25

Washington, D. C., domingo 28 de diciembre de 1980

El sheriff Bobby Joe Gentry se sentía furioso. El Ford Pinto alquilado tenía transmisión automática, pero Gentry golpeó la palanca del cambio de segunda a tercera como si condujera un coche deportivo con una transmisión de seis velocidades. En cuanto salió de la carretera de circunvalación hacia la I-95 aumentó la velocidad hasta los cien kilómetros por hora, desafiando al Chrysler verde que le seguía y a las patrullas de la policía. Gentry cogió la bolsa de viaje que llevaba en el asiento trasero, hurgó durante un minuto el bolso exterior, colocó la Ruger cargada en la consola del centro y lanzó la bolsa de viaje hacia atrás. Estaba furioso.

Los israelís habían estado con él hasta el alba, interrogándole primero en su maldita limusina, después en una casa franca en algún punto de Rockville, después de nuevo en el maldito coche. Había mantenido su historia original: Saul Laski persiguiendo un criminal de guerra nazi para desquitarse, Gentry intentando ligarlo a los asesinatos de Charleston. Los israelíes nunca recurrieron a la violencia, ni, después de las primeras observaciones de Cohen, a amenazas, pero trabajaron en turnos para cansarle por medio de la pura repetición. Si eran israelíes. Gentry sentía que lo eran…, creía que Jack Cohen era exactamente lo que decía ser, aceptaba el hecho de que Aaron Eshkol y su familia habían sido asesinados, pero ya no sabía nada con seguridad. Sólo sabía que un juego monstruoso y peligroso estaba en marcha y que la gente que lo jugaba debía de considerarle como poco más que una pequeña molestia. Gentry llevó el Pinto a ciento doce, miró la Ruger y bajó a los cien. El Chrysler verde estaba dos coches atrás.

Después de la larga noche, Gentry había deseado meterse en la enorme cama de su hotel y dormir hasta Nochebuena. Pero utilizó el teléfono del vestíbulo para llamar a Charleston. Ningún mensaje. Llamó a su despacho. Lester le dijo que no había nada y «¿qué tal las vacaciones?». Gentry explicó: «Magníficas, he visitado todos los monumentos.» Telefoneó al número de Natalie en St. Louis. Respondió un hombre. Gentry preguntó por Natalie.

—¿Quién caray es usted? —preguntó una voz áspera.

—El sheriff Gentry. ¿Quién habla?

—¡Ostras! Nat me habló de usted la semana pasada. Su voz suena realmente como la de un jodido pasma del Sur. ¿Qué cojones quiere de Natalie?

—Quiero hablar con ella. ¿Está ahí?

—No, mierda, no está aquí. Y no tengo tiempo para perder contigo, poli.

—Frederick —dijo Gentry.

—¿Qué?

—Usted es Frederick. Natalie me habló de usted.

—¿Qué quiere?

—Usted no llevó corbata durante dos años cuando volvió de Vietnam —dijo Gentry—. Piensa que las matemáticas son lo que más se acerca a la verdad eterna. Trabaja en el centro de ordenadores desde las 8 de la tarde hasta las tres de la mañana cada día salvo los sábados.

Hubo un silencio en la línea.

—¿Dónde está Natalie? —insistió Gentry—. Es un asunto de la policía. Se relaciona con el asesinato de su padre. Ella puede estar en peligro.

—¿Qué caray quiere decir con que…?

—¿Dónde está?

—Germantown —dijo la voz enojada—. Pennsylvania.

—¿Le ha telefoneado alguna vez desde allí?

—Sí. El viernes por la noche. Yo no estaba en casa, pero Stan cogió el recado. Dijo que estaba en un sitio llamado Chelten Arms. Llame seis veces pero nunca estaba. Y ella no ha vuelto a llamar.

—Deme el número.

Gentry lo escribió en la pequeña libreta de notas que llevaba siempre consigo.

—¿En qué lío está metida Nat?

—Mire, señor Noble —dijo Gentry—. La señorita Preston busca a la persona o personas que mataron a su padre. Yo no quiero que ella encuentre a esa gente o que esa gente la encuentre. Cuando vuelva a St. Louis, tiene que asegurarse de que primero: ella no se marche de nuevo, y segundo: que nunca se quede sola durante las próximas dos semanas. ¿De acuerdo?

—Sí.

Gentry sintió suficiente furia en la voz para saber que no le gustaría estar al otro lado de la línea.

Entonces quiso irse a la cama, empezar de nuevo fresco por la tarde. Pero llamó al Chelten Arms, dejó un recado para la señorita Preston que no estaba en ese momento, alquiló un coche —cosa que no le fue fácil en un domingo por la mañana—, pagó su cuenta, hizo la maleta y siguió hacia el norte.

El Chrysler verde continuó dos coches atrás durante sesenta kilómetros. Cuando salió de Baltimore, entró en la carretera de Snowden River durante un quilómetro y medio hasta la autopista 1 y paró en el primer restaurante barato que encontró.

El Chrysler paró al otro lado de la autopista, en el extremo de un gran aparcamiento. Gentry pidió café y un donut y paró a un ayudante de camarero que pasaba con una bandeja de platos sucios.

—Hijo, ¿te interesa ganar veinte dólares?

El chico lo miró desconfiado.

—Hay un coche allá fuera del cual me gustaría saber más cosas —dijo Gentry señalando el Chrysler—. Si tienes la posibilidad de dar una vuelta por allí, me gustaría saber el número de matrícula y cualquier cosa que puedas notar.

