Germantown, miércoles 31 de diciembre de 1980
—El problema es —dijo Tony Harod— que nunca he matado a nadie.
—¿A nadie? —preguntó María Chen.
—A nadie —repitió Harod—. Nunca.
María Chen meneó la cabeza y escanció más champaña en las copas. Estaban desnudos en la larga bañera de la habitación 2010 del Chestnut Hills Inn. Los espejos reflejaban la luz de una única vela perfumada. Harod se recostó y miró a María Chen a través de sus ojos de párpados pesados; las piernas morenas de la chica se extendían entre las fronteras blancas de sus rodillas, tenía los muslos separados, sus tobillos le tocaban las costillas en el agua cubierta de espuma. Las burbujas sólo descubrían la curva superior de su pecho derecho, pero él podía ver el otro pezón, tan dulce y pesado como un fresón en el agua oscura. Admiró la curva de su garganta y la caída de su pelo negro cuando ella lanzó hacia atrás la cabeza para beber de la rebosante copa de champaña.
—Es medianoche —anunció María Chen tras consultar el Rolex de oro de Harod, que estaba sobre la repisa—. Feliz Año Nuevo.
—Feliz Año Nuevo —dijo Harod. Brindaron. Habían estado bebiendo desde las nueve. Fue idea de María Chen tomar un baño—. Nunca he matado a nadie —murmuró—. Nunca fue preciso.
—Parece que ahora tienes que hacerlo —dijo María Chen—. Al marcharse, Joseph ha insistido en que el señor Barent quiere que seas tú quien…
—Lo sé.
Harod se puso de pie y dejó la copa en la repisa. Se secó con una toalla y alargó la mano. María Chen la cogió y se levantó lentamente de entre la espuma. Harod utilizó la toalla suavemente para secarla, pasando ambos brazos a su alrededor por detrás para hacer pasar la espesa felpa por sus pechos. Ella apoyó su peso en un pie y separó ligeramente los muslos mientras él le secaba la entrepierna. Harod dejó caer la toalla, cogió a María Chen en sus brazos y se la llevó hacia la habitación.
Era como la primera vez para Harod. No tenía una mujer como ella desde sus quince años. La piel de María Chen sabía a jabón y a canela. Ella jadeó cuando él la penetró y cuando rodaron sobre las sábanas; María Chen sobre él cuando pararon, aún unidos, aún moviéndose, sus manos y sus bocas acariciándose con ternura. El orgasmo de María Chen fue rápido y poderoso; sus gemidos, suaves. Harod eyaculó unos segundos más tarde, cerrando los ojos y abrazándola como un hombre a punto de caer se agarra al último asidero que puede detener su caída.
Sonó el teléfono, con insistencia.
Harod sacudió la cabeza. María Chen le besó la mano, se deslizó sobre las sábanas para contestar. Le entregó el auricular.
—Harod, tienes que venir inmediatamente —dijo la voz excitada de Colben—. ¡Ha empezado el jaleo!
Colben volvió a la sala de control. Había hombres sentados ante monitores, tomando notas y cuchicheando en los micrófonos.
—¿Dónde demonios está Gallagher? —gritó Colben.
—Todavía no ha aparecido —respondió el técnico del monitor dos.
—Joder —dijo Colben—. Comunica al Grupo Verde que deje de buscarlo. Colócalo en apoyo del Azul-2 cerca de Market.
—Sí, señor.
Colben caminó por el estrecho pasillo y se colocó detrás del último monitor.
—¿Los fantasmas aún están en casa?
—Sí, señor —dijo la chica que lo controlaba. Pulsó un interruptor y la toma cambió de la fachada de la casa de Anne Bishop al callejón trasero. Incluso con las lentes infrarrojas, las figuras próximas al garaje, cincuenta metros al fondo del callejón, eran simples sombras.
Colben contó doce hombres.
—Dame el Dorado-1 —dijo.
—Sí, señor.
La técnica le pasó unos auriculares.
—Peterson, ahora veo una docena. ¿Qué caray pasa?
—No lo sé. ¿Quiere que intervengamos?
—Negativo —dijo Colben—. Espera.
