Germantown, domingo 28 de diciembre de 1980
El domingo por la noche Tony Harod sólo se enteraba a medias de lo que Colben y Kepler decían mientras lo llevaban de vuelta al Chestnut Hills Inn. Harod estaba medio reclinado en el asiento trasero del coche y mantenía la bolsa de hielo sobre su cabeza. Su atención parecía centrarse, difuminarse con las sucesivas oleadas de dolor que bajaban y subían por su cabeza y cuello. No estaba seguro de por qué Joseph Kepler estaba allí y de dónde había venido.
—Bastante flojo —dijo Kepler.
—Sí —admitió Colben—, pero no me digas que no te gustó. ¿Viste la mirada de los pasajeros cuando el chófer del autobús lo destruyó?
Colben soltó una risa particularmente infantil.
—Ahora tienes tres civiles muertos, cinco heridos y un autobús destrozado para explicar.
—Haines se ocupa del asunto —dijo Colben—. No hay problema. Esta vez tenemos apoyo todo el camino hasta el final, ¿recuerdas?
—No puedo imaginar que a Barent le guste saberlo.
—Barent se puede ir a la mierda.
Harod gimió y abrió los ojos. Estaba oscuro; las calles, casi vacías. Cada rebote en los adoquines o las vías del tranvía enviaba espasmos de dolor hasta la base de su cráneo. Empezó a hablar, pero descubrió que su lengua parecía demasiado gruesa y torpe para funcionar. Decidió cerrar los ojos.
—… una parte importante fue mantenerles en el área segura —decía Colben.
—¿Y qué tal si no hubiéramos estado allá para apoyar?
—Estábamos allá. ¿Crees que le confiaría algo importante a ese cretino que está en el asiento trasero?
Harod conservaba los ojos cerrados y se preguntó de quién hablaban.
La voz de Kepler llegó de nuevo:
—¿Estás seguro de que ese par son «usados» por el viejo?
—¿Por Willi Borden? —dijo Colben—. No, pero estamos seguros de que el judío sí. Y estamos seguros de que estos dos estaban mezclados con el judío. Barent piensa que el alemán busca algo más que cargarse a Trask.
—Pero ¿por qué Borden se cargó a Trask?
Colben rió de nuevo.
—El viejo Nieman mandó a algunos de sus fontaneros a Alemania para eliminar a Borden. Acabaron en sacos de plástico, y ya has visto lo que le pasó a Trask.
—¿Y por qué está Borden aquí? ¿Para coger a la vieja?
—¿Quién demonios lo sabe? Todos esos tíos están locos.
—¿Sabes dónde está Borden?
—¿Crees que estaríamos husmeando por aquí si lo supiéramos? Barent dice que la Fuller es el mejor cebo que tenemos, pero estoy cansado de esperar. Cuesta mucho mantener a los polis locales y a las autoridades de la ciudad fuera de esto.
—Especialmente cuando utilizas autobuses municipales de la manera que lo haces —dijo Kepler.
—De la manera que lo hacemos —matizó Colben, y los dos hombres rieron.
María Chen miró sorprendida cuando Colben y un hombre al que ella no conocía dejaron a Harod en la sala de estar de la habitación del motel.
—Esta noche tu amo mordió más de lo que podía masticar —dijo Colben, soltando el brazo de Harod y dejando caer a éste en el sofá.
Harod intentó sentarse derecho en el borde del sofá, se tambaleó y cayó sobre los cojines.
—¿Qué ha pasado? —preguntó María Chen.
—Tony ha sido sorprendido en la habitación de una dama por un novio celoso —ironizó Colben.
—El médico del centro de operaciones le ha echado un vistazo —dijo el otro hombre, el que parecía una mezcla de Christopher Lee y Michael Rennie—. Sospecha que es una ligera conmoción cerebral, nada serio.
—Tenemos que volver —dijo Colben—. Ahora que tu señor Harod ha jodido su parte de la operación, tenemos la ciudad llena de problemas. —Señaló a María Chen—. Que esté en el remolque de mando a las diez de la mañana. ¿Entendido?
María Chen no dijo nada, mostró una expresión vacía. Colben gruñó como si estuviera satisfecho y los dos hombres salieron.
Harod recordaba sólo partes de esa noche. Recordaba haber vomitado repetidamente en el pequeño cuarto de baño, recordaba a María desnudándole con ternura, y recordaba las sábanas frías contra su piel. Alguien había aplicado paños fríos en su frente durante la noche. Se despertó una vez y encontró a María en la cama a su lado, su piel morena sólo cubierta por el sostén blanco y las bragas. Quiso abrazarla, sintió un mareo y cerró los ojos un rato más.
