Germantown, sábado 27 de diciembre de 1980
Natalie Preston usó su Nikon con las lentes de 135 mm para fotografiar las contradicciones de la ciudad moribunda: casas de piedra, filas de casas de ladrillos, un banco destinado a armonizar con los edificios del siglo XVIII que tenía a ambos lados, tiendas de antigüedades llenas de trastos viejos, centros del Ejército de Salvación llenos de trastos, solares llenos de trastos, calles estrechas y callejones llenos de trastos. Natalie había cargado la Nikon con un rollo Plus-X blanco y negro, sin preocuparse por el grano, haciendo exposiciones largas, lentas, que cogerían todas las desportilladuras y grietas de todas las paredes. No había señales de Melanie Fuller.
Después de cargar la película, se llenó de gran coraje y cargó la Llama 32 automática, que estaba ahora en el fondo de su enorme bolso, bajo las tapas de las lentes y el falso fondo de cartón.
Durante el día la ciudad no era tan tenebrosa. La víspera, cuando caía la noche, sintiéndose desplazada y desorientada, permitió que su vecino de asiento en el avión —Jensen Luhar— la llevara a Germantown. Dijo que le iba de camino. Su Mercedes gris estaba en el aparcamiento del aeropuerto. Al principio estaba contenta de haber aceptado; el viaje fue largo: por una autopista concurrida, por un puente de dos niveles, hasta el corazón de Filadelfia, después otra autopista sinuosa paralela al río —o quizás era, ello mismo, otro río— y después la avenida Germantown, una avenida ancha, con casas de ladrillos, que pasaba por barrios pobres oscuros y tiendas vacías. Cuando se acercaban al corazón de Germantown y al hotel que él le había sugerido, Natalie estaba segura de que la propuesta no tardaría en llegar: «¿Qué tal si subo un minuto?» o «Me gustaría mostrarle mi casa…, está sólo un poco más adelante». Probablemente la primera; él no llevaba alianza, pero eso no quería decir nada. Lo único que Natalie sabía era que surgiría la inevitable propuesta y después su torpe rechazo.
Estaba equivocada. Él aparcó delante del viejo hotel, la ayudó con el equipaje, le deseó suerte y se marchó. Natalie se preguntó si sería gay.
Natalie había telefoneado a Charleston antes de las once y había dejado el teléfono del hotel y el número de la habitación en el contestador de Rob. Esperaba que él la llamara a las once, probablemente para rogarle que volviera a St. Louis, pero no hubo llamada. Desilusionada, sintiéndose extrañamente herida, luchando contra el sueño, telefoneó otra vez a Charleston a las once y media y usó el aparato que Rob le había dejado. No había ningún recado de él, sólo sus dos llamadas. Se fue a dormir desconcertada y con un poco de miedo.
A la luz del día, todo parecía mejor. Aunque todavía no había ningún mensaje de Gentry, llamó al Filadelfia Inquirer e, invocando el nombre de su editor de Chicago, pudo obtener alguna información del editor local. Los detalles del crimen eran aún en gran medida desconocidos, pero era cierto que alguno de los pandilleros, o tal vez todos, había sido decapitado. La pandilla Alma de la Fábrica tenía su sede en una casa municipal cerca de la calle Bringhurst, sólo a un kilómetro y medio del hotel de Natalie, en la avenida Chelten. Natalie buscó el teléfono de la casa municipal, llamó y se identificó como una reportera del Sun Times. Un sacerdote llamado Bill Woods le concedió quince minutos a las tres de la tarde.
Natalie se pasó el día explorando Germantown, internándose en callejones oscuros y haciendo fotos. El lugar tenía un encanto extraño. Al norte y al oeste de la avenida Chelten, grandes casas antiguas se dividían en varios apartamentos donde familias negras y blancas llevaban una aparente vida de clase media, mientras al este de la calle Bringhurst el barrio se desmoronaba, convertido en una ruina de casas quemadas y coches abandonados ante la mirada impasible de los desheredados.
Pero había sol y durante algún tiempo fue acompañada por una risueña manada de niños que le pedían que les hiciera una foto. Natalie accedió. Un tren pasó zumbando arriba, una voz de mujer gritó desde una puerta a medio bloque de distancia y todo el grupo se dispersó como hojas al viento.
A las diez, a las doce, a las dos no había ningún mensaje de Rob. Esperaría hasta las once de la noche. Mierda.
A las tres llamó a la puerta de una gran casa estilo 1920 rodeada de escombros, edificios de apartamentos incendiados y patios de fábricas. Parte de la verja del porche había sido arrancada. Las ventanas del tercer piso estaban tapiadas, pero alguien había dado una fina mano de pintura amarilla barata a algunas hacía poco. La casa parecía padecer ictericia.
