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Tijuana, México, lunes 20 de abril de 1981

Poco antes del anochecer, Saul y Natalie condujeron el Volkswagen alquilado hacia el nordeste, fuera de Tijuana. Hacía mucho calor. En cuanto dejaron la autopista 2, los suburbios se transformaron en un laberinto de carreteras sucias a través de pueblos de chozas de hojalata y cobertizos extendidos entre fábricas abandonadas y pequeños ranchos. Natalie leía el mapa dibujado por Jack Cohen mientras Saul conducía. Aparcaron el Volkswagen cerca de una pequeña taberna y fueron a pie hacia el norte a través de una nube de polvo y niños pequeños. Ardían hogueras en la ladera mientras el resto del crepúsculo rojo desaparecía. Natalie verificó el mapa y señaló un camino que bajaba por la ladera, cubierto de chatarra y pequeños grupos de hombres y mujeres sentados alrededor de hogueras o agachados en la oscuridad bajo los árboles. Más de medio kilómetro al norte, a través del valle, una cerca alta brillaba contra una ladera negra.

—Quedémonos aquí hasta que se haga completamente de noche —dijo Saul. Puso su maleta y una pesada mochila en el suelo—. Se dice que hay bandidos trabajando a ambos lados de la frontera. Sería irónico llegar tan lejos para ser asesinados por un bandido de frontera.

—Me va bien sentarme un momento —dijo Natalie. Habían caminado poco más de un kilómetro, pero su blusa de algodón azul estaba pegada a la piel y sus zapatos de lona estaban cubiertos de polvo. Los mosquitos zumbaban junto a sus oídos. Una única bombilla eléctrica que brillaba junto a un bar en la colina detrás de ellos había atraído tantas mariposas nocturnas que parecía que nevaba delante de ella.

Se quedaron sentados en un silencio exhausto durante media hora, agotados por treinta y seis horas de vuelo y la constante tensión de viajar con pasaportes falsos. El aeropuerto de Heathrow había sido el peor, tres horas de escala bajo la mirada de agentes de seguridad.

Natalie dormitaba a pesar del calor, de los insectos y de su incómoda posición agachada junto a una gran roca, cuando Saul la despertó con un zarandeo suave en el hombro.

—Se mueven —murmuró—. Vamos.

Por lo menos un centenar de ilegales se dirigían hacia la lejana cerca en pequeños y rápidos grupos. Habían aparecido más hogueras en la ladera, detrás de ellos. Lejos, hacia el nordeste, se veían las luces centelleantes de una ciudad estadounidense; por delante, sólo cañones y laderas. Un par de faros desaparecieron hacia el este en alguna carretera de acceso invisible del lado americano de la cerca.

—Una patrulla de frontera —dijo Saul, y siguió adelante por el sendero escarpado y subiendo después por otra colina. Pocos minutos después, ambos jadeaban audiblemente, sudando bajo las mochilas y debatiéndose con las grandes maletas llenas de papeles. Aunque intentaron permanecer lejos de los otros, pronto tuvieron que unirse a una larga fila de sudorosos hombres y mujeres. Algunos hablaban en voz baja y blasfemaban en español, otros caminaban impasibles en silencio. Delante de Saul, un hombre alto, delgado, llevaba a un niño de ocho años en la espalda mientras una mujer más pesada transportaba una gran maleta de cartón.

La cola se detuvo en el lecho de un río seco a unos veinte metros de una alcantarilla que corría bajo la cerca fronteriza. La carretera de grava estaba un poco más adelante. Grupos de tres o cuatro personas cruzaban el lecho del río y desaparecían en el círculo negro de la alcantarilla. Se oían gritos ocasionales desde el otro lado y una vez Natalie oyó un grito que debía venir justo del otro lado de la carretera. Natalie sintió que su corazón hacía minutos que latía y su piel estaba pegajosa de sudor. Cogió la maleta con más fuerza y se forzó a relajarse.

Toda la fila de cincuenta o sesenta personas se ocultó detrás de rocas, arbustos y otras cosas cuando un segundo vehículo de la policía de fronteras se acercó y paró. Un foco barrió el arroyo y pasó a tres metros del escuálido espino que Natalie y Saul intentaban usar como refugio. Unos gritos y el sonido de un disparo desde el nordeste hicieron que el coche patrulla arrancara a gran velocidad con la radio gritando en inglés policial, y la fila de ilegales empezó de nuevo su avance continuo hacia la alcantarilla.

Minutos después Natalie se encontró a gatas tras de Saul, empujando la pesada maleta contra ella mientras su mochila golpeaba el techo ondulado del túnel. Era negro como el carbón. La alcantarilla olía a orina y excrementos, y sus manos y rodillas encontraban blandura húmeda esparcida entre vidrio roto y trozos de metal. En la oscuridad sofocante una mujer o un niño empezó a llorar hasta que la voz brusca de un hombre la hizo callar. Natalie estaba segura de que aquella alcantarilla no daba a ningún sitio y que se estrecharía cada vez más, el techo áspero bajaría y los aplastaría contra el fango y los excrementos, el agua les impediría respirar…

—Ya casi estamos —murmuró Saul—. Puedo ver la Luna.

Natalie comprendió que le dolían las costillas a causa del latir asustado de su corazón y de haber estado conteniendo la respiración. Exhaló precisamente cuando Saul saltó medio metro hacia un arroyo rocoso y la ayudó a salir del maloliente conducto.