El chico había vuelto antes que Gentry acabara el café. Le informó sin aliento, y acabó con:

—Jesús, no creo que se dieran cuenta de mi presencia. Sólo llevé la basura como Nick me manda hacer cada mediodía. Dios, ¿pero quiénes son ellos?

Gentry le pagó, fue a los lavabos y utilizó la cabina para llamar a la policía de tránsito de Baltimore. La oficina estaba cerrada por ser domingo, pero una cinta le dio un número para emergencias. Respondió una mujer con una voz cansada.

—Mierda, no debería llamarla, porque ellos me matarán si se enteran —empezó Gentry—, pero Nick, Louis y Delbert acaban de marcharse para empezar la revolución haciendo volar el túnel de Harbour.

La voz de la mujer dejó de parecer cansada cuando le pidió el nombre. Gentry oyó un ruido de fondo cuando el grabador empezó a rodar.

—¡No hay tiempo para eso, no hay tiempo! —dijo excitadamente—. Delbert tiene armas y Louis tiene treinta y seis cartuchos de dinamita de la obra, y los tienen escondidos en un compartimiento oculto en el maletero. Nick dice que la revolución empieza hoy. Les consiguió carnés falsos y todo.

La mujer graznó una pregunta y Gentry la interrumpió.

—Tengo que largarme. Me matarán si lo descubren. Van en el coche de Delbert…, un LeBaron 76 verde matrícula de Maryland DB7269. Delbert conduce. Es el de bigote, con traje azul. Oh, Dios, tienen armas y todo el maldito coche explotará.

Gentry colgó, pidió otro café, pagó la cuenta y se dirigió de nuevo al Pinto.

Estaba a pocos kilómetros del túnel y no tenía prisa por llegar. Por eso se dirigió a la Universidad de Maryland, llevó el Pinto por el cementerio de Louden Park y fue hacia el puerto. El Chrysler tuvo que quedarse muy atrás a causa del escaso tránsito del domingo, pero el conductor era bueno, nunca perdía completamente de vista el coche de Gentry ni se hacía excesivamente evidente.

Gentry siguió las señales hacia el túnel, pagó su peaje y miró por el espejo retrovisor cuando entraba lentamente en el túnel iluminado. El Chrysler no llegó a la cabina de peaje. Tres vehículos de patrulla, una furgoneta negra sin placa y una azul lo acorralaron a cincuenta metros de la entrada del túnel. Otros cuatro coches de la policía pararon el tráfico detrás. Gentry pudo ver hombres parapetados tras capotas con rifles y pistolas apuntadas, a los tres ocupantes del Chrysler agitando los brazos por las ventanillas; después estuvo muy ocupado en salir lo más rápido posible del túnel. Si sus perseguidores eran del FBI, se librarían en pocos minutos; que Dios les ayudara si eran israelíes e iban armados.

Gentry abandonó la carretera en cuanto salió del túnel, se perdió durante algunos minutos cerca del centro, se orientó cuando vio la Universidad John Hopkins y tomó la autopista 1 para alejarse de la ciudad. Había poco tráfico. Encontró una salida para Germantown, Maryland, algunos kilómetros después y se sintió contento. ¿Cuántas Germantowns había en Estados Unidos? Esperaba que Natalie hubiese elegido la equivocada.

Gentry llegó a las afueras de Filadelfia, por el suroeste, a las 10.30, y estaba en Germantown a las 11.00. Ni rastro del Chrysler, y si alguien más había continuado la vigilancia eran demasiado hábiles para que Gentry los notase en el tráfico. El Chelten Arms tenía el aire de haber visto mejores días, pero parecía que no tardaría a verlos volver. Aparcó el Pinto a media manzana de distancia, se metió la Ruger en el bolsillo de la americana y se dirigió al hotel.

Contó cinco vagabundos —tres negros, dos blancos— acurrucados en portales.

La señorita no contestaba a la llamada de recepción. El empleado era un blanco bajito, casi todo nariz, que peinaba sus tres últimas greñas desde la oreja izquierda a la oreja derecha. Chascó la lengua y meneó la cabeza cuando Gentry pidió una llave maestra. Gentry le mostró su insignia. El empleado chascó la lengua de nuevo.

—¿Charleston? Amigo, tendrá que conseguir algo mejor, eso se puede comprar en cualquier tienda. Además, un policía de Georgia no tendría ninguna jurisdicción aquí.

Gentry asintió con la cabeza, miró el vestíbulo alrededor y agarró la corbata sucia del empleado diez centímetros por debajo del nudo. De un tirón atrajo hacia sí al conserje.

—Escuche, amigo —dijo Gentry en voz baja—. Estoy aquí trabajando de enlace con el capitán Donald Romano, comisaria de la calle Franklin, Homicidios. Esta mujer puede tener informaciones que ayuden a detener un hombre que asesinó a seis personas a sangre fría. Y he pasado sin dormir cuarenta y ocho horas en vela para llegar aquí. ¿Quiere que llame al capitán Romano después de machacarle la cabeza contra la mesa, o hacemos las cosas de una manera más simple?

El conserje hurgó detrás de sí y presentó una llave maestra. Gentry lo soltó y el hombre saltó como el muñeco de una caja sorpresa, se rascó la nuez y tragó saliva.

