Washington, sábado 27 de diciembre de 1980
Saul Laski yacía en su tumba de acero y pensaba en la vida. Se estremeció de frío por el aire acondicionado, levantó las rodillas hacia el pecho e intentó recordar detalles de una mañana de primavera en la granja de su tío. Pensó en la luz dorada que tocaba las pesadas ramas de los sauces, y en un campo de margaritas blancas más allá de la fortaleza de piedra del granero de su tío.
Saul tenía dolores; su hombro izquierdo y el brazo le dolían sin cesar, la cabeza le daba punzadas, sus dedos hormigueaban de dolor y la parte interior de su brazo derecho palpitaba por el dolor de todas las inyecciones que le habían dado. Saul se alegró de los dolores, eso lo animó. El dolor era el único guía que tenía en una niebla espesa de medicación y desorientación.
Saul había quedado un poco descolgado en el tiempo. A veces era consciente de ello, pero no podía hacer nada al respecto. Los detalles estaban allá —por lo menos hasta el instante de la explosión en el edificio de oficinas del Senado—, pero no podía ordenarlos y relacionarlos. Por un minuto yacía en su estrecha litera en la celda de acero —una litera empotrada, una reja de aire acondicionado, un banco y un lavabo de acero, una puerta de metal en la pared— y al momento siguiente intentaba esconderse en la paja, sentía el aire frío de la noche polaca entrando por la ventana agrietada y sabía que el oberst y los guardias alemanes vendrían pronto a buscarlo.
El dolor era un guía. Los pocos minutos de claridad en esos primeros días después de la explosión habían sido creados por el dolor. El dolor intenso después de que le hubieran encajado la clavícula fracturada: batas verdes en un espacio antiséptico que podría ser cualquier quirófano, cualquier sala de recuperación, pero después el choque frío de los corredores blancos y la celda de acero, hombres trajeados, distintivos de color sujetos en bolsillos y solapas, el dolor de una inyección seguida de sueños e interrupciones.
Los primeros interrogatorios habían resultado dolorosos. Los dos hombres —uno calvo y bajo, el otro con el pelo rubio cortado al uno—. El hombre calvo había golpeado a Saul en el hombro con un bastón de metal. Saul había gritado, llorado, víctima de un dolor súbito, pero lo asumió, asumió el alivio de nieblas y vapores.
—¿Sabes mi nombre? —preguntó el hombre calvo.
—No.
—¿Qué te dijo tu sobrino?
—Nada.
—¿A quién más le hablaste de William Borden y de los otros?
—A nadie.
Más tarde —o más temprano, Saul no estaba seguro— el dolor desapareció en la confusión que siguió a las inyecciones.
—¿Sabes mi nombre?
—Charles C. Colben, asistente especial del subdirector del FBI.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Aaron.
—¿Qué más te dijo?
Saul repitió la conversación lo más completamente que podía recordar.
—¿Quién más está al corriente de la verdadera personalidad de Willi Borden?
—El sheriff y la chica.
Saul habló de Gentry y de Natalie.
—Cuéntame todo lo que sepas.
Saul le contó todo lo que sabía.
La niebla y los sueños iban y venían. La habitación de acero estaba a menudo allí cuando Saul abría los ojos. El catre estaba adosado a las paredes. El lavabo era demasiado pequeño y la cisterna no tenía palanca; se descargaba automáticamente a intervalos regulares. Las comidas, en bandejas de metal, aparecían mientras Saul dormía. Comía en el banco de metal, dejaba la bandeja y ésta había desaparecido cuando se despertaba de nuevo. A veces hombres con los uniformes blancos de los encargados entraban por la puerta de metal para ponerle inyecciones o llevarle por los corredores blancos hasta unos pequeños cuartos con espejos en las paredes. Colben o algún otro con un traje gris le hacían preguntas. Si se negaba a responder había más inyecciones, sueños en los que deseaba desesperadamente ser amigo de esa gente, y les contaba todo lo que querían saber. Varias veces sintió que alguien —¿Colben?— se deslizaba hacia el interior de su mente, y la vieja memoria de una violación semejante surgía desde cuarenta años antes. Eso era raro. Las inyecciones eran frecuentes.
Saul resbalaba hacia atrás y hacia delante en el tiempo; llamaba a su hermana Stefa en la granja de su tío Moshe, corría para acompañar a su padre en el gueto de Lodz, lanzaba paladas de cal sobre los cuerpos del pozo, bebía limonada y hablaba con Gentry y Natalie, jugaba con el pequeño Aaron, de diez años, en la granja de David y Rebecca cerca de Tel Aviv.
