Cerca de Meriden, Wyoming, miércoles 22 de abril de 1981
La zona al nordeste de Cheyenne, Wyoming, era el tipo de paisaje del oeste que hacía que algunas personas se volvieran rapsódicas y causaba a otras agorafobia instantánea. Cuando la carretera local perdió de vista la autopista, sesenta kilómetros de conducción permitieron contemplar infinitos prados, vallas cubiertas de nieve azotadas por el viento con un aire empequeñecido y olvidado contra grandes extensiones de pradera, algunos ranchos a varios kilómetros de la carretera, árboles al norte y al este que se alzaban como una multitud de torres, un arroyo ocasional corriendo junto a una fila de álamos de Virginia y maleza, grupos asustadizos de antílopes y pequeños rebaños de ganado con un aire falto de nobleza de sus miles de hectáreas de pasto.
Y los silos de los misiles.
Los silos eran tan poco atractivos como lo sería cualquier cosa hecha por el hombre contra aquel extenso paisaje, eran pequeñas parcelas de grava, cuadradas, con cercas antihuracanes, usualmente situados a unos cincuenta o cien metros de la carretera. Las únicas indicaciones visibles de que los cuadrados con cercas eran más que una estación de bombeo de gas natural o un solar era la veleta de metal, los cuatro cañones con espejos reflectores y el tejado bajo, macizo de hormigón sobre los raíles herrumbrosos. Los últimos detalles sólo podían ser vistos si alguien se acercaba lo bastante por el camino de grava para ver los letreros que decían «PROHIBIDA LA ENTRADA - PROPIEDAD DEL GOBIERNO DE ESTADOS UNIDOS —autorizado el uso de la fuerza dentro de este límite.» No había nada más para ver. No había ningún sonido excepto el viento en la pradera y el ocasional mugir del ganado en los campos lejanos.
La furgoneta azul de la fuerza aérea salió de la base de Warren a las 6.05 y regresó con la última de sus escuadrillas a las 8.27, habiendo dejado a los miembros del siguiente turno en sus correspondientes estaciones de comando. En la furgoneta esa mañana viajaban seis jóvenes tenientes, dos para el cuartel general del ala de control de misiles SAC a doce kilómetros al sureste de Meriden y cuatro para el refugio a otros cincuenta kilómetros hacia Chugwater.
Los dos tenientes que viajaban en el asiento trasero miraban el paisaje con los ojos entristecidos por la rutina. Habían visto fotos de satélite que mostraban aquella zona de la manera como los soviéticos la veían: diez anillos de silos, círculos con un diámetro de doce kilómetros, cada uno de los dieciséis silos de cada círculo cargado con un misil MRV Minuteman III. En los últimos meses se había hablado de la vulnerabilidad de esos viejos silos, se había discutido la posición soviética de «estrategia inmóvil» que podía impedir que una cabeza nuclear explotara sobre estos prados una vez por minuto durante horas, y se hablaba de endurecer los silos o llenarlos con armas más modernas. Pero eso eran problemas de política de escaso interés directo para el teniente Daniel Beale o para el teniente Tom Walters, que eran simplemente dos jóvenes que iban a trabajar en una mañana fría de primavera.
—Tom, ¿hoy la tienes?
—Sí —contestó Walters. Su mirada no se apartó del lejano horizonte.
—¿De juerga con esas turistas hasta la madrugada?
—Ajá —admitió, pletórico, Walters—. Volví a las ocho.
Beale se ajustó las gafas de sol y sonrió.
—Sí, apuesto a que sí.
La furgoneta de la fuerza aérea aminoró la velocidad y giró a la izquierda, hacia dos caminos de grava por encima de la autopista que subían por una pendiente progresiva orientada al nordeste. Pasaron tres letreros que exigían que las personas no autorizadas se detuvieran y volvieran atrás. A unos trescientos metros de la estación de control se detuvieron a causa de la primera verja con centinela. Cada hombre mostró su tarjeta de identificación mientras el centinela hablaba por radio. El proceso se repitió en la entrada del complejo principal. Los tenientes Beale y Walters siguieron a lo largo de un pasillo protegido hasta el edificio de acceso vertical mientras la furgoneta giraba y aparcaba de cara a la pendiente.
