Beverly Hills, sábado 27 de diciembre de 1980
Tony Harod estaba bien metido en una actriz madura cuando la conferencia llegó de Washington.
Tari Easten tenía cuarenta y dos años, por lo menos veinte más de lo que se exigía para el papel que pretendía conseguir en El tratante de blancas, pero, en cambio, sus pechos si tenían la edad y la forma requeridas para el papel. Mirándolos desde abajo, mientras ella trabajaba encima de él, Harod pensó que podía ver las pálidas líneas rosadas, donde sus pechos se encontraban con la caja torácica, revelando dónde había sido inyectada la silicona. Los pechos eran tan artificialmente firmes que apenas se balanceaban mientras Tari trabajaba arriba y abajo, lanzando la cabeza hacia atrás en una excelente simulación de pasión, la boca abierta, los hombros tensos. Harod no la estaba «usando», sólo la utilizaba.
—Venga, cariño, dámelo. Venga. Dámelo —jadeaba la ingenua madura. Un Variety de 1963 la había considerado «la próxima Elizabeth Taylor». Todo lo contrario, había sido la próxima Stella Stevens.
—Dámelo —jadeó ella—. Dispara, querido. Dispara, dispara.
Tony Harod lo intentaba. En los últimos quince minutos su pasión había pasado de la mera fricción al auténtico trabajo. Tari conocía todos los movimientos exactos; actuaba tan bien como cualquier estrella porno que Harod hubiera dirigido. Era una perfecta fantasía, adelantándose a todos sus deseos, dando puro placer a cada toque, centrando todo el acto alrededor del culto egocéntrico del pene, que ella había aprendido hacía mucho que existía en todos los hombres. Era soberbia. Harod pensó que podía perfectamente estar jodiendo con un trozo de madera por todo el envolvimiento y la excitación que sentía.
—Venga, querido. Dámelo ahora —jadeó ella, aún representando, meneándose arriba y abajo como una de esas vaqueras sobre el toro mecánico del Gilleys.
—Cállate —dijo Harod, y se concentró en llegar al orgasmo. Cerró los ojos y recordó a la azafata del vuelo de Washington dos semanas antes. ¿Había sido la última?
Las dos chicas alemanas jugando y acariciándose en la sauna…, no, no quería pensar en Alemania.
Cuanto más trabajaban los dos, menos erección lograba Harod. El sudor corría desde los senos de Tari hacia su pecho. Harod recordó a María Chen dejando la droga a palo seco, tres años antes, el sudor sobre su cuerpo moreno, desnudo, los pequeños pezones erectos por el agua fría con la que él la lavaba, las gotas cayendo en el triángulo negro de su pubis.
—Venga, venga —murmuró Tari, sintiendo el triunfo, arqueándose como un poni perseguido al ver la cuadra cerca—. Dámelo, querido.
Harod se lo dio. Tari gimió, se revolvió, dejó que todo su cuerpo quedara rígido en un éxtasis simulado que le garantizaría un Oscar si lo dieran a la mejor interpretación de un orgasmo.
—Oh, querido, cariño —tarareó ella, con las manos en su pelo, la cara contra su hombro, sus pechos restregándose contra él.
Harod abrió los ojos y vio la luz del teléfono parpadeando.
—Apártate —ordenó.
Ella se arrellanó contra él mientras él le decía a María Chen que atendería la llamada.
—Harod, soy Charles Colben —gruñó la voz familiar.
—¿Qué?
—Esta noche vuelas a Filadelfia. Te esperaremos en el aeropuerto.
Harod apartó la mano de Tari de su ingle. Miró el techo.
—Harod, ¿me oyes?
—Sí. ¿Por qué a Filadelfia?
—Tienes que ir allí.
—¿Y si no quiero ir?
Esta vez fue Colben el que se quedó callado.
—Ya les dije la semana pasada que estoy fuera de esto —le recordó Harod. Miró a Tari Easten, que fumaba un cigarrillo mentolado. Sus ojos eran tan azules y anodinos como el agua de la piscina de Harod.
—No estás fuera de nada —dijo Colben—. Ya sabes qué pasó con Trask.
—Sí.
—Eso quiere decir que hay una vacante en la junta de gobierno del Island Club.
—No estoy seguro de que aún me interese.
Colben rió.
—Harod, no seas gilipollas, vale más que nosotros no perdamos interés en ti. En cuanto eso suceda, tus amigos de Hollywood tendrán que correr a Forest Lawn para asistir a otro funeral. Te espero en el vuelo de la United de las dos.
Harod colgó cuidadosamente el auricular, dio media vuelta, se levantó de la cama y cogió su pijama naranja con monograma.