Ahora las discontinuidades inducidas por las drogas desaparecían. El tiempo se reorganizaba de nuevo. Saul se hizo un ovillo sobre el colchón —no había manta y el aire que pasaba por la reja de acero era muy frío— y pensó en sí mismo y en sus mentiras. Su búsqueda del oberst había sido una mentira, una excusa para no actuar. Su vida como psiquiatra había sido una mentira, una manera de eliminar sus obsesiones a una distancia segura, académica. Su servicio como médico en tres guerras de Israel había sido una mentira, una manera de evitar la acción directa.
Saul estaba echado en ese interior gris entre el nirvana inducido por las drogas y la dolorosa realidad, y veía la verdad de sus años de mentiras. Se había mentido a sí mismo sobre su fundamento para hablar con el sheriff de Charleston y con la señorita Preston sobre Nina y Willi. Había deseado secretamente que ellos actuaran, que ellos eliminaran el peso de la responsabilidad de su venganza. Saul le había pedido a Aaron que buscara a Francis Harrington no porque estuviera demasiado ocupado, sino porque secretamente deseaba que Aaron y el Mosad hicieran lo que tenía que hacerse. Ahora sabía que parte de sus razones para haberle contado a Rebecca veinte años atrás lo del oberst habían sido la secreta esperanza de que ella se lo contara a David y que David tratara las cosas de su manera fuerte, competente, americano-israelí…
Saul se estremeció, levantó las rodillas hasta el pecho y encaró las mentiras que constituían su vida.
Excepto algunos raros minutos, como cuando, en el campo de Chelmno, decidió matar para no ser sacado de su catre en plena noche, toda su vida había sido un himno a la inacción y al compromiso. Los que tenían el poder parecían sentirlo. Ahora comprendía que su trabajo en el destacamento del pozo en Chelmno y en el ferrocarril de Sobibor había sido más que una casualidad o una suerte; los hijos de perra en el poder habían intuido que Saul Laski era un kapo nato, un colaborador, alguien a quien se podía utilizar. De su parte no habría violencia, ni revuelta, ni sacrificio por los otros, ni siquiera para salvar su propia dignidad. Incluso su fuga de Sobibor, y del coto de caza del oberst antes de eso, se había debido en gran parte a una casualidad que había permitido que los acontecimientos lo empujaran en esa dirección.
Saul salió de la cama y se quedó de pie, tambaleándose, en el centro de la pequeña celda de acero. Llevaba una bata gris. Le habían quitado las gafas y las superficies de metal que había allí parecían borrosas y vagamente insustanciales. Su brazo izquierdo había estado en cabestrillo, pero ahora estaba suelto. Intentó moverlo y el dolor subió por su hombro y por el cuello, un dolor insensibilizante, cauterizador, que le despejaba el cerebro. Lo movió otra vez. Y otra.
Saul se tambaleó hasta el banco de acero y se sentó pesadamente.
Gentry, Natalie, Aaron y su familia, todos estaban en peligro. ¿Pero de quién partía ese peligro?
Saul bajó la cabeza hasta las rodillas cuando un fuerte mareo lo dominó. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido para asumir que Willi y las viejas eran los únicos con ese terrible poder? ¿Cuántos más poseían las aptitudes y aficiones del oberst? Saul rió de una manera discordante. Había reclutado a Gentry, Natalie y Aaron sin siquiera estudiar un plan serio para enfrentarse con el oberst. Había imaginado vagamente alguna trampa, al oberst ajeno a lo que le esperaba, a sus amigos y colaboradores seguros en su anonimato. Y después, ¿qué? ¿El sonido de las pequeñas Berettas de calibre 22 del Mosad?
Se recostó contra la fría pared de metal, apretó la cara contra el acero. ¿Cuánta gente tendría que ser sacrificada a causa de su cobardía e inacción? Stefa, Josef, sus padres. Ahora, con casi total certeza, el sheriff y Natalie. Y Francis Harrington. Saul soltó un gemido cuando recordó el gutural «auf wiedersehn» en el despacho de Trask y la explosión que siguió. Un segundo antes, el oberst le había conectado la mente con la de Francis, y Saul había sentido, en la mínima parte de voluntad que le quedaba, el terror del chico, prisionero en su propio cuerpo, esperando el inevitable sacrificio. Saul lo había enviado a California. Y a sus amigos, Selby White y Dennis Leland. Dos víctimas más en el altar de la cobardía de Saul Laski.