Gentry dio tres pasos hacia el ascensor, se giró, dio dos pasos largos hacia la recepción y cogió de nuevo la corbata del empleado antes de que el hombre pudiera retroceder. Gentry lo acercó hacia sí de nuevo, le sonrió y dijo:

—Además, muchacho, Charleston está en Carolina del Sur, no en Georgia. Recuérdalo. Habrá un concurso más tarde.

No había ningún cadáver en la habitación de Natalie. Ni manchas de sangre, exceptuando los restos de insectos aplastados en el techo y las paredes. No había notas de rescate. Su maleta estaba abierta en el soporte plegable; las ropas, pulcramente dobladas; y había un par de zapatos en el suelo. El vestido que llevaba en el aeropuerto de Charleston dos días antes estaba en un armario abierto. No había artículos de tocador en el cuarto de baño; la ducha estaba seca, aunque una pastilla de jabón había sido desenvuelta y usada. La bolsa con las cámaras no estaba allí.

La cama o había sido hecha ya o nadie había dormido allí esa noche. Sospechando de la eficiencia del Chelten Arms, Gentry pensó que nadie había dormido en ella.

Se sentó al borde de la cama y se frotó la cara. No sabía qué hacer. La única cosa que tenía sentido era empezar a caminar por Germantown a la expectativa de un encuentro por azar, volver al hotel cada hora y esperar que el empleado o el gerente no llamaran a la policía de Filadelfia. Bien, una larga caminata con tiempo frío no le vendría mal.

Gentry se quitó el abrigo y la americana deportiva, se acostó en la cama, puso la Ruger cerca de su mano derecha y dos minutos después dormía.

Se despertó en una habitación oscura, desorientado, sintiendo que algo no funcionaba. Su Rolex le decía que eran las 4.35. Había una débil luz grisácea fuera, pero la habitación se había hecho oscura. Gentry fue al cuarto de baño a lavarse la cara y después llamó al conserje. La señorita no había venido ni llamado para saber si había mensajes.

Gentry caminó media manzana hasta el coche, puso la maleta en el portaequipajes y fue a dar una vuelta. Caminó un par de manzanas hacia el sureste por la avenida Germantown, pasó junto a un pequeño parque con una cerca. Le habría gustado parar en algún sitio para tomar una cerveza, pero los bares estaban cerrados. No tenía la sensación de que fuera domingo, pero tampoco tenía claro qué otro día podía ser. Nevaba ligeramente cuando fue a recoger la maleta y regresó al hotel. Un conserje mucho más joven y más educado estaba de servicio. Gentry se registró, pagó treinta y dos dólares por adelantado e iba a seguir a un botones hasta su habitación cuando pensó en preguntar por Natalie. Gentry todavía tenía la llave maestra en el bolsillo; quizás el nariz de patata se había marchado sin hablar del asunto con nadie.

—Sí, señor —dijo el nuevo recepcionista—, la señorita Preston recogió sus recados hace quince minutos.

Gentry parpadeó.

—¿Aún está aquí?

—Ha subido a su habitación hace unos minutos, pero me parece que acabo de verla pasar hacia el comedor.

Gentry le dio las gracias y tres dólares por subirle la maleta, y se dirigió al pequeño bar-comedor.

Sintió que el corazón le saltaba cuando vio a Natalie sentada a una pequeña mesa al fondo. Se dirigió hacia donde estaba ella pero se detuvo a medio camino. Un hombre bajo, de pelo oscuro, con una chaqueta de cuero costosa estaba de pie junto a su mesa y le hablaba. Natalie le miró con una mirada extraña en la cara.

Gentry vaciló sólo un segundo, después se puso en la cola de la barra de las ensaladas. Sólo miró de nuevo en dirección a Natalie cuando se sentó. Pidió un café a un camarero que vino a tomarle nota. Empezó a comer lentamente, sin mirar directamente a la mesa de Natalie.

Algo iba mal. Gentry había conocido a Natalie Preston hacía menos de dos semanas, pero sabía lo animada que era. Sólo había empezado a aprender los matices de su expresión que eran una parte importante de su personalidad. Ahora no veía en su rostro ni vida ni matices. Natalie miraba al hombre que tenía ante sí como si estuviera drogada o lobotomizada. De vez en cuando hablaba y los movimientos rígidos de su boca le recordaban al sheriff a su madre durante el último año, después del ataque.

Gentry quería ver algo más de la cara del hombre, algo más que su pelo negro, la chaqueta y las pálidas manos cruzadas sobre el mantel. Cuando se volvió, vislumbró sus ojos finos, su tez cetrina y una boca pequeña, de labios finos. ¿Qué iba a hacer? Cogió un periódico de una mesa próxima y pasó varios minutos transformado en un gordo y solitario viajante de comercio comiéndose su ensalada. Cuando volvió a mirar a Natalie, tenía la certeza de que el hombre que estaba con ella era el centro de atención de por lo menos otros dos en la sala. ¿Polis? ¿Agentes del FBI? Gentry se acabó la ensalada y se preguntó por milésima vez en ese día en qué se habían metido él y Natalie.

¿Y ahora? El peor de los guiones: el hombre de ojos de lagarto era uno de ellos, uno de los monstruos mentales de Saul, y sus intenciones hacia Natalie no eran amistosas. El encuentro en el restaurante era un preparativo para lo que ese tío pretendía hacer, quizás en el vestíbulo mismo. Si se marchaba y Gentry los seguía, sería inmediatamente descubierto. Tenía que ir por delante para poder seguirlos, pero ¿por qué camino?

