Germantown, jueves 1 de enero de 1981
Natalie Preston estaba de espaldas en el suelo, con ambas manos levantadas para intentar bloquear el cuchillo de Vincent, cuando algo explotó contra la puerta delantera de Grumblethorpe, a seis metros de distancia. Las astillas volaron en el estrecho pasillo. Hubo una segunda explosión y Natalie miró a la izquierda, por la puerta, hacia la pequeña sala y vio que la puerta de la calle estaba hecha pedazos.
En el súbito silencio, la cabeza de Vincent bajó y subió, girando como un robot mal programado. El cuchillo centelleó en su mano derecha. Natalie no se movió, ni siquiera habló o respiró.
Hubo una segunda serie de explosiones, esta vez más lejanas. De repente, un figura oscura se precipitó en la sala, cayendo sobre el sillón de orejas junto a la chimenea. Una escopeta pasó rozando sobre las tablas y chocó contra las patas de una mesa.
Vincent pasó sobre ella y se dirigió a la sala. Natalie vislumbró los ojos grandes, azules, de Marvin Gayle cuando Vincent se levantó y enseguida se puso de rodillas y se dirigió hacia la parte de atrás de la casa. Casi gritó por el dolor del tobillo, pero se mordió el labio hasta que sintió el gusto de la sangre y se quedó callada. Se escucharon más disparos en el exterior y ella oyó ruidos en la sala donde Marvin y el monstruo luchaban. Natalie se puso de pie sobre su pierna izquierda en la entrada de lo que debía de ser la cocina. Tenía ventanas con persianas, una gran chimenea, dos velas encendidas sobre una enorme mesa y una pesada puerta con cerrojo. Había una escopeta contra la pared, junto a la puerta.
Natalie soltó un gemido y se abalanzó sobre el arma. Casi la había cogido cuando hubo tres explosiones en sucesión en la parte exterior de la puerta. La cuarta y quinta explosiones destrozaron la cerradura de hierro y el cerrojo de madera, a Natalie se le clavaron astillas en la pierna y el brazo izquierdos. Dio un salto de lado, apoyó su peso sobre su pie derecho y se dejó caer sobre la mesa, que se desequilibró y cayó con ella al suelo de piedra. Hubo dos detonaciones más que dejaron la puerta visiblemente destrozada. A un metro y medio delante de Natalie, la puerta de la despensa donde había estado encerrada estaba abierta, ofreciendo una cierta protección. Se lanzó hacia delante, tropezando en la oscuridad, justo cuando alguien, con una patada, abría la puerta de la cocina desde el exterior.
Un chico que Natalie reconoció como uno de los gemelos de la pandilla de Marvin entró rápidamente, seguido por otro joven. Ambos llevaban escopetas. Ambos se protegieron detrás de la mesa volcada.
—¡No disparéis! —gritó Natalie—. ¡Soy yo!
—¿Quién? —gritó el gemelo. Se levantó moviendo la escopeta en arcos cortos.
Natalie volvió a la despensa justo cuando Marvin Gayle entraba tambaleándose en la cocina. Sus brazos y el pecho estaban llenos de sangre y arrastraba la culata de su escopeta por el suelo como si estuviera demasiado cansado para levantarla.
—¡Marvin! Joder, tío, ¿cómo has llegado aquí?
El gemelo se levantó y bajó el arma. El otro chico asomó la cabeza detrás de la mesa.
Marvin hizo girar la escopeta y disparó dos veces. El gemelo cayó hacia atrás, sobre la chimenea fría. El segundo chico rodó hacia el rincón, gritó algo, intentó levantarse. Marvin se volvió y disparó con el arma a la altura de la cadera. El chico chocó contra la pared, cayó hacia delante y simplemente desapareció en un agujero oculto entre sombras.
Natalie se dio cuenta de que estaba en cuclillas, aún aguantando en su lugar su sostén roto. Miró por la hendidura de la puerta de la despensa y vio que Marvin caminaba rígidamente hasta la chimenea para inspeccionar el cuerpo del gemelo. Se giró y miró hacia la entrada del túnel, bajó la escopeta hacia el agujero y disparó de nuevo.
Natalie saltó rápidamente por el vestíbulo dejando que el sostén le cayera y sintiendo la piel erizada de miedo en toda la parte superior de su cuerpo. Hubo un tremendo ruido de disparos procedentes del exterior.
