Germantown, lunes 29 de diciembre de 1980
Operaron a Saul Laski el lunes por la tarde. Estuvo inconsciente unos veinte minutos y mareado una hora. Cuando volvió de nuevo en sí —en la misma pequeña celda donde había estado desde el domingo por la mañana— se quitó las vendas e inspeccionó la incisión.
Le habían abierto la parte carnosa del interior del antebrazo izquierdo, unos nueve centímetros encima del tatuaje desteñido de su número del campo. La intervención quirúrgica y los puntos de sutura habían sido hechos con competencia. A pesar del dolor postoperatorio y de la hinchazón, Saul podía adivinar un bulto que no estaba antes allí. Habían insertado algo del tamaño aproximado de una pequeña moneda bajo el gran músculo de su antebrazo. Saul volvió a ponerse el vendaje y se acostó para pensar.
Había tenido mucho tiempo para pensar últimamente. Había sido una sorpresa que no le hubieran liberado o utilizado para algún asunto el domingo por la mañana. Estaba seguro de que lo habían traído a Filadelfia por algún motivo.
El helicóptero había aterrizado en un sector apartado de un gran aeropuerto y le habían vendado los ojos y transferido a un coche. Por las paradas y los ruidos amortiguados de la calle, estaba seguro que lo habían llevado por zonas concurridas de la ciudad. En una ocasión escuchó el zumbido de un puente metálico bajo los neumáticos.
Habían avanzado dando tumbos por una área accidentada antes de parar. Si no hubiera sido por los ruidos de la ciudad —una sirena lejana, el traqueteo de un tren—, Saul habría creído que estaban en el campo. Pero no era el campo, sino una zona abierta, fangosa, llena de baches, en medio de una ciudad. ¿Un solar? ¿Un solar en obras? ¿Terreno de un aparcamiento? Había subido tres peldaños antes de ser conducido por una puerta, hasta el final de un pasillo estrecho. Había chocado dos veces con una pared y algo en su tacto y los ecos del cuarto estrecho le hicieron creer que estaba en un remolque.
La celda era menos sólida e impactante que la de Washington. Había un catre, un aseo químico, la pequeña parrilla de un acondicionador de aire por donde llegaban voces amortiguadas, algunas risas. Saul habría matado a alguien por un libro. Era extraño cómo el organismo humano se adaptaba a casi todas las condiciones, pero él no se podía acostumbrar a pasar días enteros sin leer. Recordó que cuando era un niño, en el gueto de Lodz, su padre había organizado una lista de los libros disponibles y había organizado una especie de biblioteca de préstamos. A veces los que eran enviados a los campos se llevaban los libros y el padre de Saul tachaba el título de la lista con un suspiro, pero normalmente los hombres cansados y las mujeres de ojos tristes los devolvían religiosamente, a veces con una señal entre las páginas. «Lo acabará cuando vuelva», decía el padre de Saul, y ellos asentían con la cabeza.
Dos o tres veces, Colben había venido para someterlo a un interrogatorio poco entusiasta. Saul sintió su falta de interés. Como él, Colben esperaba. Todo el mundo en el complejo de remolques esperaba. Saul lo sentía. ¿Esperaban a qué?
Saul utilizaba el tiempo para pensar. Pensaba sobre el oberst; Melanie Fuller, Colben, Barent y los otros desconocidos. Durante años había trabajado bajo una percepción equivocada. Había creído que si podía comprender la psicología de ese mal, podría curarlo. Comprendió que había buscado al oberst no sólo por sus obcecadas razones personales, sino con la misma ávida curiosidad científica con la que un inmunólogo en el Centro de Control de Enfermedades intentaría descubrir y aislar un nuevo virus letal. Era interesante. Intelectualmente estimulante. Descubrirlo, entenderlo, curarlo.
Pero no había anticuerpos para el bacilo de esta peste.