Saul no sabía por qué ahora dejaban que el efecto de las drogas se disipara. Quizás hubiesen acabado con él; la visita siguiente podría ser para matarlo. Le era indiferente. La rabia corrió por su cuerpo dolorido como una descarga de corriente eléctrica. Actuaría antes de que la inevitable y siempre pospuesta bala le entrara en el cráneo. Atacaría a alguien para desquitarse. En ese segundo, Saul Laski habría dado alegremente su vida por poder avisar a Aaron y a los otros dos, pero habría dado todas sus vidas por poder atrapar al oberst o a alguno de los arrogantes hijos de perra que dirigían el mundo y se burlaban del dolor de los seres humanos que eran utilizados por ellos como peones.
La puerta se abrió. Entraron tres hombres altos con batas. Saul se puso de pie, se tambaleó hacia ellos, lanzó un fuerte puñetazo contra la cara de uno.
—Eh —rió el más alto cuando atrapó fácilmente el brazo de Saul y se lo torció en la espalda—, este viejo judío quiere jugar.
Se debatió, pero el hombre le cogió como si fuera un niño. Intentó no llorar cuando el segundo hombre le arremangó la bata.
—Vas a decirnos adiós —dijo el tercer hombre cuando clavó la jeringuilla en su brazo delgado, dolorido—. Disfruta del viaje, viejo.
Esperaron treinta segundos, lo soltaron, y se volvieron para marcharse. Saul se tambaleó, con los puños cerrados, tratando de alcanzarlos. Pero estaba inconsciente antes de que la puerta se cerrase.
Soñó que caminaba, que era arrastrado por alguien. Llegaba el sonido de aviones de reacción y el penetrante olor de humo de puro. Caminó de nuevo, manos fuertes en sus brazos. Las luces eran muy brillantes. Cuando cerró los ojos pudo oír el clic-clic-clic de ruedas de metal sobre los raíles del tren que los llevaba a Chelmno.
Volvió en sí en el confortable asiento de algún tipo de transporte. Podía oír el ruido constante, rítmico, pero tardó algunos minutos en comprender que se trataba del sonido de un helicóptero. Tenía los ojos cerrados y un cojín bajo la cabeza, pero su cara tocaba cristal o plexiglás. Notaba que iba vestido y llevaba gafas de nuevo. Sus acompañantes hablaban en voz baja y a veces se oía el zumbido de comunicaciones por radio. Saul continuó con los ojos cerrados, reunió sus pensamientos y esperó que sus captores no se dieran cuenta de que el efecto de las drogas estaba disipándose.
—Sabemos que estás despierto —dijo un hombre muy cerca de él. Su voz le era extrañamente familiar.
Saul abrió los ojos, movió el cuello con dificultad, se ajustó las gafas. Era de noche. Junto con otros tres hombres, viajaba en el interior de un helicóptero bien amueblado. El piloto y el copiloto estaban iluminados por la luz roja de los instrumentos de navegación. Saul no podía ver nada por la ventana a su derecha. En el asiento de su izquierda, el agente especial Richard Haines tenía un maletín en el regazo y leía unos papeles a la luz de un pequeño foco situado encima de su cabeza. Saul se aclaró la voz y se lamió los labios, pero, antes de que pudiera hablar, Haines dijo:
—Aterrizamos en un minuto. Prepárate.
El hombre del FBI mostraba los restos de una magulladura bajo la barbilla.
Saul pensó algunas preguntas pertinentes, pero las abandonó. Miró hacia abajo y descubrió que su muñeca izquierda estaba esposada a la muñeca derecha de Haines.
—¿Qué hora es? —preguntó, con una voz que era poco más que un graznido.
—Alrededor de las diez.
Saul miró de nuevo a la oscuridad y asumió que era de noche.
—¿Qué día?
—Sábado —gruñó Haines con una ligera sonrisa.
—¿Fecha?
El hombre del FBI vaciló, se encogió ligeramente de hombros.
—Veintisiete de diciembre.
Saul cerró los ojos, víctima de un súbito mareo. Había perdido una semana. Parecía mucho más. El brazo izquierdo y el hombro le dolían enormemente. Se miró y vio que llevaba traje oscuro, corbata y camisa blanca. No eran suyos. Se quitó las gafas. La graduación era la correcta, pero la montura era nueva. Miró atentamente a los cinco hombres. Sólo reconoció a Haines.
—Usted trabaja para Colben —dijo Saul. Como el agente no respondió, continuó—. Fue a Charleston para evitar que la policía local descubriera lo que realmente pasó. Usted se llevó el libro de recortes de Nina Drayton del depósito de cadáveres.
