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Caesarea, Israel, jueves 2 de abril de 1981

Natalie Preston aterrizó en el aeropuerto David Ben Gurion, cerca de Lod, en el vuelo de El Al procedente de Viena a las 10.30 hora local. La aduana israelí fue tranquila y eficiente, si no cortés.

—Bienvenida de nuevo a Israel, señorita Hapshaw —dijo el hombre detrás del mostrador cuando comprobó sus dos bolsos. Era su tercera entrada en Israel con el pasaporte falso y su corazón aún latía mientras esperaba. No la tranquilizaba suficientemente el hecho de que el propio Mosad, la agencia de espionaje de Israel, hubiese falsificado los documentos.

Después de pasar la aduana, tomó el autobús de El Al hacia Tel Aviv y se apeó en la estación de Jaifa Road para ir al puesto de ITS/Avis de la calle Hamasger. Pagó una semana y dejó un depósito de cuatrocientos dólares por un Opel 1975 verde con frenos que tiraban hacia la izquierda siempre que se detenía.

Era la primera hora de la tarde cuando Natalie dejó los feos suburbios de Tel Aviv y siguió hacia el norte a lo largo de la costa por la carretera de Haifa. Era un día soleado, la temperatura era casi de veinte grados y Natalie se puso las gafas oscuras porque el sol del mediodía se reflejaba desde la autopista y el Mediterráneo. A unos treinta y cinco kilómetros de Tel Aviv, Natalie pasó por un pequeño centro turístico en los acantilados sobre la playa. Algunos quilómetros más adelante vio el letrero de Or Akiva y dejó la autopista de cuatro carriles para rodar por una carretera de asfalto más estrecha que serpenteaba entre dunas de arena hacia la playa. Vislumbró el acueducto romano y las macizas murallas de la Ciudad de los Cruzados, después siguió la vieja carretera costera cerca del hotel Dan Caesarea con su campo de golf de dieciocho hoyos protegido por una cerca alta y alambre de espino.

Giró hacia el este por una carretera de grava y siguió una señal hacia el kibbutz Ma’agan Mikhael hasta que se cruzó con otro camino más estrecho. El Opel viajó durante unos setecientos metros cuesta arriba entre bosques de algarrobos, contorneando bosques espesos de alfóncigos y algún ocasional pino, antes de detenerse delante de un portal cerrado. Natalie bajó del coche, estiró las piernas y gesticuló hacia la casa blanca en la cumbre de la colina.

Saul Laski bajó para dejarla entrar. Había perdido peso y se había afeitado la barba. Sus delgadas piernas saliendo de sus pantalones cortos y su pecho estrecho, bajo una camiseta blanca, lo hacían parecer una parodia de un prisionero de El puente sobre el río Kwai, y el efecto se acrecentaba con su piel muy bronceada sobre músculos flacos. Su calva era más pronunciada a causa del bronceado, pero el resto de su cabello se había vuelto más gris y había crecido, cayéndole sobre las orejas y la nuca. Había cambiado sus gafas de concha por unas de plata estilo aviador que parecían oscuras al sol brillante. La cicatriz en su brazo izquierdo estaba aún muy roja.

Saul abrió el portal y se abrazaron durante un momento.

—¿Todo bien? —preguntó él.

—Muy bien —contestó Natalie—. Simon Wiesenthal te envía saludos.

—¿Está bien de salud?

—Muy bien para un hombre de su edad.

—¿Pudo dirigirte a las fuentes verdaderas?

—Más que eso —dijo Natalie—, se encargó él mismo de la búsqueda. Lo que no tenía en su extraño despacho, hizo que sus investigadores lo trajeran de las varias bibliotecas de Viena, de registros, etcétera.

—Excelente —dijo Saul—. ¿Y las otras cosas?

Natalie hizo un gesto hacia su gran maleta en el asiento trasero.

—Llena de fotocopias. Es un material terrible, Saul. ¿Aún vas al Yad Vashem dos veces a la semana?

—No —respondió Saul—. Hay un sitio no lejos de aquí, LohameHaGeta’ot, construido por polacos.

—¿Y es como Yad Vashem?

—En una escala más pequeña —dijo Saul—. Llegaré si tengo los nombres y las historias. Entra, cerraré el portal y vendré contigo.

Había una casa blanca muy grande en lo alto de la colina. Natalie siguió la carretera hasta el lado sur de la colina, donde había un pequeño chalé blanqueado al borde de un naranjo. La vista era magnífica. Al oeste, más allá de las arboledas y los campos cultivados, había dunas de arena y ruinas y las olas del azul Mediterráneo. Al sur, reluciendo en el deslumbramiento caliente de la lejanía, estaban los acantilados poblados de árboles de Neganya. Al este había una serie de colinas y el valle Sharon que olía a naranjas. Al norte, más allá de los castillos de los templarios, de fortalezas ya viejas en el tiempo de Salomón y de la loma verde del Monte Carmelo, yacía Haifa con sus calles estrechas de piedra lavada por la lluvia. Natalie estaba contenta de haber vuelto.

Saul mantuvo la puerta abierta mientras ella entraba con su maleta. El chalé estaba exactamente como ella lo había dejado ocho días antes; la pequeña cocina y el comedor combinados en un cuarto largo con chimenea: una sencilla mesa de madera y tres sillas, otro par de sillas cerca de la chimenea, pequeñas ventanas que dejaban entrar el sol contra las paredes blanqueadas; y dos dormitorios. Natalie llevó su equipaje a su habitación y los puso sobre la enorme cama. Saul había puesto flores frescas en el florero blanco de la mesilla de noche.

Preparaba café cuando ella salió.

—¿Buen viaje? —preguntó él—. ¿Sin problemas?

—Sin problemas —dijo Natalie.

Puso algunos expedientes sobre la madera áspera de la mesa.

—Sarah Hapshaw consigue ver todos los lugares que Natalie Preston nunca vio.

Saul asintió con la cabeza y puso un tazón blanco de café delante de ella.

