38

Melanie

Era agradable volver a casa.

Me había cansado del hospital, incluso en una habitación privada, con el ala cerrada para mi comodidad y todo el personal para servirme. Al final, no hay sitio como tu casa para levantarte el ánimo y ayudarte en el proceso de recuperación.

Hacía años, había leído algo sobre los llamados acontecimientos fuera del cuerpo supuestamente experimentados por pacientes clínicamente muertos en la mesa de operaciones antes de la resucitación, etcétera, y no me había creído esas historias, que consideraba producto del periodismo sensacionalista más absurdo tan común hoy en día. Pero ésa fue precisamente la sensación que sentí al volver en mí en el hospital. Durante algún tiempo me pareció que flotaba cerca del techo de mi habitación, sin ver nada, pero sintiéndolo todo. Tenía conciencia del cuerpo arrugado, acurrucado en la cama, y de los sensores y tubos y agujas y catéteres conectados a él. Tenía conciencia del ajetreo de las enfermeras, médicos y demás personal sanitario haciendo todo lo posible para mantenerme viva. Cuando finalmente volví al mundo de la luz y del sonido, comprendí que lo hacía a través de los ojos y los oídos de esas personas. Y ¡tantos a la vez! Nunca me había sido posible —a Willi y a Nina tampoco, lo sabía— «usar» a alguien de forma tan absoluta que los datos sensoriales vinieran de más de una persona a la vez. Aunque era posible, con experiencia, «usar» a un extraño mientras se mantenía bajo control a un pelele condicionado o, aún con más esfuerzo y experiencia, «usar» a dos extraños alternando el control rápidamente de uno a otro, el acceso a una vista, sonido y tacto tan claros; la facilidad de control que sentía ahora era simplemente inaudita. Más que eso, nuestro «uso» de los otros envolvía siempre la conciencia de nuestra presencia en los «usados», dando como resultado la destrucción del instrumento o el bloqueo de toda memoria más tarde; un proceso muy simple, pero que dejaba un hueco inexplicable en la memoria del sujeto. Ahora yo veía desde media docena de puntos de vista y sabía que los observadores no tenían conciencia de mi presencia.

Pero ¿podría «usarlos»? Probé cuidadosamente con sutiles ejercicios de control, haciendo que una enfermera levantase un vaso aquí, un sanitario cerrase una puerta allá; ayudando a un médico a decir algunas palabras que de otro modo no habría dicho. Nunca interferí tan completamente que su competencia médica quedara comprometida. Ninguno de ellos sintió mi presencia en su mente.

Los días pasaron. Descubrí que mientras mi cuerpo se encontraba en un aparente coma, mantenido vivo por máquinas y una constante vigilancia, aparentemente confinado al mínimo espacio imaginable, en realidad erraba y exploraba con una facilidad que nunca antes había soñado. Dejaba la habitación en los ojos de una joven enfermera, sintiendo su fuerza animal y su vitalidad, sintiendo el gusto del chicle Speamint que masticaba, y al final del corredor transfería un zarcillo más de conciencia —¡sin perder nunca el contacto con mi joven enfermera!— al cerebro del jefe de cirugía, bajaba en el ascensor con él, entraba en su Continental y conducía diez kilómetros hasta el suburbio y su mujer que le esperaba…, sin haber dejado a la enfermera, la máquina de caramelos del vestíbulo, el interno mirando los rayos X en el piso de abajo y el segundo médico que estaba ahora en mi habitación observando mi cuerpo comatoso. La distancia había dejado de ser una barrera para mi «aptitud». Durante décadas, Nina y yo nos habíamos admirado del poder de Willi para «usar» a sus sujetos a distancias mayores de la que nosotras éramos capaces, pero ahora yo era mucho más poderosa.

Y cada día mis poderes aumentaban.

El segundo día, precisamente mientras probaba mis nuevas percepciones y aptitudes, la familia volvió. No reconocí al hombre alto, pelirrojo ni a su delgada y rubia mujer, pero miré en el vestíbulo por los ojos de la recepcionista y vi a los tres niños y los reconocí enseguida: eran los niños del parque.