Tari apagó el cigarrillo y le miró a través de las pestañas. Su postura, tumbada en la cama, le recordó a Harod una película barata italiana medio porno que Jayne Mansfield interpretó poco tiempo antes de perder la cabeza en un accidente automovilístico.
—Cariño —suspiró ella, casi desbordada de satisfacción—, ¿quieres hablar de aquello?
—¿De qué?
—Del proyecto, claro, tonto —rió ella.
—Claro —dijo Harod, de pie junto al bar, echando zumo de naranja en un vaso alto—. Se llama El tratante de blancas, basado en ese libro que vendían en los supermercados el otoño pasado. Schu Williams será el realizador. Tenemos un presupuesto de doce millones, pero Alan ya da por hecho que lo sobrepasemos en un millón.
Harod sabía que ahora sí que Tari estaba al borde de un orgasmo no fingido.
—Ronny dice que yo soy perfecta para el papel —murmuró.
—Para eso le pagas —dijo Harod, y bebió un largo trago de zumo de naranja. Ronny Bruce era el agente y el caniche más estimado de esa putilla.
—Ronny me dijo que tú habías dicho que yo sería perfecta.
Se aclaró la voz, casi haciendo pucheros.
—Lo dije —admitió Harod—. Y lo eres. —Compuso su sonrisa de cocodrilo—. No para el papel principal, claro. Te sobran veinticinco años, tienes celulitis en el culo y parece que cada una de tus tetas ha engullido una pelota de béisbol.
Tari gritó como si le hubieran pegado en pleno estómago. Su boca se movió, pero no emitió palabra.
Harod acabó su bebida. Tenía los párpados muy pesados.
—El caso es que tenemos el papel de la tía de mediana edad de la protagonista, la que le busca los ligues. No tiene mucho diálogo, pero sí una buena escena cuando varios árabes la violan en un bazar de Marraquech.
Las palabras empezaron a salir de su boca:
—Eres un hijoputa bastardo chupapollas…
Harod sonrió.
—Eso lo considero un «quizá». Piensa en ello, cariño. Que me llame Ronny; comeremos juntos un día de éstos.
Se quitó las gafas y se dirigió al yacuzzi.
—¿Por qué un vuelo a estas horas de la noche? —preguntó María Chen cuando sobrevolaban Kansas.
Harod miró la oscuridad exterior.
—Sospecho que sólo están probando mis hilos de marioneta.
Se recostó y miró a María Chen. Alguna cosa había cambiado entre ellos desde que estuvieron en Alemania. Cerró los ojos, pensó en su propia cara esculpida en una pieza de ajedrez, los abrió de nuevo.
—¿Qué hay en Filadelfia? —preguntó María Chen.
A Harod se le ocurrió un comentario filosófico tipo W. C. Fields, pero decidió que estaba demasiado cansado para ser frívolo.
—No lo sé —dijo—. Estarán Willi o la señora Fuller.
—¿Qué harás si está Willi?
—Huir como el demonio —aseguró Harod—. Espero que me ayudes. —Miró alrededor—. ¿Has puesto la Browning en el equipaje como te he dicho?
—Sí. —Dejó la calculadora con la que estaba sumando un presupuesto de vestuario—. ¿Y si está Melanie Fuller?
No había nadie sentado cerca de ellos. Los escasos pasajeros de primera clase dormían.
—Si está sólo ella —dijo Harod—, la matare.
—¿La matarás, o la mataremos? —preguntó María Chen.
—La mataré —contestó Harod.
—¿Estás seguro de ser capaz?
Harod la miró y tuvo la clara imagen, casi táctil, de su puño golpeando esos dientes perfectos. Casi valdría la pena —detención, denuncia, todo—, sólo por acabar con esa jodida serenidad oriental. Sólo una vez. Pegarle una ostia y joderla, allí mismo en la primera clase de la United.
—Sí —dijo él—. Es una vieja podrida.
—Willi era…, es un viejo.
—Ya has visto lo que Willi es capaz de hacer. Debe de haber volado directamente de Munich a Washington sólo para liquidar a Trask de aquella manera. Está loco.
—Tú no conoces a Melanie Fuller.
Harod meneó la cabeza.
—Es una mujer —dijo—. No hay ninguna mujer en el mundo que pueda ser tan ruin como Willi Borden.
Su vuelo de enlace llegó a Filadelfia una hora antes del amanecer. Harod no había podido dormir, la sección de primera clase había estado helada durante todo el viaje desde Chicago y el interior de sus párpados parecía forrado de grava y cola. Aumentó su disposición homicida al darse cuenta de que María Chen tenía un aire fresco y despierto.
