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Melanie

No me gustaba nada dejar Grumblethorpe, pero en ese momento no podía hacer otra cosa. El barrio simplemente se había vuelto demasiado revoltoso. Los negros habían escogido Nochevieja para organizar uno de esos disturbios sobre los que había leído tanto. Estas cosas nunca pasaban antes de la llamada «agitación por los derechos civiles» de las últimas dos o tres décadas. Mi padre acostumbraba decir que si les concedes a los negros un centímetro, pedirán un metro y cogerán un kilómetro.

La mensajera de Nina —una muchacha de color que habría sido atractiva si no fuera por el pelo áspero que le daba un aire de negrita de hacienda— casi me había convencido de que Nina no la había enviado. Las voces me lo dijeron. Ese último día y esa última noche en Grumblethorpe fueron imperiosos. Confieso que tenía dificultad para concentrarme en cosas menos importantes mientras intentaba comprender lo que las voces —sin duda de un niño y una niña, con un acento extraño, casi británico— me decían.

Algunas cosas no tenían sentido. Me avisaban sobre el fuego, el puente, el río y el tablero de ajedrez. Me preguntaba si eran acontecimientos de sus vidas, quizá los desastres finales que habían arrebatado sus jóvenes vidas. Pero los avisos sobre Nina eran muy claros.

Al final, los dos emisarios de Nina —traídos desde Charleston— no eran más que molestias. No me gustó perder a Vincent pero, hay que ser franco, ya había cumplido su servicio. No recuerdo claramente esos últimos momentos en Grumblethorpe. Recuerdo que tenía un terrible dolor en el lado derecho de mi cabeza. Cuando Anne hacía las maletas, antes de recogerme, le hice traer una botella de Dristan. Costaba creer que mis senos trabajaran en aquel clima nórdico frío, húmedo, inhóspito.

En cuanto dejé Grumblethorpe, Anne se deslizó en el asiento delantero y abrió la puerta del coche. El edificio del otro lado de la calle ardía, sin duda por obra de los saqueadores negros. Cuando la señora Hodges venía a visitarme y parloteaba sobre las más recientes atrocidades del Norte, raras veces dejaba de hacer notar que las minorías supuestamente pobres, subalimentadas, discriminadas, robaban siempre televisores caros y trajes de lujo a la primera oportunidad. Ella consideraba que los negros ya robaban a los blancos cuando eran siervos y ahora que dependían de la beneficencia continuaban haciéndolo. Era una de las pocas opiniones que yo compartía con esa vieja entrometida.

En el asiento trasero del DeSoto de Anne había tres maletas. Una de las grandes contenía mis ropas; la otra, el dinero y las últimas acciones de Anne, y en la más pequeña había un poco de ropa y cosas personales de Anne. Mi bolso de paja estaba también allí. En el suelo del asiento trasero estaba la escopeta del calibre 12 que Anne guardaba en su casa.

—Vámonos, querida —dije, y me apoyé contra el asiento.

Anne Bishop conducía como una vieja. Dejamos Grumblethorpe y el edificio en llamas y nos dirigimos lentamente hacia el noroeste por la avenida Germantown. Miré hacia atrás y me di cuenta de que había algún accidente o altercado cerca de donde Queen Lane entra en la avenida. Una furgoneta y dos coches bajos, feos, estaban enredados en el cruce. No se veía policía por ningún lado.

Habíamos pasado las calles Penn y Coulter y nos acercábamos a la calle Church cuando dos furgonetas que parecían comerciales atravesaron la calle e interceptaron nuestro camino. Yo y Anne nos desviamos sobre la acera izquierda y pasamos. Algunos hombres saltaron de los vehículos empuñando armas, pero se distrajeron inmediatamente cuando el hombre al que yo miraba fijamente giró su revólver y empezó a disparar contra sus compañeros.

Todo era absurdo. Si estaban allí para detener saqueadores negros debían hacerlo y dejar en paz a dos señoras blancas.

Llegamos a la calle Market y hasta en la oscuridad pude distinguir el soldado yanqui de bronce en lo alto del pedestal. Anne me había dicho en nuestra primera salida que el granito era de Gettysburg. Pensé en el general Lee retrocediendo bajo la lluvia, batido ese día pero no vencido, llevando todo el orgullo de la Confederación intacto después de esa terrible matanza, y me sentí mejor respeto a mi propia retirada provisional.