—¿Algún problema aquí? —preguntó Natalie.

—Nada —aseguró Saul—. No esperaba nada.

Ella puso azúcar de un tazón azul y removió su café con una cucharilla. Se notaba cansada. Saul se sentó delante de ella y le dio una palmadita en la mano. Aunque su cara flaca estaba llena de planos y líneas, ella pensó que parecía más joven que cuando llevaba barba. Tres meses antes.

Siglos antes.

—Más noticias de Jack —dijo—. ¿Te gustaría dar un paseo?

Ella miró el café.

—Llévalo contigo —dijo Saul—. Iremos hasta el hipódromo.

Se levantó y fue un segundo a su dormitorio. Cuando volvió llevaba una camisa holgada caqui con los faldones fuera. No escondía del todo la protuberancia de la automática del 45 en el cinturón de sus pantalones cortos.

Fueron hacia el oeste, bajando por la colina, pasando junto a las cercas y naranjales hasta donde las dunas de arena llegaban a los campos cultivados y los terrenos privados de los chalés. Saul pasó por encima de una duna hacia la superficie de un acueducto que se levantaba unos siete metros encima de la arena y se extendía varios kilómetros hacia el grupo de ruinas y nuevos edificios cerca del mar. Un joven con una camisa blanca vino corriendo hacia ellos, gritando y gesticulando, pero Saul le habló en voz baja en hebreo y el hombre asintió con la cabeza y se marchó. Saul y Natalie siguieron a lo largo de la superficie áspera del acueducto.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Natalie.

—Que conocía el trío de Frova, Avi-Yona y Negev —contestó Saul—. Han estado excavando por aquí desde los años cincuenta.

—¿Es todo?

—Sí —dijo Saul. Se paró y miró alrededor. El Mediterráneo estaba a la derecha; un derroche de nuevos edificios bajos reflejaban el sol de la tarde más de un kilómetro adelante.

—Cuando me hablaste de tu casa aquí, me imaginé que sería una choza en el desierto —dijo Natalie.

—Es lo que era cuando vine después de la guerra —aseguró Saul—. Primero construimos y aumentamos los kibbutzim Gaash, Kfar Vitkin y Ma’agan Mikhael. Después de la guerra de la Independencia, David y Rebecca construyeron su granja aquí…

—Es una mansión —dijo Natalie.

Saul sonrió y se bebió el resto del café.

—La casa del barón de Rothschild sí que es una mansión. Ahora es el hotel Dan Caesarea, de cinco estrellas, allí abajo.

—Adoro las ruinas —dijo Natalie—. El acueducto, el teatro, la Ciudad de los Cruzados, es todo tan… antiguo.

Saul asintió con la cabeza.

—En Estados Unidos echaba de menos la sensación de superposición de las edades.

Natalie se quitó el bolso de bandolera rojo que llevaba y puso los tazones de café vacíos dentro, envolviéndolos cuidadosamente en una servilleta.

—Yo echo de menos Estados Unidos —dijo. Se frotó las rodillas y miró sobre la extensión de arena que saltaba contra el acueducto amarillo de piedra como un mar tostado e inmóvil—. Creo que la echo de menos —dijo—. Aquellos últimos días fueron una pesadilla…

Saul no dijo nada. Estuvieron sentados en silencio durante varios relajados minutos.

Natalie habló primero.

—Me pregunto quién estuvo en los funerales de Rob.

Saul la miró, sus gafas polarizadas reflejaban la luz.

—Jack Cohen escribió diciendo que el sheriff Gentry fue enterrado en un cementerio de Charleston con la asistencia de miembros de varias agencias locales y fuerzas de la policía.

—Sí —dijo Natalie—, pero me refiero a personas allegadas. ¿Había algunos familiares? ¿Su amigo Daryl Meeks? ¿Alguien que le hubiese…, que le hubiese querido?

Saul le pasó su pañuelo.

—Habría sido una locura que fueras allá —dijo en voz baja—. Te habrían reconocido. Además, no estabas en condiciones de ir. Los médicos del Hospital de Jerusalén dijeron que tu tobillo estaba muy mal. —Saul le sonrió y aceptó de nuevo su pañuelo—. Hoy casi no he notado cojera.

—No —dijo Natalie—, estoy mucho mejor. —Le devolvió la sonrisa—. Muy bien, ¿quién empieza?

—Tú, me parece —dijo Saul—. Jack tenía algunas noticias muy interesantes pero antes quiero saber cosas de Viena.

Natalie asintió con la cabeza.

—Los registros de los hoteles confirmaron que estuvieron allí… la señorita Melanie Fuller y Nina Hawkins…, que era el nombre de soltera de Nina Drayton… Hotel Imperial… 1925, 1926, 1927. Hotel Metropole en 1933,1934,1935. Podrían haber estado allí otros años, en otros hoteles que perdieron sus registros a causa de la guerra o por otros motivos. El señor Wiesenthal aún investiga.

—¿Y Von Borchert? —preguntó Saul.

—No hay registros de hotel —dijo Natalie—, pero Wiesenthal confirmó que Wilhelm von Borchert alquiló un pequeño chalé en Perchtoldsdorf, a las afueras de la ciudad, entre 1922 y 1939. Fue demolido después de la guerra.

—¿Y sobre… los otros? —preguntó Saul—. Crímenes.

—Asesinatos —dijo Natalie—. El habitual surtido de crímenes callejeros, asesinatos políticos, crímenes pasionales, etcétera. En el verano de 1925, tres asesinatos extraños, inexplicables. Dos hombres importantes y una mujer, una destacada mujer de la alta sociedad vienesa, asesinados por conocidos. En todos los casos los asesinos no tenían motivos, ni coartadas, ni excusas. Los periódicos los denominaron «locura de verano», porque todos los asesinos juraron que no recordaban sus actos. Los tres fueron considerados culpables. Un hombre fue ejecutado, otro se suicidó y el tercero, una mujer, fue enviada a un asilo donde se ahogó en un estanque con peces una semana después de ser internada.