El hombre pelirrojo pareció alarmado por mi aspecto. Yo estaba en la unidad de cuidados intensivos, una red de cubículos en forma de pastel alrededor de un núcleo central de enfermeras. Dentro de esa red yo estaba ligada a una red aún más apretada de tubos intravenosos e hilos sensores. El médico apartó al pelirrojo de la mampara.

—¿Es de la familia? —preguntó el médico. Era un hombre hábil con una melena de cabello gris. Se llamaba Hartman y yo sentía el placer, la ansiedad y el respeto de las enfermeras cuando estaban con él.

—Uh, no —dijo el pelirrojo alto—. Me llamo Howard Warden. La encontramos…, esto es, mis hijos la encontraron ayer por la mañana, errando en nuestro… uh…, nuestro patio. Cayó cuando…

—Sí, sí —dijo el doctor Hartman—. Leí su informe. ¿No tiene idea de quién puede ser?

—No, sólo llevaba la bata y un camisón. Mis hijos dicen que salía del bosque cuando…

—¿Y no tiene idea de dónde vino?

—No —dijo Warden—. Yo estaba…, bien, no llamé a la policía. Creo que debería haberlo hecho. Nancy y yo esperamos aquí algunas horas y cuando se supo que ella…, la vieja… no…, quiero decir, se estabilizaba…, nos fuimos a casa. Era mi día de fiesta. Iba a ir a la policía esta mañana, pero he pensado pasar por aquí antes a ver cómo estaba…

—Ya hemos informado a la policía —mintió el doctor Hartman. Era la primera vez que yo lo «usaba». Era tan fácil como ponerse un abrigo viejo y apreciado—. Ya vinieron a hacer un informe. Parecía que no tenían idea de dónde vino la señora Doe. Nadie denunció una pariente desaparecida.

—¿Señora Doe? —dijo Howard Warden—. Oh, como Jane Doe. Claro. Muy bien, es un misterio para nosotros, doctor. Vivimos unos tres kilómetros dentro del parque y por lo que dicen los niños ella ni siquiera iba por el camino de acceso. —Miró hacia la unidad de cuidados intensivos—. ¿Cómo está, doctor? Tiene un aspecto… terrible.

—La señora sufrió un ataque muy grave —explico el doctor Hartman—. Quizás una serie de ataques. —Ante la mirada vacía de Howard, el doctor continuó—: Tuvo lo que llamamos un ACV, un accidente cerebrovascular, conocido como hemorragia cerebral. Hubo un corte temporal de suministro de oxígeno al cerebro. Por lo que hemos observado, el incidente parece localizarse en el hemisferio derecho del cerebro del paciente, resultando en una interrupción de la función cerebral y neurológica. La mayor parte de los efectos se localizan en el lado izquierdo del cuerpo: el párpado caído, parálisis de brazo y pierna…, pero en cierto sentido eso puede ser un buen indicio, ya que la afasia…, los problemas del habla… se asocian generalmente con accidentes que afectan al hemisferio izquierdo. Le hicimos una exploración EEG y TAC y, para ser honesto, los resultados son un poco confusos. Mientras la exploración TAC confirmó infarto y probable obstrucción de la arteria cerebral mediana, las lecturas EEG no son lo que se podría esperar después de un episodio de esta naturaleza…

Perdí interés por aquella conversación médica y llevé de nuevo mi consciencia primaria a la recepcionista de mediana edad del vestíbulo. La hice levantarse y dirigirme a los tres niños.

—Hola —le hice decir—. A que sé a quién venís a visitar.

—No la podemos visitar —dijo la niña que había cantado Hey, Jude al salir el sol—. Somos demasiado pequeños.

—Pero a que sé a quién os gustaría ver —dijo la recepcionista con una sonrisa.

—Quiero ver a la señora simpática —dijo el niño. Tenía lágrimas en los ojos.

—Yo no —dijo la chica mayor, inexorable.

—Yo tampoco —dijo su hermana de seis años.

—¿Por qué no? —pregunté.

Estaba dolida.

—Porque es rara —contestó la chica mayor—. Pensaba que me gustaba, pero cuando toqué su mano ayer, fue muy raro.

—¿Qué quieres decir con raro? —pregunté.

La recepcionista llevaba gafas gruesas y yo veía mal. Nunca había necesitado gafas, excepto para leer.

