Cerca de San Juan Capistrano, viernes 24 de abril de 1981
Natalie salió de la niebla de la anestesia con el contacto suave de Saul que le limpiaba la frente con un paño húmedo. Miró hacia abajo, vio las correas alrededor de sus brazos y piernas, y empezó a llorar.
—Ya está, ya está —dijo Saul. Se inclinó y besó su pelo tiernamente—. Ya ha pasado.
—¿Cómo…? —Se detuvo y se pasó la lengua por los labios. Se sentía lejana y elástica—. ¿Cuánto tiempo?
—Unos treinta minutos —dijo Saul—. Creo que fuimos demasiado discretos con la mezcla.
Natalie meneó la cabeza. Recordaba el horror de verse, de sentirse preparada para saltar sobre Saul. Sabía que le habría asesinado con sus propias manos.
—Tenía que ser… rápido —murmuró ella—. ¿Y Harod?
Apenas conseguía decir su nombre. Saul asintió con la cabeza.
—El primer interrogatorio ha ido muy bien. El encefalograma es extraordinario. Va a volver en sí muy pronto… Es por eso que… —Hizo un gesto señalando las correas.
—Lo sé —dijo Natalie. Ella misma había ayudado a montar la cama con las correas. Su pulso aún latía muy deprisa debido al increíble asalto de adrenalina que se había producido durante su posesión por Harod y al miedo que había sentido antes de entrar en la habitación. Entrar en aquella habitación había sido la cosa más difícil que había tenido que hacer en toda su vida.
—Creo que va muy bien —dijo Saul—. Según el encefalograma no hubo ninguna tentativa de utilizar sus poderes en ti o en mí mientras estaba bajo el Sodio Pentotal. Hace quince minutos que está volviendo en sí…, sus lecturas casi vuelven a la base que hemos establecido esta mañana… y no ha intentado restablecer contacto contigo. Me siento razonablemente seguro de que hay una línea de visión para el contacto inicial o para restablecerlo si el contacto se rompe. Naturalmente sería diferente para sujetos que él haya condicionado, pero no creo que Harod pueda establecer contacto contigo ahora sin verte.
Natalie intentó no llorar. Las correas no eran incómodas, pero le producían una angustiosa sensación de claustrofobia. De los electrodos en su cuero cabelludo salían hilos hacia el pequeño aparato de telemetría fijado a su cintura. Saul había conocido este equipo a través de colegas que hacían estudios sobre sueños y habían podido indicarle a Cohen exactamente dónde comprarlo.
—No lo sabemos —dijo ella.
—Sabemos mucho más de lo que sabíamos hace veinticuatro horas —matizó Saul. Cogió dos largas cintas de papel de la lectura del encefalograma. El estilete del ordenador había trazado una escritura enloquecida de picos y valles—. Mira esto. Primero, lo que parecen ser sus disparos al azar en su hipocampo. La cima de las ondas alfa de Harod bajan al mínimo y después van hacia lo que parece ser un estado REM. Tres coma dos segundos después…, mira… —Saul le mostró una segunda cinta donde los picos y los valles eran exactamente iguales a los primeros—. Una simpatía perfecta. Perdiste todas las funciones de orden más elevado, no tenías control de los reflejos voluntarios, incluso tu sistema nervioso autónomo se había hecho esclavo del suyo. Menos de cuatro segundos para unirte a él en este estado REM o lo que sea. Y, quizá la anomalía más interesante, aquí Harod genera un ritmo theta mientras el BEG neocortical se allanaba. Natalie, este fenómeno del ritmo theta está bien documentado en conejos, ratones, etcétera, en actividades específicas de la especie, como exhibiciones de agresión y dominio, pero ¡nunca se había descubierto en un primate!
—¿Quieres decir que yo tenía el cerebro de un ratón? —preguntó Natalie.
Era una broma simple y no le impidió sentir ganas de llorar.
