39

Diez mil metros por encima de Nevada, sábado 4 de abril de 1981

—Otra vez, Richard —dijo C. Arnold Barent.

La cabina adaptada del Boeing 747 se oscureció y una vez más las imágenes danzaron en la gran pantalla de vídeo. Hubo gritos, confusión. Un agente del Servicio Secreto saltó hacia delante, parecía que era levantado en puntillas por un hilo invisible. Los tiros parecían poco peligrosos. Una metralleta Uzi apareció en las manos de otro agente como por encanto. Varios hombres dominaban a un joven en el suelo. La cámara cambió el plano y pasó a un hombre caído con sangre en la cabeza calva. Un policía estaba boca abajo. El agente con la Uzi se agachó y dio órdenes como un policía de tráfico mientras los otros luchaban con el sospechoso. El presidente había sido empujado hacia su coche por una oleada de agentes y ahora el largo coche negro aceleraba para alejarse del lugar, dejando la confusión y el ruido atrás.

—Muy bien, para aquí, Richard —dijo Barent. La imagen del coche retrocediendo quedó bloqueada en la pantalla mientras las luces de la cabina se encendían—. ¿Señores? —dijo Barent.

Tony Harod parpadeó y miró alrededor. C. Arnold Barent estaba sentado al borde de su ancha mesa curva. Detrás de él brillaban teléfonos y terminales de ordenadores. Fuera de la cabina estaba oscuro y el ruido de los motores de reacción era amortiguado por la teca del interior de la cabina. Joseph Kepler estaba sentado delante de Barent. El traje gris de Kepler parecía recién planchado, sus zapatos negros brillaban. Harod miró su cara granulosa y pensó que Kepler se parecía mucho a Charlton Heston y que ambos eran unos pelmazos. Hundido en una silla cerca de Barent, el reverendo Jimmy Wayne Sutter cruzaba las manos sobre su amplio estómago. Su largo cabello cano centelleaba al brillo de la luces del techo. La única otra persona presente era el nuevo asistente de Barent, Richard Haines. María Chen y los otros esperaban en la cabina delantera.

—Me parece —empezó Jimmy Wayne Sutter, y su voz entrenada en el púlpito rodó y se alzó— que alguien intentó matar a nuestro amado presidente.

La boca de Barent se crispó.

—Eso es evidente. Pero ¿por qué Willi Borden se arriesgaría tanto? ¿Y el blanco era Reagan, o era yo?

—No te he visto en el vídeo —dijo Harod.

Barent miró al productor.

—Estaba a menos de cinco metros del presidente, Tony. Acababa de salir por la puerta lateral del Hilton cuando oí los disparos. Richard y otros hombres de seguridad me empujaron rápidamente hacia el edificio.

—Yo sigo sin creer que Willi Borden haya tenido algo que ver con este asunto —dijo Kepler—. Hoy sabemos más de lo que sabíamos la semana pasada. Ese Hinckley tenía un largo pasado de problemas mentales. Llevaba un diario. Todo giraba alrededor de su obsesión por Jodie Foster, por el amor de Dios. No encaja en el perfil. El viejo podía haber usado a uno de los agentes del propio Servicio Secreto de Reagan, o a un policía de Washington como el que resultó herido. Y el viejo fue oficial de la Wehrmacht, ¿verdad? ¡Debería saber usar algo más sólido que una pistola de juguete del calibre 22!

—Cargada con balas explosivas —le recordó Barent—. Sólo por accidente no explotaron.

—Fue sólo un accidente que la bala que rebotó en la puerta del coche cogiera a Reagan —dijo Kepler—. Si Willi estuviera implicado, habría esperado hasta que tú y el presidente estuvierais cómodamente sentados y después habría hecho que el agente con la Uzi o la Mac-10 o lo que fuera os abatiera sin ningún riesgo de fracaso.

—Una idea reconfortante —dijo Barent secamente—. Jimmy, ¿qué piensas?

Sutter se pasó un pañuelo de seda por el cuello y se encogió de hombros.

—Joseph tiene un punto a su favor, hermano C. El muchacho es un chiflado reconocido. Parece un esfuerzo excesivo y absurdo crear una historia como ésa y después no dar en el blanco.