Hacía años que Saul conocía las investigaciones y teorías de Lawrence Kohlberg. Éste había dedicado su vida a estudiar el desarrollo ético y moral. Para un psiquiatra empapado de las teorías psicoterapéuticas de la posguerra, las preocupaciones de Kohlberg parecían simplistas hasta el infantilismo, pero acostado en su celda y oyendo el murmullo de la ventilación, Saul comprendió que la teoría del desarrollo moral de Kohlberg tenía sentido en esta situación.
Kohlberg había descubierto siete niveles de desarrollo moral, según cabe suponer en culturas, tiempos y lugares diversos. El primer nivel lo ocupaba el niño, sin sentido del bien y del mal, con todas sus acciones reguladas por necesidades y deseos, e inhibidas sólo por los estímulos negativos; la clásica base de placer/dolor como fundamento de los juicios éticos. En el segundo nivel, los seres humanos respondían al «verdadero o falso» aceptando la autoridad del poder. Los adultos estaban por encima de los niños. Una persona del tercer nivel estaba fijada en reglas. «Obedecía órdenes.» La ética del cuarto nivel era dictada por la mayoría. Una persona ubicada en el quinto nivel dedicaba su vida a crear y defender leyes que servían al bien común más vasto, al mismo tiempo que defendía los derechos legales incluso de aquellos cuyos puntos de vista la persona de este nivel no podía aceptar. Las personas del quinto nivel solían ser magníficos abogados. Saul había conocido a muchos individuos pertenecientes a este nivel en Nueva York. Los del sexto eran capaces de transcender la fijación legalista de los del nivel precedente y preocuparse por el bien común y por realidades éticas más elevadas a través de las fronteras nacionales, culturales y sociales. Los del séptimo nivel respondían únicamente a principios universales. Las personas de este nivel eran representadas por algún que otro Jesús, Gandhi o Buda.
Kohlberg no era un ideólogo —Saul lo había encontrado en varias ocasiones y le gustaba su infantil sentido del humor— y el investigador disfrutaba señalando las simples paradojas derivadas de su propia jerarquía de desarrollo moral. Estados Unidos según había dicho Kohlberg en una fiesta en el Hunter College, como nación pertenecía al quinto nivel, y había sido establecida y fundada por el conjunto más increíble de personas prácticas y emprendedoras del sexto nivel de la historia de cualquier nación, y estaba poblada sobre todo por gente del tercer y cuarto nivel. Kohlberg subrayaba que en las decisiones de cada día a menudo actuábamos por debajo de nuestro nivel más alto de desarrollo moral, pero nunca estábamos por encima de nuestro nivel de desarrollo. Kohlberg se refería a la inevitable destrucción de todas las enseñanzas de los hombres pertenecientes al séptimo nivel. Cristo entregando su herencia a Pablo, persona del tercer nivel; Buda representado por generaciones de sacerdotes incapaces de superar el sexto nivel y, en muchos casos, sin siquiera llegar a él.
Pero si había algo sobre lo que Kohlberg nunca bromeaba, ese algo eran sus últimas investigaciones. Descubrió —para su espanto e incredulidad, aceptación y escándalo— que había un nivel cero. Había seres humanos más allá de la fase fetal que carecían de conducta moral, por primaria que fuese; ni siquiera el estimulo placer/dolor era una guía segura para esas personas, si realmente eran «personas».
Una persona de nivel cero podía dirigirse a otro ciudadano en la calle, matar a esa persona por puro capricho y marcharse sin el mínimo indicio de arrepentimiento o duda sobre su acto. Los hombres de este nivel no querían ser atrapados y castigados, pero no basaban sus acciones en el castigo. Ni podía considerarse tampoco su actitud como vinculada a la pulsión de placer, que genera el acto criminal prohibido y que desborda el miedo al castigo. Simplemente las personas del nivel cero no eran capaces de distinguir los actos criminales de los cotidianos; eran moralmente ciegas. Centenares de investigadores estaban estudiando para verificar o desbaratar las hipótesis de Kohlberg, pero los datos parecían sólidos; las conclusiones, convincentes. En cualquier momento, en cualquier cultura, el uno o dos por ciento de la población se encontraba en el nivel cero del desarrollo moral humano.
