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Washington, D. C, martes 21 de abril de 1981

Jack Cohen pensó en Saul y Natalie durante todo su vuelo hacia el este. Estaba preocupado por ellos, poco seguro de lo que estaban planeando y de su capacidad para realizarlo. En sus treinta años de experiencia en el espionaje, sabía que eran siempre los aficionados los que terminaban en la lista de bajas al final de una operación. Recordó que esto no era una operación. ¿Qué era?, se preguntó.

Saul había estado preocupado —excesivamente preocupado, pensaba Cohen— con los esfuerzos del agente para conseguir informaciones sobre Barent y los otros. ¿Había tomado Cohen todas las precauciones para no ser descubierto durante sus investigaciones por computadora? ¿Había sido bastante cauto durante sus viajes a Charleston y a Los Ángeles? Por fin Cohen tuvo que recordarle al psiquiatra que él hacía ese tipo de trabajo desde los años cuarenta.

Mientras el avión se acercaba a Washington, Cohen sintió la creciente ansiedad y la culpa vaga de haberse involucrado a una operación en la que se utilizaban civiles. Se repitió por quincuagésima vez que él no los estaba usando. «¿Me están usando ellos?»

Cohen estaba seguro de que un elemento granuja en el ala de Colben del equipo de contraespionaje del FBI había asesinado al sobrino de Saul Laski y a Levi Cole. Pero el asesinato de toda la familia de Aaron Eshkol era increíble e inexplicable. Cohen sabía que la CIA podía caer en una situación así si perdía el control de su gente bajo contrato —el mismo Cohen había visto una operación en Jordania que terminó mal por la muerte de tres civiles—, pero nunca había oído decir que el FBI actuara tan descaradamente. Pero Laski había señalado los lazos entre Charles Colben y el multimillonario Barent, que enseguida se hicieron visibles. Cohen se había comprometido a encontrar la última prueba sobre el asesinato de Levi Cole. Levi había sido protegido de Cohen, un joven operativo temporalmente colocado en comunicaciones y códigos para obtener la experiencia necesaria, pero destinado a grandes cosas. Levi tenía las calidades necesarias de esa especie rarísima que es un agente de campo con éxito. Levi era instintivamente cauteloso, pero era sensible al aliciente del puro juego, de la compleja y a veces aburrida lucha de ingenio entre adversarios que nunca se encuentran y probablemente nunca sabrán el verdadero nombre y la posición del otro.

Cohen miró abajo y vio el sol de la tarde sobre nuevos brotes y flores. Tenía su propia teoría sobre por qué el FBI había perdido la cabeza tan deprisa. Pensaba que era posible que las investigaciones de Aaron y Levi hubieran alertado a Colben sobre la Operación Jonás, una infiltración de siete años en las agencias de contraespionaje norteamericanas. En la arrogancia de los meses que siguieron a la guerra de los Seis Días, Tel Aviv propuso un plan de infiltración en los principales canales de espionaje norteamericanos colocando topos e informadores pagados en posiciones claves. La infiltración en la CIA y de otras agencias no era necesaria; el Mosad había estudiado dónde interceptar las fuentes de información del FBI y otras agencias sobre los grupos competidores. Además de dar acceso a fuentes de espionaje electrónico mucho más allá de la capacidad del Mosad, el argumento era que colocando topos en el FBI se conseguirían vías de información interna americana —especialmente expedientes sobre figuras políticas importantes que el FBI había organizado por su propio interés desde los primeros días de J. Edgar Hoover—, que tendrían una ventaja incalculable cuando el apoyo del Congreso o del ejecutivo fuese necesario en futuras crisis.

La operación había sido considerada demasiado arriesgada —tan loca como el plan Piedra Preciosa de Gordon Liddy—, hasta que la terrible sorpresa del Yom Kippur les reveló a los viejos de Tel Aviv que nada menos que la supervivencia de Israel dependía del acceso a ese espionaje extenso y mejorado que sólo los norteamericanos podían suministrar. La Operación Jonás había empezado en el mismo año que Jack Cohen había sido designado jefe del puesto de Washington, en 1974. Ahora Jonás se había transformado en la ballena que había engullido al Mosad. Habían invertido una cantidad desproporcionada de dinero en el proyecto, primero para desarrollarlo, después para ocultarlo. Los políticos en Tel Aviv vivían en el miedo constante de que los norteamericanos descubrieran a Jonás en un momento crucial, cuando el apoyo de Estados Unidos fuera vital para Israel. Mucha de la información que llegaba de Washington no se podía utilizar, porque podría denunciar la existencia de la infiltración.

Cohen pensaba que el Mosad había empezado a actuar como el adúltero clásico, temiendo cada día que su aventura fuera descubierta, pero sintiéndose tan culpable y cansado de sentirse culpable que casi deseaba que se descubriera.

Cohen pensó en sus opciones. Podía seguir su aventura con Saul y Natalie, manteniendo una distancia formal entre el Mosad y sus enigmáticos esfuerzos particulares y ver lo que resultaba. O podría intervenir ahora. Hacer que por lo menos el puesto de la costa Oeste asumiera un papel más activo. No le había dicho a Saul que en el refugio había micrófonos ocultos.