—En cierta forma; Harod, y probablemente otros, genera esta excepcional actividad del ritmo theta tanto en su propio hipocampo como en el de su víctima —dijo Saul casi para sí. No se había percatado del intento de Natalie de hacer una broma—. El efecto simpático en su cerebro fue anular la actividad neocortical mientras generaba un estado REM artificial. Recibiste una entrada sensorial, pero no podías actuar sobre ella. Harod sí. Increíble. Aquí —señaló una bajada súbita de los picos de su gráfico— es precisamente donde las toxinas nerviosas del dardo tranquilizador hacen efecto. Observa la falta de reciprocidad en el gráfico de Harod. Es evidente que lo que él deseaba podía ser transmitido a órdenes neuroquímicas en tu cuerpo, pero lo que tú sentías sólo le era indirectamente transmitido a Harod. Él sólo sentía tu dolor o parálisis como si estuviera en un sueño. Aquí, cuarenta y ocho segundos más tarde, es cuando le he inyectado la mezcla de Amatil-Pentotal. —Le mostró la zona donde las varias líneas de funciones de ondas cerebrales empezaban a abandonar su estado frenético—. Dios, lo que yo daría por tenerlo en algún sitio durante un mes con un aparato CAT.
—Saul, y si yo… ¿Y si él restablece su control sobre mí?
Saul se ajustó las gafas.
—Lo sabré enseguida, aunque no esté mirando las lecturas. Programé el ordenador para dar la alarma a la primera señal de actividad errática de su hipocampo, la caída súbita de tus modelos de ondas alfa o la aparición del ritmo theta.
—Sí —dijo Natalie, y aspiró—, pero ¿qué harás entonces?
—Haremos los estudios tiempo-distancia como planeamos —explicó Saul—. Todos los canales de datos deben ser nítidos a treinta kilómetros si utilizamos el transmisor que compró Jack.
—Pero ¿qué pasa si él lo puede hacer a cien kilómetros, incluso a mil? —Natalie se esforzó por mantener calma la voz. Quería gritar: «¿Y si él ya no me deja?» Se sintió como si hubiese dado su consentimiento para participar en un experimento médico en el que se dejaba que un parásito repugnante creciera dentro de su cuerpo.
Saul le cogió la mano.
—Treinta quilómetros es todo lo que nos hace falta probar ahora. Si llega a ese punto, volveremos y le inyectaremos de nuevo. Sabemos que no puede controlarte cuando está inconsciente.
—No podría hacerlo nunca más si estuviera muerto —dijo Natalie.
Saul asintió con la cabeza y le apretó la mano para infundirle ánimos.
—Ahora está despierto. Esperaremos cuarenta y cinco minutos y si no intenta cogerte podrás levantarte. Personalmente no creo que nuestro amigo Harod pueda hacerlo. Cualquiera que sea la fuente de los poderes de nuestros monstruos, todas las indicaciones preliminares sugieren que Anthony Harod es, sin duda, un monstruo pequeño.
Fue hasta la pila, trajo un vaso de agua y sostuvo la cabeza de Natalie mientras ella bebía.
—Saul…, cuando me liberes, seguirás con la alarma del ordenador puesta y el arma de dardos a punto, ¿verdad?
—Sí —dijo Saul—. Mientras tengamos a esta víbora en la casa, lo mantendremos en su jaula.
—Segundo interrogatorio a Anthony Harod. Viernes, 24 de abril de 1981. 7.23 de la tarde. Al sujeto le ha sido inyectado Sodio Pentotal y Meliritin-C. Datos también en vídeo, lectura de encefalograma, polígrafo y canales biosensores.
—Tony, ¿puedes oírme?
—Sí.
—¿Cómo te sientes?
—Bien. Raro.
—Tony, ¿cuándo naciste?
—¿Qué?
—¿Cuándo naciste?
—En 17 de octubre.
—¿De qué año, Tony?
—Ah… 1944.
—¿Qué edad tienes ahora?
—Treinta y seis.
—¿Dónde creciste, Tony?
—En Chicago.
—¿Cuándo supiste por primera vez que tenías el poder, Tony?
—¿Qué poder?
—Tu «aptitud» para controlar las acciones de la gente.
—Oh.
—¿Cuándo fue la primera vez, Tony?