Fueron recibidos por tres tipos del FBI horriblemente sanos. El jefe —un hombre apuesto con una herida en la barbilla— dijo:
—¿Señor Harod? Le llevaremos hasta el señor Colben.
Harod entregó su bolsa de viaje al apuesto agente.
—Sí, vamos. Me hace falta una cama.
El agente entregó la bolsa a otro y les condujo hacia unas escaleras, a través de unas puertas en las que se leía «PROHIBIDO EL PASO», y hacia una pista entre la terminal principal y un hangar privado. Una franja de tonos rojos y amarillos prometía la salida del sol en el nublado este, pero las luces de pista aún estaban encendidas.
—Joder —exclamó Harod.
Había allí un helicóptero de seis plazas, de líneas aerodinámicas, pintado de naranja y blanco; los rotores giraban lentamente, las luces de navegación parpadeaban. Un agente mantuvo la puerta abierta mientras el otro se encargaba del equipaje de Harod y María Chen. Charles Colben apareció tras la puerta abierta.
—Joder —repitió Harod.
María Chen meneó la cabeza. Harod detestaba volar en cualquier tipo de aparato, pero odiaba sobre todo los helicópteros. En una época en la que cualquier realizador de Hollywood de quinta categoría se gastaba una tercera parte de su presupuesto alquilando aquellas máquinas peligrosas y absurdas, que, zumbando, bajaban en picado y revoloteaban sobre todos los lugares de rodaje como ratoneras locas con complejo de testigo de Jehová, Tony Harod se negaba a volar en ellas.
—¿No hay ningún jodido transporte terrestre? —gritó él por encima del rugido de los rotores.
—¡Entre! —gritó Colben.
Harod hizo algunos comentarios en voz baja y siguió a María Chen al interior de aquella cosa. Sabía que los rotores estaban por lo menos a dos metros y medio del suelo, pero era imposible caminar bajo esas hojas invisibles sin agacharse.
Aún se estaban poniendo los cinturones de seguridad, ya instalados en el asiento trasero, cuando Colben se volvió y levantó el pulgar, mirando al piloto. Harod pensó que el hombre que iba a los mandos había salido directamente de un casting: chaqueta de cuero desgastada; cara delgada, rocosa; gorra roja; ojos de ex combatiente que miraban con tedio. El piloto habló por el micrófono unido a sus auriculares, empujó hacia delante una palanca con la mano izquierda, tiró de otra palanca con la mano derecha y el helicóptero rugió, se levantó, inclinó el morro hacia abajo y empezó a avanzar a unos veinte metros del suelo.
—Ah, mierda —murmuró Harod. Era como si fueran en una tabla encima de mil cojinetes.
Llegaron a una zona libre de la terminal, conversaron con la torre y se lanzaron hacia delante y arriba. Antes de cerrar los ojos, Harod vislumbró abajo refinerías de petróleo, un río y la enorme silueta de un petrolero.
—La vieja está aquí —dijo Colben.
—¿Melanie Fuller? —preguntó Harod.
—¿Quién si no? —respondió Colben—. ¿Helen Hayes?
—¿Dónde?
—Ya lo veras.
—¿Cómo habéis dado con ella?
—Eso es cosa nuestra.
—¿Qué hay que hacer?
—Te lo diré cuando llegue el momento.
Harod abrió los ojos.
—Me encanta hablar contigo, es como hablar con tus propios sobacos.
El hombre calvo hizo una mueca a Harod y después sonrió.
—Tony, monada, personalmente creo que eres un pedazo de mierda de perro, pero por alguna razón que no entiendo el señor Barent cree que podrías pertenecer al Club. Es tu gran oportunidad. No la eches a perder.
Harod rió y cerró los ojos.
María Chen les observaba mientras volaban a lo largo de un río sinuoso, gris. Los edificios altos del centro de Filadelfia retrocedían a la derecha. Hileras de casas y la cuadrícula marrón de ladrillos de la ciudad, cortada por varias autopistas, se extendían a la derecha, mientras una extensión aparentemente infinita de parque, colinas bajas cubiertas de árboles desnudos y nieve, acompañaban al río a la izquierda. Estaba amaneciendo, la luz crecía entre el horizonte, y las nubes bajas y centenares de ventanas en rascacielos y otros edificios reflejaban esa luz. Colben puso su mano en la rodilla de María.
—Mi piloto es un veterano del Vietnam —dijo—. Es como tú.
—Yo nunca estuve en Vietnam —murmuró María Chen.
—No —dijo Colben, y movió la mano más arriba, hacia el muslo. Harod parecía dormitar—. Quiero decir que es un «neutral». Nadie se mete con él.