—Abróchate el cinturón —ordenó Haines—. Vamos a aterrizar.
Era una de las vistas más bellas que Saul había presenciado. Al principio pensó que era un transatlántico comercial iluminado, blanco contra la noche, que dejaba una estela fosforescente en las aguas verdinegras, pero cuando el helicóptero descendió hacia la cruz naranja iluminada en la cubierta de popa, Saul comprendió que era un barco privado, un yate, elegante y del tamaño de un campo de fútbol americano. Algunos hombres con bastones de luz les indicaron con señales que bajaran y el helicóptero se poso suavemente en la cubierta iluminada por focos. Los cuatro hombres habían salido y se apartaban del helicóptero antes de que los rotores empezaran a reducir la velocidad.
Varios miembros de la tripulación vestidos de blanco se reunieron con ellos. Cuando se pudieron poner derechos, Haines abrió las esposas y las guardó en el bolsillo de su americana. Saul se frotó la muñeca justo debajo de donde estaban tatuados los números azules.
—Por aquí.
La procesión subió por una escalera, avanzó a lo largo de interminables pasillos. Las piernas de Saul se tambaleaban, a pesar de que el barco no se movía. En dos ocasiones Haines alargó el brazo para aguantarlo. Saul respiraba un aire cálido, húmedo, tropical —que le traía el olor distante de vegetación—, y miraba a través de puertas abiertas la elegante opulencia de las cabinas, camarotes y bares junto a los que pasaban. Todo era de teca, alfombrado con estilo y chapado con cobre u oro. El barco era un hotel de cinco estrellas flotante. Pasaron cerca del puente y Saul vislumbró hombres uniformados que montaban guardia, el brillo verde del equipamiento electrónico. Un ascensor los llevó hasta un camarote privado con balcón —quizá «terraza» era el término más adecuado—. Un hombre con una elegante chaqueta blanca estaba sentado en una silla de tijera con una bebida en un vaso alto. Saul miró más allá del hombre hacia una isla quizás a un kilómetro y medio de aguas oscuras. Palmeras y una exuberante vegetación tropical estaban festoneadas con centenares de farolillos japoneses, los caminos estaban perfilados por luces blancas, una larga playa estaba iluminada por numerosas antorchas, y, alzándose por encima de todo, más iluminado por los focos de los proyectores verticales que le recordaron a Saul las películas de los mítines de Nuremberg en los años treinta, un castillo de paredes de madera y tejado rojo parecía flotar sobre un acantilado de piedra blanca.
—¿Sabe quién soy? —preguntó el hombre de la silla de tijera.
Saul lo miró de reojo.
—¿Esto es un anuncio de tarjetas de crédito?
Haines dio un puntapié a Saul detrás de las rodillas, haciéndole caer en la cubierta.
—Puedes dejarnos, Richard.
Haines y los otros se fueron. Saul se levantó con esfuerzo.
—¿Sabe quién soy? —repitió el hombre.
—Usted es C. Arnold Barent —contestó Saul. Se había mordido el interior de la mejilla. En su mente, el sabor de su propia sangre se mezcló con el olor de la vegetación tropical—. Parece ser que nadie sabe qué significa la C.
—Christian —aclaró Barent—. Mi padre era un hombre muy devoto. Y también irónico. —Hizo un gesto hacia una tumbona que estaba cerca—. Siéntese, por favor, doctor Laski.
—No. —Saul fue hasta la barandilla del balcón, terraza o lo que demonios fuera. El agua se movía en un arco blanco nueve metros más abajo. Saul se agarró a la barandilla con fuerza y miró a Barent—. ¿No se está arriesgando al quedarse solo conmigo?
—No, doctor Laski —respondió Barent—. Yo nunca me arriesgo.
Saul movió ligeramente la cabeza hacia el distante castillo iluminado en la noche.
—¿Es suyo?
—De la corporación —dijo Barent. Tomó un sorbo largo de su refresco—. ¿Sabe por qué está aquí, doctor Laski?
Saul se ajustó las gafas.
—Señor Barent, yo ni siquiera sé dónde es «aquí». O si todavía estoy vivo.
Barent asintió con la cabeza.
—Su segunda declaración es muy pertinente —dijo—. Supongo que los efectos de la… medicación se habrán disipado lo bastante para que pueda llegar a algunas conclusiones sobre eso.
Saul se mordió el labio inferior. Tuvo consciencia de que realmente se tambaleaba mucho…, medio muerto de hambre, parcialmente deshidratado. Tardaría probablemente semanas en eliminar completamente las drogas de su sistema.