—Raro —dijo la chica—. Extraño. Como una piel de serpiente o algo así. Le solté la mano muy deprisa, antes de que me pusiera enferma, pero fue como si yo supiera que ella era mala.

—Sí —confirmó su hermana.

—Calla, Allie —dijo la chica mayor, evidentemente arrepentida de haber hablado conmigo.

—La señora simpática me gustaba —dijo el chico de cinco años.

Parecía que había llorado antes de venir al hospital. Hice que las dos chicas se apartasen del niño, llevándolas hacia la recepción.

—Venid aquí, chicas. Tengo algo para vosotras. —Hurgué en el cajón y les extendí dos caramelos de menta. Cuando la chica mayor cogió uno, la cogí firmemente por la muñeca—. Antes déjame decirte la buenaventura —hice que dijera la recepcionista.

—Déjame —murmuró la chica.

—Calla —ordené—. Te llamas Tara Warden. El nombre de tu hermana es Allison. Vivís en una gran casa de piedra en la colina, en el parque, y la llamáis el castillo. Y una noche, muy pronto, un gran cocodrilo verde con los dientes afilados vendrá a vuestra habitación a oscuras y os cortará en trozos pequeños a las dos y se os comerá.

Las chicas se tambalearon, con la cara muy pálida y los ojos enormes. Tenían la boca abierta de miedo y conmoción.

—Y si se lo decís a alguien…, a papá o a mamá, a alguien —obligué a susurrar a la recepcionista—, ¡el cocodrilo vendrá tras de vosotras esta noche!

Las chicas volvieron a sus asientos, mirando a la mujer como si fuera una serpiente. Un minuto después una pareja mayor llegó para pedir una información y permití que la recepcionista volviera a ser como antes, amable, sencilla y un poco oficiosa.

En el piso superior, el doctor Hartman había acabado de explicarle mi estado médico a Howard Warden. Al fondo del vestíbulo, la jefa de enfermeras Oldsmith verificaba la medicación de los pacientes, teniendo mucho cuidado de controlar todo lo que se destinaba a la señora Doe. En mi habitación, la joven enfermera Sewell me bañaba suavemente con compresas frías, dándome masajes en la piel casi con reverencia. La sensación era muy distante, pero me sentía mejor sabiendo que me daban la mejor atención posible.

Era agradable estar de nuevo en familia.

El tercer día, la tercera noche en realidad, yo reposaba… Había realmente dejado de dormir, sólo dejaba que mi conciencia flotara, moviéndome de receptor a receptor al azar, como en un sueño, cuando, de repente, tuve conciencia de una excitación física que no conocía hacía años, la presencia de un hombre, sus brazos cogiéndome, mientras mis pechos jóvenes se apretaban contra él, con los pezones erectos. Su lengua estaba en mi boca. Sentí sus manos hurgando en los botones de mi uniforme de enfermera mientras mis propias manos abrían el broche de su cinturón, tiraban de su cremallera y cogían su miembro erguido.

Era asqueroso. Era obsceno. Era la enfermera Connie Sewell en un armario de abastecimiento con algún interno.

Como de todas formas yo no podía dormir, permití que mi conciencia volviera a la enfermera Sewell. Me consolé con la idea de que yo no lo había iniciado, sólo participaba. La noche pasó rápidamente.

No sé realmente cuándo tuve la idea de volver a casa. El hospital había sido necesario durante aquellas primeras semanas, aquel primer mes, pero, a mediados de febrero, empecé a pensar cada vez más en Charleston y en mi casa. Empezaba a ser cada vez más difícil seguir en el hospital sin llamar la atención; en la tercera semana, el doctor Hartman me había pasado a una gran habitación privada en el séptimo piso y la mayor parte del personal tenía la impresión de que yo era una paciente muy rica que merecía una atención especial. Era cierto.