Vinieron a buscar a Saul el lunes por la tarde. Colben y Haines lo sujetaron mientras un tercer hombre le inyectaba. Perdió la conciencia tres minutos después. Cuando se despertó más tarde con dolor de cabeza y el brazo izquierdo dolorido, alguien le había insertado algo bajo la piel.
Saul inspeccionó la incisión y se acostó para pensar.
El martes, no sabía a qué hora, lo dejaron libre. Haines le vendó los ojos mientras Colben hablaba.
—Le dejaremos marcharse. No debe quedarse a menos de seis manzanas en cualquier dirección del lugar donde le dejaremos. No usará el teléfono. Alguien entrará en contacto con usted más tarde para decirle qué debe hacer después. No hable con nadie que no le hable primero. Si incumple cualquiera de estas reglas, lo pagarán su sobrino Aaron, Deborah y las niñas. ¿Lo entiende?
—Sí.
Lo llevaron en un coche. El viaje duró menos de cinco minutos. Colben le quitó la venda y lo empujó afuera de la puerta abierta.
Quedó de pie en una curva y parpadeó estúpidamente ante la luz pálida del atardecer. Parecía demasiado tarde para tomar nota de la matrícula del coche que se alejaba. Retrocedió. Chocó contra una mujer negra que llevaba una bolsa de la compra, se excusó y no pudo evitar sonreír.
Caminó a lo largo de la estrecha acera, tomando nota de todos los detalles de la calle, las tiendas viejas, las nubes grises…, un papel que revoloteaba alrededor de una farola verde. Caminó rápidamente, ignorando el dolor en su brazo derecho, cruzando con el semáforo en rojo, respondiendo con un gesto vacío a un conductor de tranvía que lo insultaba. Estaba libre.
Saul sabía que era una ilusión. Sin duda, algunas de las personas que veía a su alrededor lo vigilaban. Algunos de los coches y furgonetas que pasaban, sin duda, estaban ocupados por hombres tristes en trajes oscuros, que murmuraban en sus radios. El bulto en su brazo contenía probablemente un transmisor de radio o un artefacto explosivo o ambas cosas. No le importaba.
Los bolsillos de Saul estaban vacíos y por eso se dirigió al primer hombre que vio —un negro enorme con un viejo impermeable rojo— y le pidió unas monedas. El negro miró al extraño personaje que le pedía limosna, levantó una mano enorme como para apartar a Saul y después meneó la cabeza y le entregó un billete de cinco dólares.
—Ayúdate, hermano —gruñó el gigante.
Saul fue hasta una cafetería, cambió el billete y llamó a la embajada israelí en Washington. No podían ponerle con Aaron Eshkol ni con Levi Cole. Saul dio su nombre. La telefonista no jadeó de una forma audible, pero el tono de su voz varió al decir:
—Sí, doctor Laski. Si puede esperar un minuto estoy segura de que al señor Cohen le gustará hablar con usted.
—Llamo desde un teléfono público de Filadelfia, Pennsylvania —explicó Saul. Dio el número—. No tengo monedas, ¿puede llamarme usted?
—Naturalmente —dijo la telefonista de la embajada israelí.
Saul colgó. Al poco rato el teléfono sonó, el auricular zumbó una vez cuando lo levantó y se cortó la línea. Fue hacia un segundo teléfono, intentó hacer una llamada a cobro revertido a la embajada y por segunda vez escuchó cómo se cortaba la línea.
Abandonó el teléfono y caminó sin rumbo. Moddy y su familia estaban muertos. Antes Saul lo sospechaba, pero ahora lo sabía. Ahora ya no le podían hacer gran cosa. Se detuvo, miró alrededor, intentó descubrir a los agentes que lo seguían. Había algunos blancos a la vista, pero eso no quería decir nada; el FBI también tenía agentes negros.
Un apuesto negro con un abrigo de piel de camello cruzó la calle y se acercó a Saul. Tenía rasgos fuertes, amplios; una gran sonrisa, y grandes gafas de espejo. Llevaba un lujoso maletín de cuero. El hombre sonrió como si conociera a Saul y se quitó un guante de gamuza antes de ofrecerle su mano. Saul se la estrechó.
