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Melanie

Era muy difícil mantener a Vincent limpio. Era uno de esos chicos que sudan suciedad por todos los poros. Sus uñas estaban negras una hora después de que yo se las hubiera limpiado. Era una lucha constante por conservar limpias sus ropas.

El día de Navidad descansamos. Anne hizo la comida, puso discos navideños en el gramófono e hizo la colada mientras yo leía pasajes de las Escrituras y reflexionaba. Era un día tranquilo. De vez en cuando Anne se dirigía al televisor para encenderlo —antes de conocerme veía de seis a ocho horas de televisión diarias—, pero ahora el condicionamiento la dominaba y siempre encontraba otra cosa que hacer. Yo misma dediqué algunas horas de ocio banal a mirar la televisión la primera semana que pasamos en casa de Anne, pero una noche, cuando daban las noticias de las once, hubo un flash de treinta segundos sobre lo que llamaban «Los asesinatos de Charleston». «La policía del Estado aún busca a la mujer desaparecida», leyó la locutora. Decidí que no habría más televisión en casa de Anne Bishop.

El sábado, dos días después de Navidad, Anne y yo fuimos de compras. Ella tenía un DeSoto de 1953 en el garaje; era un vehículo feo, verde, cuya forma me hacía pensar en un pez asustado. Anne conducía de una manera tan vacilante y cautelosa que antes de que pudiéramos salir de Germantown la hice cambiar de asiento y puse a Vincent al volante. Nos dirigimos fuera de Filadelfia, hacia un paseo de tiendas caras en una zona llamada King of Prussia —posiblemente el nombre más absurdo que he oído para un suburbio—. Estuvimos de compras durante cuatro horas y adquirí algunas prendas muy bellas, aunque ninguna tan bonita, estoy segura, como las que dejé en el aeropuerto de Atlanta. Encontré un agradable abrigo de trescientos dólares —azul oscuro con botones de marfil— que pensé que me ayudaría a soportar el horrible frío del invierno yanqui. Anne disfrutó pagándome esos caprichos y no quise oponerme a su felicidad.

Esa noche volví a Grumblethorpe. Era agradable andar por las habitaciones a la luz de las velas, sin otra compañía que las sombras y los cuchicheos. Esa tarde, Anne había comprado dos pistolas en una tienda de deportes del paseo. Al joven dependiente de grasiento pelo rubio y sucios zapatos de lona le divirtió la ingenuidad de aquella vieja que deseaba comprar una escopeta para su hijo. Recomendó dos pistolas caras de aire comprimido de calibre 12 o 16, según el tipo de caza que le interesase al hijo de Anne. Anne compró las dos, y también seis cajas de balas para cada una. Ahora, mientras yo recorría las salas de Grumblethorpe con la palmatoria para la vela, Vincent lubricaba y acariciaba las armas en la penumbra de la cocina.

Nunca había «usado» a nadie como Vincent antes. Comparé su mente a una jungla y entonces descubrí una metáfora aún más apta. Las imágenes que revoloteaban por lo que restaba de su consciencia eran casi exclusivamente de violencia, muerte y destrucción. Cogí visiones momentáneas de miembros de su familia —la madre en la cocina, el padre durmiendo, una hermana mayor en el suelo de baldosas de una lavandería—, pero no sé si eran realidad o fantasía. Dudo que el mismo Vincent lo supiera. Nunca se lo pregunté y él no me podría haber respondido si lo hubiera hecho.

«Usar» a Vincent era más bien como montar un buen potro fogoso; bastaba con aflojar las riendas para que la bestia hiciera todo lo que deseabas. Era increíblemente fuerte para su tamaño y constitución, de manera casi inexplicable. Era como si grandes oleadas de adrenalina llenaran el sistema de Vincent en cualquier situación, y cuando estaba realmente excitado su fuerza se hacía casi sobrenatural. Descubrí que era estimulante compartir esto, incluso de una forma un poco pasiva. Cada día me sentía más joven. Sabía que cuando llegara a mi casa en el sur de Francia, posiblemente el próximo mes, estaría tan rejuvenecida que ni Nina me reconocerla.

