Beverly Hills, jueves 23 de abril de 1981
Una tarde de jueves, a primera hora, Tony Harod estaba acostado en una cama en el hotel Beverly Hilton y pensaba en el amor. Nunca le había interesado demasiado el asunto. Para Harod, el amor era la farsa que desencadenaba miles de banalidades, era la excusa de todas las mentiras, ilusiones e hipocresías que constituían las relaciones entre los sexos. Tony Harod se enorgullecía de haber jodido con centenares de mujeres, quizá miles, y nunca fingió estar enamorado de ninguna de ella, aunque en aquellos segundos finales de su sumisión, en el orgasmo, hubiese sentido algo que se acercaba al amor.
Ahora Tony Harod estaba enamorado.
Se descubría constantemente pensando en María Chen. Sus dedos recordaban la textura precisa de su piel. Soñaba con su dulce olor. Su pelo oscuro, sus ojos oscuros y su sonrisa suave flotaban al borde de su conciencia como una imagen en la periferia de la visión, escurridiza, que desapareciera cuando giraba la cabeza. Incluso sólo pronunciar su nombre le hacía sentirse extraño por dentro.
Harod puso las manos detrás de la cabeza y miró el techo. Las embrolladas sábanas aún guardaban el olor marino del sexo. En el baño, la ducha corría.
Harod y María Chen hacían su vida de siempre. Ella le traía el correo al yacuzzi cada mañana, le pasaba las llamadas, escribía al dictado, después lo acompañaba al estudio para ver la filmación de algunas tomas de El tratante de blancas y revisar las de la víspera. Las secuencias de estudio, que debían rodarse en los estudios Pinehurst, se estaban realizando en los Paramount a causa de problemas con los sindicatos británicos, y Harod se sentía muy contento porque eso le permitía vigilar la producción sin tener que pasar semanas fuera de casa. El día anterior, Harod había visto las primeras pruebas de Janet Delacourte —la vaca de veintiocho años que interpretaba el papel escrito para una núbil de diecisiete años— y de pronto imaginó a María Chen en el papel principal.
Las expresiones súbitas de María Chen en vez de las emociones rudas de la Delacourte, la desnudez seductora y sensual de María Chen en vez de la pesada y pálida desnudez de la estrella.
Harod y María Chen habían hecho el amor sólo tres veces después de Filadelfia, una represión que Harod no comprendía pero que le inflamaba con un deseo hacia ella que se expandía desde lo físico a lo psicológico; ella estaba en sus pensamientos la mayor parte del día. El simple acto de verla atravesar la sala le proporcionaba placer a Tony Harod.
La ducha paró y Harod oyó los sonidos amortiguados de la toalla y el rugido de un secador del cabello.
Intentó imaginarse la vida sin María Chen. Entre ambos tenían dinero suficiente para poderse marchar y vivir confortablemente durante dos o tres años. Podrían ir a cualquier parte. Harod siempre había deseado mandarlo todo a paseo, encontrar una pequeña isla en las Bahamas o en cualquier otro sitio y ver si podía escribir algo, aparte de las películas baratas. Se imaginó dejando una nota grosera a Barent y a Kepler y simplemente largándose lejos de todo aquello; imaginó a María Chen volviendo de la playa en su bañador azul, a ambos hablando mientras desayunaban con cruasanes y café acabado de hacer mientras el sol se levantaba sobre la laguna. A Tony Harod le gustaba estar enamorado.
Janet Delacourte salió desnuda del cuarto de baño y se sacudió la larga cabellera rubia, que le caía sobre los hombros.
—Tony, cariño, ¿tienes un cigarrillo?
—No.