Gentry pago su cuenta y volvió por su abrigo en el preciso momento en que Natalie y su acompañante se levantaban. Ella miró directamente a Gentry desde una distancia de dos metros, pero no hubo reconocimiento en sus ojos; no había nada en su mirada. Gentry se movió rápidamente por el vestíbulo y se detuvo cerca de la puerta para fingir que se ponía el abrigo.

El hombre condujo a Natalie hasta el ascensor y sólo se detuvo para hacer un gesto obsceno a otro hombre sentado en un viejo sofá. Gentry se arriesgó. Natalie estaba en la habitación 312. Gentry había pedido la 310. El hotel sólo tenía tres pisos. Si el hombre con los ojos muertos la llevaba a otro lugar que no fuera su habitación, los perdería.

Cruzó rápidamente en dirección a la escalera, subió por ella saltando dos y tres peldaños a la vez, estuvo jadeando diez segundos en el rellano y abrió la puerta a tiempo de ver que el hombre seguía a Natalie a la habitación 312. Se quedó en el pasillo casi un minuto, para comprobar si alguno de los hombres del vestíbulo los seguía. Cuando vio que no aparecía nadie, se movió sigilosamente por el vestíbulo y se detuvo ante la puerta de la habitación de Natalie. Encontró la culata de la Ruger, pero decidió no cogerla. Si ese hombre tenía los poderes del oberst de Saul, podría hacer que Gentry usara la pistola contra sí mismo. Si no los tenía, Gentry estaba seguro de que no necesitaría el arma.

«Dios —pensó Gentry—, ¿y si entro y se trata de un buen amigo de Natalie al que ella ha invitado a subir?» Recordó la expresión de su cara e introdujo silenciosamente la llave maestra en la cerradura.

Gentry entró rápidamente y llenó el pequeño pasillo. El hombre estaba sentado, se volvió y abrió la boca para hablar. Gentry tardó medio segundo en ver la semidesnudez de Natalie y el visible terror en su cara, y después levantó el brazo y lo bajó enseguida, para dejar caer el puño sobre la cara del hombre como si fuera a clavar un enorme clavo con la mano. El hombre trató de ponerse en pie, pero se hundió en el cojín, rebotó dos veces y cayó, inconsciente, sobre el brazo izquierdo de la silla.

Se aseguró de que su contrincante estaba fuera de combate y volvió hacia Natalie. Todo su cuerpo empezó a agitarse como si estuviera al borde de un ataque. Gentry se quitó la americana y la cubrió con ella justo cuando Natalie caía en sus brazos y su cabeza giraba de un lado a otro en una negación silenciosa. Cuando intentó hablar, sus dientes castañeteaban tanto que Gentry apenas pudo entender lo que decía.

—Oh…, Rob…, ah…, él ha intentado…, ah…, hacerme…, yo… no podía hacer… na… da.

La sujetó y le acarició el cabello. Se preguntaba febrilmente qué hacer ahora.

—Oh, Dios, estoy…, estoy… mareada.

Natalie corrió hacia el cuarto de baño.

Gentry oía el sonido de las arcadas y los vómitos detrás de la puerta cerrada cuando se agachó sobre el hombre inconsciente. Lo dejó caer en el suelo, lo cacheó rápida y eficientemente y le quitó la cartera. Anthony Harod, Beverly Hills. El señor Harod llevaba unas treinta tarjetas de crédito, una tarjeta del Playboy, una tarjeta que le identificaba como miembro de la Asociación de Escritores de América y otros trozos de plástico y papel que lo relacionaban con Hollywood. En el bolsillo de la chaqueta llevaba una llave del Chestnut Hills Hotel. Empezaba a moverse muy levemente cuando Natalie salió del cuarto de baño con las ropas en orden y la cara aún húmeda de haberse lavado. Anthony Harod gimió y se inclinó sobre un costado.

—Cabrón —dijo Natalie, y le dio un puntapié en la ingle. Llevaba sólidos mocasines, de tacón bajo, y la energía tras el puntapié era digna de un gol de fútbol. Apuntó a los testículos de Harod, pero Harod rodó y el golpe le alcanzó sólo en el interior de la cadera, le hizo dar dos vueltas y su cabeza chocó con fuerza contra la pata de madera de la cama.

—Calma, calma —dijo Gentry, y se arrodilló para comprobar el pulso y la respiración del hombre. Anthony Harod de Beverly Hills, California, estaba todavía vivo, pero totalmente inconsciente. Gentry fue hasta la puerta. La habitación no tenía cerrojo y cadena; el pestillo estaba echado. Volvió y pasó el brazo alrededor de Natalie.

—Rob —jadeó ella—, él estaba en mi m-m-mente. Me obligaba a hacer cosas, me obligaba a decir cosas…

—Bueno —dijo Gentry—. Vamos a salir de aquí inmediatamente. —Guardó su otro par de zapatos, cerró la maleta, la ayudó a ponerse el abrigo y colgó la bolsa de la cámara sobre su propio hombro—. Hay una salida de incendios que pasa por ese callejón. ¿Crees que puedes seguirme?

—Sí, pero ¿por qué tenemos que…?

—Hablaremos cuando estemos fuera de aquí. Mi coche está a sólo una manzana. Ven.

La calle estaba oscura. La salida de incendios resultó tambaleante y resbaladiza. Gentry temía que la mitad del personal del hotel viniera corriendo cuando hizo bajar los últimos dos metros y medio de chirriante y oxidada escalera. Nadie apareció en la puerta trasera.