—Bienvenida de nuevo a Estados Unidos —murmuró él mientras recogían las maletas y corrían hacia la seguridad oscura de un arroyo donde, sin duda, asesinos y ladrones esperaban a algunos de los inmigrantes esperanzados de la noche.

—Gracias —murmuró Natalie entre jadeos—. La próxima vez no me atreveré.

Jack Cohen los esperaba en lo alto de la tercera colina. Una vez cada dos minutos encendía los faros de la vieja furgoneta azul que había aparcado allá, y fue esa luz la que guió a Natalie y Saul. Cohen les dio un apretón de manos y dijo:

—Vayamos deprisa. Este sitio no es muy bueno para aparcar. He traído las cosas que pedías en tu carta y no quiero tener que inventar alguna historia para la patrulla fronteriza o la policía de San Diego. Deprisa.

La parte posterior de la furgoneta estaba llena a medias de cajas. Pusieron el equipaje allí, Natalie ocupó el asiento del pasajero, Saul se sentó en un cajón bajo, detrás, entre los dos asientos, y Jack Cohen condujo. Durante un kilómetro la furgoneta no dejó de rebotar a causa del mal estado del camino, después giraron hacia el este por un camino de grava y encontraron una carretera asfaltada que se dirigía hacia el norte. Diez minutos más tarde bajaron por una rampa de acceso a una autopista. Natalie se sintió desplazada y desorientada, como si Estados Unidos hubiese cambiado de diversas maneras sutiles durante los tres meses que había estado ausente. «No, es más como si nunca hubiese vivido aquí», pensó mientras miraba los suburbios y pequeños centros comerciales a través de la ventanilla. Miraba las farolas y los coches y se sorprendía del hecho increíble de que miles de personas se ocuparan de sus asuntos como si no pasara nada, como si hombres y mujeres y niños no se arrastraran por alcantarillas llenas de mierda a quince kilómetros de esas confortables casas de clase media, como si los jóvenes sabras de mirada intensa no estuvieran en ese preciso momento montando guardia en las fronteras de sus kibbutzim mientras asesinos enmascarados de la OLP —chicos también— lubricaban sus Kalashnikovs y esperaban en la noche, como si Rob Gentry no estuviese muerto y enterrado, tan inalcanzable como su padre que acostumbraba venir cada noche a arroparla en la cama y le contaba historias sobre Max, el curioso Dachshund que siempre…

—¿Conseguiste el arma en México en donde te dije? —preguntó Cohen.

Natalie se despertó. Había estado dormitando con los ojos abiertos. Se sentía muy fatigada. Tenía un zumbido amortiguado de motores de reacción en los oídos. Se concentró en oír a los dos hombres.

—Sí —dijo Saul—. No hubo ningún problema, aunque yo estaba preocupado por lo que pasaría si los federales me la encontraban.

Natalie se concentró más para mirar al agente del Mosad. Jack Cohen tenía poco más de cincuenta años, pero parecía más viejo, más viejo aun que Saul, sobre todo ahora que Saul se había afeitado la barba y se había dejado crecer el pelo. La cara de Cohen era flaca y estaba picada de viruelas, con grandes ojos y una nariz que, era evidente, se había roto más de una vez. Tenía el pelo blanco y fino, parecía como si hubiese intentado arreglárselo él mismo y hubiese desistido antes de acabar. El inglés de Cohen era fluido e idiomáticamente correcto, pero dominado por un acento que Natalie no podía identificar, era como si un alemán hubiese aprendido inglés con un galés que hubiese estudiado con un profesor de Brooklyn. A Natalie le gustaba la cara de Jack Cohen. Le gustaba Jack Cohen.

—Déjame ver el arma —dijo Cohen.

Saul se sacó del cinturón una pequeña pistola. Natalie no sabía que Saul tenía un arma. Parecía una pistola barata.

Estaban solos en el carril izquierdo de un puente. No había nada detrás de ellos en por lo menos un kilómetro. Cohen cogió la pistola y la lanzó a través de la ventana por encima de la barandilla hacia un barranco.

—Probablemente te habría explotado la primera vez que la hubieras usado —dijo Cohen—. Me arrepentí de habértelo sugerido, pero era demasiado tarde para enviar un cable. Tienes razón sobre los federales. Con papeles o sin papeles, si te hubieran encontrado esa arma te habrían colgado por los cojones y habrían venido a comprobar cada dos o tres años que aún gemías. No son gente muy simpática, Saul. Fue el maldito dinero lo que me hizo pensar que valía la pena el riesgo. ¿Cuánto dinero has conseguido traer?

—Treinta mil —dijo Saul—. Otros sesenta serán enviados a un banco de Los Ángeles por el abogado de David.

—¿Es tuyo, o de David? —preguntó Cohen.

—Es mío —contestó Saul—. Vendí la granja que tenía cerca de Netanya desde la guerra de Independencia. Pensé que sería una locura intentar llegar a mi cuenta de ahorro de Nueva York.

—Pensaste bien —dijo Cohen. En ese momento pasaban por una ciudad. Las farolas de mercurio hacían pasar rectángulos iluminados por el parabrisas y hacían que la cara de Cohen pareciera amarilla—. Dios mío, Saul —dijo—, ¿sabes lo difícil que fue obtener algunas de esas cosas de tu lista? ¡Cincuenta kilos de explosivo plástico C-4! Una pistola de aire comprimido. Dardos tranquilizadores. Dios mío, amigo, ¿sabes que sólo hay seis suministradores en todo Estados Unidos que venden dardos tranquilizadores y que tienes que ser un zoólogo cualificado para tener alguna idea de dónde encontrar esos lugares?