Harod abrió los ojos para mirarla. Janet tenía la cara de una chica de quince años endurecida y pechos capaces de llenar un sueño húmedo de Russ Meyer. Después de tres películas, su talento de actriz continuaba piadosamente oculto. Se había casado con un millonario tejano de sesenta y tres años que le había comprado su propio pura sangre, que le había comprado un papel de diva por una noche de ópera que había sido el hazmerreír de Houston durante meses, y ahora estaba en vías de comprar Hollywood para ella. Schu Williams el realizador de El tratante de blancas, la semana anterior le había sugerido a Harod después de unas copas que Delacourte no produciría ninguna emoción si alguien la empujara por un acantilado. Harod le había recordado a Williams de dónde se obtenían tres de los nueve millones de dólares del presupuesto y sugirió que cambiaran el guión por quinta vez para eliminar las escenas en las que Janet tenía que hacer algo más allá de su alcance —como hablar— y añadir otro par de escenas de bañera y de harén.
—Muy bien, tengo uno aquí, en mi bolso.
Hurgó en un bolso de tela mayor que la bolsa de viaje habitual de Harod.
—¿No tienes más tomas hoy? —preguntó Harod—. ¿Otra tentativa de la escena de harén con Dirk?
—No. —Masticaba chicle y fumaba y conseguía hacer ambas cosas con la boca abierta—. Schuey dice que lo que filmamos el martes es lo mejor que podremos conseguir.
Se echó en la cama boca abajo, con los codos levantados, los enormes pechos por encima de las espinillas de Harod como pálidos melones en las rebajas de un supermercado.
Harod cerró los ojos.
—Tony, cariño, ¿es cierto que tienes el original de aquella cinta?
—¿Qué cinta?
—Ya lo sabes. Aquélla en la que la pequeña Shayla Berrington manosea la polla de un tío.
—Oh, ésa.
—Dios, debo de haber visto esos diez minutos de vídeo en por lo menos sesenta fiestas en los últimos meses. La gente no se cansa de mirarla. Casi no tiene tetas, ¿verdad?
—Mmmm —murmuro Harod.
—Yo estaba en esa fiesta benéfica con ella, sabes, aquélla para los niños con como-se-llame-eso. Estaba en la mesa de Dreyfus y Clint y Meryl. Creo que Shayla es tan presumida que se cree que su culo no huele, ¿sabes lo que quiero decir? Creo que se merece que todo el mundo se ría mirando eso.
—¿Se reían?
—Oh, sí. Don es tan divertido. Habla mucho, sabes, se burla de todos y cuando llega a Shayla dice alguna cosa como: «Y nos sentimos honrados con la presencia de una de las más hermosas jóvenes sirenas que ha habido desde que Esther Williams se quitó el gorro de baño», o algo así, ya sabes, sólo que más divertido. ¿Entonces la tienes tú?
—¿Tengo qué?
—Ya lo sabes, la cinta original.
—¿Qué importa quién tiene el original si hay copias por toda la ciudad?
—Tony, querido, yo sólo soy curiosa, nada más. Creo que fue una especie de venganza si filmaste eso después de que Shayla rechazara el «tratante» ese.
—¿El «tratante» ese?
—Oh, es como Schuey lo llama. Más o menos como Chris Plummer llamando El sonido de la música, como El sonido del moco, ¿sabes? Todos lo llamamos así en escena.
—Divertido —dijo Harod—. ¿Quién ha dicho que a la Berrington se le ofreció alguna vez el papel?
—Oh, querido, todo el mundo sabe que fue la primera seleccionada. No tendría los veinte millones de presupuesto si la encantadora «señorita maravillas» hubiese firmado, creo. —Janet Delacourte se sacó el cigarrillo de los labios y rió—. Claro que ahora no consigue nada. Me dijeron que la Disney canceló aquella gran comedia musical que pensaban hacer para ella y Donnie, y Marie la echó del especial que iban a rodar en Hawái. Su vieja madre mormona le echó una bronca y tuvo una enfermedad coronaria o algo así. Horrible.
Jugó con los dedos de los pies de Harod y meneó los pechos hacia adelante y hacia atrás sobre sus piernas.
Tony Harod retiró las piernas y se sentó al borde de la cama.
—Voy a tomar una ducha. ¿Estarás aquí cuando vuelva?
Janet Delacourte reventó un globo de chicle, giró sobre la espalda y le sonrió cabeza abajo.
—¿Quieres que esté, cariño?
—No especialmente —dijo Harod.
Ella recuperó su posición.