Había un administrador, un tal doctor Markham, que seguía haciendo preguntas sobre mi caso. Iba al séptimo piso cada día, olfateando por allá como un podenco. Hice que el doctor Hartman lo tranquilizara. Hice que la enfermera jefe le explicara las cosas. Finalmente, entré en el cerebro del hombrecillo y lo tranquilicé a mi manera. Pero el hombre era insistente. Cuatro días más tarde volvió, interrogando a las enfermeras sobre el servicio extra y los cuidados que yo recibía, queriendo saber quién pagaba los medicamentos adicionales, las pruebas, las exploraciones TAC y las consultas de especialistas. Markham señaló que la administración no tenía registro de mi ingreso, no había hojas 26479B15-C, ni notas en el ordenador con los costes especificados, y tampoco tenía información sobre cómo se haría el pago. La enfermera Oldsmith y el doctor Hartman estuvieron de acuerdo en participar en una reunión la mañana siguiente con nuestro inquisidor, el director de la junta del hospital, el jefe de la administración y otros tres figurantes.

Esa noche me uní a Markham cuando conducía su coche a casa. La autopista de Schuylkill estaba muy concurrida y me trajo recuerdos de Nochevieja. Justo cuando llegamos al cruce con la autopista Roosevelt hice que nuestro amigo metiera el coche en el arcén, pusiera las luces intermitentes de emergencia, saliera y se pusiera delante del Chrysler. Le ayudé a quedarse allí más de un minuto, rascándose la calva y preguntándose qué le pasaba al coche. Cuando llegó el momento, fue claro: los cuatro carriles llenos de tráfico a gran velocidad. Un gran camión en el andén.

Nuestro administrador dio un salto muy rápido con tres largas zancadas. Tuve tiempo de registrar el bramido de los cláxones, de ver la expresión sorprendida de la cara del conductor del camión que se acercaba rápidamente, y la sensación de huida incrédula de los pensamientos de Markham antes de que el choque me devolviera a otros puntos de vista. Busqué a la enfermera Sewell y compartí su ansiedad por el rápido cambio y la llegada de su joven interno.

El tiempo significaba muy poco para mí durante ese período. Me movía atrás y adelante en el tiempo tan fácilmente como me movía de un punto de vista a otro. Me gustaba particularmente revivir aquellos veranos en Europa con Nina y nuestro nuevo amigo Wilhelm.

Recordaba las noches frescas de verano, los tres paseando a lo largo de la elegante Ringstrasse donde se podía encontrar a todas las personas importantes de Viena paseando con su mejor librea. A Willi le gustaba ir al cine Colosseum, en Nussdorferstrasse, pero las películas allí eran siempre aquellos aburridos bodrios alemanes de propaganda, y Nina y yo siempre conseguíamos convencer a nuestro joven guía para ir al Kruger-Kino, donde pasaban las nuevas películas americanas de gángsters. Recordé que una noche reí hasta las lágrimas con el espectáculo de Jimmy Cagney escupiendo palabras en un alemán-austríaco muy feo en la primera película sonora doblada que había visto.

Después a menudo tomábamos una bebida en el Reiss-Barr, cerca de Karntnerstrasse, saludando a otros grupos de jóvenes juerguistas y relajándonos en la comodidad elegante de las sillas de cuero auténtico mirando el juego de la luz en la caoba, el vidrio, el cromo y el oropel y las mesas de mármol. A veces algunas de las prostitutas más elegantes de la cercana Kruggerstrasse venían con sus amigos y añadían una sensación atrevida, ilícita, a la noche.

A menudo acabábamos nuestras noches con una visita a Simpl, el mejor cabaret de Viena. El nombre completo de ese establecimiento era Simplicissimus y puedo recordar perfectamente que lo llevaban dos judíos: Karl Frakas y Fritz Grunbaum. Más tarde, cuando los camisas castañas y las tropas de asalto hacían estragos en las calles de la ciudad vieja, esos dos cómicos hacían que los clientes se rieran a carcajadas con sus sketches de estereotipos nazis haciendo disparates en un encuentro social o discutiendo puntos de doctrina fascista mientras hacían el Sieg Heil a perros, gatos y a transeúntes. Recuerdo a Willi riendo hasta las lágrimas. Una vez rió tanto que se atragantó y Nina y yo tuvimos que darle sonoras palmadas en la espalda y ofrecerle nuestras copas de champaña. Algunos años después de la guerra, Willi mencionó vagamente durante una de nuestras reuniones que Frakas o Grunbaum —no recuerdo cuál— había muerto en uno de los campos que Willi había administrado durante algún tiempo antes de su traspaso hacia el frente del Este.

