28

Melanie

Tuvimos un fin de semana tranquilo.

El domingo, Anne preparó una cena agradable para los tres. Las costillas de cerdo rellenas estaban muy ricas, pero ella tenía la tendencia de cocer demasiado la verdura. Vincent quitó la mesa mientras Anne y yo tomábamos té con sus mejores tazas de porcelana. Pensé en mi Wedgewood cubierta de polvo en Charleston y sentí un pinchazo de melancolía.

Estaba demasiado cansada para hacer que Vincent saliera esa noche a pesar de mi curiosidad por la foto. Todo podía esperar. Más importantes eran las voces en la habitación de los niños. Cada noche se hacían más claras, ahora casi llegaban a ser comprensibles. La noche anterior, después de bañar a Vincent y antes de irme a dormir, pude separar los murmullos en voces discretas. Había por lo menos tres: un niño y dos niñas. No parecía improbable que en una habitación de niños de dos siglos de antigüedad se oyeran voces de niños.

El domingo por la noche, después de las nueve, Anne y Vincent volvieron a Grumblethorpe conmigo. Se oían sirenas en las proximidades. Después de cerrar las puertas y persianas, dejé a Anne en el salón y a Vincent en la cocina y fui arriba. Era una noche fría. Me metí bajo las mantas y miré los filamentos de la estufa que brillaban en la habitación a oscuras. Los ojos del niño en tamaño natural reflejaban la luz y los pocos mechones de pelo que le quedaban tenían un brillo naranja.

Las voces eran muy claras.

El lunes hice salir a Vincent.

No me gustaba hacerle salir durante el día, porque era un barrio malo. Pero necesitaba saber qué pasaba con la foto.

Vincent llevó el cuchillo y el revólver del taxista de Atlanta. Estuvo escondido en el asiento rasgado de un coche abandonado durante varias horas, viendo pasar adolescentes de color. En una ocasión un borracho metió la cara por la ventana trasera y gritó algo, pero Vincent abrió la boca y silbó, y el borracho desapareció rápidamente.

Por fin Vincent vio a un viejo conocido: el tercer chico, el que había huido el sábado por la noche. Iba con un adolescente pesado y con un chico más mayor. Vincent los dejó pasar una manzana y los siguió.

Pasaron junto a la casa de Anne y siguieron hacia el sur, hasta donde las vías del ferrocarril creaban un cañón artificial. Caminaron por una calle estrecha que conducía al este y al oeste y entraron en un edificio de apartamentos abandonado. La estructura era una extraña caricatura de una gran casa de antes de la guerra: cuatro columnas desproporcionadas que caían desde un alero plano, ventanas altas con dinteles podridos y los restos de una cerca de hierro forjado deslindando un terreno de hierbas heladas y latas oxidadas. Las ventanas de la planta baja estaban tapadas y la puerta principal tenía cadenas, pero los chicos fueron a una ventana del sótano con los barrotes torcidos y el cristal roto, y entraron por allí.

Vincent corrió las cuatro manzanas de vuelta a casa de Anne. Le hice coger el gran cojín de plumas del dormitorio de Anne, meterlo en su gran mochila y volver al edificio de apartamentos. Era un día gris, triste. La nieve caía en copos inconexos desde un cielo bajo. El aire olía a humos de escape y puros viejos. Había poco tráfico. Un tren pasó cerca cuando Vincent metió primero la mochila y después se deslizó por la ventana rota.

Los chicos estaban en el tercer piso, en cuclillas en un círculo cerrado, entre trozos de yeso caído y charcos de agua helada. Había ventanas rotas y se entreveía el cielo gris a través del techo podrido. Todas las paredes estaban cubiertas de pintadas. Los tres chicos estaban arrodillados como si adoraran el polvo blanco que borboteaba en cucharas sobre una simple lata. Tenían los brazos izquierdos descubiertos, unas gomas estaban atadas con fuerza alrededor de los bíceps. Había jeringuillas sobre trapos sucios ante ellos. Miré a través de los ojos de Vincent y comprendí que eso era un sacramento, el sacramento más sagrado de la moderna «Iglesia de la Desesperanza» de los negros de las grandes urbes.