—Bienvenido, mi pequeño peón —dijo el hombre en un polaco perfecto—. Es hora de que entres en el juego.
—Usted es el oberst. —Saul tuvo una extraña sensación, muy honda dentro de él. Sacudió la cabeza y esa sensación se desvaneció ligeramente.
El negro sonrió y habló en alemán.
—Oberst, un título honorario que ya no oigo desde hace mucho tiempo. —Paró delante de un restaurante Horn and Hardart e hizo un gesto—. ¿Tiene hambre?
—Usted mató a Francis.
El hombre se frotó la mejilla.
—¿Francis? Lo siento pero no…, oh, sí. El joven detective. —Sonrió y meneo la cabeza—. Vamos, le invito a comer.
—Usted sabe que nos vigilan —dijo Saul.
—Claro. Y nosotros los vigilamos a ellos. —Le abrió la puerta a Saul—. Usted primero —dijo en inglés.
—Me llamo Jensen Luhar —dijo el negro cuando se sentaron en una mesa en el restaurante casi vacío. Luhar pidió una hamburguesa con queso, aros de cebolla y un batido de vainilla. Saul, una taza de café.
—Usted se llama Wilhelm von Borchert —dijo Saul—. Si alguna vez hubo un Jensen Luhar, hace mucho que fue destruido.
Jensen Luhar hizo un pequeño movimiento con la mano y se quitó las gafas.
—Una cuestión de semántica. ¿Le gusta el juego?
—No. ¿Aaron Eshkol está muerto?
—¿Su sobrino? Sí, lo siento.
—¿Y su familia?
—También.
Saul suspiró profundamente.
—¿Cómo?
—Por lo que sé, su señor Colben mandó a su querido Haines y a algunos otros a casa de su sobrino. Hubo un incendio, pero estoy seguro que la infeliz familia estaba muerta antes de que la casa empezara a arder.
—¿Haines?
Jensen Luhar sorbió con su pajita. Mordió con ímpetu su hamburguesa, se limpió delicadamente la boca y sonrió.
—Usted juega al ajedrez, doctor. —No era una pregunta. Luhar ofreció a Saul un aro de cebolla. Saul le miró. Luhar se comió la cebolla y dijo—: Si ama el juego, doctor, debe de apreciar lo que pasa en este momento.
—¿Es todo lo que esto significa para usted? ¿Un juego?
—Claro. Mirar las cosas como algo más sería tomarse la vida y a uno mismo demasiado en serio.
—Le encontraré y le mataré —dijo Saul en voz baja.
Jensen Luhar asintió con la cabeza y mordió otra vez la hamburguesa.
—Si nos encontráramos personalmente, seguro que lo intentaría. Pero ahora no tiene opción.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que el estimado presidente de lo que es eufemísticamente conocido como el Island Club, un tal C. Arnold Barent, lo ha condicionado para cumplir un único objetivo: matar a un productor cinematográfico que el mundo cree que ya está muerto.
Saul bebió su café, ya frío, para ocultar su desconcierto.
—Barent no ha hecho eso.
—Claro que sí —dijo Luhar—. No tendría otra razón para verle personalmente. ¿Cuánto supone que duró su entrevista con él?
—Algunos minutos —contestó Saul.
—Es más probable que hayan sido algunas horas. El condicionamiento tendría dos objetivos: matarme nada más verme y asegurarse de que usted nunca sería una amenaza para el señor Barent.
—¿Qué quiere decir?
Luhar acabó sus aros de cebolla.
—Haga un simple juego. Piense en el señor Barent y después imagínese atacándole.
