26

Germantown, lunes 29 de diciembre de 1980

Natalie vigiló a Rob durante todo el lunes. Tenía fiebre, estaba desorientado y, a veces, hablaba en sueños. Ella permaneció cerca de él durante la noche, cuidando de no rozar sus doloridas costillas o su vendada mano izquierda. Una vez, mientras dormía, él había alargado la mano derecha y le había acariciado suavemente el pelo.

Marvin Gayle no se había puesto muy contento cuando ella y Gentry habían aparecido ante la puerta de la Casa Comunitaria el domingo por la noche.

—¿Quién es este gordinflón, guapa? —había preguntado Marvin desde el peldaño más alto. Junto a él estaban Leroy y Calvin con escopetas de cañones recortados.

—Es el sheriff Rob Gentry —dijo Natalie, lamentando inmediatamente haberlo identificado como policía—. Está herido.

—Lo veo, guapa. ¿Por qué no lo llevas al hospital de los blancos?

—Vienen tras de nosotros, Marvin. Déjanos entrar. —Natalie sabía que si podía llegar hasta el carismático jefe de la pandilla juvenil, él la escucharía. Había pasado la mayor parte del fin de semana en la Casa Comunitaria. Estaba allí el sábado por la noche cuando se supo que Monk y Lionel habían sido asesinados. A petición de Marvin había ido con ellos para fotografiar los cuerpos mutilados. Después se había tambaleado hacia la esquina para recuperarse del mareo en la oscuridad. Sólo más tarde, Marvin le había dicho que Monk llevaba una copia de la foto de Melanie Fuller para mostrársela a los miembros inactivos del barrio e intentar descubrir a la vieja. La foto había desaparecido cuando registraron los cadáveres. A Natalie se le había erizado la piel cuando lo supo.

Sorprendentemente, ni la policía ni los medios de información reaccionaron ante los asesinatos. No había testigos, salvo George, el chico de quince años que había logrado escapar, y George no se lo había contado a nadie excepto al Alma de la Fábrica. La pandilla lo mantuvo en secreto. Los dos cuerpos mutilados fueron envueltos en cortinas de baño y guardados en un frigorífico en el sótano de la casa de Louis Taylor. Monk vivía solo en un edificio abandonado cerca de la calle Pastorius. Lionel vivía con su madre en Bringhurst, pero la vieja estaba la mayor parte del tiempo atontada por el alcohol y no lo echaría de menos en muchos días.

—Primero liquidaremos al hijoputa ese que hizo esto, después se lo contaremos a la pasma y a la gente de la televisión —dijo Marvin ese sábado por la noche—. Si lo contamos ahora, no habrá espacio suficiente para andar por aquí.

La pandilla había obedecido. Natalie se había quedado con ellos hasta la tarde del domingo, repitiéndoles su descripción resumida de los poderes de Melanie Fuller una y otra vez, después escuchando sus planes de batalla: encontrarían a la Fuller y al «hijoputa ese» y los matarían.

El domingo por la noche, con la nieve cayendo pesadamente estaba en la acera intentando aguantar el bulto semiconsciente de Rob Gentry y suplicaba:

—Vienen tras de nosotros.

Marvin hizo un movimiento con la mano izquierda. Louis, Leroy y un miembro de la pandilla al que Natalie no reconoció saltaron desde el pórtico y desaparecieron en la noche.

—¿Quién te persigue, guapa?

—No lo sé. Gente.

—¿Son como el monstruo hijoputa?

—Sí.

—¿La misma vieja es la responsable?

—Quizá. No lo sé. Pero Rob está herido. Nos persiguen. Déjanos entrar. Por favor.

Marvin la miró con aquellos hermosos y fríos ojos azules y después se apartó y les hizo señas para que entraran. Fue necesario llevar a Gentry hasta un colchón en el sótano.

Natalie había insistido en llamar a un médico o a una ambulancia, pero Marvin sacudió la cabeza.

—No, no, guapa. Tenemos dos muertos de los que no queremos informar a nadie hasta que encontremos a la «Dama Vudú». Ni pensar en estropearlo todo a causa de tu amigo herido. Llamaré a Jackson.

Jackson era el hermanastro de George, un hombre de treinta años, callado, calvo, competente, que había sido enfermero en Vietnam y que había terminado dos años y medio de medicina antes de dejarlo. Llegó con una mochila llena de vendajes, jeringuillas y drogas.

—Dos costillas rotas —dijo en voz baja después de inspeccionar a Gentry—. Un corte profundo aquí, pero no ha sido eso lo que le ha roto las costillas. Un centímetro más abajo, dos centímetros más hondo y estaría muerto. También le han mordido la mano. Posible conmoción cerebral. No puedo saber si es grave sin rayos X. Dejad espacio, por favor, para que pueda curarlo.