En ese tiempo Nina era muy bella. Llevaba su pelo rubio cortado y rizado a la última moda y a causa de su herencia podía permitirse los mejores vestidos de seda de París. Recuerdo especialmente un vestido verde, muy escotado por delante, el suave tejido cayendo sobre sus pequeños pechos y cómo el verde hacía resaltar el delicado sonrojo de su cutis de melocotón y complementaba el azul de sus ojos.

No recuerdo exactamente quién propuso el «juego» ese primer verano, pero sí nuestra excitación y la emoción de la caza llevada a cabo por otro. Hacíamos turnos «usando» a diferentes peleles, conocidos, amigos de nuestros pretendidos blancos, un error que no repetimos. El verano siguiente jugamos el «juego» aún con más ardor, sentados en nuestras habitaciones de hotel de Joseftadterstrasse y «usando» el mismo instrumento —un paleto estúpido y de cuello grueso que nunca fue cogido, pero del que Willi dispuso más tarde— y el acto de los tres presentes en el mismo cerebro, compartiendo las mismas violentas experiencias era en cierta manera más íntimo y excitante que cualquier ménage sexual que pudiéramos haber experimentado.

Recordé el verano que pasamos en Bad Ischl. Nina hizo una broma sobre la estación donde hicimos nuestro único cambio de tren desde Viena, un pequeño pueblo llamado Attnang-Puchheim. Repetido muy deprisa, Attnang-Puchheim pronto se convirtió en el sonido del mismo tren. Reímos hasta que no pudimos más y después empezamos de nuevo. Recuerdo las miradas severas de una vieja viuda delante de nosotros.

Fue en Bad Ischl donde me encontré sola en el Café Zauner una tarde. Había ido como siempre a mis lecciones de canto, pero el profesor estaba enfermo y cuando volví al café donde Willi y Nina siempre me esperaban, nuestra mesa habitual estaba vacía.

Volví al hotel donde Nina y yo nos hospedábamos, en la Explanada. Recuerdo que sentía cierta curiosidad sobre qué excursión improvisada habían hecho mis amigos y por qué no me habían esperado. Abrí la puerta y caminé la mitad de la sala de estar hasta que oí los ruidos en la habitación de Nina. Al principio los tomé por gemidos de aflicción y corrí hacia su habitación con la ingenua idea de ayudar a la doncella o quienquiera que estuviese en peligro.

Eran Nina y Willi, claro. No estaban afligidos. Me acuerdo de la palidez de los muslos de Nina y de los costados de Willi que se movían a la luz débil que se filtraba por las cortinas castañas. Me quedé allí todo un minuto, observando, antes de volverme y dejar silenciosamente la habitación. Durante ese largo minuto, la cara de Willi estuvo girada, oculta en el hombro de Nina y la almohada del edredón, pero Nina volvió hacia mí su cara y sus ojos azules claros casi enseguida. Estoy segura de que me vio. Pero no paró ni cesó el gruñido de sonidos animales que venía de su boca abierta, rosada y perfecta.

A mediados de marzo decidí que era hora de dejar el hospital y Filadelfia, y volver a casa.

Hice que Howard Warden se encargara de los detalles de la mudanza. Pero, aun con sus ahorros, Howard sólo podía reunir dos mil quinientos dólares. Nunca llegaría a ser nadie. Nancy, por otro lado, cerró la cuenta abierta con la herencia de su madre y apareció con unos reconfortantes cuarenta y ocho mil dólares. Estaban apartados para el colegio de los niños, pero eso ya no interesaba.

Hice que el doctor Hartman visitara el castillo. Howard y Nancy esperaron en sus habitaciones mientras el doctor visitaba la habitación de las niñas con sus dos jeringuillas. Después el médico se encargó de los detalles. Me acordé del pequeño y agradable claro en el bosque de Fairmont Park un kilómetro hacia el puente del ferrocarril. A la mañana siguiente, Howard y Nancy daban de comer al pequeño Justin, de cinco años, y —por la fuerza de mi condicionamiento— no notaron nada extraño, excepto un relámpago ocasional de reconocimiento no muy diferente de esos sueños en los que uno descubre de repente que ha olvidado vestirse y que está sentado desnudo en la escuela o en algún otro sitio público.