«Todo esto es una pesadilla —pensó Natalie—. Tengo que despertarme.» El intenso dolor de su tobillo roto le negó la posibilidad de estar soñando.
Vincent entró en el vestíbulo, con las piernas separadas, y el largo cuchillo en su mano derecha.
Natalie se paró, se agarró a la barandilla para apoyarse. La empinada escalera que conducía al primer piso estaba ante ella.
Vincent dio un paso en su dirección.
Natalie dio un salto hacia la izquierda y gritó cuando su tobillo chocó contra un peldaño. Sollozando, subió por la escalera mientras oía la voz de Rob Gentry llamando desde la cocina.
Saul Laski había propuesto la idea de un asalto al centro de control como un ataque de hostigamiento: causar la mayor confusión posible y largarse. Idealmente no habría bajas, de preferencia no habría disparos. En secreto, esperaba encontrar a Colben o a Haines allí. Ahora, cuando la excavadora recorría los últimos veinte metros que le separaban del remolque, se preguntaba si su teoría tenía algún sentido.
Hubo un choque súbito a su izquierda y flores de llamas brotaron en el aire a unos seis metros cuando Taylor y los otros lanzaron sus cócteles Molotov contra los coches aparcados. El campo fue bruscamente iluminado por las llamas en el momento en que un hombre con camisa blanca y corbata oscura salía de la puerta del remolque principal. Miró las llamas y después las dos excavadoras que avanzaban, gritó algo inaudible y sacó una pistola de una pequeña funda en el cinturón.
Saul estaba a diez metros del remolque. Levantó la pala a modo de escudo y vio que realmente le tapaba la visión. No oyó los disparos por encima del ruido del motor y la súbita explosión de otro cóctel Molotov, pero algo sonó dos veces contra la pala y un ruido más alto vino del radiador. La excavadora no vaciló. Saul levantó la pala unos treinta centímetros y miró a tiempo de ver que el hombre retrocedía hacia el remolque.
—¡Aquí es donde me apeo! —gritó Catfish, y saltó y desapareció en la oscuridad.
Saul pensó saltar también, se encogió de hombros y se cogió al metal para apuntalarse. Hizo subir la pala treinta centímetros más.
Los últimos diez metros hasta el remolque eran en pendiente y la pala de la excavadora entró en el remolque unos dos metros y medio por encima del suelo, justo a la derecha de la puerta. La plataforma de madera de la entrada se astilló y se torció hacia un lado mientras Saul se inclinó, se mordió la lengua y se recostó en el ancho asiento cuando las orugas empezaban la tarea de derribar el gran remolque.
Todo el complejo se estremeció, y volvió a hacerlo cuando la excavadora de Jackson se abalanzó sobre el remolque a unos seis metros a la izquierda de la puerta. La fina capa de aluminio se torció y se resquebrajó. Toda una ventana se desprendió y fue aplastada por la máquina de Saul. Durante algunos segundos, Saul estuvo seguro de que lograría aplastar el remolque, pero después la pala de acero entró en contacto con metal sólido, ambas excavadoras hicieron un gran esfuerzo y el remolque del centro se separó de los otros dos con un enorme chirrido cuando la larga caja empezó a volcarse.
La puerta principal se abrió a pocos metros del hombro izquierdo de Saul y apareció el torso de un hombre con un revólver en busca de un blanco; después el remolque encontró su centro de gravedad y se derrumbó. El hombre alzó un brazo, hizo dos disparos al aire y desapareció de la vista.
Saul puso la excavadora en punto muerto y saltó afuera. Jackson se alejaba de su máquina y ambos se miraron en un silencio cansado mientras se agachaban detrás del parachoques de uno de los vehículos del FBI.
—¿Y ahora? —preguntó Jackson un minuto después.
Salían hombres de los escombros del remolque volcado. Saul vio que ayudaban a una mujer a salir de un boquete del techo. Estaban aturdidos, sentados en el suelo o moviéndose sin objetivo como víctimas de un accidente de tráfico. Pero algunos habían empuñado sus pistolas. Saul sabía que era una locura seguir allí. Taylor y los otros no estaban a la vista y Saul supuso que habían vuelto al camión.
—Busco a alguien —dijo.
Esperó hasta que, como hormigas de un hormiguero destruido, el último de los agentes hubo salido del remolque. No se veía a Charles Colben ni a Richard Haines. Sintió la decepción como bilis en su boca.
—Más vale que nos larguemos —murmuró Jackson—. Empiezan a recuperarse.