Saul sonrió.

—Perdón, pero no te puedes quejar, Jack. Eres nuestro deus ex machina permanente.

Cohen sonrió tristemente.

—Yo no sé nada de deus —dijo—, pero sin duda pasé por la machina. ¿Sabes que gasté dos años y medio de vacaciones acumuladas para hacer todo lo que me pediste?

—Intentaré pagártelo algún día —aseguró Saul—. ¿Tuviste más problemas con el director?

—No. La llamada del despacho de David Eshkol lo arregló casi todo. Espero tener esa influencia veinte años después de mi jubilación. ¿Y se encuentra bien?

—¿David? No, después de dos ataques de corazón no se encuentra bien, pero está ocupado. Natalie y yo estuvimos con él en Jerusalén hace cinco días. Nos dijo que te saludáramos de su parte.

—Sólo trabajé con él una vez —dijo Cohen—. Hace catorce años. Salió de su retiro para dirigir la operación en la que arrebatamos todo un emplazamiento de un SAM ruso bajo las narices de los egipcios. Salvó muchas vidas durante la guerra de los Seis Días. David Eshkol era un táctico muy hábil.

Ahora estaban en San Diego y Natalie miraba con una extraña sensación de separación cuando volvieron a la autopista 5 y se dirigieron hacia el norte.

—¿Cuáles son tus planes para los próximos días? —preguntó Saul.

—Instalaros —dijo Cohen—. Volveré a Washington el miércoles.

—No hay problema —dijo Saul—. ¿Podremos pedirte consejos?

—Siempre que sea necesario —dijo Cohen—, con tal que respondas a una pregunta.

—¿De qué se trata?

—¿Qué pasa realmente, Saul? ¿Cuál es la conexión profunda entre tu viejo nazi, este grupo de Washington y la vieja de Charleston? Por mucho que lo junte, no tiene sentido. ¿Por qué el gobierno de Estados Unidos protegería a este criminal de guerra?

—No lo protegen —dijo Saul—. Algunos grupos del gobierno lo intentan encontrar tanto como nosotros, pero para sus propios fines. Debes creerme, Jack: podría contarte más cosas, pero no te aclararía nada. La mayor parte de este asunto está más allá de la lógica.

—Maravilloso —dijo Cohen, sarcástico—. Si no me puedes decir nada más, no hay esperanza de implicar más a la agencia, por mucho que todos respeten a David Eshkol.

—Probablemente es mejor así —dijo Saul—. Viste lo que pasó cuando Aaron y tu amigo Levi Cole se implicaron. Finalmente comprendí que no habrá toque de trompeta ni carga de caballería por la colina justo a tiempo. He aplazado mi acción durante décadas mientras esperaba que la caballería llegara. Ahora comprendo que tengo que hacerlo…, y Natalie siente lo mismo.

—Todo esto huele a mierda —dijo Cohen.

—Sí —aceptó Saul—, pero todas nuestras vidas son gobernadas por un cierto grado de fe en la mierda. El sionismo era pura mierda hace un siglo, pero hoy nuestra frontera, la frontera de Israel, es la única frontera puramente política que es visible desde una órbita. Donde los árboles acaban y el desierto empieza, allí acaba Israel.

—Estás cambiando de tema —dijo Cohen rotundamente—. Hice esas cosas porque tu sobrino me gustaba y quería a Levi Cole como a un hijo y creo que persigues a quien los asesinó. ¿Es cierto?

—Sí.

—¿Y la mujer que crees que volvió a Charleston es parte del asunto, no es una víctima?

—Es parte del asunto, sí —dijo Saul.

—¿Y tu oberst aún está matando judíos?

Saul vaciló.

—Aún está matando gente inocente, sí.

—¿Y ese putz de Los Ángeles está implicado?

—Sí.

—Muy bien —dijo Cohen—, seguiré ayudándote, pero un día pasaremos cuentas.

—Si eso ayuda —dijo Saul—, Natalie y yo le hemos dejado una carta cerrada a David Eshkol. Ni siquiera David conoce los detalles de esta pesadilla. Si Natalie y yo morimos o desaparecemos, David o sus ejecutores testamentarios abrirán la carta. Tienen instrucciones de compartir su contenido contigo.

—Maravilloso —dijo Cohen—. Apenas puedo esperar hasta que ambos estéis muertos o desaparecidos.

Rodaron en silencio hacia Los Ángeles. Natalie soñaba que ella y Rob y su padre paseaban por el casco antiguo de Charleston. Era una espléndida noche de primavera. Las estrellas ardían detrás de los palmitos con nuevos brotes; el aire olía a mimosa y a jacinto. De repente, un perro con la cabeza de un toro claro y el cuerpo negro salió de la oscuridad y les gruñó. Natalie tenía miedo, pero su padre le dijo que el perro sólo quería hacer amigos. Se arrodilló y extendió la mano para que el perro la olisqueara, pero el perro la mordió, la mordió y empezó a masticarla, gruñendo y engullendo hasta que la mano desapareció, el brazo desapareció y finalmente su padre desapareció. Entonces, el perro se transformó, se hizo más grande, mientras Natalie verificaba que ella se había empequeñecido, se había convertido en una niña. El perro se lanzó sobre ella con la cabeza inadecuadamente blanca brillando a la luz de las estrellas, y ella estaba demasiado aterrada para girarse o correr o gritar. Rob le tocó la mejilla y se puso delante de ella justo cuando el perro saltaba. El perro le golpeó en el pecho y lo hizo caer. Mientras luchaban, Natalie se dio cuenta de que la extraña cabeza del perro se hacía más pequeña y desaparecía. Entonces vio que el perro se había abierto camino por el pecho de Rob. Podía oír el sonido de las fauces del perro al masticar.

