Saul.

Saltó de la furgoneta con el M-16 y miró el helicóptero a unos doce metros. Se podían ver dos tanques de gasolina detrás de la burbuja. Puso el selector para un solo tiro y disparó. Hubo un sonido como de una palanca contra una caldera, pero no hubo explosión. Disparó de nuevo. El aire se llenó súbitamente del humo de combustible de aviación. El tercer tiro encendió un fuego que se tragó el motor y resplandeció hacia el cielo.

—Vamos —dijo Saul saltando a la furgoneta.

Botaron cerca del Bronco. Habían llegado a los árboles del lado sudeste del claro cuando el segundo tanque lanzaba la carlinga de burbuja hacia los árboles e incendiaba el lado izquierdo del Bronco.

Dos coches negros pasaron por la carretera en zigzag a unos doscientos metros detrás de ellos.

—Deprisa —dijo Saul mientras se metían en la furgoneta en la oscuridad del bosque.

—No tenemos muchas posibilidades, ¿verdad? —preguntó Natalie.

—No —admitió Saul—. Tendrán a todos los polis de Orange y Riverside detrás de nosotros. Acordonarán la autopista entre aquí y el otro lado, cerrarán todas las rutas hacia la I-15 y enviarán helicópteros y vehículos todo terreno al bosque antes de la primera luz.

Cruzaron un riachuelo y la furgoneta rugió sobre la loma a cien kilómetros por hora con una ducha de grava. Natalie hizo deslizar la furgoneta por una curva, dominó perfectamente el volante y dijo:

—¿Ha valido la pena, Saul?

Saul intentaba ajustarse las gafas y la miró:

—Sí —dijo—. Ha valido la pena.

Natalie asintió con la cabeza y condujo por una pendiente hacia una extensión de bosque aún más oscuro.