Saul asintió y siguió al muchacho en la oscuridad.
Leroy vio el cuerpo de G. B. en la curva y vislumbró los centelleos de los disparos desde un tercer piso al otro lado de la calle antes de tener que tirarse y rodar hacia el portal. Las balas atravesaron la cerca a su izquierda. Le pareció que algunos de los hermanos devolvían los disparos desde el flanco occidental de la casa y del fondo de la avenida, pero sabía que sus pistolas y escopetas no podían compararse con los fusiles de los federales. Leroy apretó la cara contra el suelo frío mientras más disparos atravesaban la cerca.
—Joder —murmuró.
Había un cuerpo cerca de la pared de piedra, a unos veinticinco centímetros del brazo derecho de Leroy. Hizo rodar la forma pesada, oyendo tintinear botellas en su mochila barata. Había un fuerte olor de gasolina.
Era Deeter Coleman, un chico muy joven de la parte alta de Germantown y miembro recién incorporado del Alma de la Fábrica. Deeter había salido un par de veces con la hermana de Leroy. Éste sabía que el chico estaba más interesado por el teatro de la escuela y por el ordenador que por la calle, pero durante años le había rogado a Marvin que le diera una oportunidad de entrar en la pandilla. El jefe le había dado una oportunidad sólo una semana antes. La bala le había arrancado la mayor parte de la garganta.
Leroy volvió a poner el cuerpo en el mismo lugar y hurgó las correas de la mochila, sin dejar de murmurar:
—Eres estúpido, Leroy. Un estúpido, tío. Siempre haciendo tonterías.
Abrió las correas, palpó la gasolina de la botella rota que ya le empapaba la espalda y meneó la cabeza. Se metió la pequeña pistola de 25 centímetros en el cinturón y, sin darse tiempo a pensar, abrió la puerta y corrió.
Sonaron dos disparos y algo tiró del talón de su zapato de lona, pero Leroy no se detuvo. Chocó contra una hilera de cubos de basura en la entrada del callejón y después saltó hacia la escalera de emergencia.
—Una idea bastante estúpida para empezar —murmuró mientras subía por ella.
No había ventanas en el tercer piso por el lado del callejón, sólo una puerta metálica y sin pomo exterior cerrada.
—Estúpido, estúpido —murmuró Leroy, y se agachó a la derecha de la puerta.
Palpó los bolsillos de los pantalones y de la chaqueta. No tenía cerillas, ni mechero, nada. Reía en voz alta cuando las tres sombras corrieron hacia el callejón desde la parte trasera del edificio. Desde el lugar donde se encontraba, unos ocho metros arriba, podía ver sus caras y manos blancas cuando le miraron y levantaron las armas.
—No hay adonde ir, tío —murmuró.
Cuando la primera bala chirrió en la reja con un centelleo de chispas, apretó la cara y el estómago contra la pared de ladrillos. La segunda tocó la suela de su zapato de lona derecho, levantando su pierna veinte centímetros. Leroy sintió el súbito entumecimiento y miró el agujero negro de salida en la parte superior de su zapato blanco.
—Mierda —murmuró.
La puerta metálica se abrió y un hombre con un traje oscuro salió a la escalera de emergencia. Llevaba un fusil muy extraño. Leroy le quitó el fusil y le pegó con él en el cuello, haciéndole caer sobre la barandilla. Con su entumecida pierna derecha impidió que la puerta se cerrara. Hubo más disparos desde la calle y Leroy pudo ver caras blancas moviéndose para conseguir ángulo de tiro. El hombre se retorció y farfulló debajo de él, clavó una mano en la cara de Leroy y con la otra tiró de la culata del fusil clavada en su cuello.
Leroy puso su peso y el hombro en acción empujando más al hombre sobre la barandilla.
—¿Tienes una cerilla, tío? —murmuró. Hubo pasos en la sala, detrás de ellos. Leroy metió la mano izquierda en el bolsillo de la americana del agente y encontró un mechero de oro—. Gracias, Dios —dijo en voz alta, y dejó caer al hombre y su fusil al callejón, a unos nueve metros abajo. Entró en la casa justo cuando los disparos empezaron a llegar de nuevo desde la calle.
—¿Has conseguido…? —empezó a decir otro agente con una pistola en la mano.
Otros tres estaban cerca de la ventana, en la que se habían montado extraños fusiles y telescopios en pesados trípodes. Leroy tuvo un vislumbre de sillas plegables, mesas de jugar con comida y latas, y algunas radios junto a la pared.