Ayudó a Natalie en los últimos escalones y corrieron por el oscuro callejón. Gentry sintió el olor a nieve y basura. Salieron a la avenida Germantown, caminaron treinta metros hacia el oeste y doblaron la esquina a diez metros del Pinto de Gentry. No había nadie allí; nadie salió de algún portal o del distante hotel cuando Gentry metió la llave de contacto, arrancó y giró hacia la avenida Chelten.

—¿Adónde vamos? —preguntó Natalie.

—No lo sé. Vamos a salir de este maldito sitio para poder hablar con tranquilidad.

—De acuerdo.

Gentry giró hacia el este por la avenida Germantown y tuvo que reducir la marcha a causa de un tranvía que iba en la misma dirección.

—¡Mierda! —exclamó.

—¿Qué pasa?

—He olvidado mi maleta en una habitación de tu hotel.

—¿Contiene algo importante?

Gentry pensó en las mudas de camisas y pantalones y sonrió.

—No. Y no voy a volver atrás.

—Rob, ¿qué está sucediendo?

Gentry meneó la cabeza.

—Creía que quizá me lo podrías explicar tú.

Natalie se estremeció.

—Nunca había sentido… nada parecido antes. No podía hacer nada. Era como si mi cuerpo dejara de ser mío.

—Ahora sabemos que Saul tenía razón —dijo Gentry.

Natalie rió un poco demasiado alto.

—Rob, la vieja…, Melanie Fuller…, está aquí. En algún lugar de Germantown. Marvin y los otros la vieron. Y anoche mató a otros dos miembros de la pandilla. Yo estaba con…

—Espera un momento —dijo Gentry adelantando al tranvía y a un autobús municipal. La adoquinada calle estaba ahora libre delante de ellos—. ¿Quién es Marvin?

—Marvin es el jefe de la pandilla de la fábrica —le explicó Natalie—. Él…

Algo golpeó al Pinto por detrás. Natalie saltó hacia delante y utilizó las manos para evitar golpearse con la cabeza contra el parabrisas. Gentry blasfemó y se volvió para mirar atrás. El enorme radiador del autobús municipal llenaba la ventana trasera del Pinto mientras aceleraba para golpearlo de nuevo.

—¡Agárrate! —gritó Gentry, y aplastó el acelerador. El autobús vino a gran velocidad y golpeó de nuevo la parte posterior del Pinto antes de que el pequeño coche pudiera acelerar de nuevo.

Gentry llevó el Pinto a ochenta, sacudiéndose y rebotando sobre la superficie irregular de adoquines y las vías del tranvía. Aunque tenía las ventanas cerradas, podía oír el rugido del diesel del autobús cuando el enorme vehículo aceleró para alcanzarles.

—Oh, maldita sea —dijo Gentry. Una manzana más adelante un semirremolque retrocedía hacia un espacio de carga y obstruía temporalmente el paso. Gentry pensó en subirse a la acera derecha, vio a un viejo hurgando en un cubo de basuras y trazó una curva cerrada hacia un callejón, la parte trasera del Pinto rebotó en la curva en un desliz controlado. Por el sonido, Gentry pensó que el parachoques se había soltado en la primera colisión y se arrastraba. Las casas se sucedían a ambos lados.

Coches abandonados, modelos nuevos y sin volante se alineaban en una curva.

—¡Aún nos sigue! —gritó Natalie.

Gentry miró por el espejo retrovisor y vio al enorme autobús tomando la curva, montándose sobre la acera, arrancando dos señales de aparcamiento prohibido y un buzón, y después acelerando colina abajo tras ellos en medio de una nube de humo de diesel. Gentry vio la pequeña huella del primer golpe en el ancho parachoques.

—Realmente, no me lo creo —dijo.

La calle desembocó en un cruce en T al pie de la colina, con un terraplén de ferrocarril cubierto de nieve delante de ellos, solares abandonados y almacenes a un lado y a otro. Gentry giró bruscamente a la izquierda, oyó cómo el parachoques trasero se desprendía y escuchó el pequeño motor de cuatro cilindros al máximo de su potencia.

—¿Pueden alcanzarnos? —susurró Natalie cuando el autobús tomó la curva detrás de ellos y subió un poco por el terraplén antes de volver a la calzada.

Gentry vislumbró al conductor vestido de caqui girando el enorme volante y a varias siluetas que se agachaban tras él.

—No podrán alcanzarnos si no cometemos ningún error —dijo Gentry.

La estrecha calle doblaba bruscamente a la derecha delante de una fábrica abandonada, corría cincuenta metros colina abajo entre casas abandonadas y solares llenos de adoquines, y terminaba en el terraplén. No había señal de calle sin salida.

—¿Como éste?

—Sí.

Gentry paró el Pinto en la estrecha curva.

Sabía que no había manera de que el coche escalara treinta metros de colina llena de ladrillos. A la izquierda, un edificio abandonado presentaba una enorme puerta, rodeada por un cercado de alambradas de seis metros de alto, que separaba un aparcamiento lleno de barro de la calle. Gentry pensó que era posible que el Pinto lograra romper la alambrada, pero no estaba seguro de que el aparcamiento fuera a solucionar alguna cosa. A la izquierda, una hilera de casas de dos pisos abandonadas mostraba ventanas tapadas y puertas cubiertas de pintadas. Un callejón estrecho corría hacia el este desde la calle.

Tras de ellos, el autobús tomó la curva y se aproximó bajando por la colina. Rugió como una bestia abatida ante el cambio de marcha.