Harod se despertó a las siete de la mañana con una de las peores resacas de su vida. Alargó la mano hacia María Chen, no encontró a nadie a su lado y se incorporó con un gemido. Estaba sentado al borde de la cama y se preguntaba en qué motel de Sunset Strip estaba cuando recordó lo que había pasado.
—Oh, Dios —murmuró.
Tardó cuarenta y cinco minutos en ducharse y afeitarse. Estaba razonablemente seguro de que cualquier movimiento súbito haría que su cabeza cayera al suelo, y no estaba interesado en andar a gatas en la oscuridad para encontrarla.
María Chen entró ruidosamente justo cuando Harod entraba en la sala de estar con su bata rosa.
—Buenos días.
—Mierda.
—Hace una mañana muy bonita.
—Joder.
—Te he traído el desayuno de la cafetería. ¿Por qué no comemos algo?
—¿Por qué no te callas?
María Chen sonrió y puso las bolsas blancas con el desayuno al fondo de la habitación. Hurgó en el bolso y sacó la Browning automática.
—Tony, escucha. Voy a sugerir una vez más que desayunemos juntos. Si recibo otra obscenidad…, o la mínima sugestión de una respuesta malhumorada…, vaciaré el cargador sobre la nevera. Estoy segura de que el ruido no te ayudará a aclararte la cabeza.
Harod la miró.
—No te atreverías.
María Chen hizo retroceder el cargador, apuntó el arma hacia la nevera, cerró los ojos y ladeó la cabeza, preparada para disparar.
—¡Espera! —rogó Harod.
—¿Quieres desayunar conmigo?
Harod se llevó las dos manos a las sienes y se las frotó.
—Me encantaría —dijo por fin.
María había traído cuatro tazas de café tapadas y después de los huevos, con bacon y picadillo, tomaron un segundo café.
—Daría diez mil dólares por saber quién me pegó —dijo Harod.
María Chen puso ante Harod el talonario y la pluma Cross que él utilizaba para rubricar contratos.
—El personaje en cuestión es el sheriff Bobby Joe Gentry. Viene de Charleston. Barent cree que está aquí detrás de la chica, ésta está aquí detrás de Melanie Fuller y todos tienen algo que ver con Willi.
Harod dejó la taza y se limpió las salpicaduras de café con la solapa de la bata.
—¿Cómo demonios sabes eso?
—Joseph me lo contó.
—¿Y quién demonios es Joseph?
—Mmm… —murmuró María, y apuntó con un dedo a la nevera.
—¿Quién es Joseph?
—Joseph Kepler.
—Kepler. Creía que había soñado que estuvo aquí. ¿Qué caray hace Kepler aquí?
—El señor Barent lo envió ayer —dijo María Chen—. Él y el señor Colben estaban fuera del hotel ayer cuando los hombres de Haines enviaron el mensaje por radio diciendo que el sheriff y la chica se habían escapado. El señor Barent no quería que se marcharan. Fue el señor Colben quien utilizó primero el autobús.
—¿El qué?
María Chen se lo explicó.
—Jodidamente maravilloso —dijo Harod. Cerró los ojos y se masajeó el cuero cabelludo—. Ese maldito pasma me hizo un chichón del tamaño del ego de Warren Beatty. ¿Con qué demonios me pegó?
—Con el puño.
—¡No me digas!
—¡Si te digo!
Harod abrió los ojos.
—¿Y has sabido todo esto por esa almorrana hinchada del J. P. Kepler? ¿Has pasado la noche con él?
—Joseph y yo hemos ido a correr juntos esta mañana.
—¿Está aquí?
—Habitación 1010. Al lado de Haines y del señor Colben.
Harod se levantó, se equilibró y corrió hacia el cuarto de baño.
María Chen dijo:
—El señor Colben pidió que estuvieras en el remolque a las diez.
Harod sonrió, volvió para recoger la automática y espetó:
—Dile que se meta su remolque en el culo.
El teléfono sonó a las 10:13. A las 10:15:30 Tony Harod se sentó y alargó la mano hacia el aparato.
—¡Dígame!
—Harod, ven aquí inmediatamente.
—¿Eres tú?
—Sí.
—Vete a tomar por el culo.
María Chen respondió a la segunda llamada esa tarde. Harod acababa de vestirse para ir a cenar en el momento en que sonó el teléfono.
—Me parece que querrás responder, Tony —dijo ella.
Harod cogió el aparato.
—Sí, ¿qué pasa?
—Me parece que querrás ver esto —dijo Kepler.
—¿Qué?
—El sheriff que te hizo bailar el sábado ronda por aquí.
—¿Sí? ¿Dónde está?
—Ven al remolque y te lo mostraremos.
—¿No puedes mandarme un maldito coche?
—Uno de los agentes está en tu motel para traerte.
—Sí —dijo Harod—. Mira, no dejes que ese mierda se escape. Tengo que ajustar una cuenta con él.
—¡Entonces más vale que te des prisa! —exclamó Kepler.
