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Cerca de San Juan Capistrano, sábado 25 de abril de 1981

Saul y Natalie volvieron al refugio esa tarde de sábado. El alivio de Natalie era bastante obvio, pero Saul mostraba ciertos sentimientos ambiguos.

—El potencial de investigación era terrible —dijo él—. La cantidad de datos que podría haber reunido si hubiera podido estudiar a Harod durante una semana.

—Sí —dijo Natalie—, y lo más probable es que él hubiera encontrado la manera de atraparnos con su poder.

—No lo creo —dijo Saul—. El simple uso de barbitúricos parece que inhibió su capacidad de generar los ritmos necesarios para entrar en contacto y controlar otros sistemas nerviosos.

—Pero si lo hubiéramos retenido una semana, la gente habría empezado a buscarle —dijo Natalie—. Por mucho que aprendieras, no podrías pasar a la fase siguiente del plan.

—Sí, es cierto —estuvo ahora de acuerdo Saul, pero había pesar en su voz.

—¿Crees realmente que Harod cumplirá su parte del trato de introducir a alguien en la isla? —preguntó Natalie.

—Hay una posibilidad de que sí —dijo Saul—. En este preciso momento parece que el señor Harod opera siguiendo una política de limitación de daños. Hay ciertos incentivos que lo mueven a cumplir el plan. Si no coopera, no estamos peor que antes.

—¿Y si coopera hasta el punto de llevar a uno de nosotros a la isla y después nos entrega a Barent y a los demás como un trofeo de caza? Es lo que yo haría en su lugar.

Saul se estremeció.

—En ese caso sí estaríamos peor que antes. Pero hay otras cosas que tratar antes de tener que afrontar esa posibilidad.

La granja estaba como la habían dejado. Natalie la inspecciono mientras Saul revisaba fragmentos de las cintas de vídeo. Incluso la visión de Tony Harod en cinta la mareaba.

—¿Y ahora? —preguntó.

Saul miró alrededor.

—Bueno, hay algunas cosas que hacer: transcribir y evaluar los interrogatorios, examinar las cintas de los encefalogramas y sensores, empezar el análisis de ordenador y la integración de todos esos datos. Después podremos empezar los experimentos de reelaboración utilizando la información que vayamos obteniendo. Tú necesitas practicar las técnicas de hipnosis que hemos empezado a trabajar y estudiar tus carpetas sobre los años de Viena y Nina Drayton. Ambos necesitamos analizar críticamente nuestros planes a la luz de los datos sobre la isla Dolmann, posiblemente examinar de nuevo el papel que Jack Cohen debe tener en ellos.

Natalie suspiró.

—Magnífico. ¿Por dónde quieres que empiece?

—Por ninguna parte —sonrió Saul—. Por si no te has dado cuenta durante tu estancia en Israel, hoy es el Sabbath de mi pueblo. Hoy descansamos. Tú puedes irte arriba mientras yo preparo una magnífica comida para celebrar nuestro regreso a Estados Unidos, bistec, patatas al horno, pastel de manzana y cerveza Budweiser.

—Pero no tenemos nada de eso, Saul. Jack sólo nos ha dejado comida en conserva y congelada.

—Lo sé. Es por eso que, mientras tú duermes la siesta, yo iré de compras a aquel pequeño almacén al fondo del cañón.

—Pero…

—Pero nada, querida. —Saul la hizo girar y le dio una palmadita en la espalda—. Te llamaré cuando los bistecs se estén haciendo y podremos tomar una copa de ese Jack Daniel’s que tú guardas.

—Quiero ayudar a hacer la tarta —dijo Natalie.

—De acuerdo —aceptó Saul—. Tomaremos Jack Daniel’s y haremos la tarta.

Saul se tomó su tiempo en hacer las compras, empujando el carrito por las alas iluminadas, escuchando la música anodina del hilo musical y pensando en ritmos theta y agresión. Hacía mucho tiempo que había descubierto que los supermercados estadounidenses ofrecían una de las vías posibles más fáciles de autohipnosis. Hacía también mucho tiempo que tenía la costumbre de entrar en un leve trance hipnótico para afrontar problemas complejos.