Dos de los chicos descubrieron a Vincent cuando éste salió de su escondite con el cojín en el pecho como escudo. El chico joven —el que había logrado huir el sábado por la noche— empezó a gritar algo justo cuando Vincent le disparó en la boca. Revolotearon plumas como nieve y olía a funda de cojín quemada. El chico más mayor giró e intentó huir, gateando sobre trozos de yeso. Vincent disparó dos veces más. El primer disparo le dio en el estómago, el segundo falló. El chico rodó cogiéndose el estómago y contoneándose como algún ser acuático lanzado en una costa inhóspita. Vincent colocó el cojín firmemente sobre la cara aterrada del negro, acercó la pistola y disparó de nuevo. Las contorsiones cesaron después de un violento y posterior puntapié.

Vincent levantó el revólver y se giró hacia el tercer chico. Era el más grueso. Continuaba arrodillado donde estaba antes, con la jeringuilla aún en su brazo izquierdo, los ojos abiertos. En su cara negra, gorda, había una mirada cercana al miedo y a la reverencia religiosa.

Vincent dejó caer la pistola en el bolsillo de su chaqueta y abrió su larga navaja. El chico empezó a moverse lentamente; cada movimiento tan desmesuradamente remarcado como si fuera bajo agua. Vincent le dio un puntapié en la frente que lo hizo caer hacia atrás, y se arrodilló sobre su pecho. La jeringuilla rodó por el suelo sucio. Vincent apretó la punta de la hoja sobre la piel de la garganta del chico, justo debajo de la nuez, sin llegar a hundirla.

En ese momento comprendí que tenía un problema. La mayor parte de mi energía estaba dedicada a controlar a Vincent. Necesitaba que el chico negro me hablara de la foto; quién la trajo a Filadelfia, cómo la había recibido esa gentuza negra y para qué la tenían. Pero Vincent no podía hacer preguntas. Había pensado en «usar» al chico directamente, pero ahora eso me parecía inviable. Es posible «usar» a alguien al que no has visto; es difícil, pero posible. Lo hice algunas veces cuando usaba a un pelele condicionado como instrumento para establecer contacto. La dificultad aquí era doble: primero, es extremadamente difícil, si no imposible, interrogar a alguien mientras lo «usas». Aunque había una chispa de la superficie de sus pensamientos, especialmente en el segundo de contacto, el mismo acto de suprimir su voluntad, tan necesario para «usarlo», tiene el efecto de inhibir o eliminar los procesos de pensamiento racional del sujeto. Me era imposible leer las sutilezas de la mente de este negro gordo. «Usarlo» sería como conducir un vehículo repugnante pero necesario para un corto viaje; me llevaría a mi destino, pero no podría responder a mis preguntas. Segundo, si yo desviara mi enfoque lo suficiente para «usar» al chico —quizá para llevarlo a casa de Anne—, no estaba segura de que mi condicionamiento de Vincent fuera suficiente para impedirle seguir sus propios impulsos y cortarle la garganta al negro.

Un dilema.

Al final, hice que Vincent mantuviera al chico allá mientras yo enviaba a Anne a reunirse con ellos. No me gustaba quedarme sola —incluso en Grumblethorpe—, pero no tenía alternativa. No quería traer al chico de vuelta a ninguna de las casas mientras hubiera la posibilidad de que los descubrieran.

Anne condujo el DeSoto y lo aparcó al final de la calle. Tomó la precaución de cerrar el coche. Era difícil para ella entrar por la ventana del sótano y por eso hice que Vincent arrastrara al chico por la escalera, después mis dos ayudantes reventaron la cerradura de una puerta lateral. Estaba muy oscuro en el primer piso cuando Anne empezó a hacer preguntas.

—¿De dónde ha salido la foto?

Los ojos del chico se abrieron desmesuradamente y se lamió los labios.

—¿Qué foto?

Vincent le golpeó con fuerza. El negro jadeó, se debatió. Vincent le acercó la navaja a la garganta.

—La foto de la señora mayor. Estaba en el bolsillo de uno de los chicos que murieron el sábado —dijo Anne en voz baja. Gracias al condicionamiento, no era difícil «usarla» mientras contenía a Vincent.