María Chen tensó las piernas, inmovilizó la mano del hombre del FBI con la suya. Los otros tres agentes los observaban y el hombre de la herida en la barbilla sonreía ligeramente.
—Tío —dijo Harod, con los ojos todavía cerrados—, ¿eres zurdo o diestro?
Colben frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Sólo siento curiosidad por saber si serás capaz de continuar cuando te haya aplastado la diestra —dijo Harod. Abrió los ojos. Los dos hombres se miraron.
Los tres agentes se desabrocharon las americanas con un movimiento que parecía ensayado.
—Hemos llegado —anunció el piloto.
Colben apartó la mano y se volvió hacia delante.
—Déjanos cerca del centro de comunicaciones —dijo. Era una orden innecesaria. Un pequeño bloque en el centro de un barrio en ruinas, todo hileras de casas y fábricas abandonadas, estaba rodeado por una valla de madera. Cuatro caravanas habían sido situadas cerca del centro del solar y algunos coches y furgonetas estaban aparcados en el lado sur. Una de las furgonetas y dos de las caravanas tenían antenas de ondas ultracortas en el techo. Había una pista de aterrizaje para helicópteros señalada por paneles de plástico naranja.
Todos, excepto María Chen, se agacharon al salir a causa de las palas de los rotores. La ayudante de Harod salió muy erguida, pisando cuidadosamente con sus altos tacones entre los charcos y el barro. Su postura no denotaba tensión. El piloto no descendió y los rotores siguieron girando.
—Es una breve parada —explicó Colben dirigiéndose a una de las caravanas—. Después tendrás trabajo.
—El único trabajo que haré esta mañana será encontrar una cama —dijo Harod.
Las dos caravanas del centro iban de norte a sur y estaban unidas en un extremo por una gran puerta común. La pared occidental era una masa de monitores de televisión y mesas de control. Ocho hombres con camisas blancas y corbatas oscuras estaban sentados ante los monitores y cuchicheaban de vez en cuando por los micrófonos.
—Parece un jodido control de operaciones —dijo Harod.
Colben asintió.
—Es nuestro centro de control y comunicaciones —confirmó con un leve toque de orgullo en la voz.
El hombre del primer monitor miró a Colben y dijo:
—Larry, éste es el señor Harod y ésta, la señorita Chen. El director les llamó para que participaran en nuestra operación.
Larry saludó con la cabeza a las supuestas estrellas y Harod comprendió que aquéllos eran agentes normales del FBI, sin duda ignorantes de su verdadera misión.
—¿Qué buscamos? —preguntó Harod.
Colben señaló el primer monitor.
—Ésta es la casa de Queen Lane donde el sospechoso y no identificado joven caucasiano vive con una tal Anne Marie Bishop, 53 años, soltera, que está sola desde que su hermano murió en mayo de este año. El grupo Alfa estableció la base de vigilancia al otro lado de la calle, en el segundo piso de un almacén. El número dos muestra la parte trasera de la misma casa, desde un tercer piso vacío del otro lado del callejón. El número tres, el callejón desde una furgoneta de la Bell Telephone.
—¿Ella está allí ahora? —preguntó Harod señalando la imagen en blanco y negro de la pequeña casa blanca.
Colben meneó la cabeza y les condujo hasta el fondo, a un monitor que mostraba una vieja casa de piedra. La cámara evidentemente se encontraba en un primer plano y el tráfico a veces tapaba la vista.
—Ahora está en Grumblethorpe —dijo.
—¿Dónde?
—Grumblethorpe. —Colben señaló dos grupos ampliados de planos urbanos en la pared sobre el monitor—. Es una casa histórica. Casi siempre cerrada al público. Pasa mucho tiempo allí.
—A ver si lo entiendo —dijo Harod—. ¿La señora de la que hablamos está escondida en un monumento nacional?
—No es un monumento nacional —respondió Colben—, sólo una casa de interés histórico local. Pero sí, pasa la mayor parte del tiempo allí. Por la mañana…, por lo menos las dos mañanas que los hemos observado, ella y la otra vieja y el chico van a Queen Lane probablemente para ducharse y comer caliente.
—Dios —dijo Harod. Miró a los hombres y el equipo de alrededor—. ¿De cuántos hombres dispones?
—De sesenta y cuatro —respondió Colben—. Las autoridades locales saben que estamos aquí, pero tienen órdenes de mantenerse al margen. Podemos necesitar un poco de control de tráfico cuando esto se acabe.
Harod sonrió y miró a María Chen.