—¡Fuera! —gritó Gentry. Tuvo tiempo de coger la maleta de Natalie. Ella cogió la bolsa con la cámara. Corrieron por el callejón de la derecha.

El autobús iba muy deprisa cuando chocó contra el Pinto. El pequeño vehículo giró en redondo, el metal voló, la ventana trasera reventó cuando el autobús dio la vuelta y casi volcó al montarse las ruedas de la derecha en el terraplén, las luces de freno se encendieron cuando chocó contra la cerca de alambre y se detuvo en el barro helado del aparcamiento. Después el autobús retrocedió sobre la cerca aplastada, cogió al Pinto directamente en la puerta del pasajero y empujó el coche hacia atrás hasta que llegó a la curva a menos de veinte metros del callejón desde donde Gentry y Natalie observaban. El Pinto arrancó una boca de incendio y se volcó con un gran ruido de metal. De la boca de incendio no salió agua, pero el olor de gasolina llenó el aire de la noche.

—Esto es una pesadilla —dijo Natalie.

Gentry se dio cuenta de que había empuñado la Ruger con la mano derecha. Meneó la cabeza y se la guardó en el bolsillo del abrigo.

El autobús cambió de nuevo la marcha y se dirigió hasta el centro de la calle, arrastrando trozos de cromo y sumergiéndolos en humos de diesel. Gentry empujó a Natalie hacia el interior del callejón de poco más de un metro de ancho.

—¿Quién está haciendo esto? —murmuró Natalie.

—No lo sé.

Por primera vez Gentry creía, más en sus entrañas que en su conciencia, que había seres humanos capaces de hacer lo que Saul y Natalie habían realmente experimentado. Recordó que había leído El exorcista años atrás y que había comprendido el júbilo del cura agnóstico al haber sido testigo de las acciones de un poder que sólo podía tener una naturaleza demoniaca. La existencia de demonios sugería, si no probaba, la existencia de Dios, de la que el cura había dudado. Pero ¿qué probaba esta increíble serie de sucesos? ¿La perversidad humana? ¿La perfección de algún poder parapsicológico que siempre había sido parte del ser humano?

—Ahora se detiene —dijo Natalie. El autobús retrocedió hasta el terraplén y giró a la izquierda lo suficiente para quedar recto en la calle inclinada.

—Quizá —dijo Gentry. Rodeó con el brazo a la chica que temblaba a su lado—. Pase lo que pase, el maldito autobús no puede llegar aquí.

Las puertas del autobús estaban en el lado del vehículo que ellos no veían, pero ambos oyeron el silbido del aire comprimido. Gentry pudo ver siluetas contra el brillo pálido de las luces interiores cuando los pasajeros se movieron hacia delante y hacia atrás. ¿Qué pensarán después de un viaje tan loco? ¿Qué hará el conductor? Gentry sólo podía vislumbrar una sombra alta sobre el volante. Después vio a siete pasajeros moviéndose vacilantes, tres en la parte delantera del autobús, cuatro en la parte trasera. Caminaban como víctimas de polio con aparatos ortopédicos de acero, como marionetas manipuladas torpemente. Todos los demás se quedaron quietos cuando uno arrastró los pies hacia delante; lo mismo sucedió cuando empezó a avanzar otro. Un viejo cayó a gatas y corrió hacia el callejón. Parecía que husmeaba el pavimento mientras se acercaba.

—Oh, Dios mío —suspiró Natalie.

Corrieron por el estrecho callejón, saltando sobre escombros arañándose brazos y hombros contra las paredes. Gentry se dio cuenta de que aún llevaba la maleta de Natalie en la mano izquierda mientras la cogía a ella con la derecha. Al fondo, el callejón estaba cerrado por una red de alambre oxidada. Detrás de ellos, Gentry oyó un jadeo pesado, animal, de alguien que había entrado en el estrecho pasaje. Dejó la mano de Natalie, usó la maleta y su cuerpo como ariete y rompió la red de alambre.

Llegaron a una calle que no tenía salida a la derecha, pero a la izquierda bajaba la colina bajo un oscuro paso superior del ferrocarril y continuaba hacia el norte junto a casas iluminadas. Gentry giró hacia la izquierda y corrió, Natalie le alcanzó antes de que llegaran a la acera destrozada. Alguien pasaba por la red tras de ellos. Gentry miró por encima del hombro y vio a un hombre de pelo blanco y traje de calle saltando sobre losas inclinadas de hormigón como un doberman enloquecido. Gentry empuñó la Ruger y corrió.

Había hielo en la oscuridad bajo el puente de ferrocarril. Natalie llegó allí antes. Gentry vio que sus pies desaparecían debajo de ella y la oyó hundirse en la oscuridad. Tuvo tiempo de detenerse, pero, aun así, se tambaleó y cayó sobre una rodilla.

—¡Natalie!

—Estoy bien.

Se dirigió hasta su voz y la ayudó.

—Voy a dejar tu maleta aquí —dijo.

Natalie rió.

—Vamos.

Salieron de la oscuridad hacia una calle que los coches aparcados, muchos de ellos abandonados, hacían más estrecha. Edificios quemados se mezclaban con filas de casas con luces en las ventanas. No había farolas. Gentry podía oír pasos bajando por la colina, resonando bajo el puente de ferrocarril. No había gritos ni reniegos cuando la figura cayó pesadamente, sólo unos sonidos escarbando en el hielo y los ladrillos.