—Parece que nuestros jóvenes vampiros de la mente empezaban su juego —suspiró Saul—. Probando el gusto de la sangre.

—El señor Wiesenthal no entendía las conexiones con nuestra historia —dijo Natalie—, pero continuó investigando para nosotros. Siete asesinatos inexplicables durante el verano de 1926. Once entre junio y agosto de 1927…, pero ése fue el año del putsch fracasado; hubo ochenta obreros muertos en una manifestación descontrolada. Las autoridades de Viena tenían otras cosas de que preocuparse, la muerte de algunos ciudadanos de las clases bajas no era un asunto de primer orden.

—Así, nuestro trío cambió sus blancos —dijo Saul—. Quizá la muerte de miembros de su círculo social pusiera sobre ellos demasiada presión.

—En el invierno o verano de 1928 no encontramos noticias de crímenes que pudieran encajar —dijo Natalie—, pero en 1929 hubo siete desapariciones misteriosas en la estación balnearia austríaca de Bad Ischl. La prensa de Viena habló del «Hombre lobo de Zauner» porque todas las personas desaparecidas, algunas de ellas figuras muy importantes de Viena o Berlín, habían sido vistas por última vez en el elegante Café Zauner, en la Explanada.

—Pero ¿no se pudo confirmar que nuestro joven alemán ni sus dos compañeras americanas estuvieran allí? —preguntó Saul.

—Aún no —contestó Natalie—. Pero el señor Wiesenthal dice que había muchos chalés privados y hoteles en la zona que ya no existen.

Saul asintió con la cabeza, satisfecho. Ambos miraron arriba cuando una formación de cinco F-16 israelíes rugieron sobre el Mediterráneo, dirigiéndose hacia el sur.

—No es un mal comienzo —dijo Saul—. Necesitaremos más detalles, pero no es un mal comienzo.

Permanecieron callados algunos minutos. El sol bajaba por el suroeste, lanzando las complejas sombras del acueducto más allá de las dunas. Por fin, Saul prosiguió:

—Herodes el Grande, un sicofanta servil, empezó esta ciudad el año 22 antes de Cristo y se la dedicó a César Augusto. Era un centro de poder en el año 6 de nuestra era, con su teatro, su hipódromo y sus acueductos, todo muy blanco. Durante una década, Poncio Pilato fue prefecto aquí.

Natalie frunció el ceño.

—Me contaste todo eso cuando vinimos aquí en febrero —dijo.

—Sí —admitió Saul—. Mira. —Señaló las dunas que lamían los arcos de piedra—. La mayor parte de esto ha estado enterrado durante los últimos mil quinientos años. El acueducto donde estamos sentados sólo fue excavado en el inicio de los años sesenta.

—¿Y? —preguntó Natalie.

—¿Y qué vale el poder de César? —preguntó Saul—. ¿Qué pasó con los planes zalameros de Herodes? ¿Qué pasó con los recelos y aprensiones del apóstol Pablo cuando estuvo encarcelado aquí? —Saul guardó silencio unos segundos—. Todo está muerto —continuó—. Muerto y cubierto por las arenas del tiempo. El poder desapareció, los instrumentos del poder cayeron y fueron enterrados. No quedó nada excepto piedras y recuerdos.

—¿Qué dices, Saul? —preguntó Natalie.

—El oberst y Melanie Fuller deben de estar por lo menos en sus setenta años —reflexionó Saul—. La foto que Aaron me mostró era de un hombre en la sesentena. Como Rob Gentry dijo una vez, ellos son mortales. No se levantarán de sus tumbas en la próxima luna llena.

—¿Entonces nos quedaremos aquí? —le respondió Natalie levantando una voz furiosa—. ¿Nos agacharemos hasta que esos…, esos monstruos mueran de vejez o se maten entre ellos?

—Aquí o en cualquier otro lugar seguro —dijo Saul—. Ya sabes cuál es la alternativa. Tendríamos que matar también.

Natalie se levantó y caminó arriba y abajo junto a la estrecha pared de piedra.

—Olvidas, Saul, que yo ya he matado. Maté de un disparo a aquel chico horrible, Vincent, al que la vieja utilizaba.

—En ese momento él ya no era una persona, sino una cosa —dijo Saul—. No lo mataste. Melanie Fuller lo hizo. Tú liberaste su cuerpo del control de ella.

—Por lo que a mí respecta, todos ellos son cosas —matizó Natalie—. Tenemos que volver.

—Sí, pero… —empezó Saul.

—No creo que hables en serio de no ir tras ellos —dijo Natalie—. Todo el riesgo que Jack Cohen asumió por nosotros en Washington, usando sus ordenadores para desenterrar toda esta información; mis semanas de investigaciones en Toronto, Francia y Viena; los centenares de horas que has pasado en el Yad Vashem…

Saul se puso de pie.

—Era sólo una sugerencia —se disculpó—. Por lo menos no será necesario que vayamos ambos…

—Ah, entonces es eso —exclamó Natalie—. Bueno, ya puedes olvidarlo, Saul. Ellos mataron a mi padre. Mataron a Rob. Uno de ellos me manoseó con su mente obscena. Somos sólo dos y aún no sé qué podemos hacer, pero yo regresaré. Contigo o sin ti, Saul, regresaré.

—Muy bien —dijo Saul Laski. Le entregó el bolso y sus manos se tocaron—. Sólo quería asegurarme.

—Yo no tengo ninguna duda —aseguró Natalie—. Háblame del nuevo material de Cohen.

—Más tarde —dijo Saul—, después de cenar.

Ligeramente cogidos del brazo, volvieron de su largo paseo por el acueducto. Sus sombras se mezclaban, se curvaban y se retorcían a lo largo de las altas lomas de arena por las que avanzaban.

Saul preparó una excelente cena consistente en ensalada con fruta fresca, pan hecho en casa que él llamaba bagele, cordero cocinado a la manera oriental y café turco dulce. Era de noche cuando fueron a la habitación de Saul para trabajar y encendieron la lámpara Coleman.