Luces intermitentes de coches de bomberos, de la policía y de otros vehículos de emergencia corrían en nuestra dirección por la avenida Germantown. Tras de nosotras, una de las furgonetas y un sedán oscuro aceleraban. Oí un ruido extraño y miré hacia arriba y vi luces rojas y verdes centelleando sobre los tejados.

—A la izquierda —dije. Cuando lo hicimos, estaba tan cerca que podía ver la cara del conductor con su casco en el camión de bomberos. Cerré los ojos y «empujé». El enorme vehículo se atravesó súbitamente en medio de la avenida, rebotó sobre las vías del tranvía y chocó contra la furgoneta, golpeando cerca de la puerta del pasajero. La furgoneta dio varias vueltas de campana y se detuvo boca abajo en el centro de la plaza Market. Vislumbré el sedán oscuro deslizándose para evitar el rojo costado del camión de bomberos que ahora cortaba la calle, pero bajábamos ya School House Lane y nos alejábamos del alboroto.

De todo lo que le había ayudado a hacer a Anne, conseguir que condujera a más de cincuenta por hora había sido lo más difícil. Tenía que concentrar toda mi voluntad para lograr que condujera como yo quería. Finalmente, era a través de sus sentidos que yo veía pasar las calles, oía el sonido de rotores aún arriba y observaba cómo el escaso tráfico que rodaba por las calles se apartaba, despavorido, de nuestro camino. School House Lane era una calle agradable, pero no había sido trazada para un DeSoto de 1953 a ciento veinte kilómetros por hora. Un coche verde derrapó al entrar en la calle para seguirnos. A veces vislumbraba el helicóptero rugiendo sobre los tejados, paralelo a nosotras, a nuestra izquierda o derecha. Hice que Anne frenara en un cruce, después que acelerara, y de repente la ventana trasera se rompió y el cristal estalló hacia dentro. Miré atrás y vi dos agujeros del tamaño de mi puño.

Un negro sin abrigo se tambaleaba por la acera cuando nos acercamos a la avenida Ridge. Empezó a correr cuando el coche verde se acercó y se lanzó delante del vehículo. Por el espejo vi que el coche verde giraba a la derecha, chocaba en la curva a cien kilómetros por hora y hacía una espiral completa en el aire antes de meterse por el escaparate de una hamburguesería Gino’s.

Hurgué en la guantera buscando un mapa de Filadelfia mientras controlaba el coche a través de Anne. Buscaba una autopista para salir de esa ciudad de pesadilla y aunque había muchos letreros, flechas y pasos superiores en las proximidades, no sabía qué carretera tomar.

Se oyó un estruendoso zumbido a través de la ventana rota y el gran helicóptero rugió arriba a unos treinta metros a nuestra derecha. En el centelleo de las farolas que pasaban, pude ver al piloto y a un hombre con una gorra de béisbol inclinado sobre nosotras. El hombre tenía una sonrisa de maníaco y algo entre los brazos.

Hice que Anne girase a la derecha, hacia una rampa de entrada. La rueda trasera izquierda del DeSoto patinó en algo blando y durante un segundo me concentré exclusivamente en el volante y el acelerador para intentar evitar que nos estrelláramos.

El helicóptero rugió a nuestra izquierda cuando pasamos un cruce en trébol. Un punto rojo danzó un instante en la ventana de Anne y en su mejilla izquierda. Le hice pisar el acelerador, el viejo coche saltó adelante, el punto desapareció y algo golpeó contra el parachoques trasero izquierdo del coche con un sonido seco.

De repente estábamos en un puente alto sobre un río. Yo no quería estar en un puente, sino en una autopista.

El helicóptero estaba ahora a nuestra derecha, a nuestra altura. Una luz roja brilló en mis ojos durante un segundo y después hice que Anne girara a la izquierda y se pusiera al lado de un microbús Volkswagen para utilizarlo como escudo. El conductor del Volkswagen de repente cayó hacia delante y el coche se desvió hacia el antepecho. El helicóptero se acercó más, consiguiendo de algún modo volar de lado a cien kilómetros por hora.