Natalie se sentó pesadamente en la acera. Llevaba patines y el vestido azul que le había regalado su tía preferida cuando había cumplido seis años. La espalda de Rob estaba ante ella, como una gran pared gris. Ella miró la pistola en la funda de la cintura de Rob, pero estaba fijada por una cinta de cuero y no se decidía a cogerla. Su cuerpo temblaba con la violencia de los movimientos del animal y podía oír muy claramente los sonidos de la masticación.

Natalie intentaba levantarse, pero cada vez que se ponía de pie los patines volaban y se caía de nuevo de espaldas. Uno de los patines se había soltado y colgaba de una correa verde. Se arrodilló y se encontró a sólo unos centímetros de la imposible espalda alta, gris, de Rob cuando la cabeza del perro la atravesó. Hilos de carne colgaban de las mejillas y los dientes de la bestia, que empujó para ensanchar el agujero; sus ojos brillaban locamente, sus poderosas mandíbulas trabajaban como las de un tiburón.

Natalie se arrastró medio metro hacia atrás, pero no pudo moverse más. Su atención fue captada por el perro, que gruñía y mordía e intentaba llegar hasta ella. Su cuello y sus patas delanteras ya habían atravesado la abertura. La saliva y la sangre salpicaban a Natalie, que podía ver la piel oscura, enmarañada, de las patas de la bestia luchando para liberarse de su madriguera de carne. Era como asistir a un nacimiento terrible, de pesadilla, sabiendo todo el tiempo que ese nacimiento significaba nuestra propia muerte.

Pero la cara que captó Natalie la paralizó e hizo que la debilidad del terror subiera a su garganta como un vómito. Porque sobre la piel oscura de aquellas patas poderosas y aquella mandíbula, donde la piel ensangrentada se tornaba azulada, donde empezaba la blancura, estaba la máscara de muerte del rostro de Melanie Fuller deformado por su sonrisa y el defectuoso encaje de los enormes dientes, que brillaban a pocos centímetros de los ojos de Natalie.

El ser monstruoso aulló, convulsionó todo su cuerpo en un esfuerzo sangriento y nació.

Natalie se despertó tragando aire. Extendió la mano hasta el salpicadero de la furgoneta y se mantuvo firme. El viento que entraba por la ventana abierta traía un hedor de alcantarillado y de humos de diesel. Desde la autopista brillaban los faros de otros coches.

Saul decía en voz baja:

—Quizás el consejo que necesito es sobre cómo matar a alguien.

Cohen le echó una ojeada sesgada.

—Yo no soy un asesino, Saul.

—Lo sé. Yo tampoco. Pero entre los dos hemos visto muchos asesinatos. Los vi fríos y eficientes en los campos, rápidos y breves en los bosques, calientes y patrióticos en el desierto y al azar y mezquinos en las calles. Quizás es el momento de aprender cómo se hace eso profesionalmente.

—¿Quieres un seminario sobre el arte de matar? —le preguntó Cohen.

—Sí.

Cohen asintió con la cabeza, sacó un cigarrillo de un paquete que tenía en el bolsillo de la camisa y utilizó el encendedor de la furgoneta para encenderlo.

—Esto mata —dijo Cohen, exhalando humo. Un semirremolque a cien kilómetros por hora pasó en un ímpetu de viento.

—Pensaba en algo más rápido y menos ofensivo para las personas inocentes que se encuentren cerca —dijo Saul.

Cohen sonrió y habló con el cigarrillo aún en la boca.

—La manera más eficiente de matar a alguien es contratar a un buen asesino. —Miró a Saul—. En serio. Todos lo hacen: el KGB, la CIA, y todos los peces pequeños a su alrededor. Los norteamericanos se indignaron hace algunos años cuando descubrieron que la CIA había contratado asesinos de la Mafia para eliminar a Castro. Cuando piensas en eso, tiene sentido. ¿Habría sido más moral preparar personal en una agencia de un gobierno democrático para asesinar gente? Las historias de James Bond son un disparate. Los asesinos profesionales son psicópatas controlados; tan simpáticos como Charles Manson, pero más controlados. Utilizando asesinos de la Mafia se hacía el trabajo y, de paso, se impedía que esos psicópatas mataran a otros norteamericanos durante algunas semanas.

Cohen condujo en silencio durante algunos minutos. Su cigarrillo brillaba cada vez que aspiraba. Por fin echó la ceniza por la ventana y dijo:

—Cuando se trata de asesinatos premeditados, todos usamos mercenarios. Una de mis tareas cuando trabajaba en casa era conseguir que los jóvenes reclutas de la OLP llevasen a cabo ejecuciones de otros jefes palestinos. Yo diría que una tercera parte de los asesinatos en la comunidad terrorista son resultado de nuestras operaciones. A veces todo lo que tenemos que hacer para eliminar a A es disparar al azar contra D, después hacer llegar a D la información de que C fue sobornado por B para eliminar a D por orden de A y esperar los resultados.