—Entonces que te jodan —dijo sin animosidad en la voz—. Me voy de compras.
Cuarenta minutos más tarde Harod salió del Beverly Hilton, bostezando y entregando sus llaves al chico de chaleco rojo y pantalones blancos.
—¿Cuál de ellos hoy, señor Harod? —preguntó el chico—. ¿El Mercedes o el Ferrari?
—Hoy el alemán gris, Johnny —dijo Harod.
—Muy bien.
Mientras esperaba, Harod espió las palmeras y el cielo azul a través de sus gafas de sol. Pensó que Los Ángeles tenía quizá el clima más aburrido de todo el maldito mundo. Excepto, quizás, el sur de Chicago, donde había nacido.
Apareció el Mercedes, Harod miró alrededor, empezó a alargar la mano con el billete de cinco dólares y se encontró con la cara risueña de Joseph Kepler.
—Entra, Tony —dijo Kepler—. Tenemos que hablar.
Kepler condujo hacia Coldwater Canyon. Harod lo miró a través de sus gafas.
—La seguridad del Hilton es realmente una mierda —dijo Harod—. Actualmente dejan entrar todo tipo de gente en tu coche.
Kepler torció su sonrisa de Charlston Heston.
—Johnny me conoce —explicó—. Le dije que era una broma.
—Ja, ja —murmuró Harod.
—Tenemos que hablar, Tony.
—Ya lo has dicho.
—Eres muy listo, ¿verdad, Tony?
—Acaba con eso. Si tienes algo que decirme, escúpelo.
Kepler conducía demasiado deprisa. Conducía con arrogancia, sólo con el brazo derecho, la muñeca apoyada en el volante.
—Tu amigo Willi hizo otra jugada —dijo.
—Regla básica —cortó Harod—: podemos tener nuestra pequeña conversación aquí y ahora, pero si te refieres a él como «tu amigo Willi» una vez más te tragarás los dientes. ¿De acuerdo, buen amigo Joseph?
Kepler le miró.
—Willi ha hecho su correspondiente jugada y es necesario que haya alguna respuesta.
—¿Qué hizo esta vez? ¿Dar por el culo a la mujer del presidente o algo así?
—Un poco más dramático y difícil que eso.
—¿Quieres hacerme pasar un concurso de televisión?
—Da igual lo que hizo —dijo Kepler— y no leerás nada en los periódicos sobre el caso, pero es algo que Barent no puede pasar por alto. Quiero decir que tu…, que Willi está dispuesto a hacer apuestas altas y tendremos que responder de alguna forma.
—Entonces ahora vamos a una política de tierra quemada, ¿eh? —dijo Harod—. Matar a todos los germano-americanos de más de cincuenta y cinco años.
—No, el señor Barent va a negociar.
—¿Cómo lo hará si no pueden siquiera encontrar al jodido cabrón? —Harod miró la ladera árida junto a la que pasaban—. ¿O aún crees que yo estoy en contacto con él?
—Ellos no —contestó Kepler—, pero yo sí.
Harod se puso derecho.
—¿Con Willi?
—¿De quién sino estamos hablando?
—¿Dónde…, cómo lo encontraste?
—No lo encontré —dijo Kepler—. Le escribí. Él me respondió. Mantenemos una correspondencia muy agradable.
—¿Adónde escribiste, por Dios?
—Le envié una carta certificada a su casita en los bosques de Baviera.
—¿A Waldheim? ¿El viejo castillo cerca de la frontera checa? No hay nadie allí. Barent tenía gente vigilando la casa desde que yo estuve allí en diciembre.
—Es cierto —admitió Kepler—, pero los criados de la familia aún guardan la casa. Padre e hijo alemanes llamados Meyer. Mi carta nunca fue devuelta y algunas semanas después tuve noticias de Willi. Con sello francés. Y una segunda carta desde Nueva York.
—¿Qué dice? —preguntó Harod. Estaba furioso porque su corazón latía al doble de la velocidad habitual.
—Willi dice que quiere entrar en el Club y relajarse en la isla este verano.
—¡Ah! —gritó Harod.
—Le creo —dijo Kepler—. Creo que está ofendido porque no lo hemos invitado antes.