Eso pasó. Howard y Nancy se ajustaron muy bien al hecho de tener sólo un hijo, y yo estaba muy contenta de haber decidido no utilizar a Howard en las acciones necesarias. El condicionamiento es siempre más fácil y tiene más éxito si no hay ningún vestigio de trauma ni resentimiento.

La boda del doctor Hartman y de la enfermera jefe Oldsmith fue un trabajo fácil; fue oficiada por el juez de paz de Filadelfia y actuaron como testigos la enfermera Sewell, Howard, Nancy y Justin. Me pareció que eran una pareja encantadora, aunque hay quien dice que la enfermera Oldsmith tiene una cara seca y malhumorada.

Cuando se decidió la mudanza, el doctor Hartman contribuyó al fondo colectivo. Tardó un poco en vender ciertas acciones e intereses en propiedades, así como en deshacerse del absurdo Porsche nuevo que tanto le gustaba, pero después de hacer los depósitos para continuar pasándoles la pensión alimenticia a sus dos ex esposas, aún pudo contribuir con 185.600 dólares a nuestra aventura. Considerando que el doctor Hartman, de hecho, pronto se jubilaría, llegaba para los gastos básicos durante el futuro inmediato.

Pero no llegaba para resolver el problema de comprar mi vieja casa y la de los Hodges. Yo no tenía ningún interés en permitir que vivieran extraños al otro lado del patio. Como idiotas que eran, los Warden no tenían aseguradas a las hijas. Howard tenía una póliza de diez mil dólares sobre su propia persona, pero eso no era nada en relación con el precio de las propiedades en Charleston.

Al final fue la madre del doctor Hartman, con ochenta y dos años, que vivía en Palm Springs, quien ofreció la mejor solución. Era Miércoles de Ceniza, el doctor estaba operando cuando llegó la noticia de la súbita embolia de su madre. Él fue a la costa Oeste esa misma tarde. El entierro se llevó a cabo el sábado, 7 de marzo, porque había algunos detalles legales que resolver. Volvió a casa el miércoles, 11. Yo no vi motivo para que Howard no pudiera volver en el mismo vuelo. La herencia fue de un poco más de cuatrocientos mil dólares. Hicimos la mudanza una semana después, el día de San Patricio.

Había algunos detalles finales que resolver antes de dejar el Norte. Yo me sentía bien con mi pequeña familia —Howard, Nancy y el pequeño Justin—, así como con nuestros futuros vecinos, el doctor Hartman, la enfermera Oldsmith y la señorita Sewell, pero sentía que faltaba seguridad. El doctor era un hombre pequeño, de metro sesenta, y delgado, y aunque Howard era alto y fuerte, resultaba algo torpe porque era lento de pensamiento, y gran parte de su peso lo sumaba la grasa. Necesitábamos uno o dos miembros más en el grupo para ayudarme a sentirme más segura.

Howard trajo a Culley al hospital el fin de semana anterior a nuestra marcha. Era un gigante de más de un metro ochenta y cinco, que pesaba como mínimo ciento cuarenta kilos, todos visibles en una masa compacta de músculo. Culley era medio idiota, incapaz de hablar con coherencia, pero rápido y ágil como un tigre. Howard me explicó que Culley había sido capataz asistente de Parques antes de ser encarcelado por asesinato siete años atrás. Había vuelto el año anterior para trabajar en el nivel más bajo y duro de manutención: limpiando tocones, arrancando viejas estructuras, pavimentando senderos y caminos, sacando nieve. Culley había trabajado sin quejarse y ya no estaba en libertad condicional.

La cabeza de Culley se estrechaba desde su punto más ancho en la coyuntura de la mandíbula y el cuello al punto más estrecho en la cima de un cráneo casi puntiagudo y con un pelo tan desastrosamente rapado casi al cero que parecía cortado por un peluquero ciego y sádico.

Howard le había dicho a Culley que había una oportunidad de empleo única para él, aunque se lo dijo con palabras más simples. Traerlo al hospital había sido idea mía.

—Ésta será tu ama —le dijo Howard apuntando hacia la cama donde yo reposaba—. La servirás, la protegerás, darás tu vida por ella si es necesario.

Culley hizo un sonido parecido al de un gato aclarándose la garganta.