Salimos del puente. Anne giró a la derecha y nos atravesamos delante de un semirremolque que nos tocó el claxon y salió por delante de un gran letrero en el que se leía «Apartamentos Presidencial». Teníamos cuatro carriles libres ante nosotras y las farolas de vapor de mercurio creaban una luz divina artificial. Hubo un centelleo de luces rojas y verdes cuando el helicóptero pasó a no más de cinco metros por encima de nuestras cabezas, dio vueltas y revoloteó un centenar de metros delante de nosotras.

Era demasiado luminoso, demasiado simple, demasiado fácil. Era una larga galería de tiro y nosotros éramos los pequeños patos de metal.

Hice que Anne girase a la izquierda bruscamente. Los neumáticos del DeSoto produjeron un terrible chirrido sobre el asfalto y después encontraron tracción, lanzándonos en una estrecha carretera de acceso, no señalada, no más ancha que un camino vecinal.

La carretera iba hacia el sureste bajo una sección elevada de lo que el mapa decía que era la autopista Schuylkill. «Carretera» era un término demasiado generoso. Era poco más que un camino aplanado y cubierto con grava. Pilares y apoyos de hormigón pasaban delante de nuestros faros y de las ventanas. El vestido y el jersey de Anne estaban empapados de sudor y su cara tenía una expresión muy extraña. El helicóptero apareció a nuestra izquierda, volando bajo sobre una vía férrea que corría paralela a la autopista. Los pilares corrían entre nosotras y el helicóptero, aumentando la sensación de velocidad. Nuestro viejo velocímetro marcaba ciento cincuenta kilómetros por hora.

Delante de nosotras, la carretera de grava terminaba en un laberinto de cruces en trébol que por arriba formaba centenares de pilares, contrafuertes y tirantes. Era un bosque de acero y hormigón.

Puse especial cuidado en que Anne no bloqueara los frenos, pero debimos patinar a lo largo del equivalente a medio campo de fútbol americano, levantando una nube de polvo que nos cubrió y convirtió los haces de nuestros faros en dos rayos sesgados de luz amarilla. El polvo se dispersó. Nos habíamos detenido a menos de un metro de un pilar del tamaño de una casa pequeña.

El DeSoto se arrastró alrededor, rodó lentamente entre postes y se movió cautelosamente fuera de la zona cubierta por las carreteras que pasaban por encima del cruce hacia el escondite de otro. Habría por lo menos quince carriles de circulación en el cruce de arriba, muchos serpenteando hacia un puente que añadía más troncos al bosque de pilares de piedra y acero.

Rodamos cincuenta metros más, con gran estrépito, en ese laberinto, e hice que Anne se detuviera junto a una isla de hormigón, parara el motor y apagara las luces.

Abrí los ojos. Éramos como ratones violando una extraña catedral. Enormes pilares se levantaban cuatro metros y medio hasta una carretera aquí, veinticuatro metros allá, incluso más alto hasta las bases de tres puentes que atravesaban el río Schuylkill. Todo estaba silencioso, excepto por el zumbido del tráfico muy por encima de nosotras y el silbido, aún más lejano, de algún tren. Conté hasta trescientos antes de atreverme a esperar que el helicóptero nos hubiera perdido y se marchara.

El zumbido, cuando llegó de nuevo, era aterrador.

La infernal máquina flotaba unos nueve metros por debajo de la vía más elevada, el sonido de su motor y sus rotores rugía metiéndose por todas partes, un reflector cortaba la noche. El helicóptero se movía lentamente, los rotores nunca se acercaban a ninguno de los pilares o al terraplén, el fuselaje giraba como la cabeza de un gato vigilante.

El reflector acabó por encontrarnos y clavó sobre nosotras su mirada implacable. En ese momento Anne estaba fuera. Empuñaba torpemente la escopeta, apoyándola sobre el techo del DeSoto.

Yo sabía que era precipitado disparar ahora, que el helicóptero estaba demasiado lejos. El ruido del disparo se añadió al ensordecedor zumbido de las hélices, pero no sirvió para nada.

El culatazo la hizo retroceder dos pasos. El impacto de una bala de alta velocidad envió la escopeta por los aires e hizo caer a Anne. Yo estaba en el suelo cuando el segundo tiro hizo pedazos el parabrisas y llenó el asiento delantero de vidrio hecho trizas.