—Y puede estar un poco enfadado debido a que tú intentaste hacerle volar por los aires, y nunca mejor dicho, y poner a su vieja amiguita Nina contra él.
—Quizá —dijo Kepler—. Pero creo que está dispuesto a olvidar el pasado.
—¿Qué dice Barent?
—El señor Barent no sabe que he estado en contacto con Willi.
—Dios —dijo Harod—, ¿no estás arriesgándote demasiado?
Kepler sonrió.
—Él te dejó realmente perplejo con aquella sesión de condicionamiento el otro día, ¿verdad, Tony? No, no me arriesgo demasiado. Barent no hará nada demasiado insolente aunque lo descubra. Con Charles y Nieman fuera del fuego, la coalición de C. Arnold se está volviendo un poco inestable. No creo que Barent quiera tener su deporte de la isla sólo para él.
—¿Vas a decírselo?
—Sí —respondió Kepler—. Después de lo de ayer creo que Barent estará agradecido de que yo haya encontrado una manera de entrar en contacto con Willi. Si está seguro de que es fiable, Barent estará de acuerdo en incluir al viejo en las locuras del campamento de verano.
—¿Qué tipo de seguridad puede haber? —preguntó Harod—. ¿No ves lo que Willi puede hacer? El viejo hijoputa no se detendrá ante nada.
—Lo sé —admitió Kepler—, pero creo que he convencido a nuestro valiente jefe de que es más seguro tener a Willi con nosotros, donde podemos vigilarlo, que escondido por ahí y liquidándonos a uno tras otro. Barent aún se cree que cualquier persona con la que entra en…, ah…, contacto personal no volverá a ser una amenaza.
—¿Crees que puede neutralizar a Willi?
—¿No lo sabes?
La voz de Kepler sonaba sinceramente curiosa.
—No lo sé —dijo Harod finalmente—. La «aptitud» de Barent parece única, pero Willi…, bueno, no estoy seguro de que Willi sea completamente humano.
—Eso realmente no importa, Tony.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que es muy probable que el Island Club necesite un cambio de dirigente.
—¿Quieres decir deshacernos de Barent? ¿Cómo lo haremos?
—No tendremos que hacerlo, Tony. Todo lo que tenemos que hacer es estar en contacto con nuestro Wilhelm y garantizarle que nos mantendremos neutrales en caso de alguna… desavenencia en la isla.
—¿Willi vendrá al campamento de verano?
—En la última noche de la parte pública —dijo Kepler—. Después se unirá a nosotros durante la cacería de la semana siguiente.
—No puedo creerme que Willi se ponga así en manos de Barent —dijo Harod—. Barent debe de tener… ¿Cuántos? ¿Un centenar de guardias de seguridad por allá?
—Más, unos doscientos —corrigió Kepler.
—Sí. La «aptitud» de Willi no vale nada contra un ejército como ése. ¿Por qué va a hacerlo?
—Barent dará su palabra de honor de que Willi no correrá peligro —dijo Kepler.
Harod rió.
—Ah, muy bien. En ese caso todo va bien. Willi pondrá la cabeza en la guillotina si Barent le da su jodida palabra.
Kepler había bajado por Muholland Drive. Podían ver la autopista abajo.
—Pero ya ves las posibilidades que plantea el asunto, Tony. Si Barent elimina al viejo, nosotros simplemente volvemos a la misma situación contigo como miembro de pleno derecho. Si Willi tiene alguna sorpresa en la manga, lo recibimos con los brazos abiertos.
—¿Crees que puedes coexistir con Willi? —preguntó Harod.
Kepler entró en un aparcamiento cerca de Hollywood Bowl. Un coche con cristales oscuros esperaba.
—Después de dormir con serpientes tanto tiempo, Tony —dijo—, no tiene mucha importancia qué variedad de veneno tenga la nueva serpiente mientras no muerda a los compañeros.
—¿Y Sutter?
Kepler apagó el encendido del Mercedes.
—Acabo de tener una larga conversación con el reverendo. Aunque reconoce mucho valor sentimental a su larga relación con su amigo Christian, también está dispuesto a dar a César lo que es de César.