—Sesenta y cuatro agentes especiales, un maldito helicóptero, un millón de dólares de chatarra de guerra de las galaxias, todo para joder a una tía de ochenta años. —Larry y otros dos agentes le miraron con curiosidad—. Continúen el trabajo, señores —dijo Harod con su mejor voz de VIP—, la nación está orgullosa de ustedes.
—Vamos a mi despacho —murmuró Colben fríamente.
Los despachos ocupaban la caravana articulada que iba de oeste a este en el extremo sur del complejo. El despacho de Colben era un poco más que un cuchitril, pero algo menos que una sala.
—¿Qué hay en el otro extremo de esta caravana? —preguntó Harod cuando él y María Chen y el ayudante del director del FBI se hubieron sentado alrededor de una pequeña mesa.
Colben vaciló.
—Instalaciones para detención e interrogatorio —dijo por fin.
—¿Queréis interrogar a Melanie Fuller?
—No —contestó Colben—. Es demasiado peligrosa. Queremos matarla.
—¿Habéis detenido a alguien y lo estáis interrogando ahora?
—Quizá —dijo Colben—. Pero a ti esto no te incumbe.
Harod suspiró.
—Muy bien, tío, ¿qué me incumbe a mí?
Colben miró a María Chen.
—Esto es confidencial. ¿No puedes funcionar sin Conn Chung, Tony?
—No —dijo Harod—. Y si le pones la boca o la mano encima, te lo advierto, Barent tendrá otra vacante en el Island Club.
Colben sonrió levemente.
—Hay una cosa que tenemos que arreglar tú y yo, pero más tarde. Entre tanto, tenemos una misión por terminar, y tú tienes trabajo.
Deslizó una foto sobre la mesa.
Harod la estudió. Instantánea de Polaroid, en color, con luz diurna, de una atractiva joven negra —de veintidós o veintitrés años— delante de un semáforo esperando que la luz cambiase. Tenía el pelo rizado, demasiado corto para ser considerado afro, ojos grandes, cara oval delicada y labios gruesos. Harod se fijó en sus pechos, pero el abrigo de camello que llevaba era demasiado abultado para permitirle hacerse una idea.
—Una tía con buena pinta —dijo—. Sin categoría de estrella, pero probablemente le haría una prueba cinematográfica para un papel importante. ¿Quién carajo es?
—Natalie Preston —contestó Colben.
Harod le miró sin comprender.
—Su padre cayó en Charleston hace algunas semanas por haberse cruzado en el camino de Nina Drayton y Melanie Fuller.
—¿Y?
—Y está muerto y de repente la señorita Preston aparece aquí, en Filadelfia.
—¿Crees que busca a Fuller?
—No, Tony, pensamos que la hija desconsolada abandonó el cadáver del padre, abandonó sus estudios en St. Louis y cogió un avión hacia Germantown, Pennsylvania, debido a un súbito interés por la historia de Estados Unidos. Claro que está sobre la pista de la vieja, estúpido.
—¿Cómo la ha encontrado? —preguntó Harod. Seguía mirando la foto.
—Por los miembros de la pandilla —explicó Colben. Ante la sorprendida mirada de Harod, continuó—: Dios mío, ¿en Hollywood no hay periódicos ni televisión?
—He estado ocupado con un proyecto de doce millones de dólares —se excusó Harod—. ¿Qué asesinatos?
Colben le contó lo de los asesinatos de Nochebuena.
—Y dos más desde entonces —concluyó—. Horroroso.
—¿Y por qué este apetitoso trozo de chocolate habría de relacionar ciertos crímenes de Filadelfia con Melanie Fuller? —preguntó Harod—. ¿Y cómo descubriste que ella y la vieja estaban aquí?
—Tenemos nuestras fuentes —dijo Colben—. Y en cuanto a esta negrita, le hemos pinchado el teléfono, y también el de un sheriff chiflado con el que está en contacto. Se dejan cortos y divertidos mensajes en él contestador de él. Mandamos a un tipo allá para que dejara los recados que nos interesa dejar y borrara el resto.
Harod meneó la cabeza.
—No lo comprendo. ¿Qué tengo yo que ver con este jaleo?
Colben cogió un abrecartas y empezó a jugar con él.
—El señor Barent decidió que esto es precisamente lo tuyo, Tony.
—¿Qué?
Harod le pasó la fotografía a María Chen.
—Cuidar de la señorita Preston.
—Ajá —dijo Harod—. Nuestro contrato se refería a Melanie Fuller. Sólo a ella.
Colben levantó las cejas.
—¿Qué pasa, Tony? ¿Te da miedo esta chica? ¿Qué más te da miedo, tío?
Harod se frotó los ojos y bostezo.