—Ocho desconocidos más en Ashmead —dijo el agente en el Monitor Cinco—. Acaban de pasar junto al Grupo Blanco.
Colben se quitó los auriculares.
—¿Dónde demonios está Haines?
—Acaba de recoger a Harod y a su secretaria —dijo el hombre del Monitor Uno—. Llegará dentro de cinco minutos.
Colben encendió un cigarrillo y golpeó amigablemente a la técnica en el hombro.
—Llama inmediatamente a Hajek y al helicóptero.
—Sí, señor.
El agente James Leonard salió del despacho de Colben y le llamó.
—El señor Barent en la línea tres.
Colben cerró la puerta.
—Colben.
—Feliz Año Nuevo, Charles —dijo la voz de Barent. Por la estática y por el tono ahuecado, a Colben le sonaba como una llamada de satélite.
—Sí —dijo Colben—. ¿Qué novedades hay?
—He hablado antes con Joseph —explicó Barent—. Está un poco preocupado por la manera como se está desarrollando la operación.
—¿Y qué? —dijo Colben—. Kepler está siempre protestando por algo. ¿Por qué no se quedó aquí si estaba tan preocupado?
—Joseph nos dijo que tenía otras cosas que hacer en Nueva York —contestó Barent. Hubo una pequeña pausa—. ¿Hay señales de nuestros amigos?
—¿Te refieres al viejo alemán? —preguntó Colben—. No, desde la explosión de ayer en el almacén.
—¿Tienes alguna idea de por qué Willi podría sacrificar a uno de sus hombres para acabar con el doctor Laski? ¿Y por qué ese exceso? Joseph dijo que hubo que llamar a los bomberos.
—¿Cómo caray puedo saberlo? —respondió Colben—. Mira, ni siquiera tenemos la certeza de que Luhar y el judío estuvieran allá.
—Pensaba que tus médicos estaban trabajando en ello, Charles.
—Claro que sí. Pero mañana es fiesta. Además, según parece, Luhar y Laski estaban sentados sobre quince kilos de C-4. No quedó gran cosa para los médicos forenses.
—Comprendo, Charles.
—Mira —dijo Colben—, tengo que irme. Tenemos aquí un problema en marcha.
—¿Qué problema? —preguntó Barent.
—Nada grave. Algunos de esos malditos chicos de la pandilla están correteando por la zona de seguridad.
—¿Esto no nos complicará el trabajo matinal verdad? —preguntó Barent.
—Negativo —dijo Colben—. Tengo a Harod en camino. Si es necesario, podemos acordonar la zona en cinco minutos y ocuparnos de Melanie Fuller antes del momento marcado.
—¿Te parece que el señor Harod está a la altura de esta tarea, Charles?
Colben apagó el cigarrillo y encendió otro.
—A mí no me parece que Harod esté a la altura de limpiarse su propio culo —dijo—. La cuestión es: ¿qué haremos cuando él se encoja?
—Supongo que ya has estudiado las opciones —dijo Barent.
—Sí. Haines está dispuesto a intervenir y hacerse cargo de la vieja. Cuando Harod falle, me gustaría encargarme personalmente de ese cretino de Hollywood.
—Supongo que recomiendas la eliminación.
—Recomiendo que se le meta un cartucho de dinamita en la boca a ese desgraciado y se le haga reventar para esparcir sus sesos por todo Filadelfia —dijo Colben.
Hubo un breve silencio roto sólo por la estática.
—Lo que creas conveniente —dijo finalmente Barent.
—Oh —dijo Colben—, su secretaria china también tendrá que desaparecer.
—Claro —aceptó Barent—. Charles, sólo una cosa más…
El agente Leonard se asomó y dijo:
—Haines acaba de llegar con el señor Harod y la chica. Están todos en el helicóptero.
Colben asintió con la cabeza.
—Sí, ¿de qué se trata? Perdón por la interrupción —dijo Colben.
—Mañana va a ser un día muy importante para nosotros —dijo Barent—. Pero no olvides que, en cuanto la vieja sea eliminada, el señor Borden es nuestro principal interés. Debes entrar en contacto para negociar si es posible, pero acaba con él si la situación lo exige. El Island Club confía mucho en tu apreciación de la situación, Charles.