—Él no falló —dijo Barent en voz baja—. El presidente recibió una bala en el pulmón izquierdo.

—Quiero decir no darte a ti —matizó Sutter con una sonrisa—. Al fin y al cabo, ¿qué tiene que ver el amigo de nuestro productor con nuestro pobre Ronnie? Ambos son productores de Hollywood.

Harod se preguntó si Barent querría saber su opinión. Era, al fin y al cabo, la primera vez que participaba en una reunión como miembro de la junta del Island Club.

—¿Tony? —preguntó Barent.

—No lo sé —dijo Harod—. Simplemente, no lo sé.

Barent hizo una señal a Richard Haines.

—Quizás esto nos ayude en nuestras deliberaciones —dijo Barent.

Las luces disminuyeron y en la pantalla apareció una película temblorosa y granulosa que había sido pasada a vídeo. Se vieron varias escenas de una multitud expectante. Pasaron varios coches de la policía y un desfile de coches y vehículos del Servicio Secreto. Harod comprendió que asistía a la llegada del presidente al Washington Hilton.

—Encontramos y confiscamos todas las fotos y películas que fue posible —continuó Barent.

—¿Quién las confiscó? —preguntó Kepler.

Barent enarcó una ceja.

—Aunque la muerte de Charles fue una gran pérdida, Joseph, todavía tenemos algunos contactos con ciertas agencias. Mira esto.

La película mostraba sobre todo la calle vacía y algunas nucas. Harod pensó que había sido tomada a unos treinta o cuarenta metros del lugar del atentado, al otro lado de la calle, por un ciego con parálisis cerebral. Al idiota que había filmado eso parecía traerle sin cuidado mantener la cámara mínimamente estabilizada. No había sonido. Cuando se produjeron los disparos, se notaron sólo por un aumento de la conmoción en la pequeña multitud; el videoaficionado en ese momento no apuntaba al presidente.

—¡Aquí! —dijo Barent.

La película se bloqueó en un fotograma congelado en la gran pantalla de vídeo. El ángulo era extraño, pero se veía una cara de viejo entre los hombros de otros dos espectadores. El hombre, que parecía tener unos setenta años, de cabello blanco que afloraba por debajo de una gorra deportiva, observaba atentamente la escena que acontecía al otro lado de la calle. Tenía los ojos pequeños y fríos.

—¿Es él? —preguntó Sutter—. ¿Estás seguro?

—No se parece a las fotos de él que he visto —dijo Kepler.

—¡Tony! —gritó Barent.

Harod sintió gotas de sudor en el labio superior y la frente. Aquella imagen congelada era granulosa, estaba distorsionada por las lentes de mala calidad y la película barata. Había un octágono de brillo de luz en la parte inferior de la imagen. Harod comprendió que podía decir que la película estaba demasiado borrosa, que realmente no lo sabía. Podía mantenerse al margen.

—Sí —dijo Harod—, es Willi.

Barent hizo una señal y Haines apagó el vídeo, encendió las luces y se marchó. Durante algunos segundos se escuchó sólo el zumbido tranquilizador de los motores de reacción.

—¿Quizás una coincidencia, Joseph? —le preguntó C. Arnold Barent.

Dio una vuelta y se sentó detrás de su mesa baja y curva.

—No —dijo Kepler—, pero sigue sin tener sentido. ¿Qué intenta probar él?

—Quizá que todavía está aquí —propuso Jimmy Wayne Sutter—. Que espera. Que puede llegar hasta nosotros, hasta cualquiera de nosotros, cuando quiera. —Sutter bajó la cabeza y sus mandíbulas y barbilla se arrugaron, sonrió a Barent por encima de las bifocales—. Supongo que no harás más apariciones personales durante algún tiempo, hermano C. —dijo.

Barent levantó los dedos.

—Éste será nuestro último encuentro antes del campamento de verano del Island Club en junio. Estaré fuera… por negocios… Hasta entonces, os pido que toméis las precauciones adecuadas.