—¿Quieres decir la «Dama Vudú»? —dijo el chico, con voz entrecortada—. ¡Pero tú no eres ella!

Anne sonrió cuando yo sonreí.

—¿Quién es la «Dama Vudú»?

El chico intentó tragar. Su expresión era cómica.

—La tía que hace que el mons…, que hace que este tío haga lo que hace. Es lo que la mujer dice.

—¿Qué mujer es ésa?

—La que habla de una manera divertida.

—¿Cómo que de una manera divertida?

—Ya sabes —el chico jadeaba como si hubiese hecho una carrera—, como el poli gordo. Son de algún lugar del Sur.

—¿Y ella trajo la foto, o el… policía gordo?

—Ella la trajo. Anteayer. Busca a la «Dama Vudú». Marvin vio la foto y se acordó. Ahora todos la buscan.

—¿A la mujer de la foto? ¿A la… «Dama Vudú»?

—Sí. —El chico empezó a debatirse. Vincent le pegó sin miramientos, lo hizo rodar, lo tiró dos veces contra la pared y lo levantó agarrándolo por las solapas de su raída camisa. La hoja del cuchillo estaba a un centímetro de los ojos del negro.

—Hablaremos de nuevo —dijo Anne en voz baja—. Me dirás todo lo que quiero saber.

El chico no rechistó.

Al final mandé a Vincent fuera de la sala antes de «usar» al chico. No hubo dificultad. No conseguía imitar el estilo de caminar suelto, exagerado del chico, pero no había motivo para hacerlo. Otra fuente de preocupación eran sus patrones de habla, tono, vocabulario, sintaxis. Le obligué a hablar con Anne durante más de una hora antes de empezar a «usarlo» directamente. No hubo auténtica resistencia. Al principio la voz y las frases venían con dificultad, pero relajándome, permitiendo que pasara parte del instinto subconsciente del chico para el dialecto, logró hablar a través de él de una manera que confiaba resultase creíble.

Anne los trajo a Grumblethorpe y los dejó en la esquina. Vincent desapareció durante algunos minutos y después volvió con cartuchos para el revólver. Mandé a Louis, mi nueva adquisición, de vuelta a la Casa Comunitaria mientras Vincent regresaba por el túnel y Anne aparcaba el coche en el garaje detrás de su casa de Queen Lane.

La charla con los miembros de la pandilla fue muy bien. Una o dos veces sentí que mi control se deslizaba durante un breve segundo, pero lo oculté haciendo que Louis fingiera sentir dolor en la garganta. Reconocí inmediatamente al jefe de la pandilla, Marvin. Sus ojos azules me habían mirado despiadadamente la víspera de Navidad cuando me caí en los excrementos de perro. Quería ajustarle las cuentas a ese chico.

Durante la discusión, justo cuando empezaba a sentirme segura, una joven negra al fondo del grupo preguntó:

—¿La habéis reconocido por mi foto? —Y casi perdí el control de Louis. Su voz no tenía el acento llano, feo, del Norte. Me recordaba mi casa. A su lado, envuelto en una manta absurda, estaba un blanco cuya cara me resultaba conocida. Tardé un minuto en comprender que debía de ser de Charleston. Me parecía que había visto su foto en uno de los periódicos vespertinos de la señora Hodges, años atrás… Algo sobre una elección.

—Parece demasiado fácil —decía Marvin—. ¿Y la pasma?

Quería decir la policía. Por el interrogatorio a Louis yo sabía que había policías de paisano en las proximidades. El chico no tenía ni idea de por qué estaban allí, aunque yo ya había supuesto que la eliminación de cinco personas, aunque despreciables miembros de pandillas, produciría alguna reacción oficial. Pero el uso del término de argot «pasma» para referirse a la policía acabó de aclararme las cosas. El blanco coloradote era un policía de Charleston, el sheriff, si no recuerdo mal. Había leído un artículo sobre él años atrás.

—Eh, tío —obligué a Louis a decirle a Marvin—. Setch dice que vayas enseguida. ¿Quieres verlos o no?