Sólo las pesadillas sobre Nina estropeaban esos días posteriores a Nochebuena. Los sueños eran siempre los mismos: los ojos de Nina que se abrían, la cara de Nina como una máscara blanca con un agujero como una pequeña moneda en la frente; Nina sentándose en su ataúd, los dientes amarillos y afilados, los ojos azules levantándose en sus cuencas vacías en una marea de gusanos.

Esos sueños no me gustaban.

El sábado por la noche dejé a Anne en el primer piso de Grumblethorpe, vigilando la puerta, mientras yo me acurrucaba en la cama plegable de la habitación de los niños y dejaba que los cuchicheos me condujeran hacia el sueño.

Vincent salió del túnel. Sugería imágenes de nacimiento: el túnel largo y estrecho; paredes estrechas, que apretaban; el olor dulce, fuerte de suelo no muy diferente del olor cobrizo de la sangre; la apertura estrecha al final; el aire nocturno tranquilo como una explosión de luz y sonido.

Vincent recorrió el callejón oscuro, saltó una valla, atravesó un solar vacío y penetró en las sombras de la otra calle. Las pistolas quedaban atrás, en la cocina de Grumblethorpe; él sólo llevaba la guadaña —su largo mango de madera reducido a treinta y cinco centímetros— y su navaja.

Estaba segura de que en verano estas calles estarían llenas de negros —mujeres gordas sentadas en los pórticos y conversando como babuinos o mirando estúpidamente cómo niños andrajosos jugaban por todas partes y hombres fláccidos sin trabajo, sin aspiraciones y sin medios de vida manifiestos andaban sin prisa hacia los bares y las esquinas—. Pero esa noche, en pleno invierno, las calles estaban oscuras y tranquilas, las persianas, echadas en las ventanas de las casas estrechas y las puertas, cerradas en las fachadas de las hileras de casas. Vincent no se movía como una sombra silenciosa, se convirtió en sombra, deslizándose de callejón a calle, de calle a solar, de solar a patio sin más alteración del silencio que una brisa oscura.

Dos noches antes había seguido a los miembros de la pandilla hasta una gran casa rodeada de solares, a poca distancia del tren elevado cuyo terraplén cortaba aquella parte del gueto como una enorme Gran Muralla, una tentativa inútil de algún grupo más civilizado de sitiar a los bárbaros. Vincent se escondió entre los hierbajos helados, cerca de un coche abandonado, y observó.

Formas negras se movían delante de ventanas iluminadas como caricaturas de un espectáculo de sombras chinescas. Por fin, cinco de ellos salieron del edificio. En la penumbra no los reconoció, pero no importaba. Vincent esperó hasta que casi desaparecieron de su vista al fondo del callejón, junto al terraplén del ferrocarril, y entonces los siguió. Era estimulante compartir aquella caza silenciosa, aquel deslizarse casi sin esfuerzo por la oscuridad. Los ojos de Vincent funcionaban casi tan bien en la penumbra como los de la mayoría de la gente a plena luz. Era como compartir la mente y los sentidos de un gato cazador, fuerte y sigiloso. Un gato hambriento.

Había dos chicas de color en el grupo. Vincent se paraba cuando el grupo se detenía. Olfateó el aire, para apoderarse del olor fuerte, animal, de los machos. En el Sur ya no se usa esa palabra para referirse a los negros, pero pocas palabras se aplican tan adecuadamente. Es sabido que el macho negro se excita rápidamente y sin prejuicios como un semental o un perro cerca de una perra en celo; Vincent observaba cómo copulaban en el sombrío terraplén, el tercer chico miraba hasta que llegó su turno, las piernas desnudas, negras, de las chicas se abrían y cerraban contra las caderas en febril movimiento de los machos penetradores. Todo el cuerpo de Vincent se encrespaba con la necesidad de actuar ya, pero yo le hice mirar a otra parte, esperar hasta que los chicos hubieran calmado su lascivia y las chicas se marchasen hablando a gritos y riéndose —tan inocentes y cándidas como gatos de callejón saciados— a casa. Cuando eso sucedió, liberé a Vincent.