—¿Precauciones ante qué? —preguntó Kepler—. ¿Qué quiere él? Ya le ofrecimos ser miembro del Club por todos los canales imaginables. Hasta le enviamos a ese psiquiatra judío con un mensaje, y estamos seguros de que estuvo en contacto con Luhar antes de la explosión que los mató a los dos…

—La identificación fue incompleta —dijo Barent—. El registro dental del doctor Laski desapareció del archivo de su dentista de Nueva York.

—Sí —admitió Kepler—, ¿y qué? El mensaje le fue transmitido con casi total certeza. ¿Qué quiere Willi?

—¿Tony? —dijo Barent. Los tres hombres miraban a Harod.

—¿Cómo demonios voy a saber lo que quiere?

—Tony, Tony —dijo Barent—, tú fuiste colega suyo durante años. Comiste con él, bromeaste con él… ¿qué es lo que quiere?

—El juego.

—¿Qué? —preguntó Sutter.

—¿Qué juego? —preguntó Kepler inclinándose—. ¿Quiere entrar en el juego de la isla después del campamento de verano?

Harod meneó la cabeza.

—No —dijo—. Conoce vuestros juegos en la isla, pero éste es el juego que le gusta. Es como en los buenos viejos tiempos en Alemania, creo, cuando él y las dos viejas eran jóvenes. Es como el ajedrez. Willi está loco por el ajedrez. Una vez me contó que sueña con el ajedrez. Cree que estamos todos en un jodido juego de ajedrez.

—Ajedrez —murmuró Barent, y golpeó en la mesa con los dedos juntos.

—Sí —dijo Harod—, Trask hizo un mal movimiento, internó demasiado a un par de peones en el territorio de Willi. Paf. Trask es sacado del tablero. Lo mismo con Colben. Nada personal, sólo… ajedrez.

—Y la vieja —dijo Barent—, ¿era una dama espontánea o sólo otro de los muchos peones de Willi?

—¿Cómo cojones quieres que lo sepa? —respondió Harod. Se levantó y dio unos silenciosos pasos sobre la gruesa alfombra—. Conociendo a Willi —dijo—, sé que no confiaría en nadie como aliado en este tipo de asunto. Quizá la temía. Una cosa es cierta: nos llevó a ella porque sabía que la habíamos infravalorado.

—Lo hicimos —dijo Barent—. Tenía una «aptitud» extraordinaria.

—¿Tenía? —preguntó Sutter.

—Disponemos de pruebas que demuestran que todavía está viva —dijo Joseph Kepler.

—¿Qué hay sobre la vigilancia de su casa en Charleston? —preguntó el reverendo—. ¿Alguien ha continuado la vigilancia de Nieman y del grupo de Charles?

—Mi gente está allá —dijo Kepler—. No hay novedad.

—¿Las compañías aéreas y cosas así? —insistió Sutter—. Colben estaba seguro de que ella intentaba salir del país antes de que algo la asustara en Atlanta.

—El problema no es Melanie Fuller —les interrumpió Barent—. Como Tony ha señalado muy correctamente, ella era una diversión, una pista falsa. Si está viva podemos ignorarla, y además es irrelevante preguntarse el papel que ella tuvo en todo eso. El problema al que nos enfrentamos ahora es saber cómo tenemos que reaccionar ante este reciente… gambito… de nuestro amigo alemán.

—Sugiero que lo ignoremos —dijo Kepler—. El incidente del lunes era sólo la forma que tuvo el viejo de mostrarnos que aún tiene dientes. Todos estamos de acuerdo en que si hubiera querido matar al señor Barent, podría haberlo hecho. Entonces, que el viejo gilipollas se divierta. Cuando esté satisfecho, hablaremos con él. Si comprende las reglas, podrá tener el quinto asiento en el club. Si no…, quiero decir, mierda, señores, entre los tres…, perdóname, Tony, entre los cuatro… contamos con centenares de agentes de seguridad a nuestras órdenes. ¿Cuántos tiene Willi, Tony?

—Dos cuando dejó Los Ángeles —dijo Harod—. Jensen Luhar y Tom Reynolds. Pero no eran pagados, eran sus animales de compañía.