—¿Lo que significa?
—Lo que significa que podremos asegurarle a Willi que Jimmy Wayne Sutter no le guardará rencor si la cartera del señor Barent cambia de manos.
—¿Sabes una cosa, Kepler? —dijo Tony Harod—. No serías capaz de dar una explicación escueta y sin rodeos aunque tu jodida vida dependiera de ello.
Kepler sonrió y abrió la puerta. Por encima del zumbido de la alarma, dijo:
—¿Estás con nosotros o no, Harod?
—Si estar con vosotros es mantener la cabeza baja y fuera de esta mierda, estoy con vosotros —dijo Harod.
—Una respuesta escueta y sin rodeos —ironizó Kepler—. Tu amigo Willi necesita saber dónde estás. ¿Con nosotros o no?
Harod miró al espacio brillante del aparcamiento. De nuevo miró a Kepler, su voz sonaba cansada.
—Estoy con vosotros —dijo.
Eran casi las once de la noche cuando Harod decidió que quería dos perritos calientes con mostaza y cebolla. Dejó las revisiones del argumento en el que había estado trabajando y se dirigió al ala oeste, donde la luz de María Chen aún brillaba bajo la puerta. Llamó dos veces.
—Voy al Pinks. ¿Quieres venir?
Su voz llegó amortiguada como si hablara desde el cuarto de baño:
—No, gracias.
—¿Estás segura?
—Sí. Gracias, de todas formas.
Harod cogió su chaqueta de cuero y sacó el Ferrari del garaje. Le plació conducir, mover los pedales, pasar apurando las luces ámbar y dejar atrás otros dos coches que habían cometido el error de desafiarlo durante tres manzanas en el Boulevard.
El Pinks estaba lleno. El Pinks estaba siempre lleno. Harod se comió sus dos perritos calientes en la barra y se llevó un tercero al aparcamiento. Dos adolescentes estaban entre una furgoneta oscura y su coche, uno de ellos apoyado sobre el Ferrari mientras hablaba con dos chicas. Harod se acercó y puso la cara a pocos centímetros de la del chico.
—Lárgate —dijo.
El chico era diez centímetros más alto que Harod, pero se apartó del coche como si fuera un horno encendido. Los cuatro se alejaron lentamente mirando a Harod, esperando encontrarse a una distancia conveniente antes de gritar comentarios sarcásticos. Harod estudió a las dos chicas. La más baja parecía chicana, con el pelo negro y la piel morena, envuelta en unos pantalones caros y una blusa sin espalda que parecía demasiado justa. Harod imaginó cómo se sorprenderían los dos chicos si ese pedazo de chocolate se reuniera con él en el Ferrari y decidiera quitarse un poco de tejido. «Al diablo con eso —pensó—. Estoy muy cansado.»
Acabó el tercer perrito caliente sentado al volante, rociado con el resto del Tab; había conectado el encendido cuando una voz suave dijo:
—Señor Harod.
La puerta de la furgoneta se había abierto a un metro de él. Una muchacha negra estaba sentada de lado en el asiento del pasajero. Había algo familiar en ella y Harod le había sonreído automáticamente antes de poder recordar dónde la había visto antes. Tenía algo en el regazo, le apuntaba.
Harod pisó el pedal y cuando iba a coger la palanca de cambios se escuchó un ruido blando, como los que hacían los silenciadores en sus películas de espías, y una avispa le picó en el hombro izquierdo.
—¡Mierda! —gritó Harod. Levantó la mano derecha para quitarse el insecto, tuvo tiempo de comprender que no era una avispa, después el interior del coche se abrió y el salpicadero y el asiento del pasajero se acercaron bruscamente para golpearle en la cara.
Harod no perdió completamente la consciencia en ningún momento, pero el efecto era el mismo. Era como si alguien le hubiera desterrado al subterráneo de su propio cuerpo. Le llegaban vislumbres y sonidos —vagamente—, pero era como ver una emisora distante de UHF en un televisor barato en blanco y negro mientras en otra sala una radio dejaba oír un sonido desvirtuado. Entonces alguien le puso una capucha sobre la cara. No había gran diferencia. De vez en cuando tenía conciencia de que rodaba un poco, como si estuviera en la cubierta de un pequeño barco, pero sus sensaciones táctiles eran flotantes y falsas, y era demasiado trabajoso ordenarlas.