Empezó por restañar la sangre, limpiar y vendar los cortes más profundos y los desgarrones, vendar las costillas quebradas y ponerle una inyección por la mordedura que casi le había cortado la membrana de su mano izquierda. Después quebró una cápsula bajo la nariz de Gentry y el sheriff volvió en sí casi inmediatamente.

—¿Cuántos dedos?

—Tres —dijo Gentry—. ¿Dónde estoy?

Hablaron durante algunos minutos, lo suficiente para que Jackson decidiera que no era una conmoción cerebral grave, después le puso otra inyección y le permitió que volviera a dormir.

—Se pondrá bien. Pasaré otra vez mañana.

—¿Por qué no acabó medicina? —preguntó Natalie, ruborizándose por su curiosidad.

Jackson se encogió de hombros.

—Mucha mierda. Preferí volver aquí. Despiértalo cada dos horas.

Ella despertó a Gentry cada noventa minutos en el rincón con cortinas del sótano donde Marvin les había dejado dormir. El reloj de Natalie marcaba las 4.38 cuando lo despertó por última vez y él le acarició suavemente el pelo.

—Una panda de gente extraña por los alrededores —dijo Leroy.

Una docena de miembros de la pandilla estaban sentados en torno a la mesa de la cocina, sobre el mostrador o apoyados en los armarios y paredes. Gentry había dormido hasta las dos de la tarde y se había despertado hambriento. A las cuatro se reunieron para discutir los planes de batalla y Gentry aún comía, mordisqueaba la comida china que le había encargado a uno de los chicos. Natalie era la única mujer presente, además de la silenciosa chica de Marvin, Kara.

—¿Qué tipo de gente extraña? —preguntó Gentry con la boca llena de cerdo agridulce.

Leroy miró a Marvin, recibió un meneo de cabeza y dijo:

—Policías blancos muy extraños. Pasmas. Como tú, hombre.

—¿De uniforme? —preguntó Gentry. Estaba de pie en un rincón y sus vendajes le hacían parecer aún más pesado.

—Mierda, no —dijo Leroy—. Van de paisano. Auténticos hijoputas. Pantalones negros, cazadoras, zapatos puntiagudos Florsheim. Hijoputas paseándose por el barrio.

—¿Dónde están?

Marvin respondió:

—Por todas partes, tío. Un par de furgonetas en cada punta de Bringhurst. Un falso camión de teléfonos en el callejón entre Green y Queen hace dos días. Doce cabrones en cuatro coches sin marca entre Church y aquí. Un puñado en el segundo piso de algunas casas de Queen y Germantown.

—¿Cuántos en total? —preguntó Gentry.

—Unos cuarenta. Quizá cincuenta.

—¿Haciendo turnos de ocho horas?

—Sí, los hijoputas se creen que son invisibles, sentados allí fuera cerca de la lavandería automática de Ashmead. Es el único garito en el bloque. Fichando a entrada y salida como si trabajaran en los jodidos Aceros Bethelehem, tío. Uno de los cabrones no hace más que correr a comprarles donuts.

—¿Policía de Filadelfia?

El chico alto y delgado que se llamaba Calvin rió.

—Mierda, no, tío. Los locales usan esos trajes Banlon, calcetines blancos, zapatos «ortopédicos»…, toda esa mierda cuando están de guardia.

—Además —añadió Marvin—, hay demasiados. Toda la gente de Vicio y Homicidios y Narcóticos con los polis nuevos no llegarían a los cincuenta que hay en las calles. Deben de ser federales de Narcóticos o algo parecido.

—O del FBI —dijo Gentry. Se frotó distraídamente la sien izquierda. Natalie se dio cuenta de la ligera mueca de dolor.

—Sí. —Los ojos de Marvin perdieron su brillo intenso durante algunos minutos mientras perseguía un pensamiento—. Podría ser. No lo entiendo, tío. ¿Por qué tantos? Yo pensé, mira, quizá buscan a los asesinos de Zig y Muhammed y los otros, pero les importa un carajo quién jodió a unos cuantos negros. A menos que busquen a la «Dama Vudú» y al monstruo ese. ¿Puede ser, guapa?

—Puede ser —dijo Natalie—. Pero es más complicado…

—¿Cómo?

Gentry se dirigió a la mesa con la parte superior del cuerpo rígida. Puso la mano vendada sobre la mesa.