—Allí —gritó Gentry, y empujó a Natalie hacia la primera casa iluminada, a unos cien metros.

Jadeaba y se tambaleaba cuando llegaron al pequeño pórtico de hormigón con tres peldaños, se volvió y permaneció en guardia mientras Natalie golpeaba la puerta y pedía ayuda. Una silueta oscura abrió una persiana durante un segundo, pero no abrió la puerta.

—¡Por favor! —gritó Natalie.

—Natalie —llamó Gentry.

El hombre con el traje de calle rasgado y sucio corría los últimos diez metros hasta ellos. A la luz de la única ventana, Gentry pudo ver sus ojos grandes, blancos, y la boca abierta y la saliva manando sobre su barbilla y su cuello. Gentry apuntó la Luger e hizo fuerza para tirar el percutor hacia atrás. Pero lo bajó, y también el arma.

—Al carajo —dijo, y bajó el hombro para recibir el ataque del hombre.

El atacante golpeó el hombro de Gentry a toda velocidad, dio un capirotazo en el aire y cayó de espaldas entre la acera y el peldaño más bajo. Hubo un sonido terrible cuando su cabeza rebotó contra el suelo. Gentry se inclinó sobre él y el hombre se puso de pie inmediatamente, con su pelo revuelto y lleno de sangre; sus dientes castañeteaban cuando atacó la garganta de Gentry. El sheriff lo levantó por las solapas y lo lanzó al otro lado de la calle. El hombre cayó, rodó, soltó un gruñido inhumano que era en parte una carcajada y se puso inmediatamente de pie, para embestir. Gentry le pegó con el cañón de la Ruger. El cuerpo cayó de bruces, crispándose.

Gentry se sentó en el peldaño más bajo y se puso la cabeza entre las rodillas. Natalie daba puntapiés y golpeaba la puerta.

—¡Por favor, déjenos entrar!

—¡Soy de la policía! —gritó Gentry con su último aliento—. Déjenos entrar.

La puerta continuó cerrada.

Más pasos resonaron desde el puente.

—Dios mío —dijo Gentry—, pensaba…, Saul dijo… que el oberst sólo… podía… controlar uno… cada vez.

La figura de una mujer alta apareció de las sombras bajo el puente. Corría descalza y blandía algo afilado en la mano.

—Vamos —dijo Gentry. Habían recorrido diez metros colina arriba cuando oyeron el rugido del autobús municipal en la esquina de la calle. Los faros iluminaron las casas de ladrillos a su izquierda.

Gentry buscó con la mirada un callejón, un solar abandonado, cualquier salida, pero sólo había las sólidas fachadas de hileras de casas en los treinta y cinco metros ininterrumpidos hasta el puente del ferrocarril.

—¡Hacia allí! —gritó—. Vamos a subir por el terraplén hasta los raíles.

Se giró en el momento en que la rubia alta corría silenciosamente los últimos tres metros y se lanzaba sobre él. Cayeron rodando sobre la calle húmeda. Gentry soltó la Ruger para intentar apartar su cabeza y los dientes de su garganta y para intentar estrangularla. La mujer era muy fuerte. Giró la cabeza y le mordió profundamente la mano izquierda. Gentry cerró el puño, le golpeó la mandíbula, pero ella consiguió bajar la cabeza a tiempo para que su cráneo recibiera el golpe. Gentry la empujó, e intentaba decidir cómo ponerla fuera de combate sin herirla cuando su mano derecha volvió a golpearle. Él sintió el choque frío y sólo vio cómo las tijeras le golpeaban una segunda vez. Ella retiró la mano para golpear una tercera vez y Gentry balanceó el brazo para asestarle un golpe que le arrancaría la cabeza si la tocara. No la toco.

La mujer rubia retrocedió dos pasos y levantó las tijeras a la altura de los ojos en el momento en que Natalie le pegó con la bolsa de la cámara con todas sus fuerzas en su cabeza. Ella cayó al suelo como si no tuviera huesos precisamente cuando Gentry conseguía levantarse sobre una rodilla. Su lado izquierdo y la mano izquierda ardían. Se oyó un rugido que se acercaba y los faros del autobús les helaron la sangre. Gentry buscó la Ruger a su alrededor. Sabía que debía estar por allí. El autobús estaba a quince metros y aceleraba.

Natalie tenía el arma. Había abandonado la bolsa de la cámara y ahora, con las piernas ligeramente abiertas y flexionadas, cogiendo el arma con ambas manos, disparó cuatro veces como Gentry le había enseñado.

—¡No! —gritó Gentry cuando la primera bala destrozó un faro. La segunda impacto en el parabrisas a la izquierda del asiento del conductor. El retroceso hizo que las otras dos fueran demasiado altas.

Gentry cogió la bolsa de la cámara y empujó a Natalie hacia el bordillo y el pórtico de una casa cuando el autobús se desvió hacia ellos. Hizo una carambola en el pórtico. Las ruedas derechas pasaron sobre la mujer rubia, inconsciente en el suelo, sin que ésta se inmutase. Natalie y Gentry se empujaron cuando el autobús tocó el hielo, giró noventa grados a la izquierda y se fue de costado bajo el puente del ferrocarril. Hubo un gruñido de metal contra madera.

—¡Ahora! —jadeó Gentry, y corrieron hacia el terraplén. Gentry corría un poco agachado, cogiéndose el brazo derecho.