—Sí —dijo Colben—. Lo recordaré. Hablaremos más tarde, ¿de acuerdo?
—Buena suerte, Charles —dijo Barent.
La línea silbó y calló. Colben colgó, cogió el chaleco y una gorra de béisbol y metió su 38 con la funda en el bolsillo delantero del chándal.
Las palas del rotor empezaron a girar más deprisa mientras él corría agachado hacia la puerta abierta del helicóptero.
Saul Laski, Taylor, Jackson y seis miembros más jóvenes del Alma de la Fábrica vieron cómo el helicóptero se elevaba y se alejaba hacia el nordeste. El camión había parado junto a la alta cerca a medio bloque de distancia de la entrada del recinto del control del FBI.
—¿Qué te parece? —le preguntó Taylor a Saul—. ¿Se va tu «Hombre Vudú»?
—Quizá —dijo Saul—. ¿Estamos cerca del solar?
—Muy cerca.
—¿Estás seguro de que puedes hacer funcionar el equipo sin llaves?
Jackson habló:
—Caray, tío. Tres meses en la sección de motores de un batallón de ingeniería en Vietnam antes de acabar. Podría poner en marcha a tu madre.
—Será suficiente con las excavadoras —dijo Saul.
—Eh —dijo Jackson—. Yo las pongo en marcha, pero ¿tú sabes trabajar con ellas?
—Cuatro años construyendo y trabajando en un kibbutz —contestó Saul—. Podría excavar a tu madre.
—Cuidado, tío —dijo Jackson, con una sonrisa ancha—. No empieces a jugar conmigo. Los chicos blancos no tienen la gracia de los buenos insultos.
—En mi grupo cultural —dijo Saul—, tenemos la costumbre de intercambiar insultos con Dios. ¿Qué mejor práctica se puede tener?
Jackson rió y le palmeó la espalda a Saul.
—Corta —dijo Taylor—. Llevamos dos minutos de retraso.
—¿Estás seguro que tu reloj va bien? —preguntó Saul.
Taylor pareció indignado. Alargó la muñeca para mostrar un elegante Lady Elgin completo con adorno de oro y trocitos de diamantes.
—Esto no llega a perder cinco segundos al año —dijo—. Tenemos que empezar.
—Magnífico —exclamó Saul—. ¿Cómo entramos?
—¡Catfish! —En respuesta a la llamada de Taylor, uno de los chicos de atrás abrió la puerta, saltó al techo de la furgoneta, saltó hacia la cerca de madera de tres metros y desapareció por el otro lado. Los otros cinco le siguieron. Llevaban mochilas en las que tintineaban botellas.
Saul miró su brazo izquierdo vendado.
—Ve —silbó Taylor, saliendo de la cabina.
—Ese brazo te va a doler —dijo Jackson—. ¿Quieres una inyección o algo por el estilo?
—No —contestó Saul. Siguió a los otros.
—Eso no puede ser legal —dijo Tony Harod. Miraba las farolas, los rascacielos y las autopistas que sobrevolaban a sólo cien metros de altitud.
—Helicóptero de la policía —aclaró Colben—. Permiso especial.
Colben giró el asiento de forma que casi podía asomarse por la ventana que se había abierto a estribor. El aire frío entraba y cortaba a Harod y María Chen como hojas invisibles. Colben tenía un rifle militar Colt calibre 30 en un soporte especial montado en la ventana abierta. El arma parecía pesada, con su gran mira nocturna, un dispositivo de visión láser y una enorme pinza. Colben sonrió y murmuró algo hacia el micrófono de los auriculares. El piloto viró hacia la derecha, dando la vuelta sobre la avenida Germantown.
Harod cogió el asiento acolchado con ambas manos y cerró los ojos. Estaba seguro de que sólo el cinturón le impedía caer por la ventana abierta y precipitarse al vacío.
—Jefe Rojo a Control —llamó Colben—, informe de situación.
—Aquí Control —dijo la voz del agente Leonard—. Grupo Azul informa incursión de cuatro coches con hispanos en el área de seguridad de Chelten y Market. Más grupos no identificados en un callejón al lado del Castillo 1 y Castillo 2. Grupo de quince negros no identificados ha pasado cerca de Grupo Blanco 1 en Ashmead. Cambio.
