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Germantown, miércoles 31 de diciembre de 1980

La habitación no tenía ventanas y era muy fría. Era más un armario que un cuarto, un metro ochenta de largo por uno veinte de ancho, con tres paredes de piedra y una gruesa puerta de madera. Natalie había golpeado la puerta hasta que los puños y los pies le dolieron, pero no consiguió nada. Sabía que el roble grueso debía tener bisagras fuertes y cerrojos por fuera.

El frío la mantenía despierta. Al principio el pánico le había venido como un vómito, más urgente y doloroso que los cortes y las heridas en su frente. Recordó inmediatamente cómo estuvo en cuclillas detrás de las vigas quemadas, el olor a cenizas y el miedo mientras la sombra enorme y pesada con la terrible guadaña apuntaba hacia ella en la oscuridad. Recordó que había saltado, lanzando el ladrillo que tenía en la mano e intentando correr cerca de la sombra que se volvió inmediatamente. Unas manos le habían cogido los brazos; ella había gritado, dado puntapiés furiosos. Después vino el golpe pesado en su cabeza y otro golpe contra su frente, la sangre corría hacia su ojo izquierdo y tuvo la sensación de ser levantada y llevada por alguien. Un vislumbre de cielo, nieve, una farola inclinada; después, la oscuridad.

Se había despertado con tanto frío y tanta oscuridad que se preguntó durante varios minutos si se había quedado ciega. Se arrastró desde un nido de mantas en el suelo de piedra y palpó su celda. El techo era demasiado alto para poder tocarlo. Había repisas de metal en una pared, como si antes hubiera habido estanterías. Después de varios minutos, Natalie pudo reconocer finas líneas de oscuridad menos intensa en la parte superior e inferior de la puerta; no realmente luz, sino una oscuridad exterior mitigada por lo menos por una sugestión de luz reflejada.

Natalie había encontrado las dos mantas y se agachó temblando en un rincón. Le dolía mucho la cabeza y las náuseas se combinaban con el miedo para mantenerla al borde del mareo. Siempre había admirado el coraje y la calma ante las situaciones difíciles, había aspirado a ser como su padre —tranquilamente competente en situaciones que harían que otros parlotearan inútilmente—, pero en vez de eso se agachó, desesperada, en un rincón, temblando violentamente y rezando a ninguna divinidad en particular para que el monstruo no volviera.

El cuarto estaba frío, pero no con la frialdad helada de la calle; desprendía la humedad fría y regular de una cueva. Natalie no tenía idea de dónde podía estar. Las horas pasaban y estaba a punto de dormirse, aún temblando, cuando apareció una luz bajo la puerta, después se escuchó el sonido de varios cerrojos abriéndose y, finalmente, entró Melanie Fuller.

Natalie estaba segura de que era Melanie Fuller, aunque la inestable luz de la vela que la vieja llevaba le iluminaba la cara desde abajo y mostraba una extraña caricatura de humanidad: mejillas y ojos arrugados, el cuello lleno de tendones, una barbilla como de plastilina, los ojos como canicas mirando desde pozos oscuros, el párpado izquierdo caído, el etéreo pelo blanquiazul revoloteando a partir de un cuero cabelludo moteado como un nimbo de electricidad estática. Detrás de esta aparición, Natalie podía ver la forma delgada del monstruo, con la melena sobre su cara sucia de fango y sangre. Su estropeada dentadura tenía un brillo amarillo a la luz de la vela de la vieja. No llevaba nada en las manos y sus largos dedos blancos se torcían como si una corriente eléctrica le atravesara el cuerpo.

—Buenas noches, querida —dijo Melanie Fuller. Llevaba un camisón largo y una bata gruesa, barata. Sus pies se perdían dentro de mullidas zapatillas rosas.

Natalie se envolvió en la manta y no dijo nada.

—Hace frío aquí, ¿verdad? —preguntó la vieja—. Lo siento. Si es un consuelo, toda la casa está bastante fría. No sé cómo se podía vivir en el Norte antes de la calefacción central. —Sonrió y la vela hizo brillar sus dientes finos, perfectos—. ¿Quiere hablar conmigo un minuto, querida?

Natalie pensó en atacar a la mujer mientras estaba libre para hacerlo, después saltar sobre ella y entrar en la habitación oscura. Vislumbró una larga mesa de madera —ciertamente, una antigüedad— y paredes de piedra al fondo. Pero entre ella y esa habitación estaba el chico de ojos demoníacos.

—Tú trajiste una foto mía desde Charleston, ¿verdad, querida?

Natalie la miro.

Melanie Fuller meneó la cabeza tristemente.

—No quiero hacerte daño, querida, pero si no me hablas de buena gana, tendré que pedirle a Vincent que te amoneste.

El corazón de Natalie latió al mirar el monstruo avanzar un paso y detenerse.

—¿Dónde conseguiste la foto, querida?

Natalie intentó encontrar suficiente humedad en la boca para poder hablar.

—El señor Hodges.

—¿El señor Hodges te la dio?