Mientras recorría repisa tras repisa, Saul comprendió que había pasado los últimos veinticinco años siguiendo caminos equivocados para intentar encontrar el mecanismo de dominación en los humanos. Como la mayor parte de los investigadores, había postulado una complicada interacción de signos sociales, de sutilezas fisiológicas y comportamientos de orden elevado. Incluso con su conocimiento de la naturaleza primitiva de su posesión por el oberst, buscaba el gatillo en las circunvoluciones desconocidas de la corteza cerebral, bajando ocasionalmente al cerebro. Ahora los datos del encefalograma sugerían que la «aptitud» tenía su origen en el tronco cerebral primitivo y era emitida por el hipocampo juntamente con el hipotálamo. Saul hacía mucho que pensaba que el oberst y la gente como él eran algún tipo de mutación, una experiencia evolutiva o un capricho estadístico que ilustraba poderes humanos normales en un exceso enfermizo. Las cuarenta horas con Harod habían cambiado eso para siempre. Si la fuente de esta inexplicable «aptitud» era el tronco del cerebro y el sistema linfático de los primeros mamíferos, Saul comprendió que la «aptitud» del vampiro de la mente debía ser anterior al Homo sapiens. Harod y los otros eran burlas, retrocesos al azar a una fase evolutiva anterior.

Saul pensaba aún en los ritmos theta y el estado REM cuando se dio cuenta de que había pagado los comestibles y le entregaban dos bolsas llenas.

En un capricho, pidió que le cambiaran cuatro dólares en monedas. Mientras llevaba los comestibles a la furgoneta, pensaba si debería telefonear a Jack Cohen o no.

La lógica le decía que no. Aún estaba decidido a no meter en el asunto al agente israelí más de lo que era absolutamente necesario, para que no tuviera que compartir los detalles de los últimos días. Y no tenía otros pedidos que hacer al agente. Todavía no. Llamar a Jack sería pura autocomplacencia de simpatía hacia él.

Dejó los comestibles en la furgoneta y se dirigió a una cabina cerca de la entrada del supermercado. Quizá fuese el momento de un poco de satisfacción personal. Estaba con un humor triunfante y quería compartirlo con alguien. Sería circunspecto, pero Jack recibiría el mensaje de que esta vez su tiempo y esfuerzo habían dado buenos resultados.

Marcó el número del teléfono de la casa de Jack. No contestaba nadie. Recuperó sus monedas y marcó el número de la embajada israelí para pedirle a la telefonista la extensión de Jack. Cuando otra secretaria preguntó quién llamaba, Saul dio el nombre de Sam Turner, como Cohen había sugerido. Le había dicho que «Sam Turnen» tenía prioridad inmediata.

Hubo una demora de casi un minuto. Saul luchó contra una angustiosa sensación de dejà vu que crecía en él. Un hombre se puso al teléfono y dijo:

—Dígame, ¿quién habla?

—Sam Turner —dijo Saul sintiendo cómo la náusea crecía. Sabía que debía colgar.

—¿Y con quién desea hablar, por favor?

—Con Jack Cohen.

—¿Puede decirme, por favor, la naturaleza del asunto que desea tratar con el señor Cohen?

—Personal.

—¿Es usted un pariente o un amigo personal del señor Cohen?

Saul colgó. Sabía que localizar una llamada telefónica era más difícil de lo que las películas y la televisión sugerían, pero había estado mucho rato en la línea. Llamó a información, pidió el número del Los Angeles Time y utilizó las últimas monedas para telefonear al periódico.

Los Angeles Times.

—Sí —dijo Saul—, me llamo Chaim Herzog y soy ayudante del jefe de información del consulado israelí aquí en la ciudad y llamo para comprobar un error en un artículo que publicaron la semana pasada.

—De acuerdo, señor Herzog. Tiene que hablar con Archivos. Un momento, por favor.

Saul miró las largas sombras en la ladera del otro lado de la autopista y cuando la mujer dijo «Archivo» casi saltó. Le repitió su historia.

—¿Qué día apareció ese artículo?

—Lo siento —se excusó Saul—, pero no tengo aquí el recorte y he olvidado el día.

—¿Y cómo se llama esa persona?

—Cohen —dijo Saul—, Jack Cohen.

Se apoyó en el teléfono y contempló los grandes pájaros negros que picoteaban algo más allá de la autopista. Arriba, un helicóptero se dirigía hacia el oeste a ciento cincuenta metros de altitud. Se imaginó, a la mujer de Archivos picando las teclas de su ordenador.

—Ya lo tengo —dijo ella—. Es la edición del miércoles, 22 de abril, página 4. «Funcionario de la embajada israelí asesinado por sus asaltantes en el aeropuerto.» ¿Es a este artículo que se refiere?

—Sí.

—Es una noticia de Associated Press, señor Herzog. Cualquier error debe de tener su origen en el servicio de télex de Washington.

—¿Puede leérmelo, por favor? —pidió Saul—. Para que pueda ver si el error apareció realmente.

—Por supuesto. —La mujer le leyó el artículo de cuatro parágrafos, que empezaba: «El cuerpo de Jack Cohen, de cincuenta y ocho años, agregado de agricultura de la embajada israelí, fue encontrado esta tarde en el aparcamiento del aeropuerto internacional Dulles, aparentemente víctima de un robo con agresión», y terminaba: «Aunque por el momento no hay pistas, la policía prosigue las investigaciones.»