La larga mesa estaba cubierta de carpetas, montones de documentos fotocopiados y libros —los de encima mostraban víctimas de campos de concentración mirando pasivamente— y docenas de libretas llenas con la letra apretada de Saul. Hojas de papel blanco cubiertas con nombres, fechas y mapas de campos de concentración estaban pegadas con cinta adhesiva a las ásperas paredes blancas. Natalie se fijó en una foto de periódico al lado de una foto en color 8 x 10 de Melanie Fuller y su criado cruzando el patio de su casa de Charleston. La foto del diario mostraba el joven oberst y a varios oficiales de la SS sonriendo.

Estaban sentados en pesadas y confortables sillas y Saul cogió un grueso expediente.

—Jack cree que han encontrado a Melanie Fuller —dijo.

Natalie se puso derecha.

—¿Dónde?

—En Charleston —dijo Saul—. En su vieja casa.

Natalie meneó lentamente la cabeza.

—Imposible. No puede ser tan estúpida.

Saul abrió la carpeta y miró las hojas mecanografiadas en papel de la embajada israelí.

—La casa Fuller estuvo cerrada hasta la decisión legal final sobre el estado de Melanie Fuller. Debió pasar bastante tiempo hasta que los tribunales la declararan legalmente muerta, y mucho más hasta que se decidiera el futuro de la casa. Parecía que no tenía parientes. Entre tanto, apareció un cierto Howard Warden declarando que era sobrino nieto de Melanie Fuller. Mostró algunas cartas y documentos —incluyendo un testamento con fecha del 8 de enero de 1978— dejándole la casa y todas sus posesiones a partir de esa fecha…, no en caso de muerte…, y concediéndole plenos poderes como apoderado. Warden explicó que la vieja había estado preocupada por su salud y el comienzo de la senilidad. Dijo que había sido un tecnicismo y que hubiera esperado que su tía abuela viviera el resto de su vida en la casa, pero, con su desaparición y presunta muerte, sintió que era importante que alguien se ocupara de la casa. Actualmente vive allí con su familia.

—¿Puede realmente ser un pariente lejano? —preguntó Natalie.

—Parece improbable —dijo Saul—. Jack consiguió obtener algunas informaciones sobre Warden. Se crió en Ohio y se mudó a Filadelfia hace unos catorce años. Había sido asistente del superintendente de Parques durante los últimos cuatro años y vivió los últimos tres en Fairmount Park…

—¡Fairmount Park! —jadeó Natalie—. Eso es cerca del lugar donde Melanie Fuller desapareció.

—Exactamente —dijo Saul—. Según fuentes en Filadelfia, Warden, que tiene treinta y siete años, tenía esposa y tres hijos, dos niñas y un chico. En Charleston, su mujer cuadra con esta descripción, pero tienen sólo un hijo…, un niño de cinco años llamado Justin.

—Pero… —empezó Natalie.

—Espera, hay más —dijo Saul—. La casa de los Hodges, al lado, fue también vendida en marzo. Fue comprada por un médico llamado Stephen Hartman. El doctor Hartman vive allí con la mujer y una hija de veintitrés años.

—¿Qué puede significar eso? —preguntó Natalie—. Comprendo perfectamente que la señora Hodges no quisiera volver a esa casa.

—Sí —dijo Saul, y empujó sus gafas de aviador hacia el nacimiento de nariz—, pero parece que el doctor Hartman es también de Filadelfia…, un neurólogo de mucho éxito… que de repente dejó de ejercer, se casó y abandonó la ciudad en marzo. En la misma semana que Howard Warden y su familia sintieron la necesidad de mudarse al Sur. La nueva esposa del doctor Hartman, la tercera (y sus amigos quedaron sorprendidos de que se casara de nuevo), es Susan Oldsmith, la antigua enfermera jefe de la unidad de asistencia intensiva del Hospital de Filadelfia.

—No hay nada especialmente sorprendente en que un médico se case con una enfermera —dijo Natalie.

—No —admitió Saul—, pero según las investigaciones de Jack Cohen, la relación del doctor Hartman con la enfermera Oldsmith podía ser descrita como fríamente profesional hasta la semana en que ambos dimitieron y se casaron. Y aún más interesante, ninguno de los felices recién casados tenía una hija de veintitrés años…

—Entonces, ¿quién…?

—La joven que es conocida en Charleston como Constance Hartman se parece mucho a una cierta Connie Sewell, una enfermera de cuidados intensivos del Hospital de Filadelfia que dimitió la misma semana que la enfermera Oldsmith. Jack no pudo confirmarlo con precisión, pero la señorita Sewell dejó su apartamento y sus amigos sin decir nada sobre adónde se mudaba.

Natalie se puso de pie y empezó a caminar arriba y abajo en la pequeña habitación, ignorando el silbido de la lámpara y las inquietantes sombras que lanzaba contra la pared.

—Por eso deducimos que Melanie Fuller fue herida durante la locura de Filadelfia. Los periódicos hablaban de un coche y de un cuerpo encontrados en el río Schuylkill cerca del lugar donde se estrelló el helicóptero del FBI. No era ella. Yo sabía que ella estaba viva en algún sitio, podía sentirlo. Muy bien, está herida. Consigue que ese tío del parque la lleve al hospital. ¿Cohen comprobó el hospital?

—Claro —dijo Saul—. Descubrió que el FBI, o alguien haciéndose pasar por el FBI, había estado allí antes que él. Ningún registro de Melanie Fuller. Había montones de viejas en los hospitales, pero nadie que coincidiera con los rasgos de la señorita Fuller.