—Hay otros con el… poder vudú —dijo el sheriff—. Hay un hombre que es posible que se oculte en la ciudad. Otros en cargos importantes tienen el mismo poder. Hay una especie de guerra.

—Hombre, me gusta cómo hablas —resopló Leroy, e imitó el tono lento y suave de Gentry—. Haay uuna espeecie de gueerra.

—Yo también encuentro tu dialecto agradable —contraatacó Gentry.

Leroy se levantó, amenazante.

—¿Qué cojones dices, tío?

—Dice que te calles, Leroy —interrumpió Marvin—. Cállate. —Se inclinó para mirar a Gentry—. Bien, señor sheriff, dime una cosa…, ese hombre escondido, ¿es blanco?

—Sí.

—¿Los pasmas lo quieren coger, los blancos?

—Sí.

—Puede haber otros polis metidos en esto. ¿Son blancos?

—Ajá.

—¿Todos buscan a la «Dama Vudú» y a su monstruo hijoputa?

—Sí.

Marvin suspiró.

—Ya veo. —Hurgó en el bolsillo de su chaqueta, sacó la Ruger de Gentry y la puso sobre la mesa con un seco «clac»—. Un buen hierro tiene aquí, señor sheriff. ¿Nunca ha pensado en ponerle balas?

Gentry no cogió el arma.

—Tengo más balas en la maleta.

—¿Y dónde está tu maleta, amigo? Si está en el Pinto aplastado, ya no hay maleta.

—Marvin fue a recoger mi maleta al callejón —dijo Natalie—. Había desaparecido. Como los restos de tu coche alquilado. Como el autobús.

—¿El autobús? —Las cejas de Gentry subieron tan alto que hizo una mueca y se cogió la cabeza—. ¿Que el autobús ha desaparecido? ¿Cuándo has ido allá?

—Después de seis horas del jaleo —dijo Leroy.

—Tenemos que aceptar su palabra de que fuisteis perseguidos por un autobús municipal —dijo Marvin—. Ella dice que tuviste que disparar y «matarlo». Quizá se arrastró y fue a morir en los arbustos, señor sheriff.

—Seis horas —dijo Gentry. Se inclinó contra la nevera para apoyarse—. ¿Y las noticias? En este momento debería estar en las primeras páginas.

—No ha habido noticias —dijo Natalie—. No ha habido cobertura por televisión. Ni siquiera una pequeña reseña local en las páginas interiores del Philadelphia Inquirer.

—Jesús —dijo Gentry—. Esos tíos deben de tener unas relaciones increíbles para poder tapar el asunto tan deprisa. Deben de haber sido…, ¡si al menos cuatro personas han muerto!

—Sí, hombre, y se mearon en la SEPTA —dijo Calvin refiriéndose al ente público de transportes—. No te recomiendo que te ocupes del tránsito mientras estés aquí. Destrozar sus autobuses es realmente mearse en la SEPTA.

Calvin rió tanto que casi se cayó de la silla.

—Entonces, ¿dónde está tu maleta, macho? —preguntó Marvin.

Gentry se estremeció.

—La dejé en el Chelten Arms. Habitación 310. Pero sólo pagué una noche. En este momento ya la habrán sacado de allí.

Marvin se giró en su silla.

—Taylor, tú trabajas en el viejo Chelten Arms. ¿Puedes entrar en su depósito?

—Claro, tío.

Taylor era un chico de diecisiete o dieciocho años con la cara cruzada de cicatrices oscuras.

—Puede ser peligroso —dijo Gentry—. Puede no estar allá, y si está, probablemente la vigilan.

—¿Los puercos vudú? —preguntó Marvin.

—Entre otros.

—Taylor —dijo Marvin.

Era una orden. El chico sonrió, saltó al suelo y se marchó.

—Tenemos otras cosas que discutir —añadió Marvin—. Los blancos pueden esperar.

Natalie y Gentry estaban en el pequeño pórtico trasero de la Casa Comunitaria y contemplaban cómo la grisácea luz invernal se transformaba en oscuridad nocturna. Ante ellos tenían un gran solar lleno de montones de ladrillos rotos, cubiertos de nieve, y la parte trasera de dos edificios de apartamentos condenados. El brillo de las lámparas de queroseno a través de varias ventanas sucias evidenciaba que el edificio aún estaba ocupado. Hacía mucho frío. Aún se veían algunos copos de nieve alrededor de la farola intacta media manzana más adelante.

—¿Nos quedamos aquí? —preguntó Natalie.

Gentry la miró. Sólo su cabeza era visible fuera de la manta del ejército que se había echado sobre los hombros.

—Por esta noche no tiene sentido hacer otra cosa —dijo—. Quizá no estemos entre amigos, pero tenemos un enemigo común.