—Creo que usted piensa que yo soy su camino hacia el oberst —contestó.
—El oberst. Pintoresco. —Barent rió—. Me imagino que es así como usted lo ve, dada su… inusual relación. Dígame, doctor Laski, ¿los campos eran tan terribles como los presenta la prensa? Siempre he sospechado que había un intento, quizá subliminal, de exagerar un poco el asunto. ¿Quizás expiar una culpa subconsciente por la exageración?
Saul lo miró. Registró todos los detalles de su impecable bronceado, la americana deportiva, los mocasines Gucci, el anillo de amatista en el meñique. No dijo nada.
—Es igual —aceptó Barent—. Tiene razón, claro. Aún está vivo porque es el mensajero del señor Borden y nos gustaría hablar con él.
—No soy su mensajero —dijo Saul lentamente.
Barent movió una mano que había sido sometida a manicura.
—Su mensaje, entonces —matizó—. Hay poca diferencia.
Sonó un carrillón y el yate tomó velocidad, viró como si quisiera bordear la isla. Saul vio un largo muelle iluminado con lámparas de vapor de mercurio.
—Nos gustaría que le diera un recado al señor Borden —continuó Barent.
—No hay muchas posibilidades de hacerlo si me tiene drogado en una celda de acero —dijo Saul. Por primera vez desde la explosión sintió un rayo de esperanza.
—Muy cierto —aceptó Barent—. Trataremos de que usted tenga oportunidad de encontrarse con él de nuevo…, en un lugar que él mismo elija.
—¿Sabe dónde está el oberst?
—Sabemos donde… ha decidido operar.
—Si lo veo —dijo Saul—, lo mataré.
Barent rió amablemente. Tenía unos dientes perfectos.
—Eso es muy improbable, doctor Laski. De todas maneras, le estaríamos muy agradecidos si le diera nuestro recado.
Saul inspiró profundamente el aire marino. No entendía por qué Barent y su grupo le pedían que llevara recados, no entendía por qué le permitían que usara su libre albedrío para hacerlo, y no conseguía imaginar que les fuese beneficioso mantenerle vivo una vez hubiese cumplido el encargo.
Se sintió mareado y ligeramente ebrio.
—¿De qué recado se trata?
—Dígale a Willi Borden que el club estaría encantado si él estuviera de acuerdo en ocupar la vacante del comité directivo.
—¿Es todo?
—Sí —dijo Barent—. ¿Le gustaría comer o beber algo antes de marcharse?
Saul cerró los ojos durante un minuto. Podía sentir la tensión del barco en las piernas, en la pelvis. Se agarró a la barandilla con fuerza y abrió los ojos.
—Usted no es diferente de ellos —le dijo a Barent.
—¿A quiénes se refiere?
—A los burócratas —dijo Saul—, los comandantes, los funcionarios convertidos en comandos de einsatzgruppen, los ingenieros de ferrocarriles, los industriales de la I. G. Farben y los sargentos gordos con aliento de cerveza que balanceaban los pies sentados al borde del pozo.
Barent meditó un momento.
—No —admitió por fin—, supongo que al final ninguno de nosotros es diferente. ¡Richard! ¡Acompañe al doctor Laski a su destino, por favor!
Fueron en helicóptero hasta la gran pista de aterrizaje de la isla, después hacia el norte y el oeste en un reactor privado mientras detrás el cielo palidecía. Saul dormitó durante una hora antes del aterrizaje. Era su primer sueño no inducido por drogas en una semana. Haines lo despertó.
—Mira esto —dijo.
Saul miró la foto. Aaron, Deborah y las niñas estaban atados, pero claramente vivos. El fondo blanco no daba ninguna pista sobre dónde se encontraban. El flash había cogido los ojos muy abiertos de las niñas y sus expresiones de pánico. Haines levantó un pequeño magnetófono.
—Tío Saul —llegó la voz de Aaron—, por favor, haz lo que te digan. No nos harán daño si haces lo que te dicen. Cumple sus instrucciones y nos dejarán marchar. Por favor, tío Saul…
—Si intentas entrar en contacto con ellos o con la embajada, los mataremos —susurró Haines. Dos de los agentes dormían—. Haz lo que te dicen y no les pasará nada. ¿Comprendes?
—Comprendo —dijo Saul.
Recostó la cara contra el frío plástico de la ventana. Descendían sobre el centro de una importante ciudad americana. Gracias al brillo de las luces vislumbró edificios de ladrillos y agujas blancas entre torres de oficinas. En ese segundo supo que no había esperanza para ninguno de ellos.