—¿Veis? —dijo Kepler—. Esperamos hasta que se canse de jugar este juego unilateral y después negociamos. Si no negocia, mandamos a Haines y alguno de los vuestros, o a algunos de mis fontaneros.

—¡No! —vociferó Jimmy Wayne Sutter—. Hemos puesto la otra mejilla demasiadas veces. «¡El Señor se venga de sus enemigos y es inflexible para con sus adversarios. El Señor es paciente y grande en poderío y no deja a nadie impune… Su furor se difunde como fuego, y ante ti se quiebran las rocas… Destruye enteramente a los que se le resisten, a sus enemigos, y los lanza a las tinieblas!» Nahum 1, 2.

Joseph Kepler contuvo un bostezo.

—¿Quién habla del Señor, Jimmy? Hablamos de cómo enfrentarnos a un nazi senil con una resaca de ajedrez.

La cara de Sutter se puso roja y apuntó un dedo a Kepler. El gran rubí en su dedo absorbió la luz.

—No me tomes el pelo —avisó con un gruñido bajo—. El Señor me habló y no será negado a través de mí. —Sutter miró alrededor—. «Si alguno de vosotros se halla falto de sabiduría, pídala a Dios, que a todos da largamente, y sin reproche, y le será otorgada» —concluyó con voz cavernosa—. Santiago 1, 5.

—¿Y qué dice Dios sobre este asunto? —preguntó Barent en voz baja.

—Este hombre puede perfectamente ser el Anticristo —aseguró Sutter, su voz ahogaba el zumbido de los motores de reacción—. Dios dice que tenemos que encontrarlo y destruirlo. Tenemos que aplastarlo totalmente. Tenemos que encontrarlos a él y a sus secuaces…, «beberá el vino de la ira de Dios, y será atormentado con fuego y azufre en la presencia de los ángeles sagrados, y en la presencia del Cordero; y el humo de sus tormentos subirá para siempre».

Barent sonrió ligeramente.

—Jimmy, ¿debo suponer por lo que dices que no estás a favor de negociar con Willy y ofrecerle ser miembro del Club?

El reverendo Jimmy Wayne Sutter bebió un largo sorbo de su bourbon con agua.

—No —dijo con una voz tan baja que Harod tuvo que inclinarse para oírlo—, pienso que debemos matarlo.

Barent meneó la cabeza y giró su gran silla de cuero.

—Votación empatada —anunció—. Tony, ¿qué piensas?

—Me abstengo —dijo Harod—, pero creo que una cosa es decidir, pero encontrar a Willi y liquidarlo es otra. Basta con ver la confusión que creamos con Melanie Fuller.

—Charles cometió ese error y Charles pagó por él —sentenció Barent. Miró a los otros dos hombres—. Bien, como Tony se abstiene en este asunto, parece que yo tengo el honor del voto de desempate.

Kepler abrió la boca como si fuera a hablar pero se lo pensó mejor. Sutter bebió su bourbon en silencio.

—Sea lo que fuere que nuestro amigo Willi quería hacer en Washington —dijo Barent—, no me gustó. De todas formas, lo interpretaremos como un acto de resentimiento y lo dejaremos así por ahora. Quizás el conocimiento de Tony de la obsesión de Willi por el ajedrez sea el mejor guía que tenemos en este asunto. Tenemos dos meses antes del campamento de verano en la isla Dolmann y nuestras…, ah…, subsiguientes actividades allí. Tenemos que mantener claras nuestras prioridades. Si Willi se abstiene de hostigarnos más, podremos estudiar una negociación más tarde. Si sigue resultando molesto…, un solo incidente más…, usaremos todos nuestros recursos públicos y privados para encontrarlo y destruirlo de una manera…, ah…, consistente con el consejo de Jimmy sobre la Revelación. Era la Revelación, ¿verdad, hermano J?

—Precisamente, hermano C.

—Bueno —dijo Barent—. Creo que me iré delante a dormir un poco. Tengo un encuentro mañana en Londres. Todos vosotros encontraréis compartimientos para dormir ya preparados. ¿Dónde os gustaría apearos?

—Los Ángeles —dijo Harod.