—Marvin Gaule es listo —dijo Natalie.

—Como un azote —estuvo de acuerdo Gentry.

—¿Por qué crees que está derrochando su vida con una pandilla?

Gentry miró el sucio crepúsculo.

—Cuando yo estudiaba en Chicago, trabajé con las pandillas de allá. Algunos de sus jefes eran idiotas, uno era un psicópata, pero la mayor parte eran chicos listos. Pon a una personalidad alfa en un sistema cerrado y subirá a la cima de ese sistema. En un lugar como éste, la cima es el liderato de la pandilla local.

—¿Qué es una personalidad alfa?

Gentry rió, pero paró inmediatamente, y, azuzado por el dolor, se tocó las costillas.

—Los estudiosos del comportamiento animal buscan la ley del más fuerte, el dominio del grupo, y llaman al carnero dominante, o pájaro o lobo o lo que sea, el macho alfa. No quiero ser sexista y por eso me refiero a ello en términos de personalidad. A veces creo que la discriminación y otras estúpidas barreras sociales producen un número desmesurado de personalidades alfa. Quizá sea una especie de selección natural mediante la cual los grupos étnicos y culturales marginados afirman sus posiciones en el seno de sociedades injustas.

Natalie alargó la mano y tocó el brazo de Gentry a través de la manta.

—Sabes, Rob, para ser un sheriff tienes algunas ideas interesantes.

Gentry la miró.

—Pero no muy originales. Saul Laski discutió algo semejante en su libro Patología de la violencia. Hablaba de cómo sociedades oprimidas y a veces poco prometedoras tienden a producir increíbles guerreros cuando la supervivencia nacional o cultural depende de eso…, una especie de personalidades alfa especializadas. Incluso Hitler encaja en esta descripción de una manera enferma, pervertida.

Un copo de nieve cayó sobre el párpado de Natalie. Ella lo apartó parpadeando.

—¿Crees que Saul está aún vivo?

—La lógica dice que no debería de estarlo —respondió Gentry. Había referido a Natalie la que había pasado durante los últimos días en una larga conversación después de haberse despertado esa tarde. Ahora tiró con fuerza de la manta para taparse mejor y reposó su mano vendada en la barandilla astillada del pórtico—. Pero —prosiguió— algo me hace pensar que aún está vivo.

—¿Y alguien le retiene?

—Sí. A menos que pudiera desaparecer del todo. Pero nos habría avisado.

—¿Cómo? —preguntó Natalie—. Tú y yo dejamos recados en tu contestador y alguien los borró. ¿Cómo podría dejarlos Saul si nosotros no pudimos? Especialmente si está escondido.

—Es cierto —dijo Gentry. Natalie se estremeció. Gentry se acercó a ella y la cubrió con la manta—. ¿Piensas en ayer? —preguntó.

Ella asintió con la cabeza. Cada vez que empezaba a sentirse un poco segura, alguna parte de ella recordaba la sensación de la mente de Anthony Harod en su cabeza y todo su cuerpo se estremecía como si recordara una brutal violación. Había sido una brutal violación.

—Ya ha pasado —dijo él—. No te cogerán de nuevo.

—Pero aún están ahí fuera —murmuró Natalie.

—Sí. Y ése es otro motivo por el cual no debemos intentar salir de Filadelfia esta noche.

—¿Y continúas pensando que no fue… Harod… quien mandó el autobús…, quien nos persiguió?

—No veo cómo podría ser él —dijo Gentry—. El hombre estaba inconsciente cuando nos fuimos. Podría haber vuelto en si diez minutos después, pero no estaría en condiciones de hacer gimnasia mental. Además, ¿no dices que tuviste la impresión de que él usaba su… poder vudú… sólo en mujeres?

—Sí, pero es sólo una impresión que tuve cuando él…, cuando él estaba…

—Confía en la impresión —dijo Gentry—. Quienquiera que utilizaba a aquella gente la noche pasada usaba hombres también.

—Si no era Anthony Harod, ¿quién era?

Estaba oscuro ahora. Se oyó una sirena. La farola, las ventanas poco iluminadas, el reflejo en las nubes bajas de las numerosas lámparas de vapor de mercurio, todo le parecía irreal a Natalie, como si la luz no pudiese existir entre los montones de ladrillos sucios, metal oxidado y oscuridad.

—No lo sé —dijo Gentry—. Pero sé que nuestra tarea ahora es ponernos en cuclillas y sobrevivir. La única cosa buena de ayer es que ahora que he pensado en ello estoy casi seguro de que quienquiera que nos perseguía quería retenernos aquí, pero no quería matarnos…, o por lo menos no quería matarte.