Alguien le llevaba. Creyó notarlo. Quizás eran sus propias manos en sus brazos y piernas. No, sus manos estaban en algún lugar en su espalda, unidas por una faja de piel y cartílago que parecía haber salido de la nada.
Durante un periodo indefinido de tiempo Harod no estuvo en ningún sitio —ni consciente ni inconsciente—, flotó en alguna parte dentro de sí mismo en una agradable sopa primaria de falsas sensaciones y recuerdos confusos. Distinguía con claridad dos voces, una de ellas la suya, pero la conversación —si era una conversación— le aburría y pronto volvía a la oscuridad interior de la misma manera que un buzo permite que sus pesas y una suave corriente lo lleven más al fondo de las profundidades purpúreas.
Tony Harod sabía que algo iba mal, pero le daba igual.
La luz le despertó. La luz y el dolor en sus muñecas. La luz, el dolor en sus muñecas y el dolor que le hacía pensar en la película Alien de Ridley Scott, donde la cosa sale del pecho del pobre diablo. ¿Quién era el actor? John Hurt. ¿Por qué demonios tenía la luz en los ojos y por qué le dolían las muñecas y qué había bebido para tener la cabeza tan revuelta?
Harod se sentó…, intentó sentarse. Lo intentó de nuevo y gritó de dolor. El grito parecía liberar una última película entre él y el mundo. Se quedó allí, prestando atención a cosas que antes no le parecían importantes.
Estaba esposado. Yacía en una cama, esposado. Su brazo derecho estaba en la almohada, a su lado; las esposas alrededor de su muñeca derecha estaban atadas al pesado metal blanco de la cabecera. Su brazo izquierdo estaba extendido a lo largo de su cuerpo, pero las esposas allí estaban atadas a algo sólido bajo el colchón. Harod intentó levantar el brazo izquierdo; el metal hizo sonar el metal. El lateral de la cama, pues. O un tubo. O algo. Aún no estaba preparado para mover la cabeza y comprobarlo. Quizá más tarde.
«¿Con quién demonios estuve anoche?» Harod tenía algunas amigas muy adictas al sadomasoquismo suave pero él nunca se había colocado en el papel de víctima. «¿Demasiada bebida? ¿Vita me metió al final en su “cámara de los placeres”?» Abrió de nuevo los ojos y los mantuvo abiertos luchando contra el dolor de la luz en sus nervios ópticos.
Una habitación blanca. Una cama blanca —las sábanas, la estructura metálica pintada del mismo color—, paredes blancas, un pequeño espejo en la pared de enfrente con el marco pintado de blanco, una puerta. Una puerta blanca con un pomo blanco. Una única bombilla —de diez millones de vatios a juzgar por el brillo— que pendía de un cable blanco. Harod llevaba un pijama blanco de hospital. Podía sentir la abertura en la espalda y que estaba desnudo de cintura para abajo.
De acuerdo, no era Vita. Su «cámara de los placeres» era de terciopelo y piedra. ¿A quién conocía él que tuviese un equipo de hospital? A nadie.
Harod hizo sonar las esposas y sintió la carne viva donde ya le habían herido las muñecas. Se inclinó hacia la izquierda y miró el suelo. Suelo blanco. La muñeca izquierda esposada a un armazón de cama metálico blanco. No necesitaría moverse de nuevo durante algún tiempo, a menos que tuviese necesidad de vomitar sobre el magnífico suelo blanco. Ya lo pensaría.
Harod perdió la consciencia durante un momento. Cuando comprendió dónde estaba un poco después —la luz era la misma; la habitación blanca, la misma; el dolor de cabeza había mejorado un poco— pensó en hospitales psiquiátricos. ¿Alguien le había encerrado mientras estaba distraído?