Saul frunció el ceño, pero lo hizo. Era muy difícil. Cuando recordó a Barent tal como lo había visto —lo vio relajado, bronceado, sentado en la cubierta del barco mirando al mar— se sintió sorprendido al descubrir dentro de sí una mezcla de amistad, simpatía y lealtad hacia Barent. Intentó imaginarse hiriendo a Barent, balanceando un puño hacia aquellas facciones suaves, apuestas…
Saul se dobló, pálido, víctima de un súbito dolor. Jadeó y estuvo a punto de vomitar. Sintió sudores fríos en la frente y las mejillas. Pidió un vaso de agua y se lo tomó convulsivamente, pensando en otras cosas, calmando el núcleo de dolor del estómago.
—Interesante, ¿verdad? —dijo Luhar—. Es la gran fuerza del señor Barent. Nadie que pase algún tiempo con él desea hacerle daño. Servir al señor Barent es una fuente de placer para mucha gente.
Saul terminó el agua y utilizó la servilleta para secarse el sudor de la frente.
—¿Por qué lucha usted contra él?
—¿Luchar contra él? No, no, mi querido peón. Yo no lucho contra él, yo le reto. —Luhar miró alrededor—. Todavía no hay micrófonos suficientemente cerca para escuchar nuestra conversación, pero dentro de un minuto una furgoneta aparcará fuera y nuestra intimidad desaparecerá. Es hora de ir a dar un paseo.
—¿Y si yo no voy?
Jensen Luhar se encogió de hombros.
—Dentro de pocas horas el juego se volverá muy interesante. Hay un papel en él para usted. Si quiere hacer algo contra la gente que se ha cargado a su sobrino y su familia, le será útil acompañarme. Le ofrezco romper su dependencia…, por lo menos de ellos.
—¿Pero no de usted?
—Ni de usted mismo, querido peón. Venga, es hora de decidirse.
—Un día le mataré —afirmó Saul.
Luhar sonrió y se puso los guantes y las gafas de sol.
—Claro. ¿Me acompaña?
Saul se levantó y miró por la ventana. Una furgoneta verde llegaba a la curva. Saul siguió a Jensen Luhar afuera.
Las calles que desembocaban a la avenida Germantown eran estrechas y tortuosas. En el pasado, los edificios altos, estrechos, podían haber sido casas agradables. Algunas le recordaban a Saul las casas de Amsterdam. Ahora eran habitáculos pobres y hacinados. Las pequeñas tiendas y comercios podían haber sido antes el núcleo de una autentica comunidad, tiendas de platos preparados, colmados, zapaterías familiares, pequeños comercios. Ahora anunciaban moscas muertas en los escaparates. Algunos habían sido transformados en apartamentos baratos; una niña mugrienta de tres años estaba dentro de un escaparate y apretaba la mejilla y los dedos sucios contra el cristal.
—¿Qué quería decir cuando me dijo que usted «reta» a Barent? —preguntó Saul. Miró por encima del hombro, pero no avistó la furgoneta verde. Era igual, estaba seguro de que aún les vigilaban. Era al oberst al que quería encontrar.
—Jugamos al ajedrez —dijo Luhar.
El hombre giró la cara y Saul se vio reflejado en las gafas oscuras.
—Y las apuestas son nuestras vidas —añadió Saul.
Intentaba desesperadamente pensar una manera de hacer que el oberst revelara dónde estaba.
Luhar rió mostrando sus grandes dientes blancos.
—No, no, mi pequeño peón —dijo en alemán—. Vuestras vidas no tienen ningún significado. La apuesta es, nada menos, definir quién dicta las reglas del juego.
—¿El juego? —repitió Saul.
Habían cruzado a otra calle lateral. No se veía a nadie, salvo un par de gordas mujeres negras que salían de una lavandería automática al fondo de la calle.
—¿No está al corriente del Island Club y de sus juegos anuales? —preguntó el oberst—. Herr Barent y el resto de esos cobardes han tenido miedo de dejarme jugar. Saben que yo exigiría un ámbito más amplio para el juego. Algo digno de una raza de übermenschen.
—¿No tuvo bastante de eso durante la guerra?
Luhar rió de nuevo.
