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Los Ángeles, sábado 25 de abril de 1981

Harod estaba drogado y con los ojos vendados cuando lo dejaron a una manzana de Disneylandia. Cuando volvió en sí estaba sentado detrás del volante de su Ferrari, completamente vestido, con las manos libres, los ojos cubiertos por una simple máscara negra de dormir. El coche estaba aparcado detrás de un almacén de tapices baratos, entre un contenedor de basura y una pared de ladrillos.

Harod salió del coche y se inclinó sobre la capota hasta que las náuseas y el mareo empezaron a disiparse. Pasaron treinta minutos hasta que se sintió suficientemente despierto para conducir.

Evitando las autopistas, se dirigió hacia el oeste por entre el tráfico de sábado y después hacia el norte por Long Beach Boulevard. Harod intentó comprender lo que había pasado. La mayoría de las cuarenta y ocho horas anteriores eran confusas como en un sueño —largas conversaciones de las que sólo podía recordar fragmentos—, pero las marcas de las inyecciones y los restos del hormigueo del dardo tranquilizador final no permitían dudar de que le habían drogado, secuestrado y hecho pasar por un infierno.

Tenía que ser Willi. La última conversación —la única que podía recordar completamente— no dejaba dudas sobre eso.

El hombre del pasamontañas había entrado y se había sentado en la cama. Harod quería verle los ojos, pero las gafas de espejo sólo reflejaban su propia cara pálida y sin afeitar.

—Tony —dijo el hombre en voz baja con aquel acento irritante familiar—, te dejaremos marchar.

En ese momento estuvo seguro de que iba a morir.

—Tengo que hacerte una pregunta antes de dejarte marchar, Tony —dijo el hombre. Su boca era la única parte humana de su cabeza—. ¿Cómo vas a suministrar la mayor parte de las víctimas para los cinco días de competición del Island Club este año?

Harod intentó humedecerse los labios, pero no tenía saliva en la lengua.

—Lo ignoro todo sobre eso.

El pasamontañas negro se balanceó, las lentes de las gafas reflejaron la luz.

—Oh, Tony, es demasiado tarde para eso. Tú sabes que suministras los cuerpos, pero ¿cómo vas a hacerlo? Con tus preferencias por las mujeres. ¿Están realmente preparados para jugar sólo con mujeres este año?

Harod meneó la cabeza.

—Tengo que comprender esto antes de decirte adiós, Tony.

—¿Willi? —gruñó Harod—. Por el amor de Dios, Willi, no tienes que hacerme esto. Dime algo.

Los dos espejos de las gafas se concentraron en la cara de Harod.

—¿Willi? No me parece que conozcamos a nadie que se llame Willi, ¿verdad? Ahora dime ¿cómo vas a suministrar personas de ambos sexos cuando tú y yo sabemos que no puedes?

Harod luchó contra las esposas, arqueando la espalda para dar un puntapié a la cabeza tapada del hombre. Sin prisa, el hombre se puso de pie y se acercó a la cabecera de la cama, lejos de los pies y las manos de Harod. Cogió suavemente los cabellos de Harod y le levantó la cabeza de la almohada.

—Tony, nos contestarás. Supongo que no lo dudas. Quizá ya nos hayas contestado. Lo que queremos ahora es que nos lo confirmes mientras estás consciente. Si tenemos que drogarte de nuevo, eso retrasará tu liberación.

«Retrasará tu liberación» le sonaba a Harod como un eufemismo por «aplazará el momento de matarte», y eso era bueno para él. Si el silencio —incluso el silencio con dolor y coacción— podía aplazar la inevitable bala en el cerebro, Harod estaba dispuesto a estar tan callado como la jodida Esfinge.

Excepto que no se lo creía. Sabía por fragmentos de recuerdos que había contado todo lo que alguien podía desear; se había desfogado mientras estaba bajo un estímulo químico cualquiera que le habían inyectado. Si era Willi, lo que parecía probable, lo descubriría. Podría incluso ser en interés de Harod que Willi lo supiese. Harod aún tenía la esperanza de que Willi tuviese algún otro uso para él. Recordó la cara del peón en el tablero de ajedrez de Waldheim. Si esos tres eran dirigidos por Barent o Kepler o Sutter o una coalición de estos tres, entonces querían una confirmación de cosas que ya sabían o podían descubrir fácilmente. De todas formas, lo que Harod necesitaba ahora era un diálogo.

—Pago a Haines para que me encuentre cuerpos —dijo—. Fugitivos, ex presidiarios, antiguos confidentes con nuevas identidades. Él lo organizará. Los contratará, prometiéndoles un buen sueldo y explicándoles que se trata de una especie de asunto del gobierno. Cuando descubran que el único pago que tendrán es una fosa, estarán en la isla en una de las celdas. Demasiado tarde para echarse atrás.

El hombre del pasamontañas rió.

—Pagando al agente Haines, ¿eh? ¿Y qué opina de eso su auténtico amo?

Harod intentó encogerse de hombros, comprendió que le era imposible a causa de las esposas y sacudió la cabeza.

—Me da igual y creo que a Barent también. Fue idea de Kepler encargarme esto. Es básicamente una prueba de QI, no una prueba de mi «aptitud»…

Las gafas de espejo bajaron y subieron.

—Cuéntame más cosas de la isla, Tony. La disposición. Las celdas. El campamento. La seguridad. Todo. Después voy a pedirte un favor.