La boca de Natalie se abrió con sorpresa.

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Mira lo que han hecho! El autobús…, aquella gente…, mira lo que te hicieron.

—Sí —dijo Gentry—, pero piensa que podrían haberlo hecho de una manera mucho más simple.

—¿Cómo?

Al formular la pregunta, Natalie ya había comprendido lo que Rob quería decir.

—Si podían vernos para perseguirnos —dijo Gentry—, podían vernos para controlamos físicamente. Yo tenía un arma. Podían haber hecho que la usara contra ti y después, contra mí.

Natalie se estremeció bajo la manta. Gentry pasó el brazo derecho alrededor de ella.

—¿Entonces crees que realmente no querían matarnos?

—Es una posibilidad —dijo Gentry, y se calló bruscamente.

Natalie sintió que él no quería continuar la frase.

—¿Cuál es la otra? —inquirió.

Gentry frunció los labios y después sonrió levemente.

—La otra posibilidad, que también encaja, es que se sienten tan seguros que se están divirtiendo un poco con nosotros.

Natalie dio un salto cuando la puerta se abrió de repente. Era Leroy.

—Eh, Marvin dice que vengáis. Taylor ha vuelto y tiene tu maleta, tío. Louis también ha vuelto y trae buenas noticias. Él y George y los otros saben dónde vive la misma «Dama Vudú» y esperaron que durmiera para joderla, tío. Y al monstruo hijoputa también.

El corazón de Natalie palpitó violentamente.

—¿Qué significa eso?

Leroy le sonrió.

—Los han matado, tía. Louis le cortó la garganta a la vieja «Dama Vudú» mientras dormía. George y Setch machacaron al monstruo hijoputa con los cuchillos. Diez, doce veces, tío. Lo hicieron mierda, tío. Ese cabrón no volverá a matar a nadie más del Alma de la Fábrica.

Natalie y Gentry se miraron y siguieron a Leroy hacia una casa llena de ruidos de celebración.

Louis Solarz era pesado y de piel clara, con grandes y expresivos ojos. Estaba sentado a la cabecera de la mesa de la cocina, mientras Kara y otra chica le ponían una venda en la garganta. La pechera de la camisa amarilla del chico estaba moteado de sangre.

—¿Qué te ha pasado en la garganta, tío? —preguntó Marvin. El jefe de la pandilla acababa de bajar—. Pensaba que habías dicho que le cortaste la garganta a él.

Louis asintió con la cabeza, excitado, intentó hablar, sólo consiguió graznar, y empezó de nuevo con un murmullo ronco.

—Sí, lo he hecho. El monstruo hijoputa me cortó antes de poderlo matar.

Kara apartó las manos de Louis del corte y colocó la venda. Marvin se inclinó sobre la mesa.

—No lo entiendo, tío. Dices que mataste a la «Dama Vudú» mientras dormía, pero el monstruo hijoputa ha tenido tiempo de cortarte. ¿Dónde caray están George y Setch?

—Todavía están allá, tío.

—¿Están bien?

—Sí, están bien. George quiere cortarle la cabeza al monstruo hijoputa, pero Setch dice que espere.

—¿Que espere qué? —dijo Marvin.

—Que te espere a ti, tío.

Natalie y Gentry estaban cerca de la retaguardia de la multitud. Ella miró a Rob con una ojeada interrogativa. Él se encogió de hombros bajo la manta.

Marvin cruzó los brazos y suspiro.

—Bien, cuéntalo todo de nuevo, Louis. Todo.

Louis tocó su garganta vendada.

—Esto duele.

—Cuenta —ordenó Marvin.

—Muy bien, muy bien. George, Setch y yo fuimos a hablar con gente como nos dijiste y pensamos que ya era hora de volver, porque nadie había visto nada, ¿sabes? Entonces, estábamos en Germantown cuando la vimos salir de aquel almacén en la esquina de Wister.

—¿La charcutería de Sam? —preguntó Marvin.

—Sí, ése —dijo Louis, y sonrió—. Era la misma «Dama Vudú» en persona.

—¿La reconociste por mi foto? —preguntó Natalie. Todos se volvieron para mirarla y Louis le echó una mirada larga, extraña. Natalie se preguntó si las mujeres debían estar calladas en una reunión de la pandilla. Se aclaró la garganta y repitió—: ¿Mi foto ayudó?

—Sí, claro —dijo Louis con voz ronca—. Pero el monstruo hijoputa también la tiene.

—¿Estás seguro que era él?