—Ah…, cuando mi tía me dijo que tenía que irme a la cama. Yo no quería. Le hice decir que podía quedarme hasta más tarde.
—¿Qué edad tenías entonces?
—No lo sé.
—¿Qué edad crees que tenías?
—Seis años.
—¿Dónde estaban tus padres?
—Mi padre había muerto. Se suicidó cuando yo tenía cuatro años.
—¿Y tu madre?
—No me quería. Estaba furiosa conmigo. Me dejó con mi tía.
—¿Por qué no te quería?
—Dijo que era culpa mía.
—¿Qué era culpa tuya?
—Que mi padre hubiese muerto.
—¿Por qué decía eso?
—Porque mi padre me pegó…, me hizo daño…, me hizo daño justo antes de saltar.
—¿Saltar? ¿De una ventana?
—Sí. Vivíamos en un tercer piso. Mi padre cayó sobre una de esas cercas con púas.
—¿Tu padre te pegaba a menudo, Tony?
—Sí.
—¿Te acuerdas?
—Ahora sí.
—¿Recuerdas por qué te pegó la noche que se mató?
—Sí.
—Cuéntamelo, Tony.
—Tuve miedo. Yo dormía en la habitación delantera donde estaba el gran armario y el armario era muy oscuro. Me desperté y tuve miedo. Fui a la habitación de mi madre como siempre hacía, pero mi padre estaba allí. Normalmente no estaba allí, porque vendía cosas y estaba siempre de viaje. Pero esta vez estaba allí y le hacía daño a mamá.
—¿Cómo le hacía daño?
—Estaba sobre ella y no llevaba ropa y le hacía daño.
—¿Y tú qué hiciste, Tony?
—Lloré y le grité que parara.
—¿Hiciste algo más?
—No.
—¿Qué pasó después, Tony?
—Papá… se detuvo. Parecía muy nervioso. Me llevó a la sala de estar y me pegó con el cinturón. Me pegó mucho. Mi madre le dijo que parara, pero él continuó pegándome. Mucho.
—¿Y le hiciste parar?
—¡No!
—¿Qué pasó después, Tony?
—Papá de repente dejó de pegarme. Se cogía la cabeza y caminaba de una manera rara. Miró a mamá. Ella ya no lloraba. Llevaba la bata de franela de él. Acostumbraba a ponérsela cuando él no estaba, porque era más caliente que la suya. Entonces mi padre fue hasta la ventana y cayó.
—¿La ventana estaba cerrada?
—Sí. Hacía mucho frío fuera. La cerca era nueva. El dueño la había colocado hacía poco.
—¿Y cuándo fuiste a vivir con tu tía, Tony?
—Dos semanas después.
—¿Y por qué piensas que tu madre estaba enfadada contigo?
—Ella me lo dijo.
—¿Que estaba enfadada?
—Que yo le había hecho daño a papá.
—¿Haciéndole saltar?
—Sí.
—¿Le hiciste saltar, Tony?
—¡No!
—¿Estás seguro?
—¡Sí!
—Entonces, ¿cómo sabía tu madre que podías obligar a la gente a hacer cosas?
—¡No lo sé!
—Sí que lo sabes, Tony. Piensa. ¿Estás seguro de que cuando hiciste que tu tía te dejara quedar hasta tarde fue la primera vez que controlaste a alguien?
—¡Sí!
—¿Estás seguro, Tony?
—¡Sí!
—Entonces, ¿por qué pensó tu madre que tú podías hacer eso, Tony?
—¡Porque ella podía!
—¿Tu madre podía controlar a la gente?
—Mamá sí. Lo hacía siempre. Me hacía sentar en el orinal cuando yo era muy pequeño. Me obligaba a no llorar cuando yo quería. Obligaba a papá a hacer cosas para ella cuando estaba allí y así hacía que las cosas continuaran. ¡Ella lo hizo!
—¿Le hizo saltar esa noche?
—No. Me hizo hacerle saltar.
—Tercer interrogatorio a Anthony Harod. 8.07 de la tarde, viernes, 24 de abril. Tony, ¿quién mató a Aaron Eshkol y su familia?