El motor diesel rugió, los engranajes chirriaron y un solo faro, sesgado, cortó el lado más apartado del pasaje mientras las ruedas posteriores del autobús giraban, encontraban resistencia, giraban de nuevo. Una viga de madera se quebró estrepitosamente y la parte trasera del autobús apareció en el momento en que Gentry y Natalie llegaban al terraplén y empezaban a subir por el declive cubierto de hielo y de basuras. Una espira oxidada de alambre cogió el tobillo de Gentry y le hizo caer pesadamente. Durante un segundo, estuvo bajo la luz del faro del autobús y vio su chaqueta destrozada y abierta, la sangre que manaba de su brazo y de su mano. Miró por encima del hombro cuando Natalie lo cogió del brazo derecho y lo ayudó a levantarse.

—Dame la Ruger —dijo él.

El autobús empezaba a subir por el declive.

—El arma.

Natalie le dio la pistola cuando el conductor ponía el enorme vehículo en primera. Los dos cuerpos que yacían aún en la calle parecían ahora aplastados.

—¡Vete! —ordenó Gentry.

Natalie se volvió y empezó a subir, usando ambas manos. Gentry la siguió. Estaban a menos de medio camino del declive cuando llegaron a la cerca.

El autobús tomó velocidad, con el ruido resonando en los edificios de ladrillos, su único faro sesgado en un ángulo que iluminaba a Gentry y a Natalie en el declive.

La cerca era invisible desde abajo. Se había aflojado y ondulado hasta parecer un acordeón. Natalie se enganchó el pantalón en la segunda hilera de alambre. Gentry arrancó alambre suelto del pantalón de Natalie, oyó cómo la tela se rasgaba y empujó a Natalie hacia arriba. Ella dio dos pasos y se detuvo, estorbada de nuevo. Gentry se volvió, apuntaló sus pies en el declive y levantó la Luger. El autobús municipal era casi tan largo como alto el terraplén. A Gentry le molestaba su chaqueta. Se la quitó y se volvió, levantando la Ruger, sintiendo que el brazo le obedecía.

El autobús rodó sobre los cuerpos, cambió la velocidad, botó en una curva invisible lo suficiente para no enterrar el morro en el suelo helado y empezó a subir por el terraplén.

Gentry bajó la mira para compensar la tendencia a disparar alto cuando disparaba hacia abajo. La luz reflejada desde la costa nevada iluminaba claramente al conductor. Era una mujer vestida de caqui, con los ojos muy abiertos.

«Ellos… él… no la dejará vivir de todas formas», pensó Gentry, y disparó las dos últimas balas. Dos agujeros aparecieron directamente delante del conductor e, inmediatamente todo el parabrisas se hizo añicos; Gentry se volvió y corrió. Estaba a diez pasos de Natalie cuando el autobús lo alcanzó, el radiador lo cogió con fuerza y lo hizo volar como a un niño descuidadamente lanzado al aire. Cayó pesadamente sobre su costado izquierdo, sintió a Natalie a su lado, se curvó sobre un raíl frío y miró.

El autobús llegó a un metro y medio del terraplén, perdió tracción y volvió atrás girando con su faro oscilando violentamente. El parachoques trasero derecho golpeó contra la calzada con un ruido sólido, final, y el autobús se tambaleó, su morro golpeó y botó treinta grados antes de rodar lentamente hacia la derecha, casi de espaldas, y quedó de lado con las ruedas aún girando.

—No te muevas —murmuró Natalie, pero Gentry trató de ponerse en pie. Miró abajo y casi se rió al ver que aún tenía la Ruger en la mano. Quiso guardarla en el bolsillo, descubrió que ya no llevaba abrigo ni chaqueta y la metió en el cinturón.

Natalie le ayudó a levantarse.

—¿Qué hacemos ahora? —dijo ella en voz baja.

Gentry intentó ordenar sus ideas.

—Esperar a la policía, los bomberos, las ambulancias —dijo. Sabía que algo no funcionaba en su idea, pero estaba demasiado cansado para examinarla mejor.

Se habían encendido luces en más ventanas, pero nadie salía. Gentry estuvo apoyado en Natalie durante varios fríos minutos. Empezó a nevar. No había señal de ambulancias.

Abajo se oía un ruido sordo de golpeteo y una ventana del autobús derribado se desprendió y cayó al suelo. Aparecieron tres siluetas arrastrándose como enormes arañas sobre el armazón del autobús.

Sin decir nada, Gentry y Natalie se volvieron y empezaron a correr torpemente por los raíles. Él tropezó y cayó; se oía un zumbido sólido y persistente. Natalie lo ayudó a levantarse y lo animó a correr. Podía oír pasos distantes detrás de ellos.

—¡Allí! —jadeó de súbito Natalie—. Allí. Sé dónde estamos.

Gentry abrió los ojos y vio una vieja casa de tres pisos entre dos solares abandonados. Había luces en una docena de ventanas.

Gentry tropezó y cayó en el escarpado declive. Algo aguzado le rasgó la pierna derecha. Se tambaleó y ayudó a Natalie cuando un tren rugió al pasar por encima de ellos.

Había gente en el pórtico. Voces de negros gritando desafíos. Gentry vio a dos jóvenes armados. Buscó la Ruger pero sus dedos no pudieron cerrarse sobre la culata.

La voz de Natalie llegó desde muy lejos, urgente, insistente. Gentry decidió cerrar los ojos durante un segundo o dos sólo para recuperar fuerzas.

Unas manos fuertes lo sostuvieron cuando se desplomó.