—Usted intenta provocarme —dijo en voz baja—. Una pretensión estúpida. —Se detuvieron delante de un edificio anodino al lado de la lavandería automática—. La respuesta es «no». No tuve suficiente durante la guerra. El Island Club piensa que tiene algún poder sólo porque puede influenciar a dirigentes, naciones, economías. Influenciar. —Luhar escupió en la acera—. Cuando yo determine las reglas del juego, verán todo el poder que tengo. El mundo es un trozo de carne podrida, llena de gusanos, peón. La limpiaremos con fuego. Les mostraré qué es jugar con ejércitos y no con sus pobres y pequeños sucedáneos. Les mostraré qué es ver ciudades exterminadas por la pérdida de una pieza, razas enteras capturadas y utilizadas en proyectos al antojo del «utilizador». Y les mostraré qué significa jugar este juego a una escala global. Todos morimos, peón, lo que herr Barent no comprende es que no hay razón para que el mundo nos sobreviva.
Saul se detuvo en la acera para mirarle. El viento frío le golpeaba la americana y le hacía sentir el hormigueo de la piel de gallina.
—Hemos llegado —le dijo Luhar, y sacó un llavero para abrir la puerta del anodino edificio. Entró en la oscuridad e hizo un gesto a Saul—. ¿Vienes, peón?
Saul tragó saliva.
—Usted está más loco de lo que pensaba —murmuró.
Luhar asintió con la cabeza.
—Quizá —dijo en voz baja—. Pero si viene conmigo tendrá una posibilidad de continuar en el juego. No en el juego mayor, desgraciadamente. Usted no tendrá lugar allí. Pero su inevitable sacrificio permitirá que el juego siga su curso. Si viene conmigo ahora…, por propia voluntad… Eliminaremos esos «impedimentos» que herr Barent le ha colocado, para que usted pueda continuar sirviéndome como un leal peón.
Saul estaba de pie en la oscuridad, cerraba los puños para calmar el dolor en el brazo izquierdo, donde sentía latir el injerto quirúrgico. Penetró en la oscuridad.
Luhar sonrió y cerró la puerta tras ellos. Saul parpadeó en la pálida luz. En el primer piso sólo había serrín y montones de rampas de descarga en una gran superficie de almacén. Una escalera de madera conducía a un desván. Luhar la señaló y Saul subió por ella.
—Dios mío —murmuró Saul. En el desván había una sola mesa y cuatro sillas a la luz pálida que se filtraba por una claraboya sucia. Dos cadáveres desnudos ocupaban dos de las sillas.
Saul se acercó y miró los cuerpos. Estaban fríos y bloqueados por el rigor mortis. Uno era un negro, más o menos del peso y la estatura de Luhar. Tenía los ojos abiertos y cubiertos por la película de la muerte. El otro cadáver era un hombre blanco algo más viejo que Saul, calvo y con barba. Tenía la boca abierta. Saul podía ver los vasos capilares reventados de las mejillas y la nariz que sugerían un alcoholismo en fase avanzada.
Vio a Luhar quitándose su caro abrigo de piel de camello.
—¿Nuestros Doppelgängers? —preguntó Saul.
—Claro —dijo el oberst a través de Luhar—. Ya eliminé todo o casi todo el impulso que herr Barent colocó en su mente. ¿Estás dispuesto a continuar, peón?
—Sí —admitió Saul.
«A continuar buscando una manera de matarte», pensó.
—Muy bien —dijo Luhar.
Miró el reloj.
—Disponemos de unos treinta minutos hasta que el señor Colben decida reunirse con nosotros. Tendremos tiempo.
Colocó el maletín en la mesa, cerca del brazo izquierdo del cadáver del negro. Cuando lo abrió, Saul vio que estaba lleno del mismo tipo de explosivo plástico que había usado Harrington.
—¿Tendremos tiempo para qué? —preguntó Saul.
—Para los preparativos. Este edificio tiene un túnel que da al sótano de al lado. El sótano tiene acceso a un pequeño segmento del viejo sistema de alcantarillas de la ciudad. Sólo tenemos que caminar un bloque y estaremos fuera del círculo inmediato de vigilancia. Un coche me esperará. Usted podrá ir adonde quiera.