En los hospitales psiquiátricos no esposaban a la gente. ¿O sí lo hacían?
Una punzada de miedo le golpeó con fuerza suficiente para lanzarlo a debatirse y a dar patadas, haciendo sonar metal contra metal hasta que cayó sobre la espalda, jadeando. Barent. Kepler. Sutter. Esos hijos de puta le habían metido en algún sitio seguro donde podría pasarse el resto de su vida mirando las paredes blancas y meándose en las sábanas.
No, ese grupo simplemente le mataría y asunto concluido.
Entonces Harod recordó el Pinks, los chicos, la furgoneta, la muchacha negra. Era ella. ¿Qué había dicho Colben sobre ella en Filadelfia? Creían que Willi había estado «usándola», a ella y a aquel sheriff. Pero el sheriff estaba muerto… Harod aún estaba allá cuando Kepler y Haines hicieron que el cuerpo apareciera en una estación de autobuses de Baltimore para que no fuera asociado con el jaleo de Filadelfia.
¿Quién la «usaba» ahora? ¿Willi? Quizá. Quizá no estaba totalmente satisfecho con el mensaje transmitido a través de Kepler. Pero ¿por qué todo esto?
Harod decidió dejar de pensar durante un rato. Le dolía demasiado la cabeza. Esperaría a un visitante. Si la muchacha negra entraba y Willi o quienquiera que fuese no ejerciera un dominio fuerte sobre ella, alguien se iba a llevar una sorpresa.
Harod sentía la imperiosa necesidad de orinar y había intentado lanzar algunos gritos cuando la puerta finalmente se abrió.
Era un hombre. Llevaba un traje verde quirúrgico y un pasamontañas negro con gafas de espejo en lugar de ojos. Harod pensó en las gafas de Kepler, después en el asesino de las películas de Willi de la serie Noches de Walpurgis. Entonces casi se orinó allí mismo.
No era Willi. Eso lo podía ver enseguida. No era del tamaño ni de la edad de Tom Reynolds, el extraño pelele de Willi con dedos de estrangulador. Daba igual. Willi había tenido tiempo para encontrar legiones de don nadies.
Harod intentó atacarle. Lo intentó. Pero en el último segundo la vieja repugnancia le venció —más fuerte que la náusea y el dolor de cabeza anteriores— y se apartó antes de que su voluntad tocara el cerebro del otro. Habría sido más fácil y menos íntimo para Harod lamer el ano de otro hombre o chuparle el pene. Sólo la idea de tocarle el cerebro le hacía tener sudores fríos.
—¿Quién es usted? ¿Dónde estoy?
Las palabras de Harod eran casi ininteligibles y salían de una lengua tallada en madera batata.
El hombre se dirigió hacia el lado de la cama y miró a Harod. Después metió la mano en su blusa quirúrgica y sacó una pistola automática. La apuntó a la frente de Harod.
—Tony —dijo con un leve acento—. Voy a contar hasta cinco y después dispararé. Si vas a hacer algo, vale más que lo hagas ahora.
Harod tiró de las esposas con fuerza suficiente para mover la cama.
—Uno…, dos…, tres…
El cerebro de Harod saltó, pero treinta años de autocondicionamiento le impidieron completar el contacto.
—… cuatro…
Harod cerró los ojos.
—… cinco.
El martillo cayó e hizo un clic.
—¿Necesitas algo? —preguntó la voz suave con acento.
—Un orinal —murmuró Harod.
El pasamontañas asintió.
—La enfermera te lo traerá.
Harod esperó hasta que la puerta se hubo cerrado y entonces cerró los ojos con fuerza, concentrándose. «La enfermera —pensó—. Dios mío, que sea el tipo de enfermera a la antigua, con un par de tetas y una raja entre las piernas.»
Esperó.
La enfermera era la negra. La de Filadelfia. La que le había disparado y traído aquí.
Recordaba su nombre. Natalie. Le debía mucho.
No llevaba pasamontañas, pero parecía tener manchas blancas en las sienes, hilos en el cabello. Traía un orinal y lo colocó profesionalmente. Retrocedió para esperar.