—Entonces, ¿fuiste a la piscina del Smitty? —preguntó el teniente Beale mientras esperaban la jaula del ascensor. Un hombre de la seguridad con una M-16 ahogó un bostezo, aburrido.
—No —contestó el teniente Walters.
—¡No me digas! Creía que estabas ansioso de gastar tu dinero.
El teniente Walters meneó la cabeza, entraron en la jaula más pequeña y bajaron tres pisos hasta el centro de comando de lanzamiento. Pasaron por dos controles antes de saludar el oficial de servicio en la antecámara de la sala de control de misiles. Eran las siete.
—El teniente Beale se presenta al servicio, señor.
—El teniente Walters se presenta al servicio, señor.
—Su identificación, señores —dijo el capitán Peter Henshaw. Comparó cuidadosamente las fotos de las tarjetas de identificación con los dos hombres, aunque los conocía hacía más de un año. El capitán Henshaw asintió con la cabeza y el sargento metió una tarjeta de seguridad codificada en la cerradura y la puerta exterior se abrió con un silbido. Veinte segundos más tarde la puerta interior giró y los dos tenientes de la fuerza aérea pasaron. Los cuatro hombres se saludaron y sonrieron.
—Sargento, anote que los tenientes Beale y Walters han relevado a los tenientes López y Miller a las… 7.01.30 horas —dijo el capitán Henshaw.
—Sí, señor.
Los dos agotados hombres entregaron sus armas de mano en sus fundas y dos gruesas carpetas.
—¿Alguna cosa? —preguntó Beale.
—El repaso de comunicaciones mostró algún problema con las líneas terrestres a las 03.50 —dijo el teniente López—. Gus trabaja en ello. Tuvimos una alerta a las 04.20 y una carrera a las 05.10. Terry tuvo una alerta de hilo en Seis Sur a las 05.35. Lo comprobé.
—¿Conejos otra vez? —preguntó Beale.
—Un fallo del sensor de presión. Nada más. ¿Estás despierto, Tom?
—Sí —dijo Walters, y sonrió.
Beale y Walters cerraron las dos puertas estancas cuando entraron en la larga y estrecha sala de control de misiles. Los dos hombres se ataron con correas a las sillas azules y almohadilladas que corrían sobre raíles a lo largo de los cuadros de control de las paredes norte y oeste. Trabajando eficientemente, hablando ocasionalmente a otras partes del centro de comando por los micrófonos de los auriculares, despacharon sus primeras cinco listas de comprobaciones. A las 07.43 hubo un enlace de comprobación con el comando de Omaha a través de Warren y el teniente Beale manipuló el reconocimiento de doce canales. Cuando el teléfono volvió a su caja azul, miró al teniente Walters:
—¿Estás seguro de que te encuentras bien, Tom?
—Me duele la cabeza.
—Hay aspirinas en el botiquín.
—Más tarde —dijo Walters.
A las 11.56, justo cuando Beale abría los termos y las bolsas marrones, una orden de alerta total llegó de la base aérea Warren. A las 11.58, Beale y Walters abrieron la caja roja cerrada por encima de la consola dos, sacaron sus llaves y activaron las secuencias de lanzamiento de misiles. A las 12.10.30 las secuencias de lanzamiento estaban terminadas, sólo faltaba armar y disparar los dieciséis misiles y sus ciento veinte ojivas. Recibieron un «bien hecho» desde Warren y Beale iba a empezar la secuencia de cuenta atrás de dos minutos cuando Walters se desabrochó la correa del hombro y empezó a apartarse de su consola.
—Tom, ¿qué haces? Tenemos que enviar esto a El Con 2 antes de comer —dijo Beale.
—Me duele la cabeza —dijo Walters. Su cara tenía una palidez enfermiza y sus ojos estaban vidriosos.
Beale alargó el brazo hacia el botiquín, en la repisa donde estaba el termo.