—Muchas gracias —dijo Saul, y colgó. Al otro lado de la carretera, los pájaros negros abandonaron su comida y aletearon hacia el cielo en una ancha espiral.

Saul subió por el cañón a cien kilómetros por hora, con la furgoneta al límite de su potencia y maniobrabilidad. Había pasado por lo menos un minuto cerca del teléfono, intentando construir un argumento lógico, tranquilizador, de que la muerte de Jack Cohen podía, realmente, haber sido debido a un atraco. Coincidencias de este tipo ocurrían constantemente en la vida real. Aunque no fuera así, parte de su cerebro argumentaba que habían pasado cuatro días. Si los asesinos habían podido asociar a Cohen con el refugio, ya deberían de haber llegado.

Saul no lo aceptó. Giró hacia el camino de la granja en medio de una nube de polvo y aceleró entre los árboles y cercados. No llevaba encima la automática del 32. Estaba en su habitación, arriba, junto a la de Natalie.

No había coches delante de la casa. La puerta principal estaba cerrada. La abrió y entró.

—¡Natalie!

No hubo respuesta desde arriba.

Miró alrededor. No vio nada fuera de su sitio, se dirigió rápidamente a través del comedor y la cocina hasta la sala de observación, encontró la pistola, cogió la caja con los cartuchos y corrió de nuevo hasta la sala de estar.

—¡Natalie!

Había subido tres peldaños de un salto, con el arma en la mano, cuando Natalie llegó a la barandilla.

—¿Qué pasa?

Se frotaba los ojos, somnolienta.

—Prepara la maleta. Recógelo todo rápidamente. Tenemos que largarnos enseguida.

Ella no hizo preguntas, se giró y se dirigió a su habitación. Saul fue hasta su dormitorio, cogió la pistola que estaba sobre la maleta, verificó el seguro y la dejó lista para disparar. Después se la metió en el bolsillo de su americana deportiva.

Cuando llegó con su mochila y la bolsa, Natalie tenía ya su equipaje en la furgoneta.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó ella. Su Colt 32 abultaba en el gran bolsillo de su falda campesina.

—¿Recuerdas aquellas dos latas de gasolina que Jack y yo encontramos en el granero? Tráelas al porche y quédate aquí por si acaso un coche entra en el camino o aparece un helicóptero. Espera, aquí tienes la llave de la furgoneta. Pon el motor en marcha. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Volvió a entrar y empezó a desconectar hilos del material electrónico, sacando enchufes y metiendo piezas en cajas sin preocuparse de qué pertenecía a qué. Podía dejar el grabador de vídeo y la cámara, pero necesitaría el aparato de encefalogramas, las unidades de telemetría, las cintas, el ordenador, la impresora, el papel, los transmisores de radio. Llevó las cajas a la furgoneta. Saul y Natalie habían tardado dos días en instalar y calibrar el equipo y preparar la sala de interrogatorios. Les bastaron menos de diez minutos para desmontarlo y meterlo todo de nuevo en la furgoneta.

—¿Alguna novedad?

—Todavía nada —gritó Natalie.

Saul vaciló sólo un segundo y después llevó las latas de gasolina hacia la parte trasera de la casa y empezó a rociar con ella la sala de interrogatorios, la sala de observación, la cocina y la sala de estar. Le pareció en cierto sentido un acto bárbaro e ingrato, pero no tenía idea de lo que los hombres de Haines o de Barent podrían sacar de lo que dejarían atrás. Lanzó afuera las latas vacías, comprobó que los cuartos de arriba estaban vacíos y cargó las últimas cosas de la cocina. Cogió su mechero y se paró en el porche.

—¿Olvido algo, Natalie?

—¡El explosivo plástico y los detonadores, en el sótano!

—Dios mío —dijo Saul y corrió hacia la escalera. Natalie había hecho un nido en el centro de las cajas en la parte trasera de la furgoneta para el cajón de detonadores y cuando Saul volvió lo puso allí.

El psiquiatra hizo un viaje final a la casa, trajo la botella de Jack Daniel’s y prendió fuego a los regueros de gasolina. El efecto fue inmediato y dramático. Saul se protegió la cara del calor y pensó. «Lo siento, Jack.»

Natalie estaba detrás del volante cuando él llegó corriendo y no esperó a que cerrara la puerta para empezar a alejarse, lanzando grava sobre la hierba al patinar las ruedas a causa del brusco acelerón.

—¿Hacia dónde? —preguntó ella cuando llegaron a la carretera.

—Hacia el este.

Natalie obedeció.