Anne consiguió levantarse, tambalearse hasta el coche y girar la llave de encendido con la mano. Su brazo derecho estaba inutilizado, casi separado del hombro. El hueso aparecía entre el tejido rasgado.

Condujimos directamente bajo el helicóptero —el ratón desesperado corriendo entre las piernas del sorprendido gato— y después subimos por un camino de grava, que nos alejaba del río y describía una curva hasta un puente oscuro.

El helicóptero vino tras de nosotras, pero los árboles a ambos lados del camino estaban suficientemente inclinados para protegernos mientras no nos detuviéramos. Salimos a una loma con árboles, con los carriles de la autopista del sur a nuestra derecha, la vía férrea y el río a nuestra izquierda. Vi que nuestro camino se desviaba a la izquierda, más al sur de los dos puentes. No teníamos elección; el helicóptero estaba de nuevo detrás de nosotras, los árboles eran demasiado escasos para cubrirnos y no había manera de que el DeSoto pudiera bajar por el terraplén escarpado y con árboles hasta la autopista, varios centenares de metros abajo.

Giramos a la izquierda y aceleramos hacia el puente oscuro. Y nos detuvimos.

Era un puente ferroviario muy viejo. Estaba bordeado por piedra baja y barandas a ambos lados. Carriles herrumbrosos, traviesas de madera y una estrecha vía de cenizas que se prolongaba en la oscuridad unos veinte metros por encima del río.

A unos nueve metros, una gran barricada nos cortaba el camino. No podíamos intentar atravesarla; la vía férrea resultaba demasiado estrecha, demasiado expuesta, demasiado lenta con todas sus traviesas.

No nos paramos más de veinte segundos, pero fue demasiado. Hubo una explosión, nos envolvió una nube de polvo y ramas y yo caí mientras una pesada masa tapaba el cielo. Aparecieron cinco agujeros en el parabrisas, el volante y el salpicadero se rompieron. Anne Bishop se agitó cuando las balas le acertaron en el estómago, el pecho y las mejillas.

Yo abrí la puerta del coche y corrí. Una de mis zapatillas cayó en la maleza del terraplén. Mi bata y el camisón ondulaban en la tempestad de los rotores. El helicóptero pasó con los patines a un metro y medio de mi cabeza y desapareció más allá del borde del terraplén.

Pude caminar, tambaleándome, por las traviesas de madera y alejarme del puente. Entre éste y la luz reflejada de la autopista, podía ver la relativa oscuridad del parque Fairmount. Anne me había dicho que era el mayor parque municipal del mundo, casi mil hectáreas de bosque a lo largo del río. Si pudiera llegar hasta allí…

El helicóptero se levantó por encima de la línea de árboles como una araña subiendo por su telaraña. Se deslizó de lado hacia mí. Por la ventana lateral podía ver un fino rayo rojo cortando el aire polvoriento.

Me volví y caminé de nuevo hacia el puente, hacia el DeSoto. Era exactamente lo que ellos querían que hiciera.

Un sendero escarpado atravesaba la maleza a la derecha, bajando por el terraplén. Me deslicé por allí, resbalé, perdí mi otra zapatilla, y me senté pesadamente sobre el suelo frío y húmedo. El helicóptero rugía arriba, quince metros sobre el río, y lanzó su proyector sobre el margen. Yo tropecé a lo largo del sendero, me deslicé seis metros por la ladera escarpada, sintiendo que la maleza y las ramas me arañaban la piel. El proyector me encontró de nuevo. Me levanté, me protegí los ojos y miré hacia la luz. Si pudiera «usar» el piloto…

Una bala tocó el dobladillo de mi bata.

Caí a gatas y caminé así doce metros a lo largo del declive bajo el puente. El helicóptero descendió y me siguió.

No era Nina la que iba en el helicóptero. Pero entonces, ¿quién? Me oculté detrás de un tronco podrido, sollozando. Dos balas tocaron la madera. Yo intenté acurrucarme. Tenía un terrible dolor de cabeza. Mi bata y mi camisón estaban sucios.

El helicóptero estaba casi a mi altura, a unos nueve o diez metros, casi bajo el puente. Giraba sobre su eje, jugando conmigo como un depredador hambriento a punto de acabar el juego.

Levanté la cabeza, concentré toda mi atención en la máquina y sus pasajeros. A través de la agonía de mi dolor de cabeza, extendí mi voluntad más a fondo que antes.