—Cuida de este detalle —dijo Colben— y es posible que no tengas que preocuparte de Melanie Fuller.
—¿Quién lo dice?
—Lo dice Barent. Caramba, Harod, esto es una entrada gratis al club más selecto de la historia. Sé que eres un cretino, pero esto es sencillo incluso para ti.
Harod bostezó de nuevo.
—¿Ya os ha pasado por vuestras cabezas de cuadrapléjicos intelectuales la idea de que no me necesitáis para hacer vuestro sucio trabajo? —preguntó él—. Tenéis a la vieja en las lentes de vuestra cámara varias veces al día, me lo acabas de decir. Sólo hay que poner una mira telescópica en una 30-06 y asunto resuelto. ¿Y qué problema hay con Natalie…, como se apellida? ¿Tiene «aptitud» o algo semejante?
—No —contestó Colben—. Natalie Preston tiene una licenciatura en arte de Oberlin y dos terceras partes de un diploma de Magisterio. Una joven muy pacífica.
—Entonces, ¿por qué yo?
—Cuotas —dijo Colben—. Todos pagamos nuestras cuotas.
Harod cogió otra vez la foto de manos de María Chen.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que la detenga y la interrogue?
—No es necesario —dijo Colben—. Conseguimos toda la información que ella podría darnos a través de otra fuente. Sólo la queremos fuera de juego.
—¿Para siempre?
Colben rió entre dientes.
—¿En qué otra cosa piensa, señor Harod?
—Pensaba que quizá le gustaran unas pequeñas vacaciones forzadas en Beverly Hills —dijo Harod. Tenía los párpados muy pesados. Se humedeció los labios con un movimiento rápido de la lengua.
Colben rió de nuevo.
—Lo que sea —dijo—. Pero al final la solución tendrá que ser definitiva en relación a ésta…, ¿cómo dirías?, este apetitoso trozo de chocolate. Lo que le hagas antes no nos importa, Tony. Sólo queremos que no se escape.
—Eso no sucederá —aseguró Harod. Miró a María Chen y después de nuevo la foto—. ¿Sabes dónde está ahora?
—Sí —dijo Colben. Cogió un trozo de papel y miró lo impreso por el computador—. Aún está en el Chelten Arms. Un pequeño hotel a unas doce manzanas de aquí. Haines puede llevarte allí ahora mismo.
—Ajá —exclamó Harod—. Primero quiero un hotel para mí…, un buen hotel, una suite si es posible. Y después de siete u ocho horas de sueño…
—Pero el señor Barent…
—A tomar por el culo C. Arnold Barent —dijo Harod con una sonrisa—. Que liquide a la tía él mismo si no está satisfecho. Ahora que Haines o quien sea nos lleve a un buen hotel.
—¿Y Natalie Preston?
Harod se detuvo en la puerta.
—Supongo que también la vigiláis.
—Claro.
—Bien, di a tus chicos que la entretengan ocho o nueve horas más. —Se volvió hacia la puerta, pero se detuvo y miró a Colben—. No has respondido a mi pregunta. Has estado vigilando a Melanie Fuller durante varios días. ¿Por qué arrastrar más esta mierda? ¿Por qué no acabas con ella y te largas?
Colben cogió el abrecartas.
—Porque queremos comprobar si hay alguna relación entre la señorita Melanie y tu antiguo amo, el señor Borden. Estamos esperando a que Willi cometa un error, a que saque las garras.
—¿Y si lo hace?
Colben sonrió y pasó la hoja del abrecartas por su garganta.
—Si lo hace…, cuando lo haga, tu amigo Willi deseará haber estado en esa habitación con Trask cuando la bomba estalló.
Harod y María Chen alquilaron habitaciones en el Chestnut Hill Inn, un motel de lujo a diez kilómetros de la avenida Germantown, después de los últimos tugurios de la ciudad, en un sector de calles bordeadas de árboles y parques aislados. Colben también estaba registrado allí. El agente de la barbilla herida designó a un hombre rubio del FBI para quedarse allí con un coche. Harod durmió seis horas y se despertó desorientado y más cansado que cuando había llegado. María Chen le sirvió un vodka con zumo de naranja y se sentó al borde de la cama mientras Harod bebía.
—¿Qué vas a hacer con respecto a la chica? —pregunto. Harod dejó el vaso y se frotó la cara.
—¿Qué te importa?
—Nada.
—Entonces no me hagas preguntas.
—¿Quieres que te acompañe?
Harod pensó en ello. No se sentía bien sin alguien que le cubriera la espalda, pero en este caso podría no ser necesario. Cuanto más pensaba en eso, menos necesario le parecía.