El reverendo Bill Woods era pálido y de piel granulosa. La hizo sentarse en una desordenada oficina del primer piso y se quejó de la falta de fondos del Ayuntamiento, de la pesadilla burocrática que representaba administrar un proyecto de acción comunitaria como la Casa de la Comunidad y de la falta de cooperación de los grupos de jóvenes y de la comunidad en general. Se negó a usar la palabra «pandillas». Natalie vislumbró a jóvenes negros que entraban y salían de las salas y oía gritos y risas que venían del sótano y del segundo piso.
—¿Puedo hablar con alguien de los… grupos…, de Alma de la Fábrica? —preguntó.
—Oh, no —gritó Woods—. Los chicos no quieren hablar con nadie, excepto con la televisión. Les gusta aparecer en televisión.
—¿Viven aquí? —preguntó Natalie.
—Oh, cielos, no. Simplemente se reúnen aquí a menudo para estar juntos y divertirse.
—Necesito hablar con ellos —dijo Natalie, y se levantó.
—Lo siento, pero no será posible…, eh, ¡espere un momento!
Natalie caminó por el vestíbulo, abrió una puerta y subió un tramo estrecho de escalera.
En el segundo piso una docena de chicos negros se movían alrededor de una mesa de billar americano o estaban tumbados en colchones que habían en el suelo salpicado de yeso. Había contraventanas de acero en las ventanas y Natalie contó cuatro escopetas de aire comprimido apoyadas cerca de ellas.
Todo el mundo se quedó paralizado cuando ella entró. Un muchacho alto, increíblemente delgado, de poco más de veinte años, se apoyó en su taco de billar y exclamó:
—¿Qué quieres, tía?
—Quiero hablar con vosotros.
—Mierda —soltó un chico de barba desde uno de los colchones—. Escuchad eso: «Quieero hablar con vooosotros». ¿De dónde caray vienes, tía? ¿De algún estado del Sur?
—Quiero haceros una entrevista —dijo Natalie, admirada de que su voz y sus rodillas aún no la hubiesen traicionado—. Sobre los asesinatos.
Se hizo un largo silencio que acabó volviéndose incómodo. El chico alto que había hablado en primer lugar levantó el taco y caminó lentamente hacia Natalie. A poco más de un metro se detuvo, alargó el taco y pasó la punta de tiza entre las solapas abiertas de la chaqueta larga de ella, bajó por la blusa y se detuvo en el cinturón.
—Te concederé una entrevista, tía. Una auténtica entrevista en profundidad, ¿entiendes?
Natalie se obligó a no acobardarse. Pasó su Nikon a un lado, sacó de su bolsillo la foto en color hecha por el señor Hodge y se la mostró a los chicos.
—¿Alguien ha visto por aquí a esta mujer?
El muchacho del taco la miró e hizo un gesto a un chico que no podía tener más de catorce años. Éste miró, negó con la cabeza y volvió a su sitio junto a la ventana.
—Llama a Marvin —dijo el del taco—. Deprisa.
Marvin Gayle tenía dieciocho años, pestañas largas, la piel color café con leche y era un líder nato. Natalie lo supo en el momento en que lo vio entrar. En cierta manera el centro de la sala cambió de lugar, la postura de los otros se modificó, aunque ligeramente, y Marvin se convirtió en el centro. Durante diez minutos, Marvin exigió saber quién era la mujer blanca de la fotografía. Natalie se ofreció a contárselo después de que le hablaran de los asesinatos.
Finalmente, Marvin mostró su inmaculada dentadura en una amplia sonrisa.
—¿Estás segura de que quieres saber, monada?
—Sí —aseguró Natalie. Frederick la llamaba «monada». La desconcertaba oír ese tratamiento allí.
Marvin batió palmas.
—Leroy, Calvin, Monk, Louis, George —dijo él—. Los demás os quedáis aquí.
Hubo un coro de protestas.
—A callar —ordenó Marvin—. Todavía estamos en guerra, ¿sabéis? Alguien está aún allá fuera esperando para jodernos. Cuando descubramos quién es esta tía vieja y qué tiene que ver con esto, sabremos con quién nos las tenemos. ¿Lo entendéis? Claro. Ahora a callar.
Volvieron a sus colchones y a la mesa de billar.
Eran las cuatro de la tarde y se hacía de noche. Natalie cerró la cremallera de su chaqueta y culpó al viento de su súbito ataque de temblores. Fueron hacia el norte, a Bringhurst, bajo las vías del tren, y hacia el oeste, a una calle que Natalie había pensado que era un callejón. No había postes de alumbrado. Amenazaba con nevar. El aire nocturno olía a aguas residuales y hollín.
Se detuvieron a la entrada de un callejón. Marvin señaló al chico de catorce años.
—Monk, cuenta lo que pasó, tío.