Aunque la presencia de esas dos personas de Charleston y la confirmación de que había numerosos policías de paisano en la zona me creaban una profunda ansiedad, el torrente de preocupación era compensado por una sensación que se aproximaba al auténtico regocijo. El asunto resultaba excitante. Me sentía más joven a medida que avanzaba el juego.

El cronometraje era muy complicado. Vincent lanzó las bombas de gasolina en los vehículos abandonados justo cuando Louis conducía al jefe de la pandilla, al sheriff, cuyo nombre no recuerdo, y a otros seis negros hacia la calle próxima al edificio de apartamentos. Entonces me quedé con Vincent cuando él corrió alrededor de la Casa Comunitaria, eliminó al único miembro de la pandilla que se había quedado en el porche trasero y subió por la escalera con su poco manejable guadaña.

Yo esperaba que la chica fuera con Louis y los otros. Hubiera ayudado mucho, pero hace tiempo que aprendí a afrontar la realidad tal como es, no como yo desearía que fuera. Pero quería a la chica viva.

Hubo una breve pelea en el segundo piso de la Casa Comunitaria. Precisamente cuando Louis necesitaba mi atención, me vi obligada a contener a Vincent para que no fuera demasiado rudo. A causa de ese desbarajuste temporal, la chica huyó hacia las calles que daban a la parte trasera de la casa. Dejé que Vincent la persiguiera y dirigí mi atención al lugar donde Louis se tambaleaba en la esquina cerca del edificio de apartamentos.

—¿Qué coño pasa, tío? —preguntó el jefe de la pandilla, Marvin no-sé-qué-más.

—Nada, tío —le obligué decir a Louis—. Me duele la garganta.

—¿Estás seguro que están aquí? —preguntó el que se llamaba Leroy—. No oigo nada.

—Están detrás —hice que dijera Louis.

El sheriff blanco estaba cerca de la luz de la única farola que funcionaba en la manzana. Hasta donde yo sabía, sólo estaba armado con una cámara parecida a la que el señor Hodges acostumbraba utilizar. Dos trenes rugieron cerca, fuera de la vista, en su cañón de hormigón.

—La puerta lateral está abierta —le indicó Louis—. Vamos, te la enseño.

Se había bajado la cremallera de la chaqueta un poco antes. Bajo el jersey y la camisa basta de lana, yo podía sentir el acero frío del revólver del taxista. Vincent lo había cargado antes en el callejón oscuro.

Marvin vaciló.

—No —dijo—. Vamos, Leroy y Jackson y él y yo. —Señaló el sheriff con el pulgar—. Louis, tú te quedas aquí con Cal y Trout y G. R. y G. B.

Hice que Louis se encogiera de hombros. El sheriff me lanzó una larga mirada antes de girarse y seguir a Marvin y los otros dos por la puerta lateral.

—¡Están en el tercer piso, tío! —hice que Louis les gritara—. ¡En la parte de atrás!

Desaparecieron en la oscuridad nevada. Yo no tenía mucho tiempo. Una parte de mi mente sentía el cálido brillo del calentador y los ojos fijos del maniquí en la habitación de los niños, otra parte de mí corría con Vincent por los callejones oscuros, oía el fatigoso jadeo de nuestra agotada presa más adelante, otra parte de mi atención tenía que estar con Louis en el momento en que el negro llamado Calvin se tambaleaba a un lado y a otro, y decía:

—Mierda, hace frío. ¿Tienes algo para fumar, tío?

—Sí —hice que contestara Louis—. Tengo algo bueno aquí. —Metió la mano bajo la camisa, sacó la pistola y disparó sobre el estómago de Calvin, que estaba a medio metro de él.

El chico alto no cayó. Se tambaleó hacia atrás, puso la mano en el agujero en la parte delantera del abrigo y dijo:

—Joder, tío.

Los gemelos echaron una ojeada y empezaron a correr hacia Queen Lane. El chico de veinte años que se llamaba Trout sacó un revólver de cañón largo del abrigo. Louis se volvió, levantó la pistola y disparó contra Trout, en su ojo izquierdo. No había manera de amortiguar el ruido.

Calvin había caído de rodillas en la calle, cogiéndose el estómago con ambas manos, con un aire irritado. Cogió la pierna de Louis cuando yo intentaba pasar cerca de él.