Estaba oscuro y nevaba cuando Harod entró en el abigarrado centro de control. Kepler lo miró desde donde estaba inclinado sobre una de las pantallas de vídeo.
—Buenas noches, Tony; señorita Chen.
—¿Dónde cojones está ese pasma? —preguntó Harod.
Kepler apuntó a un monitor que mostraba la casa de Anne Bishop y una calle desierta.
—Fueron a Queen Lane, cerca del puesto de observación Grupo Azul hace unos veinte minutos.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sabemos. Los hombres de Colben no le han podido seguir.
—¿No le han podido seguir? —suspiró Harod—. Cielo santo. Colben debe de tener treinta o cuarenta agentes en la zona…
—Casi cien —interrumpió Kepler—. Washington ha mandado refuerzos esta mañana.
—Un centenar de jodidos agentes especiales y no consiguen seguirle la pista a un poli blanco y gordo en un gueto totalmente plagado de negritos.
Diversos hombres en las consolas lo miraron con desaprobación y Kepler indicó a Harod y María Chen que fueran el despacho de Colben. Cuando la puerta se cerró, Kepler dijo:
—El Grupo Oro recibió orden de seguir el sheriff y los chicos negros que estaban con él. Pero no ha podido ejecutar la orden porque su vehículo de vigilancia se averió temporalmente.
—¿Qué quiere decir eso?
—Alguien pinchó los neumáticos del falso camión AT&T donde estaban —dijo Kepler.
Harod rió.
—¿Por qué no los han seguido a pie?
Kepler se recostó en la silla de Colben y cruzó las manos sobre su voluminoso estómago.
—Primero, porque todos los hombres del Grupo Oro eran blancos y pensaron que serían demasiado visibles. Segundo, porque tenían orden de no abandonar el camión.
—¿Y eso por qué?
Kepler sonrió muy ligeramente.
—Es un mal barrio. Colben y los otros temían que se lo cargaran.
Harod rió a carcajadas. Por fin dijo:
—De todas formas ¿dónde está Colben?
Kepler señaló un receptor de radio en la consola en la pared norte del despacho, del que emanaba el ruido de corriente estática y un parloteo.
—Allá arriba, en su helicóptero.
—Imágenes, fotos —dijo Harod. Cruzó los brazos y frunció el ceño—. Quiero ver cómo es ese maldito sheriff.
Kepler pulsó el intercomunicador y habló en voz baja. Treinta segundos después un monitor de vídeo en la consola se iluminó y mostró a Gentry y a los otros caminando por la calle. Una lente de aumento de infrarrojos teñía la escena de una neblina verdusca, pero Harod pudo distinguir a Gentry entre los jóvenes negros. Números pálidos, códigos y un reloj digital se superponían en la pantalla.
—Voy a verlo de nuevo pronto —cuchicheó Harod.
—Tenemos otro grupo a pie, observando —dijo Kepler—. Y estamos seguros de que volverán al centro comunitario donde se reúne la pandilla.
De repente el monitor de radio empezó a graznar y Kepler aumentó el volumen. La voz de Charles Colben era casi un graznido de excitación.
—Jefe Rojo a Castillo. Jefe Rojo a Castillo. Tenemos un incendio en la calle cerca de CC-1. Repito, tenemos un…, negativo, son dos fuegos… en la calle cerca de CC-1.
—¿Qué es CC-1? —preguntó María Chen.
—Casa Comunitaria —aclaró Kepler cambiando de canal en el monitor—. La casa a la que me acabo de referir, el cuartel general de la pandilla.
El monitor mostró las llamas desde la distancia de media manzana. La cámara parecía filmar desde algún vehículo aparcado en la esquina. El equipo de infrarrojos transformaba los dos coches que ardían en hogueras de luz que manchaban toda la imagen hasta que alguien cambió las lentes. Entonces había todavía bastante luz y se podían distinguir varias siluetas que corrían desde la casa esgrimiendo armas. Kepler conectó la radio.
—… ah…, negativo, Jefe Rojo. Aquí Grupo Verde cerca de CC-1. No se avista al intruso.
—Bien, mierda —dijo la voz de Colben—, que Amarillo y Gris cubran el área. Púrpura, ¿tenéis a alguien viniendo del norte?
—Negativo, Jefe Rojo.
—Castillo, ¿has oído?
—Afirmativo, Jefe Rojo —declaró la voz aburrida del agente en el control del remolque.
—Que la furgoneta E-M que usamos ayer vaya hasta allá para apagar ese fuego antes de que la ciudad meta las narices.
—Afirmativo, Jefe Rojo.
—¿Qué es la furgoneta E-M? —preguntó Kepler.
—La Furgoneta de Emergencia Médica. Colben la trajo desde Nueva York. Es una de las razones por las que esta operación cuesta cuarenta mil dólares al día.