—Ni hablar de contratar a alguien —dijo Saul.

Natalie comprendió, por el tono susurrante que utilizaban, que creían que ella estaba dormida. Se dio cuenta de que sus ojos casi se habían cerrado de nuevo. Los faros y las ocasionales farolas se filtraban a través de sus párpados. Recordaba que había dormitado en el asiento trasero del coche cuando era una niña, mientras escuchaba la monótona conversación de sus padres. Pero su conversación nunca fue parecida a ésta.

—Muy bien —dijo Cohen—, supongo que, por motivos políticos, prácticos o personales, no puedes contratar a nadie. En ese caso las cosas se complican. Lo primero que tenemos que decidir es si estás o no dispuesto a cambiar tu vida por la vida de tu blanco. Si lo estás, tienes una gran ventaja. Los métodos tradicionales de seguridad resultan entonces esencialmente inútiles. La mayor parte de los grandes asesinos de la historia han estado dispuestos a dar sus vidas…, o por lo menos a ser arrestados inmediatamente…, para llevar a cabo sus sagradas misiones.

—Supón que en este caso el… asesino… prefiere salvar el pellejo después del asesinato —dijo Saul.

—Entonces la dificultad es mayor —siguió argumentando Cohen—. Opciones: acción militar…; nuestros ataques con F-16 en el Líbano no son más que tentativas indiscriminadas de asesinato; el uso selectivo de explosivos, fusiles desde lejos, pistolas en distancias cortas con una vía de fuga preparada, veneno, cuchillos o combate cuerpo a cuerpo. —Cohen lanzó la colilla del primer cigarrillo y encendió otro—. Actualmente los explosivos están de moda, pero son muy complicados, Saul.

—¿Por qué?

—Por ejemplo, el C-4, del cual tienes un proveimiento para diez años aquí atrás, es seguro como masilla, puedes hacerlo botar, moldearlo, sumergirlo, sentarte sobre él, disparar sobre él o usarlo para calafatear y no explota. Lo que lo hace explotar es el ácido nítrico, el explosivo colocado en los pequeños detonadores embalados con sumo cuidado en una caja especial metida en otra caja. ¿Has usado alguna vez plastique, Saul?

—No.

—Dios nos ayude —dijo Cohen—. Muy bien, mañana en casa impartiré un seminario sobre el plastique. Pero supongamos que tienes el explosivo colocado. ¿Cómo lo haces explotar?

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que las hipótesis son muchas: mecánica, eléctrica, química, electrónica…, pero ninguna es segura. La mayor parte de los expertos en explosivos mueren mientras preparan sus pequeñas bombas. Es el mayor asesino de terroristas después de otros terroristas. Pero supongamos que consigues colocar tu explosivo plástico, conectar el detonador, poner un gatillo eléctrico en tu detonador, para que sea activado por una señal de radio de un transmisor, y todo está listo. Tú estás en un coche a una distancia segura del blanco. Esperas hasta que su vehículo esté en el campo, lejos de testigos y de personas inocentes. Pero, con tu transmisor apagado, el coche explota cuando pasa un autobús escolar lleno de niños subnormales.

—¿Por qué?

Natalie podía oír el cansancio en la voz de Saul y comprendió que debía de estar tan cansado como ella.

—Los aparatos que abren las puertas de los garajes, las emisiones de aviones, los radioteléfonos, los radioaficionados —enumeró Cohen—. Incluso el control remoto de un televisor puede disparar un gatillo de éstos. Entonces trabajas con dos interruptores en tu plastique, uno manual para armarlo y otro electrónico para dispararlo. Las posibilidades de fallo son aún grandes.

—Otras maneras —dijo Saul.

—El fusil —dijo Cohen. El segundo cigarrillo casi se había consumido—. Proporciona la seguridad de la distancia, tiempo para la retirada; es selectivo, y casi siempre eficiente cuando es usado correctamente. El arma más utilizada. Avalada por Lee Oswald Harvey y James Earl Ray y muchos otros. Pero tiene algunos problemas.

—¿Cuáles?

—Primero, olvida esa tontería de la televisión con el tirador llevando el arma en un maletín y montándola mientras el blanco amablemente se pone en posición. Un fusil y su visor tienen que ser apuntados, ajustados para la distancia y el ángulo y la velocidad del viento, y están además los caprichos de la propia arma. El tirador tiene que conocer a fondo su arma y haber ensayado las relaciones de distancia y velocidad. Un tirador militar trabaja a distancias en las que el blanco tiene tiempo de dar tres pasos entre el disparo y el impacto. ¿Tienes experiencia con fusiles, Saul?

—No desde la guerra…, la guerra europea —reconoció Saul—. Y nunca para matar a un hombre.

—Es para eso que sirven los fusiles —dijo Cohen—. Yo tengo cosas de tu lista aquí atrás…, dieciocho mil dólares de tu dinero invertido en la más horrible colección de cosas que he tenido que reunir…, pero no hay un fusil.

—¿Y la seguridad? —preguntó Saul.

—¿La tuya, o la de ellos?

—La de ellos.

—¿Qué pasa con eso?

—¿Cómo se afronta?

Cohen cogía su cigarrillo a la manera europea y miró hacia el túnel de luz que los faros abrían en la noche.