—Eso no importa —dijo Natalie—. El viejo monstruo borró sus huellas. Sabemos de lo que es capaz. —Natalie se estremeció y se frotó los brazos—. Así, cuando llegó el momento de convalecer, Melanie Fuller hizo que su grupo de zombies condicionados la trajera a su casa de Charleston. Déjame adivinar… El señor y la señora Warden tienen una abuela inválida con ellos…

—La madre de la señora Warden —confirmó Saul con una leve sonrisa—. Los vecinos no la han visto nunca, pero algunos le comentaron a Jack el equipo médico que habían traído con ellos al mudarse. Es doblemente extraño, porque las investigaciones de Jack en Filadelfia indican que la madre de Nancy Warden murió en 1969.

Natalie caminaba arriba y abajo, excitada.

—Y el doctor Como-se-llame…

—Hartman.

—Sí, el doctor Hartman y la enfermera Oldsmith están allá para mantener un servicio de salud de primera clase. —Natalie paró y le miró—. Pero, Dios mío, ¡es tan arriesgado! Y si las autoridades…

Calló.

—Exactamente —dijo Saul—. ¿Qué autoridades? La policía de Charleston no sospecha que la madre inválida de la señora Warden es la desaparecida Melanie Fuller. El sheriff Gentry podría sospechar, porque Rob tenía un cerebro increíble, pero está muerto.

Natalie miró rápidamente el suelo y suspiró profundamente.

—¿Y el grupo de Barent? —preguntó—. ¿Y el FBI y los otros?

—Quizá se haya acordado una tregua —insinuó Saul—. Quizás al señor Barent y a sus amigos supervivientes no les interese más publicidad como la que tuvieron en diciembre. Si tú fueras Melanie Fuller, Natalie, huyendo de otros seres de la noche que no quieren saber nada más de sus actos sangrientos, ¿adónde irías tú?

Natalie asintió lentamente con la cabeza.

—A una casa que dio mucho que hablar a causa de una serie de extraños asesinatos. Increíble.

—Sí —dijo Saul—, increíble, y una increíble suerte para nosotros. Jack Cohen hizo todo lo que puede hacer sin provocar la ira de sus superiores. Le hemos enviado un mensaje en código dándole las gracias y pidiéndole que suspendiera las investigaciones hasta recibir noticias nuestras.

—Ah, ¡si los otros nos creyeran! —exclamó Natalie.

Saul meneó la cabeza.

—Incluso Jack Cohen sabe y se cree sólo parte de la historia. Lo único que sabe con certeza es que alguien asesinó a Aaron Eshkol y a toda su familia y que yo decía la verdad cuando aseguré que el oberst y las autoridades de Estados Unidos estaban implicados de una manera que no comprendía.

Natalie se sentó.

—Dios mío, Saul, ¿qué le pasó a los otros dos hijos de los Warden? Las dos niñas de las que Jack Cohen habló.

Saul cerró la carpeta y sacudió la cabeza.

—Jack no pudo descubrir nada —dijo—. No hay señales de duelo. Ni noticias de Filadelfia o Charleston. Ni notas necrológicas en Filadelfia o Charleston. Es posible que las mandaran a vivir con parientes, pero Jack no consiguió comprobarlo sin hacerse visible a todo el mundo. Si están todos sirviendo a Melanie Fuller, parece posible que la vieja simplemente se cansara de tener tantos niños alrededor.

Los labios de Natalie se volvieron pálidos.

—Ese monstruo debe morir —murmuró.

—Sí —dijo Saul—. Pero creo que debemos seguir con nuestro plan. Sobre todo ahora que la hemos localizado.

—Estoy de acuerdo —dijo Natalie—, pero la idea de no detenerla…

—Todos serán detenidos —aseguró Saul—. Todos. Pero si queremos tener una oportunidad, tenemos que seguir un plan. Rob Gentry murió por mi culpa. Fue por mi culpa que Aaron y su familia murieron. Pensaba que habría poco peligro si nos podíamos acercar a esa gente sin ser advertidos. Pero Gentry tenía razón cuando dijo que sería como intentar coger serpientes venenosas con los ojos cerrados. —Acercó otra carpeta y pasó los dedos por la cubierta—. Si queremos volver al pantano, Natalie, tenemos que hacernos cazadores y no sólo esperar que esos monstruos asesinos ataquen.

—Tú no la viste —murmuró Natalie—. Ella no es… humana. Y yo tuve mi oportunidad, Saul. Ella estaba distraída. Durante algunos segundos tuve la pistola cargada en las manos…, pero disparé contra el blanco equivocado. No fue Vincent el que mató a Rob, sino ella. No pensé tan rápidamente como debía.

Saul le cogió el brazo con fuerza.

—Venga. Melanie Fuller es sólo una víbora en el nido. Si la hubieras eliminado en ese momento, los otros habrían seguido libres. Su número incluso sería el mismo si consideramos que fue Melanie Fuller la que mató a Charles Colben.

—Pero si yo hubiera…

—Basta por hoy —insistió Saul. Le acarició el pelo y la cara—. Estás muy cansada, amiga mía. Mañana, si quieres, puedes venir conmigo a Lohame HaGeta’ot.

—Sí —dijo Natalie—, me gustaría.

Se inclinó cuando Saul le besó la cabeza.

Más tarde, después que Natalie se fuera a dormir Saul abrió la carpeta marcada «HAROD, TONY» y leyó durante un rato. Por fin la dejó a un lado y fue hasta la puerta principal y la abrió. La luna había salido, bañaba la colina y las lejanas dunas de plata. La enorme casa de David Eshkol estaba oscura y silenciosa en lo alto de la colina. Llegaba del oeste un olor a naranjas y a mar.

Algunos minutos después, Saul cerró la puerta, comprobó las persianas y fue a su habitación. Abrió la primera carpeta que Wiesenthal le había enviado. Sobre las formas banales de palabras con doble sentido de la burocracia polaca y de la taquigrafía concisa de la Wehrmacht estaba la foto de una chica judía de dieciocho o diecinueve años, boca pequeña, mejillas pálidas, pelo oscuro oculto bajo un pañuelo de algodón y enormes ojos negros. Saul contempló la foto durante algunos minutos, preguntándose qué debía haber pensado aquella chica mientras miraba las lentes de la cámara oficial, preguntándose cómo y cuándo había muerto, preguntándose quién la había llorado y si algunas de las respuestas estaban en la carpeta; por lo menos los hechos básicos de cuando había sido detenida por el crimen de ser judía, cuando fue transportada, y quizá, sólo quizá, cuando su expediente fue cerrado en el momento en que todas las esperanzas, pensamientos, amores y posibilidades que habían constituido su corta vida fueron esparcidos como un puñado de cenizas al viento frío.