—Creo que aquí hay un poco de Anacin extrafuerte…
El teniente Walters sacó su automática del 45 y le disparó al teniente Beale en la nuca, asegurándose de que la trayectoria de la bala iba hacia abajo y de lado para que si la bala salía no dañara la consola. La bala no salió. Beale tuvo un espasmo y cayó hacia delante, contra su cinturón. La presión hidrostática hizo que la sangre le saliera por los ojos, las orejas, la nariz y la boca. Pocos segundos después del disparo, dos luces amarillas de intercomunicación empezaron a parpadear y un indicador luminoso revelaba que la puerta estanca exterior se abría.
Walters se dirigió sin prisa hacia la puerta interior y disparó dos balas en la cerradura electrónica. Volvió a la consola de Beale y giró el interruptor que dotaba a la autosuficiente sala de control de misiles de un ciento por ciento de reserva de oxígeno. Después volvió a su silla y estudió el manual durante varios minutos.
Cuando Walters se levantó, los golpes frenéticos apenas se oían a través de la gruesa puerta de acero. Dio siete pasos hacia el asiento de Beale, sacó la larga llave de ignición del bolsillo del cadáver y la insertó en el tablero correspondiente. Conectó los cinco interruptores para armar los misiles, hizo lo mismo en su propia consola e insertó su propia llave.
El teniente Walters movió el interruptor del intercomunicador.
—¿… demonios hace, teniente? —Era la voz del coronel Anderson del centro de comando en Warren—. Sabe que son necesarios dos hombres en la llave. Ahora, ¡abra esa puerta inmediatamente!
Walters desconectó el intercomunicador y miró el reloj digital que estaba en noventa segundos y continuaba retrocediendo. De acuerdo con el manual de operaciones, las enormes cubiertas de hormigón del silo se estarían replegando en ese momento, abriéndose para exponer los delgados pozos de acero y los conos del Minuteman inerte. En ignición menos sesenta segundos, sonarían bocinas en todos los emplazamientos, para avisar a cualquier equipo de reparación o inspección que estuviera por allá. En realidad esos sonidos sólo asustarían a los conejos, al ganado y a algún ranchero que pasara cerca en su camión. Los misiles Minuteman eran propulsados por combustible sólido y sólo esperaban la chispa electrónica que los encendiera. Las instrucciones de blanco, la programación de guía, los giroscopios y los accesorios electrónicos de lanzamiento habían sido accionados durante la secuencia de lanzamiento. A ignición menos treinta segundos los ordenadores detendrían la secuencia y esperarían la señal de las llaves gemelas de lanzamiento. Sin esas dos llaves la parada sería permanente.
Walters miró la consola de Beale. Las dos llaves estaban separadas por casi cinco metros de distancia. La fuerza aérea se había esforzado mucho para asegurarse de que sería imposible que un hombre solo pudiera activar su propia llave y después correr a la otra dentro del intervalo de tiempo necesario.
Las comisuras de los labios de Tom Walters se crisparon. Se dirigió a la consola de Beale, apartó la silla y el cadáver del camino a lo largo del raíl y sacó una cuchara y dos trozos de hilo de su bolsillo. La cuchara era una cuchara vulgar robada del comedor de oficiales en Warren. Walters ató la parte cóncava de la cuchara al reborde de la llave, colocó el mango en un ángulo recto y ató el hilo más largo a la punta del mango. Se dirigió a su propio tablero, estiró el hilo, esperó hasta que el reloj llegara a treinta, giró su propia llave y tiró con fuerza del hilo. La cuchara hizo suficiente palanca para hacer girar la llave de Beale.
El ordenador reconoció la señal de activación de lanzamiento, verificó el código de lanzamiento que él y Beale habían programado durante el ensayo y siguió con los treinta segundos finales de la secuencia de lanzamiento.
Walters sacó un cuaderno de notas y escribió unas rápidas líneas. Miró hacia la puerta. Una sección de acero cerca de la cerradura estaba al rojo del soplete con el que estaban haciendo un agujero. El metal tardaría por lo menos dos minutos más en abrirse.