—Sí, seguro —dijo Louis—. Y George le había visto antes, se acuerda. Un tío delgado. Pelo largo, mugriento. Ojos extraños. ¿Cuántos tíos como éste andan con una vieja? Son inconfundibles: la «Dama Vudú» y el monstruo hijoputa.

Hubo una carcajada general. Natalie pensó que era el tipo de risa que alivia la inquietud.

—Continúa —ordenó Marvin.

—Los seguimos, tío. Entran en una casa vieja. Los seguimos. Setch dice que a por ellos, pero yo digo que a ver qué pasa. George se sube a un árbol junto a la casa y ve a la «Dama Vudú» durmiendo. Yo digo: a por ellos. Setch dice: de acuerdo, abre la cerradura; entramos.

—¿Dónde está la casa? —preguntó Marvin.

—Te la mostraré, tío.

—Dímelo —ordenó Marvin, y cogió a Louis por el cuello.

El chico lloriqueó y se protegió la garganta.

—En Queen Lane, tío. No lejos de la avenida. Te la muestro, tío. Setch y George nos esperan.

—Acaba —dijo Marvin en voz baja.

—Entramos muy callados —explicó Louis—. Son sólo las cuatro, ¿sabes? Pero la «Dama Vudú» duerme arriba en una habitación llena de muñecas…

—¿Muñecas?

—Sí, como el cuarto de una niña, ¿sabes? Pero no está realmente durmiendo, sino como drogada, ¿sabes?

—En trance —intervino Natalie.

Louis la miró.

—Sí, eso.

—Y después, ¿qué? —preguntó George.

Louis sonrió a la concurrencia.

—Después le corté la garganta, tío.

—¿Está muerta? —preguntó Leroy.

La sonrisa de Louis se hizo más amplia.

—Oh, sí. Está muerta.

—¿Y el monstruo hijoputa? —preguntó Marvin.

—Setch, George y yo lo encontramos en la cocina. Estaba afilando aquella gran hoja curva.

Natalie intervino de nuevo:

—¿La guadaña?

—Sí —dijo Louis—. Y tenía un cuchillo, ¿sabes? Fue con eso que me cortó cuando se lo quitamos. Después Setch y George lo machacaron. Le cortaron la garganta.

—¿Está muerto?

—Sí.

—¿Estás seguro?

—Joder, claro que estoy seguro. ¿Te crees que no sé cuándo alguien está muerto, tío?

Marvin miró a Louis. Había un brillo extraño en los ojos del jefe de la pandilla.

—Ese monstruo mató a cinco buenos hermanos, Louis. ¿Cómo es que tú y Setch y el pequeño George lo habéis tenido tan fácil?

Louis se encogió de hombros.

—No lo sé, macho. Cuando la «Dama Vudú» la ha palmado, el monstruo ha dejado de ser monstruo. Era sólo un chiquillo blanco. Lloraba cuando Setch le cortó la garganta.

Marvin meneó la cabeza.

—No sé, tío. Me parece demasiado fácil. ¿Y la pasma?

Louis miro.

—Eh, macho —dijo por fin—. Setch dijo que te lleve enseguida. ¿Quieres verlos o no?

—Sí —dijo Marvin—. Sí.

—No irás —dijo Gentry.

—¿Qué quieres decir con que no iré? —protestó Natalie—. Marvin quiere fotos.

—No me importa lo que quiera Marvin —dijo Gentry—. Te quedarás aquí.

Estaban en el segundo piso, en la habitación con cortinas. Todos los miembros de la pandilla estaban abajo. Gentry había subido su maleta y se estaba poniendo los pantalones de pana y un jersey. Natalie vio que la sangre había empapado los vendajes de las costillas.

—Estás herido —dijo ella—. Tampoco deberías ir.

—Tengo que comprobar que la Fuller está muerta.

—Yo también quiero verlo…

—No. —Gentry se puso un chaleco sobre el jersey y se volvió hacia ella—. Natalie… —Levantó una mano enorme y le acarició la mejilla—. Por favor. Tú…

Natalie lo abrazó tiernamente, con cuidado para no hacerle daño. Levantó la cara para besarle. Después, recostando la cabeza contra la lana, cuchicheó:

—Eres muy importante para mí, Rob.

—Muy bien. Volveré en cuanto sepa que pasa.

—Pero las fotos…

—Usaré tu Nikon, ¿de acuerdo?

—Muy bien, pero no me siento bien por…

—Mira —dijo Gentry, y adoptó su voz más cansina—, este Marvin no es tonto. No correrá riesgos.

—Tampoco los corras tú.

—No, señora.

La abrazó para un beso largo, que le hizo olvidarse de sus costillas.