—Nueva Orleans —dijo Sutter.

—Nueva York —dijo Kepler.

—Hecho —dijo Barent—. Donald me informó hace algunos minutos que estábamos sobre Nevada. Por eso dejaremos primero a Harod. Siento que no puedas pasar la noche con nosotros, Tony, pero quizá quieras cerrar los ojos un momento antes del aterrizaje.

—Sí —aceptó Harod.

Barent se levantó y Haines apareció abriendo la puerta del corredor delantero.

—Hasta nuestro próximo encuentro en el campamento de verano del Island Club, caballeros —dijo Barent—. Ciao, y buena suerte a todos.

Un criado con una chaqueta deportiva azul condujo a Harod y a María Chen a su compartimiento. La parte trasera del 747 había sido transformada en el gran despacho, un salón y el dormitorio del millonario. Después del despacho, a la izquierda de un pasillo que a Harod le recordó los trenes europeos en los que había viajado, estaban los grandes compartimientos, decorados con tonos sutiles de verde y coral, con baño privado y dormitorio con una cama grande, un sofá y un televisor en color.

—¿Dónde está la chimenea? —murmuró Harod al criado.

—Creo que es el avión del jeque Muzad el que tiene chimenea —respondió el elegante muchacho uniformado sin el menor indicio de sonrisa.

Harod se había servido otro vodka con hielo y se había reunido con María Chen en el sofá cuando se oyó un golpe suave en la puerta. Una chica con una chaqueta idéntica a la del chico de antes dijo:

—El señor Barent pregunta si usted y la señorita Chen gustarían de reunirse con él en el Salón Orión.

—¿El Salón Orión? —dijo Harod—. Claro, qué caray.

Siguieron a la chica por el pasillo y a través de una puerta sólo manejable con tarjeta de seguridad hasta una escalera de caracol. En un 747 comercial, Harod lo sabía, la escalera conducía al salón de primera clase. Cuando llegaron al final de la oscura escalera, Harod y María Chen se detuvieron, atemorizados. La chica se volvió atrás, bajó por la escalera, cerró la puerta al final y cortó el último reflejo de luz de abajo.

La sala tenía el mismo tamaño que el salón normal del 747, pero era como si alguien hubiese quitado la parte de arriba del avión para dejar una plataforma abierta a los cielos a diez mil metros de altura. Miles de estrellas brillaban arriba y a aquella altitud parecía que no centelleaban; Harod podía ver a izquierda y derecha del borde oscuro de las alas el centelleo rojo y verde de las luces de navegación y una moqueta de nubes iluminadas por las estrellas un kilómetro o más abajo. No había ningún sonido ni sensación de separación entre el sitio donde ellos estaban y la extensión del cielo nocturno. Sólo unas siluetas bajas sugerían la presencia de algunos muebles oscurecidos y de una sola persona sentada. Detrás y debajo estaba la larga masa del avión, el lomo del fuselaje brillaba ligeramente a la luz de las estrellas, con un único faro brillando en lo alto de la cola.

—¡Dios! —murmuró Harod. Oyó el súbito jadeo de María Chen cuando se acordó de respirar.

—Me alegra que les guste —dijo la voz de Barent desde la oscuridad—. Siéntense.

Harod y María Chen se dirigieron, con precaución, hacia un grupo de sillas alrededor de una mesa circular mientras ajustaban los ojos a la luz de las estrellas. Detrás de ellos, la entrada de la escalera de caracol tenía sólo una faja roja de aviso en el último peldaño y la mampara del compartimiento de la tripulación era un hemisferio negro contra el campo de estrellas occidental. Cayeron sobre blandos almohadones y continuaron contemplando el cielo.

—Es plástico translúcido —explicó Barent—. Más de treinta capas, realmente, pero casi perfectamente transparente y mucho más fuerte que el plexiglás. Hay muchos arcos de apoyo pero son de fibra muy fina y no interfieren en la visión de la noche. La superficie exterior se polariza durante el día y desde fuera parece una pintura negra brillante. Mis ingenieros tardaron un año en crearlo y después tardé otros dos en convencer a la Junta de Aviación Civil de que valía la pena. Si lo dejáramos todo al arbitrio de los ingenieros, los aviones ni siquiera tendrían ventanas para los pasajeros.