Colben se giró y sonrió a Harod.
—Creo que es sólo ruido. Lucha de pandillas en Nochevieja.
—Pasa de medianoche —aclaró María Chen—. Es Año Nuevo.
—Da igual —dijo Colben—. Bien, qué caray. Que luchen mientras no interrumpan nuestra Operación Salida del Sol. ¿Verdad, Harod?
Tony Harod se agarró con fuerza a su asiento y no dijo nada.
El sheriff Gentry jadeaba pesadamente cuando corría para acompañar a los jefes. Marvin y Leroy conducían un grupo de diez miembros de la pandilla por un oscuro laberinto de callejones, patios, solares llenos de chatarra y edificios abandonados. Llegaron a la entrada de un callejón y Marvin hizo una señal para que todos se agacharan. Gentry pudo ver una furgoneta aparcada a sesenta metros, junto a unos cubos de basura y unos garajes derribados.
—Polis federales —murmuró Leroy.
El chico con barba miró el reloj y sonrió.
—Un minuto de antelación.
Gentry reposó los brazos en las rodillas y jadeó. Le dolían las costillas. Tenía frío. Deseaba estar en su casa en Charleston, escuchando al cuarteto de Dave Brubeck en el estéreo y leyendo a Bruce Catton. Recostó la cabeza contra el frío ladrillo y pensó en algo que había pasado cuando salían de la Casa Comunitaria, algo que había cambiado su manera de mirar Germantown y el Alma de la Fábrica.
Un chico muy joven —no tenía más de siete u ocho años— había llegado corriendo justo cuando el último grupo estaba a punto de marcharse. El chico se dirigió directamente a Marvin.
—Stevie —le dijo Marvin—, te he dicho que no vinieras aquí.
El niño estaba llorando, se limpiaba las lágrimas con el brazo.
—Mamá dice que vengas a casa, Marvin. Mamá dice que ella y Marita te necesitan en casa y que debes venir.
Marvin había llevado al chico a otra habitación, con un brazo por sus hombros. Gentry le había oído decir:
—… dile a mamá que estaré en casa por la mañana. Marita que se quede y se cuide de todo. ¿Les dirás esto, Stevie?
Aquello había perturbado a Gentry. Hasta entonces la pandilla había formado parte de una pesadilla que él vivía desde hacía cinco días. Germantown y sus habitantes se habían correspondido perfectamente con la secuencia de pesadilla de dolor, oscuridad y acontecimientos aparentemente relacionados que pasaban a su alrededor. Sabía que los miembros de la pandilla eran jóvenes —Jackson era una excepción—, pero él era un alma perdida, un visitante, un estudiante que volvía a su vieja guarida porque la vida no le había dejado ningún otro sitio adonde ir. Gentry había visto pocos adultos más en las calles frías; los que había visto eran hombre silenciosos; mujeres con aire derrotado, que andaban con prisa; viejos caminando hacia ninguna parte, espiando desde la puerta de las tabernas; los inevitables vagabundos durmiendo en los portales de los almacenes. Sabía que esto no era la auténtica comunidad, que en verano las calles y los pórticos estarían llenos de familias, niños jugando, adolescentes encestando, jóvenes riendo, recostados sobre coches bien lavados. Sabía que aquel vacío de pesadilla era el resultado del frío y de la nueva violencia de las calles y de la presencia de un ejército invasor que se creía invisible, pero con la llegada de Stevie ese conocimiento se había hecho realidad. Gentry se sintió perdido en un lugar extraño, inhóspito, luchando en compañía de niños contra poderosos adversarios.
—Están aquí, tío —murmuró Leroy.
Tres coches repletos rugieron en la calle en la otra punta del callejón. Varios adolescentes salieron, riendo, cantando y gritando en español. Algunos de ellos fueron hasta la furgoneta y empezaron a golpear sus flancos con bates de béisbol y tubos. Las luces del vehículo se encendieron. Dentro, alguien gritó. Tres hombres salieron por la puerta lateral del vehículo; uno de ellos disparó una escopeta al aire.
—¡Venga! —silbó Marvin.