—¡Quieto! —gritó el agente y apuntó la pistola hacia Leroy.
Las manos del chico se levantaban ya. Su pulgar tocó el mechero. Sintió el calor de la pequeña llama cerca de su oreja derecha.
—Qué suerte. Ha prendido a la primera —dijo Leroy y dejó caer el mechero en su mochila llena de botellas de gasolina.
Anne Bishop estaba a media manzana de Grumblethorpe cuando se produjo la explosión. Continuó conduciendo a veintidós kilómetros por hora, con ambas manos en el volante del DeSoto, los ojos fijos en la calzada, sin un parpadeo. Todas las ventanas del tercer piso del edificio situado frente a Grumblethorpe volaron en mil trozos. Los cristales se rompieron y tintinearon al caer como nieve en la avenida Germantown. Treinta segundos después, aparecieron las llamas. Anne Bishop llegó a la curva delante de Grumblethorpe y detuvo el coche. Actuando con los mecánicos reflejos de un tercio de siglo atrás, aparcó cuidadosamente.
Las llamas del edificio incendiado eran ahora mucho más brillantes y lanzaban una incandescencia naranja sobre Grumblethorpe y toda la zona próxima de la avenida. Después se escuchó el traqueteo esparcido de disparos. Cincuenta metros adelante, media docena de figuras de largas piernas corrían cruzando la calle. Al lado de la rueda derecha del DeSoto había un chico caído boca abajo cerca de la curva. Había un pequeño charco negro bajo su cabeza destrozada, que fluía hacia la cuneta.
El edificio en llamas del otro lado de la calle producía un ruido fuerte, crepitante, como si centenares de pesados troncos estuvieran perdiéndose. De vez en cuando explotaban municiones, con un espantoso ruido de maíz convirtiéndose en palomitas. A lo lejos, alguien gritó. Se oyó el quejido de sirenas. Anne Bishop continuaba sentada en su DeSoto de 1953 con los ojos fijos hacia delante, las manos sobre el volante, esperando.
Gentry había atravesado rápidamente la puerta trasera, empuñando la Ruger. Una mesa volcada le ofreció protección y se parapetó tras ella, agachándose pesadamente sobre una rodilla, y miró alrededor.
La vieja cocina estaba iluminada por dos velas, una sobre una repisa y otra en el suelo. El gemelo llamado G. R. estaba muerto, en una enorme chimenea situada dos metros detrás de Gentry; su abrigo de plumas, rasgado desde la garganta a la entrepierna. La cara, el torso y las piernas del cadáver estaban cubiertas de plumas. El resto de la cocina estaba vacío. Una puerta estrecha que daba a la despensa estaba abierta cerca de la entrada del vestíbulo y tapaba la visión.
Gentry apuntó la Ruger a la puerta de la despensa. Oía voces en el vestíbulo que había a continuación. Comprendió que respiraba por la boca, demasiado rápido, acercándose a una hiperventilación. Aguantó aire en sus pulmones durante diez segundos. Hubo una pausa en el traqueteo de disparos fuera y en ese momentáneo silencio oyó un ruido suave en el rincón oscuro a sus espaldas. Se giró sobre la rodilla y miró cuando Marvin Gayle pareció salir del suelo de piedra, levantándose como un hombre que sale de una piscina. Incluso a la débil luz, Gentry podía ver que la cara del jefe de la pandilla era absolutamente inexpresiva y que sus ojos eran poco más que rayas blancas con una leve sugestión de iris.
—¿Marvin? —dijo Gentry en voz baja al mismo tiempo que el muchacho levantaba una escopeta, la apuntaba a la cabeza de Gentry y apretaba el gatillo.
Hubo un chasquido cuando el percutor cayó.
Gentry levantó la Ruger cuando Marvin recargó la escopeta y disparó de nuevo. Otra vez el percutor cayó sobre la recámara vacía. Gentry había apretado el gatillo con fuerza suficiente para levantar el martillo de la Ruger; lo cogió con el pulgar y lo bajó.
—¡Mierda! —murmuró, y saltó adelante cuando la parodia de Marvin Gayle dejó caer la escopeta y salió de la boca del túnel.
El chico era más bajo y más ligero que Rob Gentry, pero era también más joven y más rápido, y tenía la energía de un demonio. Gentry no sabía lo que le haría falta para vencerle, qué fuerza tendría que usar, pero no tardó en saberlo. Llegó al rincón donde Marvin aún estaba poniéndose de pie y movió la Ruger en un arco, golpeando al joven en la sien con el largo cañón. Marvin cayo, rodó y quedó inmóvil.