Saul suspiró y empezó a leer.

Al día siguiente se levantaron temprano y Saul preparó uno de los enormes desayunos que insistía en que eran la tradición israelí. El sol apenas aparecía sobre las colinas al este cuando pusieron una mochila en la parte trasera de su venerable Land Rover y se dirigieron hacia el norte a lo largo de la autopista costera. Cuarenta minutos más tarde llegaron a Haifa, en la base del Monte Carmelo.

—Tu cabeza es como el Carmelo y tus cabellos son púrpura real entretejida en trenzas —recitó Saul por encima de las ráfagas de viento.

—Muy bonito —dijo Natalie.

Cantar de los cantares —respondió Saul.

Cuando se aproximaban a la curva norte de la bahía de Haifa, los letreros anunciaban «Akko» y lo traducían como Acre y San Juan de Acre. Natalie miró hacia el oeste la ciudad blanca, amurallada, que brillaba en la luz de la mañana. Sería un día caliente.

Una carretera estrecha condujo desde la autopista Akko-Nahariyya a un kibbutz donde un guardia de seguridad soñoliento saludó a Saul y le dejó pasar. Atravesaron campos verdes y el complejo del kibbutz hasta que se detuvieron delante de un gran edificio con un letrero que anunciaba en hebreo: «LOHAME HAGETA’OT, CASA DE LOS LUCHADORES DEL GUETO», e indicaba las horas de apertura. Un hombre bajo al que le faltaban tres dedos de la mano derecha salió y habló con Saul en hebreo. Saul metió algún dinero en la mano del hombre, que les acompañó sonriendo y diciendo repetidamente «Shalom» a Natalie.

Toda raba —dijo Natalie cuando entraron en la sala central oscura—. Boker tov.

—Shalom —sonrió el hombre bajo—. L’hitra’ot.

Natalie le vio salir y después caminó entre las cajas con periódicos, manuscritos y reliquias de la desesperada resistencia del gueto de Varsovia. Fotografías ampliadas en las paredes mostraban la vida en el gueto y las atrocidades nazis que habían destruido esa vida.

—Es diferente del Yad Vashem —dijo ella—. No da la misma sensación de opresión. Quizá porque el techo es más alto.

Saul había tirado de un banco bajo y ahora se sentaba con las piernas cruzadas. Puso un montón de carpetas a su izquierda y un pequeño estroboscopio a pilas a la derecha.

—Lohame HaGeta’ot está dedicado más a la idea de resistencia que a la memoria del Holocausto —dijo.

Natalie miraba la foto de una familia descendiendo de un vagón de ganado, con sus posesiones amontonadas en él suelo. Se giró bruscamente.

—¿Podrías hipnotizarme, Saul?

Saul se ajustó las gafas.

—Sí. Tardaría mucho más. ¿Por qué?

Natalie se encogió de hombros.

—Creo que tengo curiosidad por saber qué se siente. Tú pareces hacerlo tan… fácilmente.

—Años de experiencia —dijo Saul—. Durante años he utilizado una forma de autohipnosis para combatir la jaqueca.

Natalie cogió una carpeta y miró la foto de la chica.

—¿Puedes realmente hacer de todo esto parte de tu subconsciente?

Saul se frotó la mejilla.

—Hay diferentes niveles de conciencia —dijo—. En algunos niveles intento simplemente recuperar recuerdos que ya están allí intentando… bloquear los bloqueos, me parece que podría decirse. Hasta cierto punto intento perderme empatizando con otros que compartieron una experiencia común.

Natalie miró a su alrededor.

—¿Y todo esto ayuda?

—Sí. Especialmente con la absorción subliminal de algunas de las informaciones biográficas.

—¿Cuánto tiempo tienes? —preguntó ella.

Saul consultó el reloj.

—Unas dos horas, pero Shmuelik me ha prometido que no dejará entrar turistas hasta que yo acabe.

Natalie cogió su pesada mochila.

—Daré un paseo y empezaré a cotejar y memorizar parte del material de Viena.

Shalom —dijo Saul. Cuando se quedó solo leyó meticulosamente las tres primeras carpetas. Después se giró a un lado y conectó el pequeño estroboscopio para ponerlo en hora. Un metrónomo hizo tictac al ritmo de la luz que latía. Saul se relajó a fondo, vació su cerebro de todo, excepto del latido regular de la luz, y se abrió a otro tiempo y a otro lugar.

En las paredes que lo rodeaban, pálidos rostros miraban a través del humo y de las llamas y de los años.

Natalie se quedó en el exterior del edificio cuadrado y observó a los jóvenes kibbutzniks trabajando, un último camión de trabajadores dirigiéndose a los campos. Saul le había dicho que ese kibbutz había sido construido por supervivientes del gueto de Varsovia y de los campos de concentración de Polonia, pero la mayor parte de los trabajadores que Natalie vio eran sabras —nativos de Israel—, tan delgados y bronceados como los árabes.

Natalie caminó lentamente por el borde del campo y se sentó a la sombra de un único eucalipto mientras un aspersor lanzaba agua sobre las cosechas con un ritmo tan hipnótico como el metrónomo de Saul. Natalie sacó una botella de cerveza Maccabee del fondo de la mochila y utilizó el abrelatas de su nuevo cuchillo del ejército suizo para abrirla. Ya estaba tibia, pero le gustó, mezclándose con el calor impropio del día, el sonido de los aspersores y el olor de la tierra húmeda y de las plantas creciendo.