La fila de miembros de la pandilla corrió veinte metros por el callejón, manteniéndose junto a los garajes y las cercas. Se detuvieron en una zona vacía detrás de un almacén, rodeada por una cerca baja de metal. Se oyeron más disparos desde las proximidades de la furgoneta. Gentry oía los pasos que corrían hacia la avenida Germantown.
—Grumblethorpe —dijo Leroy, y Gentry miró a través de la cerca hacia un pequeño patio, un gran árbol desnudo y la parte trasera de una casa de piedra. Marvin se arrastró junto a él.
—Hay barrotes en las ventanas del primer piso. Una puerta en la parte de atrás. Dos en la fachada. Vamos por los dos lados. ¡Venga!
Marvin, Leroy, G. B., G. R. y otros dos saltaron la cerca como sombras. Gentry intentó seguirlos, se enganchó en un alambre y cayó pesadamente sobre una rodilla en el suelo helado. Sacó la Ruger del bolsillo y corrió para alcanzarlos.
Marvin y G. B. le hicieron señas para que fuera hacia el flanco de la casa. Ambos llevaban escopetas de aire comprimido, y Marvin se había atado un pañuelo rojo alrededor de la frente.
—Vamos por las puertas de la calle.
Había una cerca de madera de un metro veinte entre la casa y la tienda de platos preparados contigua. Los tres esperaron que un tranvía vacío pasara y después Leroy abrió la puerta de un puntapié y él y G. B. entraron impetuosamente, pasando con calma cerca de ventanas rotas en dirección de las dos puertas. Había una barandilla baja a ambos lados de cada puerta, como montantes. Había una puerta cerrada que daba al sótano y se inclinaba casi hasta la acera. Gentry retrocedió y miró la fachada de la vieja casa. No se veía luz en ninguna de las nueve ventanas. La avenida Germantown estaba desierta, excepto por el tranvía que se alejaba dos manzanas hacia el oeste. Las farolas brillantes «anticrimen» lanzaban una luz amarilla sobre las fachadas de los almacenes y las casas de ladrillos. Se percibía el olor a humedad de la noche.
—Vamos —dijo Marvin. G. B. se dirigió a la puerta oeste y le dio un contundente puntapié. El sólido roble no se movió. Marvin asintió con la cabeza y ambos prepararon las escopetas, retrocedieron y dispararon sobre los cerrojos. Volaron algunas astillas y Gentry se volvió, tapándose instintivamente los ojos. Los chicos dispararon de nuevo y Gentry miró a tiempo de ver que la puerta oeste se abría. G. B. sonrió a Marvin y levantó el puño en señal de victoria justo cuando un único punto rojo aparecía en su pecho y se movía hacia su cabeza. G. B. levantó los ojos, se tocó la frente e hizo aparecer el círculo de luz en el dorso de su mano y miró a Marvin con expresión de divertida sorpresa. El sonido del disparo fue mínimo y lejano. El cuerpo de G. B. cayó sobre la puerta de madera y después en la acera.
Gentry tuvo tiempo de ver que la mayor parte de la frente del chico había desaparecido y después corrió, gateando, arrastrándose hacia la puerta del patio lateral. Apenas se dio cuenta de que Marvin había saltado la barandilla y se había dirigido a la puerta abierta. Pequeños puntos rojos bailaron en la piedra por encima de Gentry, dos disparos lanzaron polvo de piedra en su cara, y él cruzó la puerta, rodando hacia la derecha y chocando contra algo cuando varios disparos atravesaban la cerca y se clavaban en el suelo helado, a su izquierda. Gentry se arrastró a ciegas hacia la parte trasera del patio. Vinieron más disparos de la avenida, pero sin llegar a representar un peligro para él.
Leroy corrió, jadeando, y cayó sobre una rodilla.
—¿Qué cojones es esto?
—Tiros desde el otro lado de la calle —dijo Gentry, sorprendido al comprobar que aún tenía la Ruger—. Desde un segundo piso o desde un tejado. Tienen algún tipo de artefacto de visión nocturna.
—¿Marvin?
—Dentro, me parece. G. B. está muerto.
Leroy se levantó, corrió con su arma y desapareció. Media docena de sombras corrían hacia la fachada de la casa.