El tono de Melanie Fuller era escéptico.

—No. La señora Hodges nos dejó ver sus diapositivas.

—¿A quién hay que incluir en «nos», querida?

La vieja sonreía. La luz de la vela iluminaba sus pómulos apretados contra su piel como hojas bajo un pergamino.

Natalie no respondió.

—Creo que ese «nos» os incluye a ti y al sheriff —dijo Melanie Fuller en voz baja—. Pero ¿por qué demonios tú y un policía de Charleston habéis venido a molestar a una vieja que no os ha hecho nada?

Natalie sintió que la furia la atravesaba, llenando sus miembros de fuerza, destruyendo la debilidad del terror.

—¡Usted mató a mi padre! —gritó. Su espalda rozó la piedra áspera al intentar levantarse.

La vieja la miró, sorprendida.

—¿Tu padre? Debe de haber un equívoco, querida.

Natalie sacudió la cabeza, luchando contra las lágrimas.

—Usted usó a su maldito criado para matarlo. Sin motivo.

—¿Mi criado? ¿El señor Thorne? Lo siento pero estás equivocada, querida.

A Natalie le habría gustado escupir sobre aquel monstruo de pelo azul, pero en su boca no había saliva.

—¿Quién más me busca? —preguntó la vieja—. ¿Estáis solos, tú y el sheriff? ¿Cómo me seguisteis hasta aquí?

Natalie forzó una risa que sonó como semillas agitadas en una lata vacía.

—Todos saben que usted está aquí. Lo sabemos todo sobre usted y el viejo nazi y su otra amiga. Usted ya no puede matar a nadie más. No importa lo que me haga, pero está acabada…

Calló porque su corazón latía con tanta fuerza que le dolía el pecho. Por primera vez la vieja pareció alarmada.

—¿Nina? —preguntó—. ¿Nina te ha mandado?

Durante un segundo ese nombre no significó nada para Natalie y después recordó al tercer miembro del trío que Saul Laski había descrito. Recordó la descripción hecha por Rob de los asesinatos en Mansard House. Miró los ojos desmesuradamente abiertos de Melanie Fuller y vio en ellos la locura.

—Sí —dijo Natalie con firmeza, sabiendo que podría ser su fin pero deseando cogerla de alguna manera—. Nina me mandó. Nina sabe dónde estás.

La vieja retrocedió como si le hubieran abofeteado Su boca se curvó en un rictus de miedo. Cogió la puerta para apoyarse, miró a la cosa que antes se llamaba Vincent, no encontró ayuda allí y jadeó.

—Estoy cansada. Hablaremos más tarde. Más tarde.

La puerta se cerró, los cerrojos entraron en su lugar.

Natalie se agachó en la oscuridad y se estremeció.

El día llegó con finas líneas grisáceas por encima y por debajo de la gruesa puerta. Natalie dormitaba, febril. Le dolía la cabeza. Se despertó con una sensación de urgencia. Tenía que hacer sus necesidades y allí no había lugar para ello, ni siquiera un orinal. Golpeó la puerta y gritó hasta quedarse ronca, pero no hubo respuesta. Por fin encontró una loza suelta en un rincón, la golpeó hasta que salió, y usó el pequeño hueco como letrina. Cuando acabó, se colocó cerca de la puerta con las mantas y se quedó allí sollozando.

Estaba oscuro cuando se despertó sobresaltada. Los cerrojos retrocedían y la puerta se abría. Vincent estaba allí, solo.

Natalie se tambaleó hacia atrás, buscando la loza suelta como arma, pero el chico estaba ya sobre ella, agarrándola por el cabello y poniéndola de pie. Su brazo izquierdo le rodeó la garganta, cortándole la respiración y la voluntad. Natalie cerró los ojos.

El monstruo la sacó brutalmente de la celda y la arrastró y empujó hacia una escalera empinada y estrecha. Antes de ser obligada a subir por ella, Natalie tuvo tiempo de entrever una cocina oscura salida de los tiempos coloniales y una pequeña sala con un calentador de queroseno que brillaba en una pequeña chimenea. Arriba había un pequeño vestíbulo oscuro. Vincent la empujó hacia una sala muy iluminada.

Natalie quedó sorprendida al mirar. Melanie Fuller estaba acurrucada en posición fetal entre una mezcla de edredones y mantas en una cama plegable baja. La habitación tenía el techo alto, una única ventana con persianas y cortinas, y estaba iluminada por unas tres docenas de velas dispuestas en el suelo, en las mesas, las molduras, los alféizares, la repisa y formando un cuadrado alrededor de la cama de la vieja. Aquí y allá recuerdos rotos de niños muertos hacía mucho —una casa de muñecas, una cuna con barras de metal que la hacían parecer la jaula de un pequeño animal, antiguas muñecas de trapo y un preocupante maniquí de un metro veinte de un niño con el aspecto de haber estado expuesto mucho tiempo a radiaciones: la falta de pelo en varias zonas de su cabeza y la pintura saltada, que hacía aparecer una especie de hematomas subcutáneos.