La idea de volver a Estados Unidos le hizo sentir una opresión en el estómago y el pulso se le aceleró. Natalie tenía sólo un recuerdo nebuloso de aquellas horas y días que siguieron a la muerte de Rob Gentry. Recordaba las llamas y la oscuridad y las luces centelleando y las sirenas como si fuera un sueño. Recordaba haber maldecido a Saul y haberle censurado por dejar el cuerpo de Rob en aquella casa maldita, se acordaba de que Saul la llevó por entre la oscuridad, del dolor de su pierna haciéndola entrar y salir de la consciencia como un nadador irguiéndose y cayendo sobre la superficie de un mar encrespado. Recordaba —creía recordar— al chico más mayor, que se llamaba Jackson, corriendo al lado de ellos con el cuerpo fláccido de Marvin Gayle sobre el hombro, como lo llevaría un bombero. Saul le había dicho después que Marvin estaba inconsciente pero vivo cuando los dos pares de supervivientes se separaron en esa noche de callejones oscuros y sirenas.

Recordaba estar en un banco de un jardín mientras Saul ponía una conferencia desde una cabina y después era de día —casi de día, una media luz fría, gris— y estaba en una furgoneta llena de hombres extraños, Saul iba en la parte delantera con alguien que más tarde supo que era Jack Cohen, el jefe del Mosad en la embajada de Israel en Washington.

Natalie no conseguía recordar las cuarenta y ocho horas siguientes. Una habitación de motel. Inyecciones de analgésico para calmar el dolor de su tobillo fracturado. Un médico poniéndole una extraña escayola hinchable. Sollozando por Rob, diciendo su nombre mientras dormía. Gritando cuando recordaba el sonido que la bala hizo contra el cielo del paladar del monstruo Vincent, las manchas grises y rojas de cerebro en la pared. Los ojos enloquecidos de la vieja abrazando el alma de Natalie. «Adiós, Nina. Volveremos a encontrarnos.»

Saul dijo más tarde que nunca había trabajado tanto como durante aquellas primeras cuarenta y ocho horas de conversaciones con Jack Cohen. El agente de cabellos blancos y marcado con una cicatriz no aceptaría toda la verdad, pero tenía que convencerlo de la esencia de esa verdad con mentiras. Al final el israelí creyó que Saul y Natalie y Aaron Eshkol y Levi Cole, el jefe de códigos desaparecido, se habían enredado en algo grande y mortífero, algo que implicaba a importantes figuras de Washington y a un escurridizo ex coronel nazi. Cohen había recibido poco apoyo de su embajada y de sus superiores en Tel Aviv, pero en la mañana del domingo, 4 de enero, la furgoneta con Saul, Natalie y dos agentes israelíes nacidos en Estados Unidos atravesó el puente Peace de Niagara Falls, Nueva York, a Niagara Falls, Canadá. Cinco días después volaban de Toronto a Tel Aviv con sus nuevas identidades.

Las dos semanas siguientes tenían pocas referencias para Natalie. Su tobillo empeoró inexplicablemente en su segundo día en Israel, tuvo fiebre y sólo tenía una vaga imagen del corto vuelo en un avión privado hasta Jerusalén, donde Saul pidió ayuda a viejos conocidos médicos para conseguirle una habitación privada en el Centro Médico Hadassah-Hebreo. El propio Saul fue operado del brazo durante esa semana. Ella estuvo allí cinco días y durante los tres últimos utilizó muletas al alba y al crepúsculo para visitar la sinagoga y contemplar las ventanas de vidrios de colores creadas por Marc Chagall. Natalie se sentía entumecida, como si todo su cuerpo estuviese bajo los efectos de una dosis masiva de novocaína. Cada noche cerraba los ojos y veía a Rob Gentry mirándola. Sus ojos azules estaban llenos de aquel terrible segundo de triunfo provisional antes de que apareciera la navaja y le cortara de un lado a otro…

Natalie se acabó la cerveza y guardó la botella en el bolso, sintiéndose vagamente culpable de beber tan temprano mientras los demás trabajaban. Cogió el primer bloque de carpetas: grupos de fotos fotocopiadas e informaciones escritas sobre Viena en los años veinte y treinta, informes de la policía traducidos por los ayudantes de Wiesenthal, una escueta biografía de Nina Drayton mecanografiada por el difunto Francis Harrington y con añadidos en la letra salvaje, casi indescifrable, de Saul.

Natalie suspiró y empezó a trabajar.

A primera hora de la tarde siguieron en el coche hacia el sur y pararon en Haifa para una comida tardía antes de que todo cerrara para la fiesta del sábado. Compraron falafeles en un puesto de la calle HaNevi’im y los mascaron mientras caminaban hasta el puerto. Varios negociantes del mercado negro corrían cerca, intentando vender pasta dentífrica, tejanos y Rolex, pero Saul dijo algo en hebreo y se fueron enseguida. Natalie se inclinó sobre una barandilla y observó un gran carguero que se hacía a la mar.

—¿Cuándo volveremos a Estados Unidos, Saul? —preguntó.

—Estaré preparado dentro de tres semanas. Quizás antes. ¿Cuándo te parece que lo estarás tú?

—Nunca —dijo Natalie.

Saul asintió con la cabeza.

—Pero ¿cuándo querrás volver?

—En cualquier momento —aseguró Natalie—. Cuanto antes mejor, realmente. —Suspiró—. ¡Dios!, la idea de volver hace que me tiemblen las piernas.

—La sensación es compartida —dijo Saul—. Vamos a revisar nuestros datos y supuestos a ver si hay algún punto débil en nuestro plan.

—Yo soy el punto débil —murmuró Natalie.

—No —dijo Saul. Miró el agua con los ojos entrecerrados—. De acuerdo, supongamos que la información de Aaron era correcta y que había, por lo menos, cinco de ellos en la camarilla central: Barent, Trask, Colben, Kepler y el evangelista llamado Sutter. Yo vi a Trask morir a manos del oberst. Supongamos que el señor Colben murió como resultado de las acciones de Melanie Fuller. Eso nos deja tres en ese grupo.