—¿Quién?
—El israelí.
—¿Israelí?
—El señor Colben debe de haberte hablado del caso.
—¿Colben? Oh, no. Kepler me habló. Ya recuerdo. El chico de la embajada.
—Sí, el chico de la embajada. ¿Quién lo mató?
—Haines mandó a un grupo a hablar con él.
—¿Richard Haines?
—Sí.
—¿El agente Haines del FBI?
—Exacto.
—¿Haines mató personalmente a la familia Eshkol?
—Creo que sí. Kepler dijo que él dirigió el grupo.
—¿Quién autorizó esa operación?
—Ah…, Colben…, Barent.
—¿Cuál de ellos, Tony?
—Da igual. Colben era sólo una marioneta de Barent. ¿Puedo cerrar los ojos? Estoy muy cansado.
—Sí, Tony. Cierra los ojos. Duerme hasta nuestra próxima sesión.
—Cuarto interrogatorio a Anthony Harod. Viernes, 24 de abril de 1981.10.16 de la tarde. Sodio Pentotal administrado intravenosamente. Amobarbital reintroducido a las 10.04 de la tarde. Datos en vídeo, polígrafo, encefalograma y biosensor.
—¿Tony?
—Sí.
—¿Sabes dónde está el oberst?
—¿Quién?
—William Borden.
—Oh, Willi.
—¿Dónde está?
—No lo sé.
—¿Tienes alguna idea de dónde puede estar?
—No.
—¿Tienes alguna forma de saber dónde está?
—Ajá. Quizá. No lo sé.
—¿Por qué no? ¿Hay alguien que sepa dónde está?
—Kepler. Quizá.
—¿Joseph Kepler?
—Sí.
—¿Kepler sabe dónde está Willi Borden?
—Kepler dice que recibió cartas de Willi.
—¿Cuándo?
—No lo sé. Las últimas semanas.
—¿Crees a Kepler?
—Sí.
—¿De dónde vienen las cartas?
—De Francia. De Nueva York. Kepler no me lo contó todo.
—¿Willi empezó la correspondencia?
—No entiendo.
—¿Quién escribió primero: Willi o Kepler?
—Kepler.
—¿Cómo entró en contacto con Willi?
—Envió las cartas a los hombres que guardan su casa en Alemania.
—¿Waldheim?
—Sí.
—¿Kepler envió una carta a Willi a través de los guardias de Waldheim y Willi respondió?
—Sí.
—¿Por qué le escribió Kepler y qué dijo Willi en la respuesta?
—Kepler está jugando con dos barajas. Quiere estar bien con Willi por si acaso Willi entra en el Island Club.
—¿Island Club?
—Sí. Lo que queda. Trask está muerto. Colben está muerto. Creo que Kepler piensa que Barent tendrá que negociar si William mantiene la presión.
—Háblame del Island Club, Tony…
Sólo después de las dos de la noche Saul se reunió con Natalie en la cocina. El psiquiatra parecía cansado y estaba muy pálido. Natalie le sirvió una taza de café y se sentaron a examinar el gran mapa de carreteras.
—Es el mejor que pude conseguir —dijo Natalie—. Lo encontré en un restaurante de camioneros en la I-5.
—Necesitamos un auténtico atlas o informaciones de satélite. Quizá Jack Cohen pueda ayudarnos. —Saul pasó el dedo por la cuesta de Carolina del Sur—. Ni siquiera está aquí.
—No —admitió Natalie—, pero si está a treinta y cinco kilómetros de la costa como dice Harod, probablemente no saldría en este mapa. Supongo que debería estar por aquí, al este de las islas Cedar y Murphy…, no más al sur de Cape Romain.
Saul se quitó las gafas y se frotó la nariz.
—No se trata de un banco de arena —dijo—. Según Harod, la isla Dolmann tiene casi cinco kilómetros de largo y uno y medio de ancho. Tú has vivido la mayor parte de tu vida en Charleston. ¿No has oído hablar de ella?
—No —contestó Natalie—. ¿Estás seguro de que él duerme?