Gentry fue hacia el flanco de la casa de piedra y miró el patio trasero. La puerta de atrás estaba abierta y se podía ver una pálida luz en el interior. Entonces una furgoneta paró en el callejón; se abrió una puerta, la luz interior mostró por un instante la silueta de un hombre que se apeaba desde el asiento del conductor y media docena de disparos sonaron desde las zonas oscuras de las proximidades del almacén. El hombre se desplomó en el interior del vehículo y la puerta se cerró. Alguien gritó desde el almacén y Gentry vio sombras que corrían rápidamente hacia el gran árbol. Desde arriba se acercó el rugido de un helicóptero y, repentinamente, un foco de luz intensa iluminó la mayor parte del patio. Un chico que Gentry no conocía por su nombre quedó paralizado como un ciervo ante unos faros y miró el foco con los ojos semicerrados.
Gentry empuñó la Ruger con ambas manos y disparó tres veces hacia el proyector. El foco giraba frenéticamente, iluminando ramas, tejados y la furgoneta, cuando el helicóptero desapareció en la noche.
Se escucharon disparos que provenían de la fachada de la casa. Gentry oyó que alguien gritaba, con un tono débil. Hubo más explosiones y centelleo de armas en las proximidades de la furgoneta en el callejón y Gentry oyó otros coches cerca. Miró la Ruger, decidió que no había tiempo para volver a cargarla y corrió hacia la puerta abierta en la parte trasera de Grumblethorpe.
Saul Laski no conducía una excavadora desde hacía al menos veinte años, pero en cuanto Jackson puso la cosa en marcha, se sentó en el asiento acolchado y presionó el pedal del embrague con el pie izquierdo, intentando encontrar el acelerador y moviendo palancas con ambas manos.
El chico delgado llamado Catfish, que estaba agachado cerca del asiento a su lado, gritó:
—¿Sabes lo que haces?
—¡Naturalmente! —respondió Saul.
Encontró el acelerador, dejó el pedal del embrague, dio demasiada tracción a la oruga derecha y casi atropelló a Jackson, que estaba agachado poniendo en marcha la segunda excavadora a su izquierda. Enderezó la máquina, casi la paró y consiguió ponerla en dirección a los remolques, situados a unos sesenta metros. El escape y el humo negro soplaban en sus caras. Saul miró hacia la derecha y vio a tres de los miembros de la pandilla corriendo junto a la máquina.
—¿No puede ir más deprisa esta cosa? —gritó Catfish.
Saul oyó un fuerte ruido de rozadura y comprendió que aún no había levantado la pala. Lo hizo y la máquina avanzó con mucho más entusiasmo. Hubo un rugido tras ellos cuando la excavadora de Jackson salió del área de la obra.
—¿Qué vas a hacer cuando lleguemos? —gritó Catfish.
—¡Abre bien los ojos! —gritó Saul, y se ajustó las gafas. No tenía la mínima idea de lo que haría. Sabía que en cualquier momento los agentes del FBI saldrían afuera, se colocarían a ambos lados de la máquina y abrirían fuego. Las lentas excavadoras serían blancos fáciles. Sus posibilidades de llegar hasta los remolques parecían increíblemente remotas. Saul no se sentía tan bien desde hacía décadas.
Malcolm Dupris condujo a ocho miembros del Alma de la Fábrica hasta la casa de Anne Bishop. Marvin estaba razonablemente seguro de que la «Dama Vudú» estaba en el otro lugar —la vieja casa de la avenida—, pero el grupo de Malcolm había sido designado para comprobar la casa de Queen Lane. No tenían radios; Marvin lo había arreglado para que cada grupo tuviera por lo menos dos enanos —miembros de la pandilla auxiliar, entre los ocho y los once años— como mensajeros. No había noticias del grupo de Marvin, pero en cuanto Malcolm oyó los disparos procedentes de la avenida, sacó a la mitad de su grupo del callejón y se dirigió al patio trasero de Anne Bishop. Los otros seis se quedaron atrás, vigilando la furgoneta de la compañía de teléfonos aparcada al final del callejón.
