Melanie
De algún modo el mundo parecía más seguro.
La luz entraba suavemente a través de mis cortinas y persianas, iluminando superficies familiares: la madera oscura del zócalo de mi cama; el armario alto que mis padres habían encargado el año del centenario; mis cepillos para el cabello sobre la mesa del tocador, donde siempre habían estado, y el edredón de mi abuela a los pies de la cama.
Era agradable estar simplemente allí y escuchar el ajetreo de la gente por la casa. Harod y Nancy ocupaban el cuarto de huéspedes contiguo a mi habitación. La enfermera Oldsmith dormía en una cama plegable, cerca de la puerta, en mi habitación. La señorita Sewell pasaba mucho tiempo en la cocina preparando las comidas para todos. El doctor Hartman vivía aparentemente en la casa al otro lado del patio, pero, como los demás, pasaba la mayor parte del tiempo aquí, ocupado con mis necesidades. Culley dormía en el pequeño cuarto al lado de la cocina que había ocupado el señor Thorne. No dormía mucho. Durante la noche se sentaba en la silla del vestíbulo, cerca de la entrada. El chico negro dormía en un catre que habíamos puesto para él en el porche trasero. Aún hacía frío allá fuera por la noche, pero le daba igual.
El niño, Justin, pasaba mucho rato conmigo, cepillándome el pelo, hojeando libros que yo debería haber leído, siempre cerca para cuando necesitaba que alguien me hiciera un recado. A veces simplemente lo mandaba a sentarse en la silla de mimbre en la sala de costura, para que disfrutara del sol y del cielo más allá del jardín, y del olor de las nuevas plantas que Culley había comprado y colocado en macetas nuevas. Mis Hummels y otras figurillas de porcelana estaban de nuevo en la caja de vidrio que hice que el chico negro arreglara.
Era agradable y un poco desconcertante pasar tanto tiempo viendo el mundo a través de los ojos de Justin. Sus sentidos y percepciones eran tan agudos, tan directos, tan libres de interferencia del yo consciente, que resultaba casi doloroso. Y podían sin duda convertirte en adicto. Hacía mucho más difícil devolver mi atención a los límites de mi propio cuerpo.
La enfermera Oldsmith y la señorita Sewell se mostraban optimistas respecto a mi recuperación y persistían en sus tentativas de terapia. Yo les permitía —e incluso las animaba a ello— seguir con esta actitud, porque quería caminar y hablar y volver al mundo, pero dudaba del progreso que ellas decían ver, porque estaba segura de que comportaría una disminución de mi intensificada «aptitud».
Cada día el doctor Hartman me sometía a pruebas, me examinaba y me hablaba animadamente. Las enfermeras me bañaban, me giraban cada dos horas y movían mis miembros para conservar sueltos los músculos y las articulaciones. Poco después de nuestro regreso a Charleston, empezaron una terapia que exigía una participación activa de mi parte. Yo podía mover mi brazo y mi pierna izquierdos, pero, cuando lo hacía, el control de mi pequeña familia se hacía muy difícil, casi imposible, y por eso pronto establecí que, durante las dos sesiones diarias de terapia, todos excepto las enfermeras y yo misma permaneciesen sentados o echados en la cama, inactivos, sin exigir más acción directa o control que los caballos en sus establos.
A finales de abril, la visión había vuelto a mi ojo izquierdo y, hasta cierto punto, pude mover los miembros. La sensación en todo mi costado izquierdo era muy extraña, como si me hubieran puesto inyecciones de novocaína en la mandíbula, el brazo, la cadera y la pierna. No era desagradable.
El doctor Hartman estaba muy orgulloso de mí. Decía que no era nada corriente que, aunque yo había sufrido una privación importante de los sentidos durante aquellas primeras semanas posteriores a mi accidente cerebrovascular y aunque era evidente una hemiplegía izquierda, no hubiese señales de paroxia o percepción visual. No tenía errores parafásicos ni perseverancia.
El hecho de que yo no hubiera hablado durante tres meses no significaba que el médico se equivocase al decidir que estaba libre de las disfunciones del habla que tan a menudo afligen a las víctimas de estos ataques. Yo hablaba cada día a través de Howard o Nancy, o de la señorita Sewell o de alguno de los otros. Después de escuchar al doctor Hartman durante un rato, llegué a mis propias conclusiones sobre por qué esta facultad no había sido afectada.
El hecho de que el ataque fuera un infarto isquémico reducido fundamentalmente al hemisferio derecho del cerebro era, sin duda, una razón importante, pues, como en la mayor parte de las personas que usan la mano derecha, los centros del habla de mi cerebro estaban situados en el hemisferio izquierdo y no habían sido afectados. De todas formas, el doctor Hartman señalaba que las víctimas de ataques tan fuertes como el mío padecían a menudo algunos problemas de percepción y del habla hasta que las funciones eran transferidas hacia áreas nuevas, incólumes, del cerebro. Comprendí que esas transferencias ocurren constantemente conmigo a causa de mi «aptitud», y ahora, con mi «aptitud» intensificada, confiaba en poder retener todas las funciones del habla y personalidad aunque ambos hemisferios de mi cerebro hubiesen sido afectados. Yo tenía una provisión ilimitada de tejido cerebral sano para usar. Cada persona con la que entraba en contacto se hacía donante de neuronas, sinapsis, asociaciones del habla y almacenamiento de memoria.