—Oh, sí —aseguró Saul—. No le podría despertar aunque quisiera durante las próximas seis horas. —Saul cogió el mapa que había hecho con las instrucciones de Harod y lo comparó con el mapa incluido en el informe de Cohen sobre Barent—. ¿Estás suficientemente despierta para revisar esto?
—Ponme a prueba —retó Natalie.
—Muy bien. Barent y su grupo…, los miembros supervivientes…, se encontrarán la semana del 7 de junio en el campamento de verano de la isla Dolmann. Es la parte pública. La gente que Harod dijo que estará allí es del calibre de los notables de que Jack Cohen nos habló. Todos hombres. No se permiten mujeres. Ni siquiera Margaret Thatcher podría entrar si lo deseara. De acuerdo con Jack, habrá muchos guardias de seguridad. La diversión pública termina el sábado, 13 de junio. El domingo, 14 de junio, de acuerdo con Harod, el oberst llegará y se reunirá con los cuatro miembros del Island Club, incluido Harod, para cinco días de deporte.
—¡Deporte! —jadeó Natalie—. Yo no lo llamaría así.
—Deporte de sangre —matizó Saul—. Tiene sentido. Esa gente tiene el mismo poder que el oberst, Melanie Fuller y Nina Drayton. El gusto de la violencia es adictivo para ellos, pero son figuras públicas. Es más difícil para ellos envolverse en el tipo de violencia indirecta de calle que parece que nuestros tres viejos iniciaron en Viena.
—Entonces se reservan para una terrible cita anual —dijo Natalie.
—Sí. Y también es una manera indolora, indolora para ellos, de restablecer su ley del más fuerte cada año. La isla es increíblemente privada. Técnicamente ni siquiera está bajo jurisdicción de Estados Unidos. Cuando Barent está allí, él y sus huéspedes están en esta zona…, la punta sur. Su casa está allí y también las llamadas instalaciones del campamento de verano. Los otros cuatro kilómetros y medio de senderos por la jungla y manglares están separados por zonas de seguridad, cercas y campos de minas. Es allí donde juegan su propia versión del viejo juego del oberst.
—Es extraño que él haya hecho tantos esfuerzos para ser invitado —dijo Natalie—. ¿Cuántas personas inocentes son sacrificadas durante esa semana de locura?
—Harod dice que cada miembro del Island Club recibe cinco sustitutos —explicó Saul—. Eso da uno al día durante los cinco días.
—¿Y dónde demonios encuentran esa gente?
—De acuerdo con Harod, Charles Colben suministraba la mayor parte —continuó explicando Saul—. La idea es que escogían a sus… ¿cómo llamarlos? Sus piezas de juego. Las escogen al azar cada mañana para el divertimiento del día. El divertimiento de la noche, más bien. Harod dice que el juego no empieza hasta la caída de la noche. La idea es que deben probar su «aptitud» con algún elemento de azar. No quieren perder… piezas… que han condicionado durante largos períodos.
—¿Dónde obtenían sus víctimas este año? —preguntó Natalie. Fue hasta el armario y volvió con una botella de Jack Daniel’s. Añadió un buen chorro a su café.
Saul le sonrió.
—Como nuevo miembro o aprendiz de vampiro o lo que sea nuestro querido Harod, fue encargado de suministrar quince personas. Tienen que ser personas en un estado físico razonablemente bueno, pero personas que no serán echadas de menos.
—Eso es absurdo —dijo Natalie—. Casi todo el mundo es echado de menos.
—La verdad es que no —suspiró Saul—. Hay docenas de miles de fugitivos adolescentes cada año en este país. La mayoría nunca vuelve. Todas las ciudades importantes tienen hospitales psiquiátricos llenos de gente sin antecedentes, sin familia que la busque. La policía está desbordada de denuncias de maridos y esposas desaparecidos.
—O sea que simplemente cogen a una docena de personas, las envían a esa isla maldita y les hacen matarse unos a otros.
La voz de Natalie sonaba poco clara por el cansancio.
—Sí.