—Eh, joder, tío, ¿por qué lo has hecho?

Se escucharon tres sonidos agudos, pesados, procedentes de la zona por la que habían huido los gemelos, cerca de los coches aparcados en Queen Lane, y algo hirió a Louis cerca de su hombro izquierdo. Suprimí el dolor para ambos, pero sentí un agarrotamiento. Levantó la pistola y la vació apuntando hacia el lugar de procedencia de los disparos. Alguien gritó y se escuchó otro tiro, pero no hizo blanco.

Hice que Louis dejara caer el revólver y abriera el abrigo de Calvin para coger la escopeta. Dio otro paso y sacó la pistola de la mano cerrada de Trout. Tres disparos más vinieron desde Queen Lane y algo agarró a Calvin con el sonido de un martillo sobre un bistec. De una forma increíble, el chico alto aún no había dejado la pierna de Louis.

—Oh, joder, ¿por qué, tío? —repetía en voz baja.

Louis lo empujó, se metió la pistola en el bolsillo del abrigo, levantó la escopeta de cañones recortados y corrió hacia el edificio de apartamentos. No hubo más disparos desde Queen Lane.

Entre tanto, Vincent había acorralado a la chica en una casa quemada no lejos de la avenida Germantown. Se quedó en el quicio de la puerta y escuchó cómo ella se tambaleaba entre las vigas carbonizadas y la escalera derrumbada en la parte trasera de la estructura. Las ventanas estaban tapadas. Por lo que sabíamos, no había otra salida que la de esa puerta. Usé toda la fuerza de mi voluntad para obligar a Vincent a quedarse allá y acuclillarse en la oscuridad, escuchando, olfateando el aire, el olor leve y dulce del miedo de la mujer, y moviendo la guadaña levemente hacia delante y hacia atrás.

Louis entró por la puerta lateral del edificio de apartamentos, moviéndose rápidamente para no mostrarse a contraluz ante la puerta más iluminada. Los de dentro debían de haber oído los disparos, o encontrado los cuerpos en el tercer piso.

No hubo disparos mientras Louis caminaba rápidamente por el salón. Se detuvo ante la puerta abierta del primer cuarto y miró. No había luz. Algo se movía en el vestíbulo en dirección a la escalera principal y Louis disparó la escopeta. El culetazo le hizo subir el brazo. Apuntaló la culata contra el muslo para meter otra bala en la recámara y después se puso en cuclillas, mirando a las sombras.

Durante un segundo tuve la sensación simultánea de los dos jóvenes, Vincent y Louis, separados por más de un kilómetro, en cuclillas, en posiciones casi idénticas, los oídos esforzándose para coger el sonido más ligero. Después hubo un centelleo y el retumbar de un estruendo, cayó yeso sobre la cara de Louis, y Vincent y yo vacilamos reflexivamente mientras hacía que Louis se levantara y corriera hacia el centelleo, disparando, que se detuviese para meter otra bala y volviera a correr en busca de nuestros enemigos.

Se oyó el sonido de pasos en la escalera. Alguien gritó desde el segundo piso.

Louis se agachó al fondo de la escalera mientras yo pensaba qué hacer. Sus reflejos estaban ya embotados por el impacto de la bala de pequeño calibre en su brazo izquierdo. Me habría gustado «usar» a algún otro de los que estaban en el edificio, pero era pedir demasiado; ya me costaba un enorme esfuerzo mantener a Anne despierta en el primer piso de Grumblethorpe, conservar a Vincent controlado en la casa quemada y obligar a Louis a funcionar. Yo quería al negro de ojos azules. Lo quería en mis manos. También quería ver de nuevo al sheriff, tenerlo lo más cerca posible. Tenía preguntas que hacerle, y posibles usos para él después de recibir las respuestas.

Una gran pistola centelleó desde el rellano siguiente e hizo impacto en la barandilla, despedazándola. Louis se agachó más. Eran cuatro: Marvin, que había cargado un revólver pesado y se había reído cuando el sheriff pidió que se lo devolvieran en la Casa Comunitaria; Leroy, el de la barba, que llevaba una escopeta de cañones recortados como la que Louis tenía ahora; el sheriff, que no tenía ningún arma visible, y Jackson, el negro de más edad, que llevaba una mochila azul. G. B. y G. R., los gemelos, también podían aparecer en cualquier momento con sus pequeñas pistolas baratas.