Harod sacudió la cabeza.
—Un centenar de polis federales. Un helicóptero. Furgonetas de emergencia. Para acorralar a dos viejos que ya ni siquiera tienen dientes.
—Quizá no —dijo Kepler, levantando los pies sobre la mesa de Colben y poniéndose cómodo—, pero por lo menos uno de ellos aún puede morder.
Harod y María Chen se giraron en sus sillas y se recostaron para ver el espectáculo.
El martes por la mañana Colben convocó una conferencia a las nueve a mil quinientos metros de altitud. Harod expresó su disgusto, pero subió al helicóptero. Kepler y María Chen se sonrieron, ambos aún ligeramente acalorados por la carrera de diez quilómetros por Chestnut Hill. Richard Haines se sentó en la silla del copiloto mientras el piloto neutral de Colben esperaba sin inmutarse detrás de sus gafas de aviador. Colben hizo girar su traspuntín y se volvió para encarar a los tres hombres que viajaban en el banco trasero mientras el helicóptero volaba hacia el sur, hacia el parque Fairmont, al este de la autopista, y después hacia el noroeste, de regreso a Germantown.
—Aún no sabemos el motivo de aquella pequeña lucha de la pandilla la noche pasada —dijo Colben—, con los negros disparándose entre sí. Quizás es algo en lo que están metidos Willi o la vieja. Pero el creciente índice de mortalidad por aquí debe de haber ayudado a Barent a decidirse. Nos ha dado vía libre. La operación va a empezar.
—Magnífico —dijo Harod—, porque me largo de aquí esta noche.
—Negativo —cortó Colben—. Tenemos cuarenta y ocho horas para sacar a tu amigo Willi de su madriguera. Después iremos tras de Melanie Fuller.
—Ni siquiera sabéis si Willi está aquí —protestó Harod—. Yo sigo pensando que está muerto.
Colben sacudió la cabeza y apuntó a Harod con un dedo.
—No, no. Sabes tan bien como nosotros que ese viejo hijoputa está aquí y prepara algo. No sabemos si la Fuller trabaja con él o no, pero el jueves por la mañana ya no tendrá importancia.
—¿Por qué esperar tanto? —preguntó Kepler—. Harod está aquí. Tu gente está lista para actuar.
Colben se encogió de hombros.
—Barent quiere usar al judío. Si Willi viene al cebo, nos ponemos en acción inmediatamente. Si no, borramos del mapa al judío, acabamos con la vieja y a ver lo que pasa.
—¿Qué judío? —preguntó Tony Harod.
—Uno de los viejos peleles de tu amigo Willi —dijo Colben—. Barent hizo con él uno de los trabajos baratos de condicionamiento y quiere soltarlo contra el viejo alemán.
—Deja de llamarlo «mi amigo» —protestó Harod.
—Claro —aceptó Colben—. ¿«Tu amo» suena mejor?
—Dejad eso —dijo Kepler fríamente—. Dile a Harod cuál es el plan.
Colben se inclinó y dijo algo al piloto. Quedaron suspendidos, inmóviles, a mil quinientos metros por encima de las geometrías grisáceas de Germantown.
—El jueves por la mañana aislaremos toda la zona —dijo Colben—. Nadie podrá entrar ni salir. Tendremos a la Fuller localizada con total precisión. Ella pasa la mayor parte del tiempo en esa choza de Grumblethorpe, en la avenida Germantown. Haines dirigirá un grupo táctico que forzará la entrada. Los agentes cuidarán de Anne Bishop y del chico que ella utiliza. Eso deja sola a Melanie Fuller. Será toda tuya, Tony.
Harod cruzó los brazos y miró las calles vacías.
—Y después, ¿qué?
—Después acabas con ella.
—¿Tan simple como eso?
—Tan simple como eso, Harod. Barent dice que tú puedes «usar» a cualquier persona que quieras. Pero tienes que hacerlo tú.
—¿Por qué yo?
—Cuotas, Harod. Cuotas.
—Suponía que querrías interrogarla.
Kepler habló:
—Pensábamos en eso, pero el señor Barent decidió que era más importante neutralizarla. Nuestro auténtico objetivo es obligar al viejo a salir de su madriguera.
Harod se mordió la uña del pulgar y miró los tejados abajo.
—¿Y si yo no consigo… acabar con ella?
Colben sonrió.
—Entonces nos la llevamos y el club sigue con un asiento vacante. Nadie lo lamentará, Harod.
—Pero aún tenemos al judío para intentarlo —dijo Kepler—. No sabemos qué resultado puede darnos.
—¿Cuándo será eso? —preguntó Harod.
Colben miró el reloj.
—Ya ha empezado —dijo. Hizo una señal para que el helicóptero descendiera—. ¿Quieres ver lo que pasa?