—¿Crees que Harod dice la verdad?
—Puede estar trasmitiendo falsa información, pero las drogas no lo han dejado en estado de poder construir mentiras.
—Vas a dejarle vivir, ¿verdad, Saul?
—Sí. Nuestra mejor posibilidad de encontrar al oberst es que este grupo lleve adelante su locura en la isla. Eliminar a Harod, o incluso mantenerlo en cautividad mucho más tiempo, podría estropearlo todo.
—¿Crees que no se estropeará cuando este…, este cerdo les cuente todo sobre nosotros a Barent y a los demás?
—Creo que es probable que no lo cuente.
—Dios mío, Saul, ¿cómo puedes estar tan seguro?
—No lo estoy, pero estoy seguro de que Harod está muy confundido. Primero está convencido de que tú y yo somos agentes del oberst. Después cree que hemos sido enviados por Kepler o Barent. Simplemente no puede creer que somos actores independientes en este melodrama…
—Melodrama está muy bien —dijo Natalie—. Mi padre me dejaba estar despierta para ver este tipo de cosa los viernes por la noche en la televisión. El juego más peligroso. Todo esto es de mal gusto, Saul.
Saul Laski golpeó la mesa de la cocina con la palma de la mano con tanta fuerza que el ruido resonó en la cocina como un disparo de fusil. La taza de café de Natalie saltó y se derramó su contenido sobre la mesa.
—¡No me digas que es de mal gusto! —gritó Saul. Era la primera vez en cinco meses que Natalie le oía levantar la voz—. No me digas que todo esto es un mal melodrama. ¡Díselo a tu padre y a Rob, con sus gargantas cortadas! ¡Díselo a mi sobrino Aaron y a su mujer y a sus hijas! ¡Díselo a todos ellos! ¡Díselo a las miles de personas que el oberst llevó a los hornos! ¡Díselo a mi padre y a mi hermano Josef…!
Saul se puso de pie tan rápidamente que su silla cayó hacia atrás. Se inclinó sobre la mesa y Natalie vio los músculos bajo la piel bronceada de sus brazos, la terrible cicatriz en su brazo izquierdo, el descolorido tatuaje. Cuando habló de nuevo, su voz era más baja pero no más calmada; simplemente ahora la ferocidad estaba controlada.
—Natalie, todo este siglo ha sido un miserable melodrama escrito por cerebros de poca monta a costa de las almas y vidas de otras personas. No podemos impedirlo. Aunque terminemos con estos…, estas aberraciones, nuestro éxito sólo desviará el foco hacia algún otro comedor de carroña de esta farsa violenta. Estas cosas se hacen cada día sin esta absurda aptitud psíquica…, gente que ejerce el poder violentamente por su posición, por la bala o el voto o la punta del cuchillo…, pero, Dios mío, estos hijos de puta han destrozado nuestras familias, han matado a nuestros amigos, y vamos a obligarles a parar.
Saul se calló, se inclinó sobre las manos y bajó la cabeza. Su sudor goteaba en la mesa.
Natalie le tocó la mano.
—Saul —dijo en voz baja—. Lo sé. Lo siento. Estamos muy cansados. Necesitamos dormir.
Él asintió con la cabeza y le acarició las mejillas.
—Duerme un rato. Yo dormiré en la cama plegable en la sala de observación. Tengo los sensores programados con la alarma para cuando Harod se despierte. Con suerte, podremos dormir unas siete horas.
Natalie apagó la luz y fue con él hasta el fondo de la escalera Cuando ella empezó a subir, se detuvo y dijo:
—Esto significa que tenemos que pasar a la fase siguiente, ¿verdad? ¿Charleston?
Saul asintió con la cabeza, cansinamente.
—Creo que sí. No veo otro camino. Lo siento.
—Da igual —dijo Natalie, aunque su piel se erizó de miedo ante la idea de lo que les esperaba—. Sabía que tenía que llegar a eso.
Saul la miró.
—Sí —concluyó Natalie. Empezó a subir por la escalera lentamente, murmurando la última frase sólo para sí—: Sí, hay que hacerlo.