Malcolm, Donnie Cowles y el pequeño Jamie —el hermano menor de Louis Solarz— fueron delante, abrieron la puerta de la cocina de un puntapié y entraron rápidamente. Malcolm empuñaba la brillante pistola automática de 9 mm que le había comprado a Muhammed por setenta y cinco dólares. Había colocado un cargador con catorce balas. Donnie llevaba una vieja escopeta con un único cartucho del calibre 22 en el cañón.
Jamie había traído sólo su navaja.
La vieja que vivía allí no estaba en casa y no había señales de la «Dama Vudú» o del monstruo hijoputa. Tardaron tres minutos en registrar la pequeña casa y después Malcolm volvió a la cocina mientras Donnie comprobaba el patio delantero.
—Mucha mierda en la cama de arriba —dijo Jamie—, como si alguien estuviera haciendo las maletas a toda prisa.
—Sí —corroboró Malcolm. Hizo un gesto al grupo del patio trasero y Jefferson, su enano mensajero de diez años, se acercó—. Ve a la casa de la avenida y mira qué hace Marvin…
Se oyó el sonido de las puertas del garaje que se abrían y del motor de un coche. Malcolm hizo una señal a los otros, atravesó la puerta trasera y llegó al callejón justo cuando un viejo coche con una reja extraña salía del garaje. El coche no llevaba los faros encendidos y la vieja que ocupaba el asiento del conductor cogía el volante con el aire desesperado de un conductor novato. Malcolm reconoció a la mujer blanca como la señorita Bishop; la había visto por el barrio toda su vida, hasta le había cortado las hierbas del patio cuando era niño.
Cinco de los miembros de la pandilla obstruyeron el camino del coche mientras Malcolm saltó al lado del conductor. La mujer, con aire asustado, miró alrededor y después bajó la ventanilla. Su voz tenía un tono extraño, sonámbulo.
—Tenéis que salir. Tengo que pasar.
Malcolm miró en el coche para asegurarse de que no había nadie más por allí; era sólo la señorita Bishop. Bajó la automática y se acercó más.
—Perdón, pero no puede ir a ningún sitio hasta que…
Las manos de Anne Bishop saltaron, con los dedos ganchudos como garras. Malcolm habría perdido los dos ojos si no hubiese retrocedido instintivamente. De todas formas, las largas uñas de la mujer dejaron ocho rayas en sus mejillas y párpados. Malcolm gritó y el viejo coche avanzó con un rugido, lanzando al pequeño Jefferson al aire y aplastando a Jamie bajo la rueda izquierda.
Malcolm blasfemó, buscó en el suelo su pistola, se afianzó sobre una rodilla cuando la encontró y disparó tres balas al coche antes que alguien le gritara «cuidado». Malcolm se volvió, aún sobre su rodilla. La furgoneta de la compañía de teléfonos que estaba aparcada al final del callejón corría directamente hacia él. Malcolm giró la pistola y comprendió que haciendo eso estaba perdiendo los pocos segundos de que disponía con un movimiento equivocado. Abrió la boca para gritar.
La furgoneta del FBI iba por lo menos a noventa kilómetros por hora cuando el parachoques delantero golpeó a Malcolm en la cara.
—¡Larguémonos de una jodida vez! —gritó Tony Harod cuando algo tocó el alerón izquierdo del helicóptero con un ruido y un centelleo de chispas. Se mantenían a noventa metros sobre un edificio de tejado plano mientras Colben disparaba su rifle Guerra de las Galaxias, siempre con una amplia y estúpida sonrisa cruzando su rostro. Hajek, el piloto, naturalmente, estaba de acuerdo con Harod, pues tenía el helicóptero inclinado intentando ganar altitud antes de que Colben se volviera para dar una orden. Richard Haines seguía sentado estoicamente en el asiento del copiloto, mirando por la ventana como si estuvieran en una excursión turística nocturna. María Chen estaba a la derecha de Harod con los ojos cerrados con fuerza.
—Jefe Rojo a Control —llamó Colben. Harod y María Chen llevaban auriculares y micrófonos de comunicación interna a causa del rugido del viento, del motor y de los rotores—. ¡Jefe Rojo a Control!
—Aquí Control —dijo una voz de mujer—. Adelante, Jefe Rojo.
—¿Qué coño pasa? Tenemos fantasmas por todo Castillo 2.