—Es magnífico —dijo María Chen. Harod podía ver la luz de las estrellas reflejadas en sus ojos.

—Tony, os he invitado a los dos a venir aquí porque esto os interesa a los dos —dijo Barent.

—¿Qué?

—La…, ah…, dinámica de nuestro grupo. Debes de haber notado cierta tensión en el aire.

—Me di cuenta de que todos estaban a dos dedos de perder la cabeza.

—Exacto —dijo Barent—. Los acontecimientos de los últimos meses han sido…, ah…, molestos.

—No comprendo por qué —dijo Harod—. La mayor parte de la gente no se excita cuando sus colegas vuelan por los aires o son lanzados al río Schuylkill.

—La verdad —dijo C. Arnold Barent— es que nos habíamos vuelto demasiado autocomplacientes. Teníamos nuestro club y nuestra manera de hacer las cosas desde hace demasiados años…, décadas realmente…, y puede que las pequeñas venganzas de Willi nos hayan ofrecido una… ah… poda necesaria.

—Mientras ninguno de nosotros sea podado también —intervino Harod.

—Precisamente. —Barent sirvió vino en una copa y la puso delante de María Chen. Los ojos de Harod ya se habían adaptado y ahora podía ver a los otros claramente, pero esto sólo hacía las estrellas más brillantes y la parte superior de las nubes más lechosa e iridiscente—. Entretanto —continuó Barent—, es natural que haya ciertos desequilibrios en un grupo dinámico que fue constituido de una manera muy precaria en circunstancias que ya no son operativas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Harod.

—Quiero decir que hay un vacío de poder —dijo Barent, y su voz era tan fría como la luz de las estrellas que los bañaba—. O más exactamente, la percepción de un vacío de poder. Willi Borden hizo posible que cierta gente pequeña creyera que podía transformarse en gigante. Y por eso tendrá que morir.

—¿Willi? —dijo Harod—. Entonces, ¿todo ese discurso sobre posibles negociaciones para que él entre en el Club es un cuento?

—Sí —dijo Barent—. Si es necesario dirigiré el Club solo, pero de ninguna manera ese ex nazi se sentará nunca a nuestra mesa.

—¿Entonces por qué…? —Harod se calló y pensó un minuto—. ¿Crees que Kepler y Sutter están preparados para actuar?

Barent sonrió.

—Conozco a Jimmy desde hace muchos años. La primera vez que lo vi predicar fue en un campamento evangelista en Tejas, hace cuarenta años. Su «aptitud» no estaba enfocada, pero resultaba irresistible. Podía hacer que una tienda llena de sudorosos agnósticos hicieran todo lo que él quería, y que lo hicieran alegremente, en nombre de Dios. Pero Jimmy se está haciendo viejo y usa cada vez menos sus auténticos poderes de persuasión y se apoya en el aparato de persuasión que ha construido. Sé que estuviste en su pequeño reino mágico fundamentalista la semana pasada… —Barent levantó la mano para cortar la explicación de Harod—. No tiene importancia, Jimmy debe de haberte dicho que yo lo sabría… y lo entendería. No creo que Jimmy quiera volcar el carro, pero siente un posible cambio de poder y quiere estar en el lado adecuado cuando ocurra. La aparición de Willi parece, en la superficie, haber cambiado una ecuación muy delicada.

—¿Pero no es así? —preguntó Harod.

—No —dijo Barent y esta sílaba suave fue tan definitiva como un disparo—. Se olvidan de hechos esenciales. —Barent extendió la mano hacia un cajón de la mesa baja delante de ellos y sacó una pequeña pistola automática—. Cógela, Tony.

—¿Por qué? —preguntó Harod, con piel de gallina.

—La pistola es auténtica y está cargada —dijo Barent—. Cógela, por favor.

Harod cogió el arma y la levantó sin apretar con ambas manos.

—¿Y ahora?

—Apúntala hacia mí, Tony.