—La seguridad es, como mucho, un intento condenado de aplazar lo inevitable si alguien quiere matarte. Si el blanco tiene una vida pública, compromisos, la mejor seguridad sólo puede hacer difícil que el asesino se escape después de haber hecho blanco. Ya viste el resultado el mes pasado cuando un mocoso inexperto decidió que quería dispararle al presidente norteamericano con una pistola de aire comprimido del calibre 22…

—Aaron me dijo que vosotros entrenáis a vuestros agentes con Berettas 22 —dijo Saul.

—En los últimos años, sí —admitió Cohen—; pero las usaban para distancias cortas, donde se podrían esperar cuchillos, en situaciones que exigen ausencia de ruido o ejecución rápida y no potencia de fuego. Si enviáramos a un equipo para matar a alguien, seguiría siendo un equipo después de semanas de seguir al blanco, ensayar la operación y probar la vía de huida. Ese chico que disparó contra vuestro presidente el mes pasado lo hizo sin más preparación de lo que tú o yo tendríamos para ir a la esquina a comprar un periódico.

—¿Y qué prueba eso?

—Prueba que no hay cuerpo de seguridad infalible cuando tus movimientos son previsibles —dijo Cohen—. Un buen jefe de seguridad no permitirá que su cliente siga horarios, siga rutinas, y asuma compromisos que puedan hacerse públicos. La imprevisibilidad salvó la vida de Hitler media docena de veces. Es la única razón por la cual no pudimos eliminar a los tres o cuatro palestinos que encabezan nuestra lista negra oficial. ¿De qué tipo de seguridad hablamos en esta discusión?

—Discutamos teóricamente la seguridad del señor C. Arnold Barent.

La cabeza de Cohen se giró rápidamente. Lanzó el cigarrillo por la ventana y no encendió otro.

—¿Es por eso que pediste la carpeta del campamento de verano de Barent?

—Hablamos en pura hipótesis —matizó Saul.

Cohen se pasó la mano por el pelo.

—Has dicho que la seguridad no puede impedir lo inevitable —recordó Saul—. ¿El señor Barent es una excepción?

—Oye —dijo Jack Cohen—, cuando el presidente de Estados Unidos viaja adonde sea…, adonde sea, incluso para visitar otros países en zonas de seguridad aisladas… el servicio de seguridad se alarma. Si de ellos dependiese, el presidente nunca dejaría el segundo sótano de la Casa Blanca y aun así no están muy contentos con su situación. El único sitio…, la única situación en la que el Servicio Secreto da un suspiro de alivio es cuando un presidente pasa su tiempo con C. Arnold Barent, cosa que los presidentes vienen haciendo durante los últimos treinta y pico años. En junio, la Fundación Patrimonio de Occidente, de Barent, organiza su campamento anual de verano y cuarenta o cincuenta de los hombres más poderosos del mundo se quitarán los zapatos y aparcarán su proverbial nerviosismo en su isla. ¿Eso te da una idea sobre la seguridad de Barent?

—¿Buena?

—La mejor del mundo —dijo Cohen—. Si Tel Aviv nos comunica mañana que el futuro del Estado de Israel dependía de la muerte súbita de C. Arnold Barent, yo llamaría a los mejores hombres que tenemos en Israel, daría la alerta a los comandos que hicieron que Entebe pareciera fácil, despertaría a los pelotones de venganza que hay en Europa, y sin embargo no tendríamos una posibilidad entre diez de acercarnos a él.

—¿Cómo lo harías? —preguntó Saul.

Cohen condujo en silencio durante varios minutos.

—Hipotéticamente —dijo por fin—, esperaría a una situación en la que dependiera momentáneamente de la seguridad de otro, como por ejemplo de la del presidente, y lo intentaría entonces. Dios mío, Saul, toda esta conversación sobre matar a Barent. ¿Dónde estabas el 30 de marzo?

—En Caesarea —dijo Saul—. Delante de muchos testigos. ¿Qué más intentarías?

Cohen se mordió el labio.

—Barent vuela constantemente. Cuando hay aviones implicados, hay vulnerabilidad. La seguridad en tierra con casi toda certeza impide el paso de explosivos a bordo, pero dejaría abierta la intercepción con misiles tierra-aire. Si supieras con antelación dónde debería encontrarse el avión, cuándo despegaría y cómo identificarlo en el aire.

—¿Puede hacerse eso? —preguntó Saul.

—Sí —dijo Cohen—, si tuviéramos todos los recursos de la fuerza aérea israelí conectados con servicios de espionaje electrónico y la ayuda del espionaje norteamericano por satélite y el NDA y si el señor Barent nos hiciera el favor de volar sobre el Mediterráneo o el extremo sur de Europa con un plan de vuelo entregado semanas antes.

—Tiene un barco —afirmó Saul.

—No —dijo Cohen—, tiene un yate de sesenta y cinco metros de eslora, el Antoinette, que le costó sesenta y nueve millones de dólares hace doce años cuando le fue vendido por un cierto magnate griego ya fallecido, más conocido como el segundo marido de una viuda norteamericana cuyo primer marido se acercó demasiado al fusil de un antiguo tirador de la marina. —Cohen tomó aire—. El «barco» de Barent tiene tanta seguridad a bordo y alrededor como una de sus islas residenciales. Nadie sabe adónde se dirige o cuándo estará él a bordo. Tiene cubierta de aterrizaje para dos helicópteros y lanchas motoras que sirven de escolta siempre que hay tráfico cerca. Un torpedo o un misil Exocet podrían hundirlo, aunque lo dudo. Tiene mejor radar, maniobrabilidad y sistemas de control de daños que la mayor parte de los destructores modernos.