—Afirmativo, Jefe Rojo. Grupo Verde confirma contacto con un número desconocido de negros armados intentando asaltar B y E en Castillo 2. Grupos Blanco, Azul, Gris, Plata y Amarillo, todos informan contacto con desconocidos hostiles. El alcalde ha llamado dos veces. Cambio.
—El alcalde —dijo Colben—. Dios. ¿Dónde demonios está Leonard? Cambio.
—El agente Leonard ha salido a investigar un jaleo en la obra. Se lo pasaré en cuanto vuelva, Jefe Rojo. Cambio.
—Maldita sea —dijo Colben—. Voy a poner a Haines en el suelo para supervisar las cosas en Castillo 2. Que los grupos Azul y Blanco acordonen el área desde Market a Ashmead. Diga a Verde y Amarillo que nadie debe entrar o salir de Castillo 2. ¿Entendido?
—Afirmativo, Jefe Rojo. Tenemos una… —Se escuchó un fuerte chirrido y se perdió el contacto.
—Mierda —dijo Colben—. ¿Control? ¿Control? Haines, pasa a 2-5 Táctico. ¿Grupo Dorado?, habla Jefe Rojo. Peterson, ¿me escuchas?
—Afirmativo, Jefe Rojo —llegó una voz de hombre muy tensa.
—¿Dónde demonios estás? Cambio.
—Voy hacia el oeste de Germantown persiguiendo Blanco 2, Jefe Rojo. Cambio.
—¿La Bishop? ¿Dónde demonios…?
—Ah…, necesitamos ayuda, Jefe Rojo —dijo la misma voz—. Dos vehículos con hispanos, mmm… Volveremos a entrar en contacto, Jefe Rojo. Cambio.
Colben se inclinó hacia delante y le gritó al piloto:
—Baja.
El hombre, de una frialdad admirable, con gorra de béisbol, masticaba chicle.
—No hay espacio. Lo mantengo en triple cero.
—¡Joder! —dijo Colben—. Desciende en la avenida Germantown si hace falta. Ahora.
El piloto miró hacia la derecha, hizo girar el helicóptero y asintió con la cabeza.
Tony Harod casi gritó cuando la máquina empezó a descender como un ascensor sin cable. Las farolas parecían correr hacia ellos, hubo un vislumbre de algo ardiendo en una manzana a su izquierda, y el helicóptero se posó suavemente en los adoquines y el asfalto del centro de la calle.
Haines salió inmediatamente, corriendo hacia la acera elegantemente agachado.
—¡Arriba! —gritó Colben agitando el pulgar levantado como señal al piloto.
—¡No! —gritó Harod. Hizo una señal a María Chen y ambos hurgaron en los cinturones—. Nosotros también nos apeamos.
—Ni pensarlo —dijo Colben por el interfono.
Harod se quitó los auriculares cuando María Chen sacó la Browning del bolso y la apuntó al pecho de Colben.
—Salimos ahora —gritó Harod.
—Eres hombre muerto, Harod —murmuró Colben.
Tony Harod sacudió la cabeza.
—No puedo oírte —gritó—. Ciao!
Harod saltó por la puerta izquierda y corrió hacia un callejón, en dirección opuesta a Haines. María Chen esperó treinta segundos y después se deslizó hacia la puerta.
—Ambos estáis muertos —dijo Colben, y sonrió. Miró el rifle en la ventana y después se relajó.
María Chen asintió con la cabeza, saltó afuera y corrió.
—Treinta metros —dijo Colben por el micrófono.
El helicóptero evitó los cables y tejados, giró hacia la izquierda y se quedó diez pisos sobre la avenida. Colben cogió el rifle y recorrió los callejones con el visor nocturno. Nada se movía.
—Demasiados obstáculos —murmuró Colben.
El canal táctico llenó sus auriculares de conversaciones urgentes. Oyó la voz de Haines pidiendo respuesta al grupo de tiradores emboscados en Verde 1. Colben meneó la cabeza.
—Regresamos a Castillo 2 —exclamó—. Nos ocuparemos de esta mierda más tarde.
El helicóptero giró y avanzó hacia el este, ganando altitud, hasta perderse en la lejanía.