Harod parpadeó. Fuera cual fuese la demostración que Barent pretendía, no quería participar. Sabía que Haine y una docena más de guardias de seguridad estaban muy cerca.

—No quiero apuntarte —dijo Harod—. No me gustan estos jodidos juegos.

—Apunta el arma hacia mí, Tony.

—Joder —juró Harod, y se levantó para salir. Hizo un movimiento de despedirse con la mano y se dirigió hacia donde la luz roja mostraba el primer peldaño de la escalera.

Tony —dijo la voz de Barent—, ven.

Harod sintió como si hubiera chocado contra una de las paredes de plástico. Sus músculos se tensaron como nudos y empezó a sudar. Intentó avanzar, apartarse de Barent, pero sólo consiguió caer de rodillas.

Una vez, cuatro o cinco años antes, él y Willi llevaron a cabo una sesión durante la que el viejo había intentado ejercer poder sobre él. Había sido un ejercicio entre amigos, en respuesta a una pregunta de Harod sobre el «juego» de Viena del que Willi había hablado. En vez de sentir la ola caliente de dominación que Harod sabía que usaba con las mujeres, el ataque de Willi había sido como una vaga pero terrible presión en su cráneo, ruido blanco e intimidad claustrofóbica a la vez. Pero no hubo pérdida de control por parte de Harod. Había reconocido inmediatamente que la «aptitud» de Willi era mucho más fuerte que la suya —«más brutal» era la expresión que había pensado—, pero aunque Harod había dudado que pudiera «usar» a otra persona durante el ataque de Willi, no había tenido la sensación de que Willi podría haberle «usado». «Ja —había dicho Willi—, siempre es así. Podemos atacarnos, pero los que “usan” no pueden ser “usados”, nicht wahr? Probamos nuestra fuerza con otros, ¿eh? Lástima, realmente. Pero un rey no puede tomar a un rey, Tony. Recuérdalo.»

Harod lo había recordado. Hasta ahora.

Ven —dijo Barent. Su voz era aún suave, bien modulada, pero parecía reverberar, hasta que llenó el cráneo de Harod, llenó el salón, llenó el universo y las estrellas temblaron con su eco—. Ven Tony.

Arrodillado, con los brazos, el cuello y el cuerpo tensos, Harod fue lanzado sobre la espalda como un doble arrancado de su caballo por un hilo invisible. El cuerpo de Harod sufrió un espasmo y sus botas batieron en la moqueta. Sus mandíbulas se cerraron y sus ojos sobresalieron de las cuencas. Harod sintió el grito formándose en su garganta y supo que nunca sería liberado, que aumentaría hasta que estallase, lanzando pedazos de su carne por todo el salón. De espaldas, las piernas rígidas y con espasmos, Harod sintió que los músculos de sus brazos se contraían y expandían, se contraían y se expandían, con los codos clavados en la moqueta, los dedos como garras, mientras se deslizaba hacia atrás, hacia la sombra sentada. «Ven Tony.» Como un niño de diez meses paralítico aprendiendo a andar a gatas, Tony Harod obedeció.

Cuando su cabeza tocó la mesilla baja de café, Harod sintió que el tornillo de control le liberaba. Su cuerpo tuvo un espasmo tan liberador que casi se orinó. Rodó y se puso de rodillas, con los brazos en el cristal negro de la mesa.

—Apunta el arma hacia mí, Tony —dijo Barent en el mismo tono familiar de antes.

Harod sintió que le entraba una rabia asesina. Sus manos se agitaron vivamente cuando cogió el arma, hizo fuerza en la culata, la levanto…

El cañón no se había aún levantado cuando vino el mareo. Tiempo atrás, durante su primer año en Hollywood, Harod había tenido una piedra en el riñón. El dolor había sido increíble. Más tarde un amigo le había contado que imaginaba que era como ser apuñalado en la espalda. Harod sabía que no, pues había sido apuñalado en la espalda cuando pertenecía a una pandilla de Chicago cuando era un niño. La piedra en el riñón dolía más. Era como ser apuñalado de dentro hacia fuera, como si alguien pasara hojas de afeitar por tus entrañas y tus venas. Junto con el increíble dolor de la piedra había náuseas, vómitos, retortijones y fiebre.