Louis corrió, subió por la escalera tropezando, perdió el equilibrio y cayó hacia delante en el rellano del segundo piso. Una escopeta disparó desde menos de cinco metros. Algo rasgó el cuero cabelludo y la cara de Louis. Suprimí el dolor, pero utilicé el dorso de la mano para tocar su mejilla y su oreja izquierda. Esta última había desaparecido. Louis extendió la escopeta con el brazo separado de su cuerpo y disparó en la dirección del centelleo.

—¡Maldito! —aulló una voz de negro en la que creí identificar a Leroy.

Una pistola retumbó desde la dirección opuesta y una bala agujereó la pierna de Louis y se incrustó en un listón de la barandilla. Lo hice correr en la dirección del centelleo de la pistola, cargando la escopeta contra el pecho. Alguien corría por el oscuro vestíbulo delante de él y de pronto creó un enorme alboroto al tropezar y caerse. Louis se detuvo, descubrió una sombra menos oscura contra el fondo, levantó la escopeta. La figura rodó hacia el rectángulo negro de una puerta precisamente cuando Louis disparó. El brillo de la boca del arma mostró al chico que se llamaba Marvin desapareciendo mientras la puerta se astillaba.

Louis impulsó el arma, la extendió en la esquina y apretó el gatillo Nada. La cargó y disparó de nuevo. Nada. Le hice tirar el arma inútil en el momento en que la pistola centelleaba de nuevo y algo tocó a Louis con fuerza en la clavícula izquierda y le hizo girarse. Chocó contra una pared y se deslizó hacia el suelo mientras sacaba la pistola de cañón largo cuando caía. Hubo otro disparo, alto, que impactó en la pared un metro por encima de la cabeza de Louis. Lo ayudé cuidadosamente, muy cuidadosamente, llevándolo hacia el lugar de donde había venido el centelleo.

La pistola no se disparó. Louis buscaba el seguro, encontró una palanca, la empujó hacia abajo. Disparó dos veces hacia el rincón y después rodó hacia la izquierda sobre su brazo agarrotado intentando ponerse en pie.

Louis chocó contra alguien, sintió que perdía el aliento y oyó huir a los otros mientras los dos caían en el rincón. Por el tamaño del hombre, supe que era el sheriff. Levanté la pistola hasta que tocó su pecho.

Una luz explotó en nuestros ojos. Louis retrocedió y yo tuve una imagen congelada del sheriff disparando el flash electrónico de la cámara. Hubo un segundo flash, un tercero; Louis intentaba apartar los ecos azules de la retina, y yo lo hice volverse hacia la verdadera amenaza, la pistola, pero demasiado tarde; cuando nos girábamos e intentábamos ver a través de la neblina azul, el jefe de la pandilla estaba agachado con el pesado revólver asido con ambas manos y empezó a disparar.

No sentí ningún dolor pero sentí el impacto cuando la primera bala le dio a Louis en la ingle y la segunda, en el pecho, con el ruido de costillas astillándose. Aún habría podido seguir «usándolo» si la tercera bala no le hubiera impactado en plena cara.

Después se escuchó un ruido impetuoso y perdí el contacto. Por más veces que haya sentido la muerte de alguien al que estaba «usando», resulta siempre una experiencia inquietante, como ser cortado en medio de una conversación telefónica.

Reposé un momento, sentía a mi alrededor el silbido del calentador, la cara del muñeco de tamaño natural y los cuchicheos ahora audibles de las paredes de la habitación de los niños. «Melanie —decían—, Melanie, hay peligro. Escúchanos.»

Escuché, aunque dirigí mi atención hacia Vincent.

Los ruidos en la parte trasera de la casa casi habían cesado. La chica no tenía por dónde escaparse.

Sentí la oleada de adrenalina recorriendo el cuerpo poderoso de Vincent cuando se puso de pie, levantó la guadaña y caminó, con seguridad, silenciosamente, hacia la chica en la oscuridad.