Harod frotó su cerebro levemente mientras hacía sus necesidades. Nadie estaba «usándola». No podía creer que ellos hubieran sido tan estúpidos —fueran quienes fueran ellos—. Quizá fueran sólo esta negra estúpida y un cómplice. Colben había dicho algo sobre que los dos iban tras Melanie Fuller. Evidentemente no sabían lo que él podía hacer.
Harod esperó hasta que ella retiró el orinal y se dirigió a la puerta. Tenía que estar seguro de que la puerta estaba abierta. Sería el tipo de broma propia de Willi conseguir tenerlos a ambos encerrados, para dar a Harod alguien para «usar» y ninguna manera de hacerlo. ¿Qué demonios eran aquellos pequeños hilos en su cabello? Harod los había visto en películas de hospitales, pero en pacientes, no en enfermeras. Algún tipo de sensores.
La chica abrió la puerta.
La atacó tan rápidamente y con tanta fuerza que ella dejó caer el orinal, derramando orina sobre su falda blanca. «Tetas espléndidas», pensó Harod, y le hizo cruzar la puerta, viendo a través de sus ojos. «Coge las llaves —ordenó—. Mata a ese otro chupapollas de la manera que quieras, coge las llaves y sácame de aquí.»
Había menos de dos metros de corredor y otra puerta, cerrada. Lanzó a Natalie contra ella hasta que sintió torcerse su hombro y sus uñas en la madera. La puerta no se movió. «Joder.» La trajo de nuevo a su habitación. No había nada que pudiera ser utilizado como arma. Ella se dirigió a la cama, tiró de las esposas. Si ella pudiera desmantelar la cama. Pero no había forma de hacerlo rápidamente mientras Harod estaba esposado a la armadura y a la cabecera. Se vio a través de los ojos de ella y vio la barba negra en sus pálidas mejillas, sus ojos muy abiertos, su pelo rizado.
El espejo. Harod lo miró sabiendo que tenía que ser uno de esos trucados para espiar. Haría que Natalie lo rompiera con sus propias manos si era necesario. Si no hubiera salida a través de él, la haría utilizar trozos de vidrio como arma cuando el gilipollas del pasamontañas entrase otra vez. Si el espejo no se rompía, era porque era de los trucados y haría que asestara golpes con su bonita cara hasta que sólo quedaran huesos saliendo de gachas negras. Daría a quien estuviera al otro lado un buen espectáculo. Después, cuando entraran, ella les rasgaría las gargantas con las uñas y los dientes que le quedaran, cogería el arma, cogería las llaves…
La puerta se abrió y entró el hombre del pasamontañas. Natalie giró, se agachó para saltar. Su rugido se oía a veces en los zoos cuando la hora de la comida se retrasaba.
El hombre con pasamontañas le disparó un dardo en la cadera con el arma que llevaba en la mano. Ella saltó, con las uñas extendidas. El hombre la cogió y la bajó hasta el suelo. Se arrodilló a su lado durante un minuto, tomándole el pulso, levantándole un párpado para observar su pupila. Después se levantó y se dirigió a la cama de Harod. Su voz temblaba.
—Eres un hijo de puta —dijo. Se giró y salió de la habitación.
Cuando volvió, llenaba una jeringa de una botella. Hizo salir algunas gotas y se giró hacia Harod.
—Esto duele un poco, señor Harod —dijo con una voz baja, tensa.
Harod intentó apartar el brazo, pero el hombre clavó la jeringa a través del pijama, directamente en la cadera. Durante un segundo Tony Harod sintió un entumecimiento y después le pareció como si alguien hubiera derramado whisky directamente en sus venas. La llama se movió directamente desde su abdomen a su pecho. Jadeó cuando el calor le cruzó el corazón.
—¿Qué… es esto? —murmuró, con la certeza de que el hombre del pasamontañas le había matado. Una inyección letal, la prensa hablaba de ello. Harod siempre había estado a favor de la pena capital—. ¿Qué es eso?
—Cállate —dijo el hombre, y le volvió la espalda mientras la oscuridad daba vueltas y alejaba a Tony Harod como a un barco en medio de una tormenta.