—¿Esta vieja aún vive? —preguntó—. Parece muerta.

Entonces entré en él. Había poca cosa en aquel cráneo apretado excepto motivaciones básicas: hambre, sed, miedo, orgullo, odio y un deseo de agradar basado en una sensación vaga de querer pertenecer a alguien, de querer ser amado. Fue en esa necesidad final en la que me centré, fue con ella que trabajé. Culley se quedó sentado en mi habitación dieciocho horas seguidas. Cuando se marchó para ayudar a Howard a empaquetar y a hacer otros preparativos, no había nada del Culley original excepto su tamaño, fuerza, rapidez y necesidad de agradar. De agradarme.

Nunca supe si Culley era su nombre o su apellido.

Cuando yo era joven, tenía una debilidad siempre que trabajaba; no podía resistir recolectar recuerdos. Incluso en Viena, con Willi y Nina, mis compras compulsivas de recuerdos pronto se transformaron en una fuente de humor para mis compañeros. Llevaba mucho años viajando, pero mi debilidad por los recuerdos no había desaparecido del todo.

La noche del 16 de marzo, hice que Howard y Culley fueran en coche a Germantown. Aquellas calles tristes eran para mí como el paisaje de un sueño medio recordado. Creo que Howard se hubiera puesto nervioso en ese barrio negro —a pesar de su condicionamiento— sin la tranquilizadora compañía de Culley.

Yo sabía lo que quería; recordaba su primer nombre y la descripción, pero nada más. Los primeros cuatro chicos a los que Howard se dirigió o rehusaron contestar o lo hicieron con epítetos coloridos, pero el quinto, un desaliñado chico de diez años, vestido sólo con una camiseta rasgada a pesar del frío, dijo:

—Sí, hombre, hablas de Marvin Gayle. Acaba de salir de la cárcel, hombre, por incitar a un motín o a una mierda parecida. ¿Qué quieres de Marvin?

Howard y Culley consiguieron la dirección de su casa sin responder a esa pregunta. Marvin Gayle vivía en el segundo piso de un edificio carcomido, cubierto con tablillas, entre dos casas más altas. Un chico pequeño abrió la puerta y Culley y Howard entraron en una sala de estar con un sofá viejo cubierto por una colcha rosa, una vieja televisión que mostraba las imágenes de un concurso, paredes desconchadas con algunos grabados religiosos y una foto de Robert Kennedy; una adolescente recostada en el sofá miró a los visitantes.

Una negra gorda vino de la cocina secándose las manos en un delantal a cuadros.

—¿Qué quieren?

—Nos gustaría hablar con su hijo, señora —dijo Howard.

—¿Sobre qué? —preguntó la mujer—. Ustedes no son de la policía. Marvin no ha hecho nada. Dejen a mi chico en paz.

—No, señora —dijo Howard, zalamero—. Sólo queríamos ofrecerle un trabajo a Marvin.

—¿Un trabajo? —La mujer miró, con suspicacia, a Culley y después de nuevo a Howard—. ¿Qué tipo de trabajo?

—Toda va bien, mamá —dijo Marvin Gayle desde la puerta del cuarto interior, vestido con unos pantalones cortos y una camiseta enorme. Tenía una expresión tranquila y sus ojos estaban indecisos, como si acabase de despertarse.

—Marvin, tú no tienes que hablar con estos tipos si…

—Todo va bien, mamá. —La miró con esa cara inexpresiva hasta que ella bajó los ojos. Entonces Marvin miró a Culley y después desvió la mirada hacia Howard—. ¿Qué quieres, tío?

—¿Podemos hablar fuera? —preguntó Howard.

Marvin se encogió de hombros y nos siguió afuera a pesar de la oscuridad y del viento helado. La puerta se cerró sobre las protestas de su madre. Miró a Culley y después se acercó a Howard. No había la mínima expresión en sus ojos, pues sabía lo que pasaría enseguida y casi lo deseaba.