El chico se metió las manos en los bolsillos y escupió sobre las hierbas heladas y los ladrillos derribados de un solar.
—Muhammed, con los otros tres, estaba aquí mismo, ¿sabes? Yo venía detrás, pero todavía no había llegado aquí, ¿sabes? Muhammed y Toby habían tomado un poco de coca, ¿sabes? Se habían ido sin mí hacia la casa del hermano de Zig, ¿sabes? En Pulaski Town, ¿de acuerdo? Pero yo estaba tan colocado que no los vi marcharse y salí corriendo atrás de ellos, ¿sabes?
—Habla del tío blanco —dijo Marvin.
—Un tío jodido, salió del callejón y atacó a Muhammed. Aquí mismo, más o menos. Yo estaba medio bloque atrás y oigo a Muhammed que dice: «Mierda, ¿te crees esta mierda?» El tío blanco estaba aquí mismo, delante de Muhammed y los tres hermanos.
—¿Qué pinta tenía? —preguntó Natalie.
—Calla —le cortó Marvin—. Yo hago las preguntas. Dile cómo era el tío.
—Era un mierda —dijo Monk, y escupió de nuevo. Aún con las manos en los bolsillos, se limpió la barbilla en el hombro—. Un gilipollas, como si hubiese estado metido en mierda, ¿sabes? Como si hubiera comido basura un año entero, tío. ¿Sabes? El pelo viscoso, eso. Como si tuviera sarmientos sucios colgándole por la cara, ¿sabes? Todo manchado, todo él, como con sangre o algo así. Mierda.
Monk se estremeció.
—¿Estás seguro de que era blanco? —preguntó Natalie.
Marvin la miró airadamente, pero Monk rió alto y dijo:
—Oh, sí, era blanco. Era un monstruo hijoputa blanco. Es la verdad.
—Habla de la hoz —dijo Marvin.
Monk asintió rápidamente con la cabeza.
—Sí, ese tío blanco corrió por este callejón. Muhammed, Toby y los demás estaban como si no comprendieran nada, ¿sabes? Entonces Muhammed dijo: «A cogerle», y todos corrieron, ¿sabes? Sin nada. Sólo los cuchillos, ¿sabes? Da igual. Rajarían un poco al hijoputa.
—Habla de la hoz.
—Sí. —Los ojos de Monk parecían vidriosos—. Yo oí el ruido y vine hasta aquí a mirar. No huí ni nada, ¿sabes? Estoy en condicional, por aquella cosa de King Liquor, no me hace falta un asesinato de mierda, ¿sabes? Por eso sólo miro para ver lo que pasa. Pero a ese tío blanco nada le importa, ¿sabes? Tiene esa gran hoz…, como en las historietas.
—¿Qué historietas?
—Mierda, sabes, el tío viejo con la calavera y el bastón con una hoz. También con un reloj de arena, ¿sabes? Viene a recoger a los muertos en la historieta. Mierda.
—¿Una guadaña? —preguntó Natalie—. ¿Con lo que antes cortaban el trigo?
—Sí, mierda —dijo Monk—. Sólo que ese hijoputa cortó a Muhammed y a los hermanos. Fue muy rápido. Oh, mierda, fue muy rápido. Lo vi todo, escondido allí… —Señaló una montaña de escombros—. Después esperé hasta el final, ¿sabes? Esperé mucho tiempo hasta que el tío se marchó. No me hace falta esa mierda, hombre. Entonces fui a contárselo a Marvin, ¿sabes?
Marvin cruzó los brazos y miró a Natalie:
—¿Te enteras, monada?
Era ya casi de noche. Al fondo del callejón, Natalie vio las luces y el tráfico de lo que tenía que ser la avenida Germantown.
—Casi —dijo ella—. ¿El…, el tipo blanco los mató a todos?
Monk se cruzó de brazos y rió.
—Ya lo sabes. Y se tomó su tiempo. Disfrutaba el cabrón.
—¿Fueron decapitados?
—¿Qué?
—Ella quiere decir si el tío les cortó las cabezas —dijo Marvin Díselo, Monk.
—Mierda, sí, los decapitó. El tío les serró la cabeza con la hoz. Clavó las cabezas en los parquímetros de la avenida, ¿sabes?
—Dios mío —dijo Natalie.
Copos de nieve le caían en la cara y le helaban las mejillas y las pestañas.
—Eso no es nada —aseguró Monk. Su risa era tan salvaje que bordeaba el sollozo—. Les arrancó los corazones. Creo que se los comió.
Natalie quiso huir del callejón. Se volvió para correr, pero sólo vio ladrillos y oscuridad por todas partes y se quedó paralizada.
Marvin la cogió por el brazo.
—¡Vamos, monada! Ahora vendrás con nosotros. Es hora de que nos cuentes cosas. Es hora de hablar.