Les esperaba cuando los tres chicos giraron por una esquina al fondo de la calle Bringhurst, cerca de una fábrica de zapatos abandonada. La guadaña cogió al primer chico por el estómago, le atravesó el cuerpo y le tocó la espina dorsal al salir. Vincent lo dejó allá y fue a por el segundo con la navaja. El tercero huyó.

Antes, cuando yo iba al cine, antes de la Segunda Guerra Mundial, antes de que las películas se convirtieran en la acumulación de charlatanería obscena y estúpida que son hoy, me gustaban las escenas de criados de color asustados. Me acuerdo de haber visto El nacimiento de una nación cuando era una niña y de haberme reído cuando los niños de color se asustaban de alguien con una sábana. Recuerdo que fui a un cine de cinco pfennigs en Viena con Nina y Willi, a ver una vieja película de Harold Lloyd y que me reí con la multitud del absurdo miedo de Stepin Fetchit. Recuerdo una vieja película de Bob Hope que vi en la televisión —antes de que la vulgaridad de los años sesenta me hiciera desistir de la televisión para siempre— y la risa que me produjo la cara blanca de miedo del ayudante de color de Bob Hope en esa farsa de fantasmas. La segunda víctima de Vincent parecía uno de aquellos actores —enorme, blanco, ojos abiertos, una mano en la boca abierta, las rodillas juntas, los pies extendidos—. En Grumblethorpe, reí a carcajadas en el silencio de la habitación de los niños incluso cuando Vincent usó la navaja para hacer lo que había que hacer.

El tercer chico logró huir. Vincent quería perseguirle, se esforzó por ir detrás de él como un perro que tiraba con fuerza de la correa, pero yo lo contuve. El negro conocía las calles mejor y la eficacia de Vincent residía en su habilidad para esconderse y la sorpresa. Yo sabía lo arriesgado que era ese juego y no tenía intención de derrochar a Vincent después de lo que me había costado ponerlo a punto. Pero antes de hacerle volver, le dejé divertirse con los dos fiambres. Sus pequeños juegos no llevaron mucho tiempo y satisficieron algo que aún estaba al acecho en la zona más profunda de la jungla de su cerebro.

Fue después de haberle quitado la chaqueta al segundo chico que la foto cayó. Vincent estaba demasiado ocupado para notarlo, pero yo le hice dejar la guadaña y cogerla. Se trataba de una foto del señor Thorne y de mí.

Me senté muy derecha en la habitación de los niños de Grumblethorpe.

Vincent volvió inmediatamente. Yo le esperaba en la cocina y cogí la foto de sus dedos sucios. No había duda, la imagen era borrosa, evidentemente una parte ampliada de otra foto, pero yo era perfectamente visible y no había confusión posible respecto al señor Thorne. Supe enseguida que debía de ser del señor Hodges. Durante años vi cómo ese hombrecillo miserable y su miserable cámara hacían instantáneas de su miserable familia. Creía haber tomado todas las precauciones necesarias para no entrar en sus fotos, pero era evidente que no fue así.

Me senté en la fría cocina de piedra y ladrillo de Grumblethorpe y sacudí la cabeza. ¿Cómo había llegado eso a las manos de un chico negro? Era evidente que alguien me estaba buscando. Pero ¿quién? ¿La policía? ¿Cómo podrían sospechar que yo estaba en Filadelfia? ¿Nina?

Nada de lo que yo pudiera pensar tenía sentido.

Hice que Vincent se bañara en una gran bañera galvanizada que Anne había comprado. Ella trajo un calentador de queroseno, pero la noche era fría y el vapor se levantaba de la carne blanca de Vincent mientras él se bañaba. Después le ayudó a lavarse el pelo. Qué imagen debíamos de componer los tres, dos tías muy dignas bañando a su valeroso sobrino recién llegado de una batalla, su carne echando vapor al aire frío mientras la luz de las velas creaba sombras de tres metros de alto en la tosca pared.

—Vincent, cariño —dije yo en voz baja mientras le ponía el champú—, tenemos que descubrir de dónde ha salido esa foto. No esta noche, querido, las calles estarán muy animadas esta noche cuando se descubra tu trabajo. Pero pronto. Y cuando descubras quién le dio la foto al chico de color, traerás a esa persona aquí…