—Usted es tan listo que me provoca náuseas —dijo Saul—. No dará resultado.
—¿Por qué?
Luhar levantó sus pesados párpados.
Saul se quitó la chaqueta y se arremangó. Las vendas del brazo tenían un color ligeramente amarillo.
—Ayer me insertaron algo. Creo que es un transmisor de radio.
—Claro que lo es —dijo Luhar. Sacó del maletín un paquete envuelto en tela verde y lo desenrolló. Una botella de yodo e instrumentos quirúrgicos brillaron a la pálida luz de la claraboya—. La intervención no durará más de veinte minutos.
Saul cogió un escalpelo en su embalaje esterilizado.
—Y la hará usted, ¿no?
—Si insiste —aceptó Luhar—, pero debo advertirle que carezco de experiencia médica.
—En ese caso, lo haré yo —dijo Saul. Miró el maletín—. ¿No hay jeringuillas? ¿Algo para anestesiar localmente?
Las gafas de Jensen Luhar reflejaron la habitación. Su pesado rostro era absolutamente inexpresivo.
—Desgraciadamente, no. ¿Qué valor le da a su libertad, doctor Laski?
—Usted está loco, herr oberst —dijo Saul. Se sentó junto a la mesa, sacó los instrumentos y acercó la botella.
Luhar sacó una bolsa de gimnasia de debajo de la mesa.
—Primero nos mudamos de ropa —dijo—. Por si acaso no tiene ganas de hacerlo después.
Cuando los cadáveres estuvieron vestidos con las ropas de Luhar y Saul, se pusieron pantalones tejanos, viejos jerseys de cuello alto y pesados zapatos. Luhar dijo:
—Disponemos de dieciocho minutos, doctor.
—Siéntese —rogó Saul—. Voy a explicarle exactamente lo que tiene que hacer si me desmayo. —Sacó algodón y vendas de un paquete nuevo—. Tendrá que cerrarlo.
—Como quiera, doctor.
Saul sacudió la cabeza, miró el cielo a través de la claraboya, bajó la cabeza y, con un rápido y sencillo movimiento, hizo la primera incisión con el escalpelo…
Saul no se desmayó. Gritó dos veces y justo cuando los últimos filamentos se separaban del músculo se inclinó y vomitó. Luhar cerró la herida con puntos de sutura y vendas, enrolló gasa y esparadrapo alrededor del brazo y cubrió al semiconsciente psiquiatra con un pesado abrigo.
—Llevamos cinco minutos de retraso —remarcó Luhar—. Deprisa.
El suelo de hormigón aparentemente sólido tenía un escotillón cerrado con calzos de madera en un rincón. Cuando Luhar cerró la puerta, Saul pudo oír el zumbido de un helicóptero y un golpeteo lejano.
—¡Deprisa! —gritó el negro en la exigua oscuridad. Saul intentaba arrastrarse, aullar por el dolor del brazo, y se cayó. Arriba, una tremenda explosión sacudió la tierra y envió polvo y telarañas a la cara y el pelo de Saul—. ¡Deprisa! —silbó Luhar, y empujó a Saul delante de él.
Luhar apartó a puntapiés varios bloques de cemento sueltos, puso a Saul de pie en un sótano que olía a moho y periódicos viejos, lo obligó a moverse. Se deslizaron entre una reja y unos ladrillos y siguieron de nuevo a gatas en la oscuridad. Las manos y rodillas de Saul se mojaron de agua fría, tocaron cosas resbaladizas, viscosas, en la oscuridad. Saul intentó mantener su brazo izquierdo cerca del pecho y arrastrarse sobre tres miembros. Dos veces se deslizó y se golpeó el hombro izquierdo, mojándose la chaqueta. Luhar rió y lo empujó por detrás. Saul cerró los ojos y pensó en Sobibor, las masas gritando, el tranquilo Bosque de los Búhos.