—Te ofrecemos una nueva vida —murmuró Howard—. Una vida completamente nueva…

Marvin empezó a hablar, pero desde quince kilómetros de distancia yo «empujé» y la boca del chico de color se aflojó y no terminó la primera palabra. Técnicamente hablando, yo ya había «usado» a este chico con anterioridad, brevemente, en esos últimos minutos locos antes de decir adiós a Grumblethorpe, y eso podía haber hecho la cosa más fácil. Pero eso no tenía realmente importancia. Nunca podría haber echo lo que hice esa noche antes de mi enfermedad. Trabajando a través del filtro de las percepciones de Howard Warden, mientras controlaba simultáneamente a Culley, a mi médico y a otra media docena de peleles condicionados en otros tantos sitios, aún podía proyectar mi fuerza de voluntad tan poderosamente que el chico de color jadeó, se tambaleó hacia atrás, miró vagamente y esperó mi primera orden. Sus ojos ya no parecían drogados y vencidos; ahora reflejaban la mirada brillante, transparente, de su cerebro gravemente dañado.

Cualquiera que hubiera sido la triste existencia de Gayle, sus pensamientos, recuerdos y pobres aspiraciones habían desaparecido para siempre. Nunca antes había llevado a cabo este tipo de condicionamiento total de un solo golpe, y durante un largo minuto mi casi olvidado cuerpo se torció en el tornillo de la parálisis total en la cama del hospital donde la enfermera Sewell me hacía un masaje.

El receptáculo que había sido Marvin Gayle esperaba tranquilamente en medio del viento helado y la oscuridad.

Finalmente hablé a través de Culley, sin necesitar la orden verbal, pero deseando oírla a través de la conciencia de Howard.

—Vístete deprisa —dijo él—, dale esto a tu madre. Dile que es un anticipo del sueldo.

Culley le entregó al joven negro un billete de cien dólares.

Marvin se metió en casa y salió tres minutos después. Llevaba sólo pantalones vaqueros, un jersey, zapatos de lona y una cazadora negra de cuero. No llevaba equipaje. Así era como yo lo quería; le conseguiríamos ropa adecuada cuando nos marchásemos.

En todos mis años de pubertad, no recuerdo ninguna época en que no tuviéramos criados de color. Parecía apropiado que volviera a ser así a mi regreso a Charleston.

No podía dejar Filadelfia sin llevarme un recuerdo a casa.

El convoy de dos coches y la furgoneta alquilada con mi cama y los aparatos médicos hizo el viaje en tres días. Howard había ido por delante en el Volvo de la familia, al que Justin llamaba «el Oval azul», para hacer los arreglos finales, ventilar la casa y preparar el camino para mi regreso.

Llegamos mucho después del anochecer. Culley me llevó arriba, con el doctor Hartman asistiéndome y la enfermera Oldsmith caminando al lado con la botella intravenosa.

Mi habitación brillaba, llena de luz; el edredón estaba girado; las sábanas eran limpias y frescas; la madera oscura de la cama, del escritorio y del armario olían a cera de limón, y mis cepillos para el pelo estaban en perfecto estado sobre el tocador.

Todos lloramos. Las lágrimas corrían por las mejillas de Culley cuando me colocó tiernamente, casi reverentemente, en la larga cama. El olor a ramas de palmito y mimosa entraba por la ventana entreabierta.

Trajeron el equipo y lo instalaron. Resultaba extraño ver el brillo verde de un osciloscopio en mi habitación de siempre. Durante un minuto, todos estuvieron allí: el doctor Hartman y su nueva esposa, la enfermera Oldsmith, llevando a cabo sus últimas tareas médicas; Howard y Nancy con el pequeño Justin entre ellos, como si estuvieran posando para una foto de familia; la joven enfermera Sewell sonriéndome desde la ventana, y, junto a la puerta, Culley llenando todo el espacio, con un aire no menos macizo a pesar de su uniforme blanco de enfermero, y, apenas visible en el vestíbulo, Marvin con frac, corbatín y guantes blancos en sus bien lavadas manos.

Howard tuvo un pequeño problema cuando se encontró con la señora Hodges, que no quería vender la casa de al lado, sino sólo alquilarla. Yo no podía aceptar eso.

Pero me ocuparía de eso por la mañana. Por el momento estaba en casa —en mi casa— y rodeada de mi cariñosa familia. Por primera vez en semanas dormiría de verdad. Es posible que hubiese algunos pequeños problemas —la señora Hodges era uno de ellos—, pero los resolvería mañana. Mañana sería otro día.