Natalie vio cómo el grupo se marchaba desde la ventana del segundo piso. Con Louis fueron Marvin; Leroy; el joven alto que se llamaba Calvin; un miembro de la pandilla llamado Trout, más viejo, de cara triste; unos gemelos que Natalie no conocía, y Jackson. El ex enfermero había aparecido justo cuando la expedición partía. Todos iban armados, salvo Louis, Gentry y Jackson. Calvin y Leroy llevaban escopetas de cañones recortados bajo sus abrigos amplios. Trout, una 22 de cañón largo, y los gemelos, pequeñas pistolas de aspecto barato que Rob había designado como «especiales de sábado por la noche». Gentry había pedido la Ruger a Marvin, pero el jefe de la pandilla se había reído, acabó de cargar la pesada arma y se la metió en el bolsillo de su propia chaqueta militar. Gentry miró arriba e hizo un gesto a Natalie con la Nikon antes de irse.

Natalie se sentó en el colchón del rincón y luchó contra el deseo de llorar. Pasó revista a todas las posibilidades y permutaciones que le rondaban por la cabeza.

Si Melanie Fuller estaba muerta, quizá pudieran marcharse. Quizá. Porque, ¿y la bofia de la que Rob había hablado? ¿Y el oberst?

¿Y Anthony Harod? Natalie se sintió mal cuando pensó en ese hijo de puta con ojos de lagarto. El recuerdo del miedo y del odio a las mujeres que había sentido durante aquellos pocos minutos bajo su control hizo que su estómago se revolviera. Deseó haberle dado un puntapié en su fea cara cuando tuvo la oportunidad.

Un ruido en la escalera la hizo ponerse de pie.

Alguien aparecía en la luz débil del rellano. En el segundo piso sólo estaba ella. Taylor estaba de guardia, algunos de los miembros de la pandilla habían ido a llamar a otros. Natalie oyó risas en el primer piso. La persona del rellano se movió vacilante hacia la luz y Natalie entrevió una mano blanca y una cara pálida.

Miró alrededor rápidamente. No habían quedado armas allí. Corrió hacia la mesa de billar muy iluminada bajo una única lámpara colgada, cogió un taco y lo balanceó un poco para probar su peso. Lo cogió con ambas manos y preguntó.

—¿Quién hay ahí?

—Sólo yo. —Bill Woods, el sacerdote que según cabía suponer dirigía la Casa Comunitaria, surgió a la luz—. Lo siento si la he asustado.

Natalie se relajó, pero no dejó el taco.

—Creía que se había marchado.

Aquel hombre de aspecto frágil se inclinó sobre la mesa para jugar con la bola blanca.

—Oh, he estado entrando y saliendo toda la tarde. ¿Sabe adónde han ido Marvin y los otros chicos?

—No.

Woods meneó la cabeza y se ajustó las gafas.

—Es terrible la discriminación y explotación que estos chicos sufren. ¿Sabía que el paro entre los adolescentes negros en esta zona es superior al noventa por ciento?

—No —dijo Natalie. Se había movido alrededor de la mesa apartándose de aquel hombre delgado, apasionado, pero no sentía nada en él salvo un deseo ardiente de comunicación.

—Oh, sí —dijo Woods—. Las tiendas y los almacenes de la avenida son propiedad exclusiva de blancos. Principalmente judíos, que ya no viven aquí, pero continúan controlando el comercio. Nada nuevo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Natalie. Se preguntó si Rob y el grupo ya estarían allá. Si la mujer muerta no era Melanie Fuller, ¿qué haría Rob?

—Los judíos, digo —respondió Woods. Se subió al borde de la mesa de billar y se bajó la pernera del pantalón. Se acarició su pequeño bigote, una remilgada línea negra que parecía una oruga nerviosa sobre su labio superior—. Hay una larga historia de los judíos como explotadores de los desvalidos en las ciudades americanas. Usted es negra, señorita Preston. Debe de entenderlo implícitamente.

—No sé de qué caray me habla —dio Natalie justo cuando una explosión sacudió la parte delantera de la casa.

—¡Dios mío! —gritó Woods mientras Natalie corría hacia una de las ventanas.

Dos coches abandonados en la esquina ardían. Las llamas llegaban a nueve metros de altura e iluminaban los solares, las casas abandonadas al otro lado, y el terraplén del ferrocarril al norte. Una docena de miembros de la pandilla corrían hacia la acera, gritando y esgrimiendo escopetas y otras armas.