Gentry se puso en cuclillas, le buscó el pulso y levantó los ojos a tiempo de ver al monstruo hijoputa de pie en la puerta de la despensa. Gentry disparó dos veces. El primer tiro tocó la piedra donde la aparición había estado un segundo antes, el segundo traspasó la puerta. Se oyeron pasos pesados en el vestíbulo. Desde fuera, llegó el sonido amortiguado de una explosión.
—Natalie —gritó Gentry.
Esperó un segundo, gritó de nuevo.
—¡Aquí, Rob! Cuidado, él es…
La voz de Natalie fue cortada. Sonó como si estuviera al fondo del vestíbulo. Gentry se puso de pie, empujó la mesa a un lado y corrió hacia su voz.
Natalie había subido el tramo de escaleras que sus fuerzas le habían permitido, esperando poder darle un puntapié en la cara a Vincent si no podía haber otra cosa, cuando comprendió que no estaba sola. Se obligó a dejar de mirar por encima del hombro y levantó los ojos.
Melanie Fuller estaba en lo alto de la escalera. Llevaba un largo camisón de franela, una bata barata de color rosa y mullidas zapatillas rosadas. La luz de las velas de la habitación de los niños iluminaba una cara más allá de los años, con las arrugas mezcladas en pliegues y tendones, un cráneo que intentaba escaparse a una máscara de piel muerta. Su nimbo erizado de pelo azul parecía demasiado ralo, su cuero cabelludo moteado mostrando manchas, como si la quimioterapia o alguna droga hubieran hecho que su cabello cayera en mechones desiguales. El ojo izquierdo de Melanie Fuller estaba cerrado y grotescamente hinchado, su ojo derecho era sólo una órbita amarilla. Sonrió y Natalie vio que la dentadura postiza de la mujer estaba separada de sus encías. Su lengua parecía negra, como sangre seca, a la luz de las velas.
—Qué vergüenza, querida —dijo Melanie Fuller—. Cubre tu desnudez.
Natalie se estremeció y apretó los harapos de su blusa contra los pechos. La voz de la vieja era un estertor sibilante; su aliento llenaba la escalera de un olor de descomposición. Natalie intentó arrastrarse hacia ella, cerrar sus manos sobre ese cuello perlado.
—¡Natalie!
La voz de Rob. Se agarró a los peldaños de madera y le respondió. ¿Dónde estaba Vincent? Intentaba avisar a Rob cuando Melanie Fuller bajó tres peldaños y le tocó el hombro con una de sus zapatillas.
—Deprisa, querida.
Gentry llegó desde el vestíbulo, empuñando una pistola. Miró a Natalie y sus ojos se abrieron mucho.
—Natalie, Dios mío.
—¡Rob! —gritó ella, usando cada segundo de posesión de su cerebro—. ¡Cuidado! El monstruo está allí…
—Silencio, querida —dijo Melanie Fuller. La vieja inclinó la cabeza a un lado y miró a Gentry con el examen intenso de los locos—. Sé quién eres —murmuró. La dentadura suelta la hacía babear a cada palabra—. Pero no te voté.
Gentry miró el vestíbulo a sus espaldas, la sala y la otra habitación. Avanzó hacia la escalera, se apretó contra la pared y levantó el revólver hasta encañonar el pecho de Melanie Fuller.
La vieja meneó la cabeza lentamente.
El revólver bajó como si fuera empujado por una poderosa fuerza magnética, vaciló, se afirmó, quedó apuntado directamente a la cara de Natalie Preston.
—Sí, ahora —murmuró Melanie Fuller.
El cuerpo de Gentry sufrió un espasmo, con los ojos muy abiertos, y su cara se enrojeció más y más. Su brazo temblaba violentamente, como si todos los nervios de su cuerpo lucharan contra las órdenes de su cerebro. Su mano sujetaba la pistola, su dedo estaba rígido en el gatillo.
—Sí —silbó Melanie Fuller. Su voz sonaba impaciente.
En la cara de Gentry apareció el sudor, que empapó también la parte de la camisa visible a través de la chaqueta abierta. Los tendones se marcaban en su cuello y las venas se hinchaban en sus sienes. Su cara se había transformado en una máscara de esfuerzo y agonía que sólo visita a los que están en trance de realizar algún supremo esfuerzo, una tarea imposible de músculo, mente y voluntad. Su dedo se apretó contra el gatillo, se aflojó, se apretó de nuevo hasta que el martillo del revólver se levantó, cayó hacia atrás.