Esto era peor. Mucho peor.

Antes de que el cañón se levantara, Harod estaba acurrucado en el suelo, vomitando sobre su camisa de seda e intentando hacerse un ovillo. Junto con el dolor y el mareo y la humillación, notaba la agobiante idea de que había intentado herir al señor Barent. Esa idea resultaba insoportable. Era la idea más triste que Tony hubiese concebido alguna vez. Lloraba mientras vomitaba y gemía de dolor. La pistola había caído de sus dedos fláccidos sobre el cristal negro de la mesa.

—Oh, no te sientes bien —dijo Barent en voz baja—. Quizá la señorita Chen pueda apuntarme el revólver.

—No —jadeó Harod, acurrucándose aún más.

—Sí —dijo Barent—. Quiero que lo haga. Dile que me apunte el arma, Tony.

—Apunta el arma —jadeó Harod—. ¡Apúntale!

María Chen se movió lentamente, como si estuviera bajo el agua. Levantó el revólver, lo apretó con sus pequeñas manos y apuntó a la cabeza de Harod.

—¡No! ¡A él! —Harod se dobló, pues los retortijones le atacaban de nuevo—. ¡A él!

Barent sonrió.

—Ella no tiene que oír mis órdenes para obedecerlas, Tony.

María Chen tiró del martillo con el pulgar. La boca negra estaba apuntada directamente a la cara de Harod. Harod podía ver el terror y el dolor detrás de los ojos castaños de María Chen. Ella nunca había sido «usada» antes.

—Imposible —jadeó Harod, sintiendo que el dolor y el mareo retrocedían y sabiendo que podían quedarle sólo algunos segundos de vida. Se tambaleó sobre las rodillas y alargó la mano como un escudo inútil contra la bala—. Imposible…, ¡ella es una «neutral»! —Casi gritó.

—¿Qué es un «neutral»? —preguntó C. Arnold Barent—. Yo nunca he encontrado ninguno, Tony. —Volvió la cabeza—. Aprieta el gatillo, por favor, María.

El martillo cayó. Harod oyó el clic. María apretó otra vez el gatillo.

—Qué descuido —dio Barent—. Olvidamos sacar el seguro. María, puedes ayudar a Tony a sentarse.

Harod se sentó, temblando, con el sudor y el vómito ensuciando su camisa, la cabeza baja, los brazos en las rodillas.

—Debra te llevará abajo y te ayudará a limpiarte, Tony —dijo Barent—. Y Richard y Gordon limpiarán esto. Si quieres subir más tarde a tomar una copa en el Salón Orión antes del aterrizaje, puedes hacerlo. Es un sitio único, Tony. Pero, por favor, recuerda lo que he dicho sobre la tentación que otros tendrán de… ah…, reorganizar el orden natural de las cosas. Por lo menos en parte es culpa mía, Tony. Hace muchos años que la mayor parte de ellos no experimenta una…, ah…, demostración. La memoria se desvanece, incluso cuando es del mayor interés de la persona que eso no suceda. —Barent se inclinó hacia delante—. Cuando Joseph Kepler te haga una oferta, la aceptarás. ¿Entiendes, Tony?

Harod asintió con la cabeza. El sudor le caía sobre los pantalones sucios.

—Di sí, Tony.

—Sí.

—¿Y me lo comunicarás inmediatamente?

—Sí.

—Buen chico —dijo C. Arnold Barent y dio una palmadita en la mejilla de Harod. Giró su silla alta de manera que sólo se veía el espaldar, un obelisco negro contra las estrellas. Cuando la silla giró de nuevo, Barent había desaparecido.

Entraron varios asistentes a limpiar y desinfectar la moqueta. Un minuto después entró la chica con una linterna y cogió a Harod por el codo. Él le rechazó la mano. María Chen intentó tocarle en el hombro, pero él le dio la espalda y bajó por la escalera tambaleándose.

Veinte minutos después aterrizaron en el LAX. Un coche con chófer fue al encuentro del avión. Tony Harod no miró hacia atrás para ver cómo despegaba el 747.