—No —dijo—. Puedes quedarte aquí y trabajar en la correspondencia de la Paramount. No tardaré mucho.
María Chen salió de la habitación sin decir palabra.
Harod se duchó y se vistió con un jersey de seda de cuello alto, pantalones de lana caros y una americana negra con forro de vellón. Llamó al número que Colben le había dado.
—¿Natalie como-se-llame aún corre por ahí fuera? —le preguntó Harod.
—Se estuvo paseando por los barrios bajos, pero volvió al hotel para la cena —explicó Colben—. Pasa mucho tiempo con aquella pandilla de negros.
—¿La que ha estado perdiendo miembros?
Colben rió alegremente.
—¿Qué cojones es tan divertido? —preguntó Harod.
—Tu elección de palabras —rió Colben—. Perder miembros. Es exactamente lo que ha estado sucediendo. A los dos últimos los descuartizaron y les cortaron la polla.
—¡Joder! —exclamó Harod—. ¿Y tú piensas que lo hizo Melanie Fuller?
—No lo sabemos —respondió Colben—. No vimos a ese chico que está con ella salir de Grumblethorpe antes de los asesinatos, pero puede estar «usando» a otro.
—¿Qué tipo de vigilancia tenéis en Grumblethorpe?
—Podría ser mejor —dijo Colben—. No podemos tener una furgoneta de la compañía de teléfonos en cada callejón, incluso una vieja sospecharía. Pero tenemos una buen cobertura de la parte delantera, una cámara para el patio trasero y agentes alrededor de toda la manzana. Si la vieja asoma la cabeza, lo sabremos.
—Bueno —dijo Harod—. Mira, trataré de ese otro detalle esta noche, y después quiero estar fuera de aquí mañana por la mañana.
—Tendremos que consultarlo con Barent.
—Joder —protestó Harod—. No voy a quedarme aquí hasta que Willi Borden aparezca. Sería esperar mucho. Willi está muerto.
—No habrá que esperar tanto —dijo Colben—. Tenemos que encargarnos de la vieja.
—¿Hoy?
—No, pero pronto.
—¿Cuándo?
—Te lo diremos si es preciso que lo sepas.
—Encantado de hablar contigo —dijo Harod, y colgó.
Un agente, joven y rubio, llevó a Harod a la ciudad. Señaló el Chelten Arms y encontró un lugar para aparcar media manzana más adelante. Harod le dio una propina.
Era un viejo hotel que luchaba por mantener su dignidad en circunstancias degradantes. El vestíbulo era viejo, pero el bar-comedor ostentaba una agradable penumbra y había sido renovado recientemente. Harod pensó que el hotel hacía la mayor parte del negocio con los pocos comerciantes blancos que quedaban en la zona. Fue fácil reconocer a la chica negra, sentada en un rincón, comiendo una ensalada y leyendo un libro. Era tan atractiva como la instantánea Polaroid prometía, y más, pensó Harod, al ver sus pechos llenos que colmaban su blusa marrón. Harod pasó un minuto en el bar intentando descubrir a los hombres del FBI que vigilaban. Sólo el tipo joven del bar —traje de tres piezas caro y aparato para sordos— lo era con certeza. Harod tardó un poco más en identificar al negro pesado que comía sopa de almejas y miraba a Natalie constantemente. «¿Contratan negros en el FBI hoy en día? —se preguntó Harod—. Probablemente tienen una cuota.» Pensó que debía de haber por lo menos un agente más en el vestíbulo, quizá leyendo un diario. Cogió su vodka con tónica y se dirigió a la mesa de Natalie Preston.
—Hola, ¿le importa que le haga compañía un minuto?
La chica levantó los ojos del libro. Harod leyó el título: La enseñanza como profesión.
—Sí —contestó ella—. Me importa.
—De acuerdo —dijo Harod, y adornó con su americana el respaldo de una silla—. A mí no me importa.
Se sentó.
Natalie Preston abrió la boca para hablar y Harod extendió su mente y presionó… levemente, suavemente. No hubo palabras. Ella intentó ponerse en pie, pero se quedó paralizada en mitad del movimiento. Tenía los ojos muy abiertos.
Harod le sonrió y se recostó en su silla. No había nadie sentado cerca. Cruzó los brazos sobre el estómago.
—Te llamas Natalie —dijo—. ¿Qué te parece si nos divertimos un poco?
Relajó un poco su dominio para dejar salir un murmullo pero no un grito. Ella bajó la cabeza y jadeó.
Harod meneó la cabeza.
—No estás jugando bien, Natalie, guapa. He dicho: ¿qué te parece si nos divertimos un poco?