Cohen podía hacer que tres hombres llevaran la furgoneta de comunicaciones de Los Ángeles a un bosque a un kilómetro de la casa y montar un enlace con líneas seguras. Significaría la dedicación activa de por lo menos media docena de hombres del Mosad, pero Cohen no veía alternativa.

Saul Laski había hablado de no esperar a la llegada de la caballería para ir a cazar a la colina, pero en este caso, pensó Cohen, la caballería llegaría tanto si los carros lo querían como si no. Cohen no veía ninguna conexión entre la Operación Jonás y los contactos Barent-Colben, o entre el ausente y posiblemente mítico nazi de Laski y el resto de la locura ocurrida en Washington y Filadelfia, pero algo pasaba, eso era evidente.

Cohen descubriría qué, y si el director ponía objeciones, se cargaría de paciencia.

Cohen había traído sólo una pequeña bolsa, pero no la había traído en mano porque contenía su automática 32. La seguridad del aeropuerto era, pensó Cohen mientras esperaba su equipaje en el aeropuerto Dulles, una molestia.

Se sintió contento por su decisión mientras llevaba la bolsa hasta el aparcamiento donde había dejado su viejo Chevrolet azul. Llamaría a John o a Ephraim a Los Ángeles esa tarde, les informaría del uso del refugio y haría que empezaran la vigilancia.

Por lo menos Saul y Natalie tendrían el grupo de apoyo por si algo pasara.

Cohen se metió entre su coche y el coche contiguo, abrió la puerta y lanzó su saco al asiento del pasajero. Miró hacia atrás con irritación cuando alguien entró en el estrecho espacio con él. Debían esperar a que él saliera…

Tardó un segundo hasta que sus viejos instintos le dominaron, otro segundo hasta que distinguió la cara del hombre en la débil luz. Era Levi Cole.

La mano de Cohen se dirigió hasta la norteamericana antes de recordar que la 32 estaba en la bolsa, bajo sus calcetines y los pantalones cortos. Extendió las manos en una posición defensiva, pero el hecho de que fuera Levi Cole lo confundió.

—¿Levi?

—¡Jack!

Era un grito pidiendo ayuda. El joven agente estaba delgado y pálido, como si hubiese pasado semanas en un cuarto cerrado. Sus ojos parecían asustados, casi vacíos. Levantó las manos vacías como si quisiera abrazarlo.

—¿Qué pasa, Levi? —preguntó Cohen en hebreo—. ¿Dónde has estado?

Levi Cole era zurdo. Cohen lo había olvidado. El resorte de muelle puso la navaja de hoja corta en la palma de Levi sin un sonido. El brazo y las mano de Levi subieron tan rápidamente que el movimiento fue casi espasmódico, seguido, dos segundos más tarde, por el propio espasmo involuntario de Cohen cuando la hoja penetró entre sus costillas hasta el corazón.

Levi dejó que el cuerpo se deslizara hacia el asiento delantero y miró alrededor. Un coche se detuvo detrás del Chevrolet, tapando la vista por detrás. Levi sacó la cartera de Cohen, sacó el dinero y las tarjetas de crédito, registró los bolsillos de la americana del muerto y la bolsa, lanzando la ropa al asiento trasero. Guardó la 32, los billetes de avión, el dinero, las tarjetas de crédito y un sobre con recibos. Levi empujó el cuerpo hasta el suelo, cerró la puerta del Chevrolet y se dirigió hasta el coche que esperaba.

Dejaron inmediatamente el garaje y se dirigieron hacia Arlington por la autopista.

—No hay gran cosa —dijo Richard Haines por el radioteléfono—. Dos recibos de la gasolinera de la Shell en San Juan Capistrano. Recibos de hotel. ¿Significan algo?

—Pon a tu gente a trabajar con eso —se oyó la voz de Barent—. Empieza con el hotel y la gasolinera. ¿Es hora de que las golondrinas vuelvan a Capistrano?

—Creo que perdimos eso —dijo Haines por la línea de seguridad. Miró a Levi Cole que estaba sentado a su lado con la vista fija al frente—. ¿Qué hacemos con nuestro amigo?

—Estoy harto de él —dijo Barent.

—¿Por hoy o para siempre?

—Harto del todo, creo.

—Muy bien —dijo Haines—. Nos ocuparemos del asunto.

—¡Richard!

—¿Sí?

—Empieza inmediatamente las investigaciones, por favor. Sea lo que fuera lo que atrajo la curiosidad y el interés del señor Cohen por allá, también me interesa a mí. Espero un informe a más tardar el viernes.

—Lo tendrá —dijo Richard Haines.

Colgó el teléfono y miró el paisaje de Virginia tras la ventanilla. Un gran avión de reacción pasó por arriba, ganando altitud, y Haines se preguntó si sería el avión del señor Barent.

A través del cristal de tono muy oscuro, el cielo claro parecía del color de coñac, con un tono enfermizo de cobre que hacía pensar que una terrible tempestad se preparaba.