—Fin de la discusión hipotética —dijo Saul.

Natalie sospechó por el tono de su voz que ya sabía todo lo que Cohen le había dicho.

—Es aquí donde salimos —dijo Cohen, y se dirigió a una rampa de salida.

La señal indicaba San Juan Capistrano. Se detuvieron en una gasolinera nocturna y Cohen pagó con su tarjeta de crédito. Natalie salió para estirar las piernas, aún luchando contra el sueño. El aire estaba frío ahora y pensó que olía a mar. Cuando ella se dirigió a la gasolinera, Cohen tomaba una taza de café.

—¿Estás despierta? —preguntó—. Bienvenida.

—Estaba despierta en el coche… casi todo el tiempo —contestó Natalie.

Cohen sorbió su café e hizo una mueca.

—¿Y sabes el tipo de cosas que hay en la furgoneta?

—Si son lo que había en nuestra lista, sí —contestó Natalie.

Cohen empezó a dirigirse al vehículo con ella.

—Bien, espero que ambos sepáis lo que hacéis.

—No lo sabemos —dijo Natalie, y le sonrió—, pero te agradeceremos la ayuda, Jack.

—Mmm —murmuró él, y le abrió la puerta—. Espero que mi ayuda no termine por hacer que os maten más deprisa.

Siguieron doce kilómetros por la autopista 74, alejándose del mar, giraron hacia el norte a través de una explanada de matorrales y se detuvieron delante de una granja. El edificio era oscuro, estaba situado a unos trescientos metros, al final de un estrecho camino.

—Era utilizada por nuestra gente de la costa Oeste como refugio seguro —dijo Cohen—. Nadie ha requerido sus servicios durante este último año, pero alguien se encarga de mantenerla limpia y corta la hierba. La gente de aquí cree que es la casa de verano de una pareja de jóvenes profesionales de Anaheim Hills.

Tenía dos pisos, con demasiadas camas baratas en las habitaciones de arriba. Entre las tres habitaciones podía dormir una docena de personas. Abajo, en un anexo detrás del viejo edificio, un espejo trucado permitía ver una pequeña habitación con sofás y una mesa baja de café.

—Esto fue añadido para un largo verano de interrogatorios a un miembro de Septiembre Negro que creía que se había entregado a la CIA. Le ayudamos a mantenerse lejos del Mosad malo hasta que nos dijo todo lo que sabía. Creo que esta habitación os puede ser útil para vuestros planes.

—Es perfecta —dijo Saul—. Nos ahorrará semanas de preparativos.

—Me gustaría estar aquí para la fiesta —dijo Cohen.

—Si resulta ser una fiesta —dijo Saul, ahogando un enorme bostezo—, un día te lo contaré sin olvidar un detalle.

—Cuento con eso —dijo Jack Cohen—. ¿Qué te parece si cada uno escoge una habitación y duerme un poco? Yo tengo un vuelo que sale de Los Ángeles mañana a las 11.30.

Poco después de las ocho, Natalie se despertó con el sonido de una explosión. Miró alrededor sin saber dónde estaba durante algunos segundos, después cogió los pantalones y se los puso. Llamó a Saul, pero no hubo respuesta de la habitación de al lado. Jack Cohen tampoco estaba en su habitación.

Natalie bajó por la escalera y salió por la puerta delantera, se sorprendió con el cielo azul y el aire caliente. Una especie de hierba baja se extendía hacia el camino por donde habían venido. Dio la vuelta por detrás de la casa y encontró a Saul y a Cohen en cuclillas sobre una vieja puerta que habían puesto en un lado contra una cerca. Había un agujero de treinta centímetros en el centro de la puerta.

—Un seminario sobre plastique —le dijo Cohen cuando se acercó. Se volvió hacia Saul—. Esto ha sido menos de media onza. Imagínate lo que harían tus veinte kilos. —Se puso de pie y se quitó el polvo de los pantalones—. Vamos a desayunar.

La nevera estaba vacía y desconectada, pero Cohen trajo de la furgoneta un gran refrigerador y durante veinte minutos los tres estuvieron ocupados buscando cazos y cafeteras, haciendo turnos en la cocina y en general creando una gran confusión. Cuando se restableció, la cocina olía a café y huevos, y estaban todos sentados en la mesa del comedor cerca de la ventana. En medio de la conversación, Natalie sintió una profunda y súbita tristeza y se dio cuenta de que aquello le recordaba la casa de Rob. En ese momento Charleston parecía estar a diez mil kilómetros y el doble de años de distancia.

Después del desayuno descargaron la furgoneta. Tuvieron que colaborar los tres para trasladar el gran cajón con el electroencefalógrafo. El equipamiento electrónico también fue colocado en la sala del observador del espejo trucado. Pusieron las cajas de C-4 y el gran cajón de detonadores en el sótano. Cuando terminaron, Cohen puso dos pequeñas cajas sobre la mesa del comedor.