Fue en ese momento cuando Harod tuvo la certeza de que se trataba de Willi. Entonces habló durante una hora. Y seguía vivo.

Cuando Harod llegó a Beverly Hills, había decidido contárselo todo a Barent y Kepler. No podía estar siempre en el medio; si Willi estaba detrás del secuestro, el viejo esperaba que se lo contara a Barent. Conociendo a Willi, probablemente formaba parte de su plan. Pero si era una prueba de lealtad preparada por Barent y Kepler, si no lo comunicara podría tener consecuencias funestas.

Cuando Harod había acabado de contar lo que sabía sobre la isla Dolmann y el deporte del club, el hombre del pasamontañas había comentado:

—Muy bien, Harod. Tu ayuda es valiosa. Sólo hay un favor que tenemos que pedirte como condición para tu liberación.

—¿Cuál?

—Dices que escogerás a los voluntarios de Richard Haines el sábado, 13 de junio. Entraremos en contacto contigo el viernes, 12. Habrá una o más personas que sustituirán a algunos de los voluntarios de Haines.

—¿Qué?

«Claro —había pensado Harod—. Willi está intentando marcar puntos de cualquier manera.» Después la realidad fue a su encuentro. «¡Willi piensa venir realmente a la isla!»

—¿De acuerdo? —preguntó el hombre detrás de las gafas de sol.

—Sí, de acuerdo.

Harod aún no podía creer que le dejaban marcharse. Aceptaría lo que fuese y después haría lo que quisiera.

—¿Y no hablarás de la sustitución con nadie?

—No.

—¿Comprendes que tu vida depende de que obedezcas? Depende de eso ahora y en el futuro. No hay estatuto de limitaciones en la traición, Tony.

—Sí, lo comprendo. —Harod se preguntó hasta qué punto Willi pensaba que él era estúpido. ¿Y hasta qué punto él mismo se había vuelto estúpido? Los «voluntarios», como ese tío los llamaba, estaban numerados y esperaban desnudos en una celda hasta que un sorteo determinaba quién y cuándo lucharía. Harod no veía cómo Willi podía apañar aquello, y si esperaba pasar armas a través de la seguridad de Barent, Willi se había vuelto el viejo senil por quien Harod lo había tomado antes—. Sí —repitió Harod—. Comprendo. De acuerdo.

Sehr gut —dijo el hombre del pasamontañas.

Y le dejaron marcharse.

Harod decidió llamar a Barent después de bañarse, tomar una copa y discutir el caso con María Chen. Se preguntaba si ella le había echado de menos, si se había preocupado por él. Sonrió cuando la imaginó telefoneando a la policía para denunciar su desaparición. ¿Cuántas veces durante estos años él había desaparecido durante días —incluso semanas— sin decirle adónde iba?

La sonrisa de Harod desapareció cuando comprendió cómo ese tipo de vida le había dejado vulnerable precisamente ante cosas como la que le acababa de pasar.

Detuvo el Ferrari justo bajo la mirada funesta de su fiel sátiro y se dirigió a la casa. Quizá pudiera llamar a Barent después de un baño, una copa, un masaje y…

La puerta delantera estaba abierta.

Harod permaneció inmóvil durante varios interminables segundos antes de entrar, tambaleándose, por la puerta abierta, sintiendo que el mareo de la droga aumentaba cuando evitaba cuidadosamente las paredes y los muebles, gritando el nombre de María Chen, sin apenas darse cuenta de los muebles volcados hasta que intentó saltar sobre una silla caída y cayó pesadamente sobre la moqueta. Se puso de pie y comenzó de nuevo a gritar y buscar.

La encontró en su despacho, acurrucada en el suelo detrás de su mesa. Su pelo negro estaba enredado con sangre en la frente y su rostro, hinchado, era casi irreconocible. La mueca que hacía mostraba unos labios púrpura y por lo menos un diente delantero roto.

Harod dio la vuelta a la mesa, se arrodilló y le acarició la cabeza. Ella gimió cuando él la movió:

—Tony.

Tony Harod descubrió que en medio de la furia más profunda que jamás había sentido no le vinieron a la cabeza obscenidades. Su voz, cuando pudo hablar, era poco más que un murmullo.

—¿Quién te ha hecho esto? ¿Cuándo?

María Chen empezó a hablar, pero su boca hinchada la hizo parar y contener las lágrimas. Harod se inclinó más para poder oír los susurros cuando ella lo intentase de nuevo.

—Anoche. Tres hombres. Te buscaban. No dijeron quién los enviaba. Pero vi a Richard Haines… en el coche… antes que el timbre sonara…

Harod la hizo callar con un gesto y la levantó en brazos con infinito cuidado. Mientras la llevaba a su habitación, comprendiendo que había sido sólo una gran paliza y que ella sobreviviría y se pondría bien, descubrió, para gran sorpresa suya, que las lágrimas le caían por las mejillas.

Si los hombres de Barent habían estado aquí la noche anterior buscándole, comprendió que no había duda sobre quién le había secuestrado. ¿Quién si no Willi?

En ese momento deseó poder coger un teléfono y llamar a Willi. Le habría gustado decirle que no había motivo para ese juego tan minuciosamente elaborado, para todas esas absurdas precauciones.

Fuera lo que fuese lo que Willi quería hacerle a Barent, Harod estaba dispuesto a ayudarle.