Natalie Preston levantó los ojos, aún jadeaba como si estuviera corriendo. Sus ojos castaños brillaban. Se aclaró la garganta, descubrió que su voz funcionaba y murmuró:
—Vete a la mierda…, hijo de puta…
Harod se irguió.
—Ajá —dijo—, una respuesta equivocada.
Observó a Natalie mientras se doblaba por un súbito dolor de cabeza. Harod había sufrido terribles jaquecas cuando era niño; sabía lo molesto que era. Un camarero que pasaba se detuvo y dijo:
—¿Se encuentra bien, señorita?
Natalie se puso derecha lentamente, como una muñeca mecánica. Su voz era ronca.
—Sí —dijo—. Estoy bien. Son sólo dolores menstruales.
El camarero se alejó, desconcertado. Harod tuvo que sonreír. «Dios —pensó—, que buen ventrílocuo sería yo.» Se inclinó hacia delante y le acarició la mano. Ella intentó apartarse. Necesitó una gran concentración para impedírselo. Sus ojos empezaron a adquirir la mirada de animal acorralado que a él le gustaba.
—Empecemos de nuevo —murmuró Harod—. ¿Qué te gustaría hacer esta noche, Natalie?
—Me… gustaría… chupar… tu… polla.
Le arrancaba cada sílaba, pero así estaba bien para Harod. Los grandes ojos castaños de Natalie se llenaron de lágrimas.
—¿Qué más? —tarareó Harod. Fruncía la frente por el tremendo esfuerzo del control. Aquel trozo de chocolate requería más esfuerzo del que él estaba acostumbrado a emplear—. ¿Qué más?
—Quiero… que… me… jodas.
—Claro, guapa, no tengo nada más que hacer durante las próximas horas. Vamos a tu habitación.
Se levantaron.
—No te olvides de pagar —cuchicheó Harod. Natalie dejó un billete de diez dólares en la mesa.
Cuando salían, Harod guiñó el ojo a los dos agentes que estaban en el bar. Otro hombre con un traje oscuro bajó el periódico y les miró con atención mientras esperaban el ascensor. Harod sonrió, hizo un círculo con el índice y el pulgar izquierdos y pasó el dedo corazón de la otra mano por ese círculo seis veces en rápida sucesión. El agente se sonrojó y levantó el diario. Nadie les siguió en el ascensor ni en el vestíbulo del tercer piso.
Harod le quitó las llaves y abrió la puerta. La dejó allí de pie, con la mirada perdida, mientras examinaba la habitación. Limpia pero pequeña, cama, mesa, televisor en blanco y negro con un pie giratorio, una maleta abierta sobre un soporte bajo. Harod sacó de ella un par de prendas de ropa interior de la chica, se las pasó por la cara, miró el cuarto de baño y, por la ventana, la escalera de emergencia, el callejón, los tejados bajos más allá.
—¡De acuerdo! —dijo alegremente, dejando la ropa interior a un lado y apartando una silla verde baja de la pared. Se sentó—. El espectáculo va a empezar, guapa. —Ella quedó entre él y la cama. Sus brazos caían inertes en sus costados, pero Harod podía ver cómo se estremecía con el esfuerzo por liberarse. Harod sonrió e intensificó su dominio—. Un poco de striptease antes de la cama siempre es divertido, ¿no te parece? —sonrió.
Natalie continuó mirando al frente mientras sus manos subían y desabotonaban lentamente la blusa. Se la quitó y la dejó caer al suelo. Sus pechos grandes en un sostén blanco anticuado le recordaron a Harod a alguien…, ¿a quién? De repente se acordó de la azafata, dos semanas atrás. Su piel era tan pálida como la de ésta era oscura. ¿Por qué usarían esos sostenes tan simples, tan anodinos?
Harod meneó la cabeza y Natalie llevó las manos a su espalda para abrir los corchetes. El sostén se deslizó hacia adelante y cayó. Harod miró las areolas castañas y se lamió los labios. Podía hacer que jugara un poco antes de que empezara con él.
—Muy bien —dijo en voz baja—, creo que ya es hora de…
Hubo un gran estruendo y Harod se volvió a tiempo de ver cómo se desplomaba la puerta, cómo un gran bulto tapaba la luz que venía del vestíbulo, a tiempo de pensar que había dejado la Browning en la maleta de María Chen.
Harod había empezando a levantarse, había empezado a levantar los brazos, cuando algo del tamaño y el peso de un yunque le golpeó la cabeza y le hizo caer en la silla, en los cojines, sobre un suelo que tomaba la textura blanda de la tapioca, hasta una oscuridad sofocante que le esperaba.