Sin duda, me había convertido en inmortal.
Fue entonces cuando empecé a comprender tanto las calidades aditivas como los beneficios para la salud de nuestro «juego». «Usar» nuestras «aptitudes», especialmente el «uso» definitivo que el «juego» exigía, nos había hecho más jóvenes. Tal como las vidas de muchos pacientes se renuevan ahora con trasplantes de órganos y tejidos, de la misma forma nuestras vidas se renovaban con el «uso» de otros cerebros, el trasplante de energía, el uso prestado de RNA y de neuronas y todos los otros compuestos esotéricos a que la moderna ciencia ha reducido el cerebro.
Cuando yo veía a Melanie Fuller a través de los ojos claros de Justin, veía a una vieja que dormía en posición fetal, con las soluciones intravenosas goteando hacia un brazo demacrado, con la piel pálida tersa sobre el hueso, pero ahora sabía que esta apariencia era completamente engañosa, que ahora yo era más joven que nunca, absorbía la energía de los que me rodeaban, como los girasoles almacenan la luz. Pronto podría levantarme de la cama, resucitada por la renovación de energía radiante que podía sentir fluyendo dentro de mí, día tras día, semana tras semana.
Mis ojos se abrían durante la noche. Dios mío, quizá fue así como Nina sobrevivió a la muerte.
Si mi «aptitud» podía aumentar en fuerza y alcance a través de la muerte por oxígeno de una pequeña parte de mi cerebro, ¿qué podría haber conseguido la «aptitud» mucho mayor de Nina en ese microsegundo posterior al disparo? ¿Qué era la bala que yo le había disparado al cerebro con el Colt de Charles sino una versión mayor, más dramática, de mi accidente cerebrovascular? El control y la conciencia de Nina podían haber saltado a un centenar de cerebros serviles en las horas y días posteriores a nuestra confrontación. Yo había leído suficiente en los últimos años para saber que actualmente se podían mantener personas vivas en máquinas que sustituían, estimulaban o simulaban las funciones del corazón, los riñones y sabe Dios qué otros órganos. No veía ninguna contradicción en la idea de que la pura y fuerte conciencia de Nina mantuviera su dominio de la vida a través de las mentes de otros.
Nina pudriéndose en su ataúd mientras su «aptitud» permitía que su cerebro se dispersara en la noche como un informe y malévolo espectro.
Los ojos azules de Nina saliendo de sus cuencas en una marea de gusanos mientras su cerebro destrozado se reparaba al mismo tiempo que se pudría.
La energía de todos aquellos que ella «usaba» fluyendo hacia ella hasta que Nina se levantaba en la misma explosión de juventud que yo sentí fluyendo hacia mí, sólo que Nina era un cadáver moviéndose en la oscuridad.
¿Vendría aquí?
Toda mi familia estuvo despierta esa noche, algunos conmigo, algunos entre yo y la oscuridad. Pero aún así yo no pude dormir.
La señora Hodges no quiso vender la casa hasta que el doctor Hartman ofreció —y pagó— una cantidad exorbitante. Yo podía haber interferido en las negociaciones, pero después de haber visto a la señora Hodges decidí no hacerlo.
Habían pasado menos de cinco meses desde que George, su marido, había sufrido su infeliz accidente, pero había envejecido veinte años. Siempre se había teñido el cabello de un tono marrón, pero ahora se lo dejaba en mechones blancos sueltos. Tenía los ojos apáticos. Nunca había sido atractiva, pero ahora no se esforzaba en esconder las arrugas, las verrugas y el vello facial con maquillaje.
Pagamos un precio exorbitante. El dinero muy pronto dejaría de ser un problema y, además, en cuanto vi otra vez a la señora Hodges, pensé que podría serme útil en los días y semanas que vendrían.
La primavera llegó como siempre hace en mi querido Sur. A veces permitía que Culley me llevase a la sala de costura y una vez —sólo una vez— afuera para recostarme en la tumbona mientras el chico negro trabajaba en el jardín. Culley, Howard y el doctor Hartman habían levantado cercas altas alrededor de todo el complejo, cercas de tres metros, para que nadie pudiera vernos. Pero no me gustaba recibir la luz directa del sol. Era mucho más agradable compartir las percepciones de Justin cuando el niño se sentaba en la hierba o con la señorita Sewell, mientras ella tomaba el sol desnuda en el patio.
Los días se hacían más largos y más cálidos. La brisa entraba por mis ventanas abiertas. A veces creía oír los chillidos y las risas de la nieta de la señora Hodges y de su amiga desde el patio, pero después comprendía que debían de ser otras niñas, más lejos.
Los días olían a césped recién cortado y las noches a madreselva. Me sentía segura.