—Esto es un regalo —dijo. Contenía dos pistolas automáticas del calibre 32, aún envueltas en el plástico del fabricante. Cohen puso tres cajas de balas al lado—. Será imposible descubrir su origen —dijo—. Era parte de un cargamento del IRA interceptado, que se perdió en la lucha. —Levantó una caja más grande hasta la mesa y sacó un arma larga, pesada, que parecía una imitación de un arma hecha por un fabricante de juguetes. La culata era empequeñecida por el largo prisma rectangular de metal del cañón. Podía ser una especie de prototipo de una metralleta, excepto por la pequeña abertura de la boca y la ausencia del cargador—. Casi tuve que llamar a Marlin Perkins antes de encontrar una de éstas con un alcance de más de tres metros —dijo Cohen—. La mayor parte de la gente usa fusiles hechos especialmente. —Dobló el arma y sacó un dardo de la caja, lo insertó en la recámara—. Un cartucho de CO2 da para unos veinte tiros —dijo—. ¿Queréis verlo operar?

Natalie salió al porche, miró la furgoneta y empezó a reír. La furgoneta tenía un letrero amarillo sobre fondo azul:

INSTALACIONES ACUÁTICAS JACK & NAT

INSTALACIÓN Y REPARACIÓN

ESPECIALIDAD: BAÑERAS Y PISCINAS

—¿La encontraste así o la hiciste pintar? —preguntó Natalie.

—La hice pintar.

—¿No llama un poco la atención?

—Quizá, pero espero que servirá para el objetivo contrario.

—¿Cómo?

—Iréis a un barrio caro —dijo Cohen—. Tiene una de las policías más conscientes del país. Además, la gente está paranoica. Si estáis aparcados media hora, la gente se dará cuenta. Esto puede ayudaros a pasar desapercibidos.

Natalie rió y los siguió hasta el granero. Un cerdito corrió hacia ellos en la pocilga.

—Creía que la granja estaba desocupada —dijo Natalie.

—Y lo está —dijo Cohen—. Traje a este bicho ayer por la mañana. Fue idea de Saul.

Natalie miró al aludido.

—Pesa cerca de setenta kilos —dijo Saul—. Recuerdas los problemas sobre los que habló Itzak en el zoo de Tel Aviv.

—Oh —dijo Natalie.

Cohen levantó la pistola de aire comprimido.

—Es poco manejable, pero se apunta como una pistola. Imagínate que el cañón es tu indicador, apunta y dispara. —Cohen levantó la pesada pistola y se oyó un pffft fuerte. El pequeño dardo con cola de plumas apareció en el centro de la puerta del granero a unos cinco metros. Cohen dobló la pistola y abrió la caja de dardos—. Los azules son los vacíos, para meterles tu propia dosis. Los rojos son las jeringuillas de 50 cc, los verdes son de 40 cc, los amarillos, de 20 cc. Saul tiene los frascos extra, por si quieres preparar los tuyos. —Levantó un dardo rojo y lo insertó en el cargador—. Natalie, ¿quieres intentarlo?

—Claro.

Cerró el arma y apuntó a la puerta del granero.

—Mmm —murmuró—. Intentémoslo con nuestro amigo.

Natalie se giró y miró, dubitativa, al cerdo, que la miró respirando ruidosamente.

—La base del compuesto es curare —advirtió Cohen—. Muy caro y de ninguna manera tan seguro como los especialistas en animales salvajes sugieren. Hay que poner la cantidad exacta para el peso del cuerpo. En realidad no los deja totalmente inconscientes…, no es un tranquilizante, es más bien como un tóxico que paraliza el sistema nervioso. Si la dosis es baja, el blanco siente una especie de entumecimiento de novocaína, pero puede escaparse. Si es excesiva, impide la respiración y el latir del corazón, así como las funciones voluntarias.

—¿Es ésta la cantidad adecuada? —preguntó Natalie, mirando la pistola de dardos.

—Sólo hay una manera de saberlo —dijo Cohen—. El cerdito tiene el peso que Saul especificó y el dardo de 50 cc se recomienda para animales de este tamaño. Pruébalo.

Natalie dio la vuelta a la pocilga para encontrar un buen ángulo de tiro. El puerco metió la cabeza entre los listones como si esperara algo de Saul y Jack Cohen.

—¿Alguna zona en particular? —preguntó Natalie.

—Intenta evitar el morro y los ojos —dijo Cohen—. El cuello puede traer problemas. Todo el torso es magnífico.

Natalie levantó la pistola y disparó a la grupa del cerdo desde una distancia de tres metros y medio. El cerdo saltó, chilló una vez y lanzó a Natalie una mirada de reproche. Ocho segundos después sus piernas traseras cedieron, trazó medio círculo con las piernas delanteras y cayó de lado, jadeando.

Saul puso la mano sobre el cerdo.

—Tiene el corazón enloquecido. Quizás esté un poco demasiado concentrado.

—Querías una acción rápida —dijo Cohen—. Esto es lo más rápido que se consigue sin matar el animal que quieres capturar.

Saul miró los ojos abiertos del cerdo.

—¿Puede vernos?

—Sí —dijo Cohen—. El animal puede perder la conciencia y volver en sí, pero la mayor parte del tiempo sus sentidos funcionan. No puede moverse o hacer ruido, pero el cerdito toma nota de vuestros nombres para futura referencia.

Natalie dio una palmadita al puerco paralizado.

—Su nombre no es Cerdito —dijo.

—Oh. —Cohen la miró con una sonrisa—. ¿Cómo se llama?

—Harod —dijo Natalie—. Anthony Harod.