—Será mejor que vuelva al Centro de la Juventud y llame a los bomberos —dijo Woods—. El teléfono no funcionaba cuando…

Natalie se volvió para ver por qué el sacerdote había dejado de hablar. Woods miraba algo en el rellano, justo en el borde del círculo de luz.

Era joven y delgado, casi cadavérico, con una chaqueta militar rasgada y sucia. Sus mejillas demacradas brillaban, blancas y largas; su pelo enredado le caía sobre unos ojos tan profundos que parecían brillar desde pozos en su cara. Tenía la boca muy abierta y Natalie pudo ver un trozo de lengua moviéndose como un ser pequeño, rosado, mutilado, en un agujero oscuro. Llevaba una guadaña más alta que él y cuando avanzó, su sombra dio un salto de tres metros en la pared manchada y estucada.

—Usted no es de aquí —empezó el reverendo Bill Woods. La guadaña silbó cuando termino su arco. La cabeza de Woods no fue completamente seccionada. Harapos de tejido y una tira de médula espinal la conectaban al cuerpo que cayó lentamente sobre ella. Se escuchó un ruido sordo y la sangre se desbordó sobre el tapete verde de la mesa de billar y entró en uno de los agujeros. Aquella figura callada, de pelo largo, arrancó la guadaña del cuerpo y se volvió hacia Natalie.

Cuando Woods decía sus últimas y absurdas palabras, Natalie usaba ya el taco de billar para romper el cristal de la ventana. Había barras de metal en todas las ventanas. Gritó lo más alto que pudo y la histeria que notó en sus gritos la sorprendió, la hizo recuperar la consciencia. Las llamas y los gritos de fuera tapaban los suyos. Nadie miró.

Natalie giró el taco para que la punta más gruesa fuera la punta de lanza y corrió hacia la mesa. La cosa con la guadaña se acercó por la derecha; Natalie corrió hacia la izquierda, conservando la mesa entre ellos, como parapeto mirando hacia la escalera. No había manera de poder llegar hasta allí a tiempo. Sentía las piernas flojas, amenazando dejarla caer en el suelo. Natalie gritó, pidió ayuda, balanceó el pesado taco, sintiendo que la adrenalina empezaba a correr vertiginosamente por sus venas. La pesadilla de pelo largo corrió rápidamente hacia su derecha. Natalie cambió de dirección, conservando la mesa entre ellos, acercándose un poco a la escalera. La cosa levantó la guadaña, rompió la pantalla de cristal de la bombilla colgada, que empezó a balancearse.

Se oía el ruido de agua chapoteando. Natalie miró y vio que era la sangre que aún manaba del cuello del cadáver sobre la mesa de billar. Mientras ella miraba, el ruido cesó. La bamboleante luz lanzaba increíbles sombras sobre la pared y hacía que el rojo y el verde de la sangre y el tapete se convirtiesen en negro y gris a cada vaivén. Natalie gritó justo cuando la cosa al otro lado de la mesa saltó, pareció volar sobre la mesa de billar y bajó la guadaña en un gesto amplio.

Ella saltó bajo la hoja, al tiempo que giraba el taco y lo empuñaba como una lanza, sintiendo que la punta se hundía en la chaqueta de la cosa cuando se precipitó sobre ella. La base del taco golpeó en el suelo cuando ella se agachó en una rodilla y la punta actuó como palanca, haciendo pasar a la figura sobre ella.

Cayó de espaldas con un ruido sordo y balanceó la guadaña hacia sus piernas rápidamente, con la hoja traqueteando por las tablas. Natalie dio un salto y escapó a la hoja por medio metro; corrió hacia la escalera cuando la sombra rodaba a sus pies.

Le lanzó el taco, sintió que le golpeaba y no esperó a ver el resultado. Natalie bajó por la escalera saltando los peldaños de tres en tres. Pasos pesados sonaron detrás de ella.

Entró en el vestíbulo, empujó a Kara a la entrada de la cocina y siguió corriendo.

—¿Adónde vas, chica? —gritó Kara.

—¡Huye!

El mando de la guadaña entró por la puerta de la cocina y cogió a Kara entre los ojos. La chica cayó sin un sonido, su cabeza golpeó contra la base del horno. Natalie atravesó la puerta trasera, saltó la barandilla, cayó y rodó por el suelo helado un metro abajo; se había levantado y corría de nuevo antes de que la puerta se abriera de nuevo.

Natalie corrió a través del frío aire nocturno, por el yermo revuelto detrás de la Casa Comunitaria, por un callejón oscuro, cruzó una calle, bajó otra. Tras de sí, los pasos se hacían más pesados y más cercanos. Oía una respiración pesada, jadeante, animal.

Natalie bajó la cabeza y corrió más rápido.