—Cuatro si cuentas a Harod —matizó Natalie.

—Sí —aceptó Saul—, sabemos que parecía actuar de acuerdo con la gente de Colben. Entonces son cuatro. Quizá también el agente Haines, pero sospecho que éste es un instrumento y no un iniciado. Pregunta: ¿por qué el oberst mató a Trask?

—¿Venganza?

—Quizá, pero tuve la impresión de que por debajo había un juego por el poder. Supongamos por el momento que toda la charada de Filadelfia estaba destinada más a encontrar al oberst que a Melanie Fuller. Barent me dejó vivir sólo porque yo debía ser otra arma apuntada contra el oberst. Pero, ¿por qué me dejó vivir el oberst… y os introdujo a ti y a Rob en la ecuación?

—¿Para crear confusión? ¿Una diversión?

—Posiblemente —dijo Saul—, pero volvamos a la primera suposición y digamos que estaba utilizándonos indirectamente como instrumentos. No hay duda de que Jensen Luhar era asistente de William Borden en Hollywood. Jack Cohen confirmó las notas de Harrington sobre eso. Luhar se identificó ante ti en el avión. No había necesidad de eso si el oberst no quería que nosotros dos supiéramos que nos estaba manipulando. Y el oberst se esforzó en convencer a Barent y Colben de que yo había muerto en la explosión e incendio de Filadelfia.

—Te tiene más usos reservados —insinuó Natalie.

—Exactamente. Pero ¿por qué no nos utilizó directamente?

—Quizás era demasiado difícil —dijo Natalie—. La proximidad parece ser importante para esos vampiros de la mente. Quizás él nunca estuvo en Filadelfia.

—Sólo sus representantes condicionados —aceptó Saul—. Luhar, el pobre Francis y su asistente blanco, Tom Reynolds. Fue Reynolds quien te atacó delante de la casa Fuller por Navidad.

Natalie jadeó. No había pensado antes en esta suposición.

—¿Por qué dices eso?

Saul se quitó las gafas y las limpió en el faldón de su camisa.

—¿Qué motivo tenía el ataque, excepto poneros a ti y a Rob sobre la pista? El oberst os quería en Filadelfia cuando llegara el momento decisivo con la gente de Colben.

—No comprendo —dijo Natalie. Sacudió la cabeza—. ¿Y dónde entra Melanie Fuller?

—Continuemos con el supuesto de que la señora Fuller no colabora ni con el oberst ni con sus enemigos —dijo Saul—. ¿Tuviste la impresión de que ella sospechaba la presencia allí de cualquiera de los grupos?

—No —dijo Natalie—. Ella se refirió sólo a Nina…, Nina Drayton, supuse.

—Sí. «Adiós. Nina. Volveremos a encontrarnos.» Pero, si seguimos la lógica de Rob, y no veo motivo para no hacerlo, fue Melanie Fuller quien mató a Nina Drayton en Charleston. ¿Por qué pensaría Melanie Fuller que tú eras el agente de una muerta, Natalie?

—Porque está como una regadera —dijo Natalie—. Tendrías que haberla visto, Saul. Sus ojos eran… los de una loca.

—Esperemos que sea así —dijo Saul—. Aunque Melanie Fuller sea la víbora más mortal de todas, su locura podrá sernos útil. ¿Y nuestro querido Tony Harod?

—Desearía que estuviese muerto —dijo Natalie, recordando su presencia pegajosa, insistente, en su mente.

Saul asintió con la cabeza y se puso las gafas.

—Pero el control de Harod fue interrumpido…, tal como el del oberst conmigo hace cuatro décadas. Como resultado, ambos podemos recordar un poco la experiencia y la impresión de los… pensamientos del otro.

—No exactamente —dijo Natalie—. Sensaciones. La persona.

—Sí —aceptó Saul—, pero sea lo que sea, quedaste con una clara sensación de que Tony Harod tenía aversión a utilizar su «aptitud» con hombres.

—Estoy segura de eso —dijo Natalie—. Sus sentimientos hacia las mujeres eran muy morbosos; pero sentí que sólo… atacaba… a mujeres. Era como si yo fuera su madre y él necesitara tener contacto sexual conmigo para probar algo.

—Adecuadamente freudiano —dijo Saul—, pero aceptaremos tu sensación de que Harod tiene la «aptitud» sólo para influenciar a mujeres. Si esto es cierto, este nido de monstruos tiene por lo menos dos puntos débiles: una mujer poderosa que no forma parte del grupo y que está loca como una regadera y un hombre que puede ser o no parte de su grupo, pero que es incapaz o no está dispuesto a utilizar su «aptitud» con hombres.

—Magnífico —dijo Natalie—. Suponiendo que todo esto sea verdad, ¿adónde nos lleva?

—Al mismo plan que discutimos en febrero —contestó Saul.

—Que hará que nos maten —concluyó Natalie.

—Es muy posible —dijo Saul—. Pero si vamos a quedarnos en el pantano con esos seres venenosos, ¿prefieres pasar el resto de tu vida esperando a que ellos te muerdan o el peligro de ser mordida mientras los cazas?

Natalie rió.

—Una terrible elección, Saul.

—No tenemos donde escoger.

—Bien, vamos a procurarnos el saco de arpillera y a ejercitarnos en coger serpientes —dijo Natalie. Miró la cúpula dorada del santuario Baha’i en el Monte Carmelo y volvió a mirar el carguero que desaparecía en el mar—. Sabes —dijo—, no tiene sentido, pero siento que a Rob le gustaría esta parte. La planificación. La tensión. Aunque es todo una locura, Rob sabría ver el humor que tiene.

Saul le acarició el hombro.

—Entonces empecemos con nuestros locos planes —dijo—, y no defraudemos a Rob.

Caminaron juntos hacia la carretera de Jaffa, hasta el Land Rover que les esperaba.