Finalmente, pudieron ponerse de pie. Luhar guió durante un centenar de pasos, viró a la derecha por un conducto más estrecho y se detuvo bajo una reja. Sus fuertes brazos se tensaron para sacar el enrejado de hierro. Saul frunció los ojos ante la luz gris y se concentró en apartar el vértigo; metió la mano en el bolsillo para sentir el mango frío del escalpelo que había escamoteado mientras Luhar ultimaba la puesta a punta de la bomba del maletín.
—Ah, allí —jadeó Luhar, y arrancó el enrejado. Aún tenía los brazos en alto, la americana abierta y el vientre y el pecho expuestos bajo una ropa fina, cuando Saul se lanzó con el escalpelo, imaginándose un blanco para la hoja en un lugar detrás del hombre.
El brazo izquierdo de Jensen Luhar bajó como un resorte una enorme mano cayó sobre el brazo de Saul y la hoja se detuvo a cinco centímetros del esternón del negro.
—No, no —dijo Luhar.
Con la mano derecha golpeó el sangrante brazo izquierdo de Saul, que jadeó y cayó de rodillas mientras unos círculos rojos nadaban en su estrecho campo de visión. Delicadamente, Luhar le quitó el escalpelo de su fláccida mano derecha.
—Muy malo, muy malo, mein kleiner Jude —cuchicheó—. Auf wiedersehn.
La luz quedó tapada durante casi un segundo y Luhar desapareció. Saul permaneció arrodillado en la oscuridad, bajó la cabeza hacia el agua y la fría piedra durante varios minutos, luchando por seguir despierto. «¿Por qué? —pensó—. ¿Por qué estar despierto? Duerme un rato.»
«Calla», se gruñó a sí mismo.
Después de una eternidad se levantó, levantó el brazo sano hacia el enrejado e intentó salir. Fueron necesarios cinco intentos, sus pantalones estaban empapados, pero acabó por abrirse camino hasta la luz.
La alcantarilla estaba detrás de un depósito de metal, unos tres metros en el interior de un callejón. No reconoció la calle donde se tambaleó. Las hileras de casas se extendían.
Caminó media manzana antes de sentirse mareado. Paró y levantó el brazo izquierdo. La herida se había abierto, la sangre había empapado la chaqueta y le corría por el brazo. Se volvió para mirar el camino recorrido y rió al ver una clara pista de salpicaduras rojas. Apretó el brazo y se tambaleó contra el cristal del escaparate de un almacén abandonado. La acera subía y bajaba como la cubierta de un pequeño barco en plena tempestad.
Se hacía de noche. Los copos de nieve brillaban como luciérnagas delante de una farola lejana. Una figura grande, oscura, bajaba por la acera en la que estaba Saul. Saul retrocedió tambaleándose, hasta la puerta de una tienda, se deslizó por la pared basta, se puso de rodillas e intentó ser tan invisible como cualquier vagabundo que alguna vez hubiera utilizado ese abrigo.
Justo cuando el hombre pasaba cerca lentamente, Saul sintió que algo le rasgaba los músculos del brazo izquierdo. Se apretó la herida y rechinó los dientes hasta que su chirrido se tomó audible. El hombre pasó llevando algo pesado y metálico en la mano derecha.
Saul sintió que la oscuridad le vencía cuando los pasos pasaron a algunos metros y después volvieron lentamente, Saul rodó hacia la izquierda y sintió muy lejos que su cabeza golpeaba una puerta. El brazo izquierdo le dolía terriblemente y sentía que la sangre le empapaba la muñeca y la mano.
Una linterna lo deslumbró. El hombre se inclinó sobre él y apagó la calle, el mundo. Saul cerró el puño derecho y luchó para vencer el torbellino de la inconsciencia. Una mano pesada cayó sobre su hombro derecho.
—Dios mío —dijo una voz lenta, conocida—. Saul, ¿es usted?
Saul meneó la cabeza y sintió que se iba hacia delante, con la barbilla en el pecho, sus ojos cerrándose, mientras aquella voz suave continuaba diciendo cosas que él no entendía; los brazos fuertes del sheriff Bobby Joe Gentry lo levantaron como si fuera un adormecido niño.