Nada.

Había dos hombres a bordo. El piloto era un «neutral»…, un agujero en el tejido del pensamiento. El otro era un «usuario»…, no era Willi…, pero era tan obstinado y deseoso de sangre como Willi. Sin conocerlo, viéndolo, enfrentándolo, yo nunca podría dominar suficientemente su «aptitud» para «usarlo».

Pero él podía matarme.

Intenté arrastrarme hacia delante, hacia el pilar de un arco de piedra, a unos cinco metros. La bala se incrustó en la tierra, a quince centímetros de mi mano.

Intenté retroceder por el estrecho sendero hasta un espeso matorral. Una bala casi me arrancó la planta del pie.

Apreté las mejillas contra el suelo y mi espalda contra el tronco podrido, y cerré los ojos. Una bala atravesó la madera a pocos centímetros de mi columna. Otra cayó con un ruido sordo en el fango, entre mis piernas.

Anne había sido abatida por cuatro balas. Una le había atravesado el estómago y casi le había tocado la columna. Otra le había herido en la tercera costilla, había rebotado y le había destrozado el brazo izquierdo. La tercera le había atravesado el pulmón derecho y se había alojado en el omóplato derecho. La última bala la había herido en la mejilla izquierda, le arrancó la lengua y la mayor parte de los dientes, y salió por la mandíbula derecha.

Para «usarla» tuve que pasar por todo el dolor que ella sintió al morirse. Cualquier amortiguador habría sido suficiente para dejarla separarse de mí, de todo. Pero yo aún no podía dejar que se muriera. Tenía una última tarea para ella.

El encendido continuaba conectado. La transmisión automática estaba en punto muerto. Para ponerlo en marcha, Anne tenía que bajar la cara a través del volante roto y mover el pedal con lo que quedaba de sus dientes.

Su visión desaparecía constantemente. Yo la obligaba a volver por la fuerza de mi voluntad. Fragmentos de hueso de su mandíbula le tapaban el ojo derecho. Daba igual. Levantó los brazos rotos hacia el anillo metálico del claxon y clavó su mano derecha cerrada en el plástico quebrado del volante.

Abrí mi propio ojo. Un punto rojo danzó en la hierba muerta cerca de mí, encontró mi brazo, viajó hacia mi cara. El tronco podrido había sido pulverizado.

Intenté no ver el rayo rojo.

El ruido del DeSoto acelerando y chocando contra la barandilla de arriba podía oírse por encima del ruido del rotor. Miré a tiempo de ver dos faros que se encendían y después se apagaban. Hubo un vislumbre de la parte inferior del coche cuando el DeSoto 1953 cayó casi verticalmente.

El piloto era muy bueno, realmente bueno. En su visión periférica quizá entrevió algo por encima y reaccionó casi al instante. El motor del helicóptero aulló y el fuselaje se lanzó hacia delante en pendiente, aunque se dirigiera al río. El coche que caía sólo rozó la punta de un rotor.

Pero fue suficiente.

El rayo rojo había desaparecido de mi ojo. Hubo un grito casi humano de metal torturado. El helicóptero pareció transferir toda la energía de sus rotores al fuselaje mientras la pequeña cabina giraba en sentido opuesto a las agujas del reloj una vez, tres, cinco veces, antes de chocar contra el arco de piedra del puente del ferrocarril.

No hubo incendio. No hubo explosión. La masa de acero, plexiglás y aluminio cayó silenciosamente aquellos dieciocho metros hasta el agua, a menos de tres metros del lugar donde el DeSoto había desaparecido casi tres segundos antes.

La corriente era muy fuerte. Durante algunos extraños segundos el proyector del helicóptero continuó encendido, mostrando cómo la máquina se hundía más en el agua y era empujada por la corriente a gran velocidad. Después, la luz se apagó y las aguas oscuras se cerraron sobre el helicóptero como una mortaja fangosa.

Tardé un minuto en sentarme, media hora en intentar levantarme.

Todo estaba silencioso, a excepción del leve chapotear del río y los susurros lejanos, constantes, de la autopista, fuera del ángulo de visión.

Pasado algún tiempo me quité las ramas y el polvo del camisón, me abroché el cinturón de la bata y empecé a caminar lentamente por el sendero.