Natalie no se movió. Miraba aquella máscara de agonía y veía los ojos azules de Rob Gentry, nada más.
—Esto tarda demasiado —murmuró Melanie Fuller.
Se pasó la mano por la frente, como si estuviera cansada.
Gentry cayó hacia atrás como si estuviera en una disputa con titanes y sus adversarios hubieran dejado su punta de la cuerda. Se tambaleó hacia atrás por el vestíbulo y se deslizó contra la pared, dejó caer el revólver en el suelo, jadeando. Natalie vio el júbilo en la cara de Rob durante la fracción de segundo en que sus ojos se encontraron.
Vincent salió de la sala y agitó el cuchillo dos veces al nivel de su cintura. Gentry jadeó y se rodeó la garganta, con las manos intentando tapar la herida haciendo presión. Durante tres segundos pareció dar resultado, pero después la sangre corrió entre sus dedos, corrió en cantidades inimaginables por sus manos, pecho y torso. Gentry se deslizó de costado por el vestíbulo hasta que su cabeza y su hombro izquierdo tocaron el suelo. Su mirada nunca abandonó la cara de Natalie, y sus ojos se cerraron lentamente, como los de un niño somnoliento dispuesto a hacer la siesta. El cuerpo de Gentry sufrió un espasmo y se relajó en la muerte.
—¡No! —gritó Natalie, y saltó en el mismo instante. Había subido ocho peldaños y ahora los bajó de cabeza, chocando en el último con tanta fuerza con su brazo izquierdo que sintió que algo se rompía en su hombro. Lo ignoró, ignoró el dolor, ignoró la sensación de dedos en su mente como moscas contra el cristal de una ventana, ignoró el segundo impacto cuando rodó sobre la dura madera, las piernas de Rob, la parte posterior de las piernas de Vincent.
Natalie no pensaba Dejó que su cuerpo hiciera lo que tenía que hacer, lo que le había ordenado que hiciera antes de saltar.
Vincent se balanceaba sobre ella, agitando los brazos para equilibrarse después de la colisión. Tenía que girar el torso para dirigir el cuchillo contra ella.
Natalie no paró para pensar mientras rodaba sobre la espalda, dejó que su mano derecha cayera para encontrar el pesado revólver donde sabía que tenía que estar, lo levantó. El tiro entró por la boca abierta de Vincent.
El culatazo hizo que su brazo golpeara contra el suelo; el impacto de la bala levantó a Vincent completamente en el aire, lo hizo chocar contra la pared y, al caer, dejó una gran mancha de goteante sangre.
Melanie Fuller bajó lentamente por la escalera. Sus zapatillas producían un ruido suave al pisar la madera.
Natalie intentó usar el brazo izquierdo para levantarse, pero cayó de costado sobre las piernas de Rob. Bajó el arma y se sentó. Tuvo que limpiarse las lágrimas para apuntar la pistola contra Melanie Fuller.
La vieja estaba a un metro y medio de distancia, dos peldaños por encima de ella. Natalie esperaba que los dedos en su cerebro la cogieran, la detuvieran, pero no pasó nada. Apretó el gatillo una vez, dos veces, una tercera vez.
—Hay que contar siempre los cartuchos, querida —murmuró la vieja. Bajó por la escalera, pasó sobre las piernas de Natalie y se dirigió hacia la puerta.
Se detuvo y miró hacia atrás.
—Adiós, Nina. Volveremos a encontrarnos.
Melanie Fuller echó una última mirada al vestíbulo y a la casa, abrió la astillada puerta, salió a la calle iluminada por las llamas y desapareció.
Natalie dejó caer la pistola y sollozó. Se arrastró hasta Rob, le tiró de los hombros hasta que lo liberó del cadáver de Vincent, que había caído sobre él, y apoyó la cabeza en su pierna. La sangre empapaba sus pantalones, los tablones del suelo, todo. Intentó utilizar los trozos de su blusa rasgada para limpiarle la chaqueta y la camisa, pero desistió.
Cuando Saul Laski y Jackson entraron cinco minutos después, apresurados por las llamas, las sirenas y más tiros fuera, la encontraron con la cabeza de Rob aún sobre su regazo, cantando suavemente y tocándole la frente con dedos suaves.