El teniente Tom Walters sonrió, se abrochó el cinturón de su silla, colocó el cañón de su 45 tocando ligeramente el cielo de su paladar y apretó el gatillo con el pulgar.
Tres horas más tarde, el general Verne Ketchum, de la fuerza aérea de Estados Unidos, y su ayudante, coronel Stephen Anderson, salían del complejo del centro de control para respirar un poco de aire fresco y para contemplar el caos. Casi tres docenas de vehículos militares y tres ambulancias llenaban la zona de aparcamiento y se esparcían por la colina más allá de la zona interna de seguridad. Cinco helicópteros estaban posados en el campo detrás del perímetro oeste y Ketchum podía ver y oír dos más zumbando desde el suroeste.
El coronel Anderson miró el cielo sin nubes.
—Me pregunto qué pensarán los rusos que está pasando.
—A tomar por el culo los rusos —dijo Ketchum—. Hoy del vicepresidente para abajo todos me han jodido. Y cuando vuelva, le tendré al teléfono. Todo el mundo exige saber lo que ha pasado. ¿Qué les digo, Steve?
—Ya habíamos tenido algunos problemas antes —admitió Anderson—, pero nada como esto. Viste el último informe psicológico de Walters. Hecho hace sólo dos meses. Un hombre moderadamente inteligente, soltero; reaccionaba bien a la fatiga nerviosa; sólo era ambicioso dentro del servicio; obedecía las órdenes al pie de la letra; formaba parte del equipo vencedor, el otoño pasado, de las competiciones de lanzamiento, y tenía tanta imaginación como aquel trozo de artemisa que hay allí. Una descripción perfecta de un guardia de misil.
Ketchum encendió un puro y lanzó una mirada furiosa a través del humo.
—Entonces, ¿qué cojones ha pasado?
Anderson meneó la cabeza y miró hacia el helicóptero que se acercaba.
—No tiene sentido. Walters sabía que la secuencia final de activación de los misiles tenía que hacerse en tándem con otras dos llaves en un centro de control separado. Sabía que los ordenadores se detendrían en la segunda marca T-5 a menos que hubiera esa verificación. Se mató y asesinó a Beale para nada.
—¿Tienes esa nota? —gruñó Ketchum entre el puro.
—Sí, señor.
—Dámela.
La última nota de Walters había sido envuelta en plástico aunque Ketchum no comprendía para qué. Seguro que no la investigarían para encontrar huellas dactilares. La letra era bastante clara a través del plástico:
WVB a CAC
Peón de rey a e6. Jaque.
Tu jugada, Christian.
—¿Algún Código, Steve? —preguntó Ketchum—. ¿Este coño de ajedrez te dice algo?
—No, señor.
—¿Te parece que CAC es el Consejo de Aeronáutica Civil?
—No tiene sentido.
—¿Y este Christian? ¿Ese Walters era evangelista o alguna de esas cosas?
—No, señor. Según el capellán de la base, el teniente era unitario, pero nunca asistía a los oficios.
—W y B podían ser Walters y Beale —murmuró Ketchum—, pero ¿qué quiere decir esa «V» entre ellas?
—No tengo idea, señor. Quizá los Servicios Secretos o la gente del FBI puedan descubrirlo. Me parece que aquel helicóptero verde es el que trae al tío del FBI de Denver.
—Preferiría que no les hubiéramos llamado —gruñó Ketchum.
Se sacó el puro de la boca y escupió.
—Es la ley —dijo Anderson—. Hay que hacerlo.
El general Ketchum se giró y echó al coronel una mirada que hizo que el otro mirara hacia abajo y se interesara súbitamente por la raya de sus pantalones.
—Muy bien —dijo Ketchum por fin, tirando el puro—, hablemos con esos brillantes civiles. Qué carajo, el día no podrá empeorar.
Ketchum giró sobre sus talones y se dirigió hacia la distante delegación.
El coronel Anderson corrió hacia donde el general había tirado su puro, se aseguró de que estaba apagado y después se apresuró a alcanzarle.