Melanie Fuller se volvió y la miró.

—¿La oyes? —murmuró.

Natalie giró la cabeza. No había ningún sonido, excepto la respiración pesada de Vincent y los latidos de su propio corazón. No dijo nada.

—Dicen que es casi la hora —silbó la vieja—. He mandado a Anne a casa por si necesitamos el coche.

Natalie miró hacia la escalera. Vincent le impedía la huida. Sus ojos recorrieron la habitación, buscando una posible arma. La cuna de metal era demasiado pesada. El maniquí, demasiado difícil de manejar. Si tuviera un cuchillo, algo afilado, podría saltar contra la garganta de la vieja. ¿Qué haría el monstruo si la «Dama Vudú» muriese? Melanie Fuller parecía muerta; a la vacilante luz, su piel parecía tan azul como su pelo y su párpado izquierdo estaba casi cerrado.

—Dime qué quiere Nina —murmuró Melanie Fuller. Sus ojos se movían de acá para allá, buscando la mirada de Natalie—. Nina, dime lo que quieres. Yo no quería matarte, cariño. ¿Puedes oír las voces, querida? Me han dicho que venías. Y me hablan del fuego y del río. Yo debería vestirme, querida, pero mis ropas están en casa de Anne, y está demasiado lejos. Tengo que descansar un poco. Anne las traerá cuando venga. Anne te gustará, Nina. Si la quieres, te la cedo.

Natalie estaba de pie, jadeando ligeramente, con un extraño terror visceral creciendo en sus entrañas. Podía ser su última oportunidad. ¿Debía hacer un esfuerzo para pasar junto a Vincent, bajar por la escalera y encontrar una salida? ¿O atacar a la vieja? Miró a Melanie Fuller. La mujer olía a edad, polvos infantiles y sudor. En ese momento Natalie supo sin asomo de duda que aquel engendro era responsable de la muerte de su padre. Recordó la última vez que lo había visto, despidiéndola en el aeropuerto dos días después de Acción de Gracias, su olor a jabón y tabaco, sus ojos tristes.

Natalie decidió que Melanie Fuller tenía que morir. Tensó los músculos para saltar.

—¡Estoy harta de tu impertinencia, muchacha! —gritó la vieja—. ¿Qué haces aquí? Ve a tu trabajo. ¡Ya sabes lo que papá les hace a los negros malos!

La vieja cerró los ojos.

Natalie sintió una enorme presión en su cabeza, como el golpe de un hacha. Su cerebro ardía. Giró, cayó hacia delante, intentó recuperar su equilibrio. Se tambaleó alrededor en una danza estática. Chocó contra la pared, chocó de nuevo y cayó contra Vincent. El chico puso sus manos sucias, asquerosas, en sus pechos. Su aliento olía a carroña. Le rasgó la camisa.

—No, no —dijo la vieja desde la cama—. Hacedlo abajo. Llévate el cuerpo a casa cuando te vayas.

La bruja se sentó sobre el codo y miró a Natalie con el ojo abierto, sellado el otro por el párpado caído.

—Me has mentido, querida. No tienes ningún recado de Nina.

Natalie abrió la boca para decir algo, para gritar, pero Vincent la cogió por los cabellos y le puso la mano en la cara. La sacó a rastras de la habitación y la empujó hacia la escalera. Aturdida, intentó arrastrarse, arañando las tablas. Vincent no tenía prisa. Tomó su tiempo para bajar por la escalera, la cogió cuando ella cayó de rodillas y le dio un violento puntapié.

Natalie rodó contra la pared, intentó acurrucarse en un rincón. Vincent la cogió por el pelo con ambas manos y tiró con fuerza.

Ella se levantó y le dio una patada en los testículos. Él le cogió fácilmente el pie y se lo torció. Natalie se giró, pero no con suficiente rapidez; oyó crujir su tobillo como una rama seca y cayó sobre ambas manos y el hombro izquierdo. El dolor le subió por la pierna derecha como un rayo.

Natalie miró hacia atrás justo cuando Vincent sacaba la navaja de su chaqueta del ejército y la abría, mostrando su larga hoja. Intentó arrastrarse, pero él la detuvo, la levantó cogiéndola por la camisa. El tejido se rasgó de nuevo. Natalie continuó arrastrándose por el oscuro vestíbulo, intentando encontrar cualquier tipo de arma. Allí lo único que había eran las frías tablas del suelo.

Rodó de espaldas cuando Vincent avanzó con un ruido de pesadas botas y se sentó sobre ella. Se giró y le mordió a través de sus pantalones inmundos, sintiendo cómo sus dedos se clavaban profundamente en el músculo de su pantorrilla. Él no se inmutó ni hizo ningún ruido. La hoja pasó junto a la oreja de Natalie con un aspecto borroso, seccionando el tirante del sostén y dejando una larga línea de dolor en su espalda.

Natalie jadeó, rodó de nuevo sobre su espalda y levantó las manos en un intento fútil de detener el regreso de la hoja.

Fuera, empezaron las explosiones.