20

Nueva York, viernes 26 de diciembre de 1980

Al sheriff Gentry le gustaba volar, pero se preocupaba muy poco de su destino. Le gustaba viajar en avión porque consideraba el hecho de estar apretado en un asiento, dentro de un tubo presurizado, suspendido algunos kilómetros por encima de las nubes, un incentivo para la meditación. Siempre consideró su destino, Nueva York, como una tentación hacia otros tipos de estupidez: el enjambre, la violencia callejera, la paranoia, la sobrecarga informativa o la locura de un ritmo trepidante. Gentry había decidido hacía mucho que él no era un hombre de gran ciudad.

Gentry conocía Manhattan. Cuando estaba en la universidad, unos doce años atrás, durante el momento crucial de la guerra del Vietnam, él y sus amigos habían pasado más de un fin de semana en la ciudad, en una de las ocasiones habían alquilado un coche en Chicago, donde su novia trabajaba en una tienda Hertz cerca de la universidad, y había fijado un recorrido de tres mil kilómetros y había hecho todo el viaje al volante. Después de cuatro días sin dormir, seis de ellos habían acabado conduciendo por los suburbios de Chicago durante dos horas, en la madrugada, para conseguir que el kilometraje marcara lo que se había precisado en el impreso de alquiler.

Gentry cogió un autobús hacia Port Authority. Allí tomó un taxi para el hotel Adison, cerca de Times Square. El hotel era viejo y empezaba a tener mala reputación; era frecuentado sobre todo por prostitutas y turistas engañados, pero conservaba un aire en cierta medida orgulloso. El cocinero portorriqueño del restaurante era ruidoso, malhablado y magnífico, y la habitación costaba un tercio del precio medio de la mayoría de los hoteles de Manhattan. La última vez que había estado en Nueva York, para llevarse a un chico de dieciocho años que había asesinado a cuatro empleados de los lavabos de almacenes de Charleston, el Ayuntamiento había pagado sus dietas y le había reservado la habitación. Gentry se quitó de encima algo del cansancio del viaje y se puso unos confortables pantalones de pana, un viejo jersey, su americana deportiva de pana marrón, una gorra y un abrigo que estaba bien para Charleston pero que apenas le protegía del viento helado de Nueva York. Dudó y después sacó la Ruger 357 de la maleta y se la guardó en el bolsillo del abrigo. No, demasiado grande y obvia. Se la metió en el cinturón. En absoluto. No tenía funda para la Ruger; siempre llevaba el cinturón y la pistolera con el uniforme y el 38 especial del departamento cuando no estaba de servicio. ¿Por qué demonios se había traído la Ruger en vez de un arma más pequeña? Finalmente, acabó por meter el revólver en el bolsillo derecho de su americana de pana. Tendría que llevar el abrigo abierto a pesar de la intemperie para disimular el bulto del arma. «Qué demonios —pensó Gentry—. No todos podemos ser Steve McQueen.»

Antes de dejar el hotel telefoneó a Charleston, a su casa, y conectó su contestador. No esperaba un recado de Natalie, pero había pensado en ella durante todo el vuelo y deseaba tener la oportunidad de escuchar su voz. El primer mensaje era de ella: «Rob, soy Natalie. Son cerca de las dos de la tarde, hora de St. Louis. Acabo de llegar a St. Louis, pero salgo en el próximo avión a Filadelfia. Creo que tengo una pista sobre Melanie Fuller. Lee la página tres del periódico de hoy de Charleston…, o busca en algún periódico de Nueva York, quizá también aparezca. Asesinatos de pandillas en Germantown. Sí, no sé por qué la vieja se habrá liado con una pandilla callejera, pero está en Germantown. Saul dijo que la mejor manera de localizar a esta gente era seguir una pista de violencia sin sentido, como ésta. Prometo ser discreta… Sólo echaré un vistazo por allí a ver si hay algo prometedor para seguir investigando más adelante. Dejaré un recado esta noche cuando sepa dónde me quedaré. Tengo que apresurarme. Cuídate, Rob.»

—Mierda —murmuró Gentry cuando colgó el teléfono. Marcó su número otra vez, suspiró cuando su propia voz le dijo que dejara el recado y grabó después de la señal: «Natalie, maldita sea, no te quedes en Filadelfia, ni en Germantown o donde estés. Alguien te vio en Nochebuena. Si no quieres quedarte en St. Louis, reúnete conmigo en Nueva York. Es una estupidez andar por ahí separados haciendo de Joe Hardy y Nancy Drew. Llámame aquí en cuanto recibas este mensaje.» Añadió el teléfono de su hotel y el número de su habitación, y colgó.

—Mierda —dijo. Dio un golpe con el puño con fuerza suficiente para hacer que se tambaleara la inconsistente mesa.

Gentry tomó el metro hasta el Village y salió cerca de St. Vincent’s. Abrió su cuaderno de notas durante el viaje y repasó todas las que había tomado: las señas de Saul, el comentario de Natalie de que Saul había mencionado a un ama de llaves llamada Tema, el teléfono de Saul en Columbia, el número del decano al que Gentry había llamado hacía casi dos semanas, el número de la difunta Nina Drayton. No era mucho, pensó.

Telefoneó a Columbia y confirmó que no habría nadie en el departamento de psicología hasta el lunes siguiente.

El barrio de Saul no se ajustaba a las ideas preconcebidas de Gentry sobre el estilo de vida de un psiquiatra de Nueva York. El sheriff recordó que Saul era más profesor que psiquiatra y entonces el barrio le pareció más adecuado. Los edificios eran casi todos de cuatro o cinco pisos, había restaurantes y tiendas de comida preparada por todas partes, y el conjunto tenía cierto aire de ciudad pequeña. Pasaban algunas parejas —una de ellas una pareja de hombres cogidos de la mano—, pero Gentry sabía que la mayoría de habitantes estaban lejos, escondidos en editoriales, despachos de correduría, librerías, y otras jaulas de acero y cristal, basculando entre la secretaria y el vicepresidente, ganando el dinero necesario para alquilar sus dos o tres habitaciones en el Village y esperando la gran jugada, la oportunidad, la inevitable ascensión al piso de arriba, el despacho más grande, las ventanas de esquina y el viaje en taxi a la casa de piedra de Park Avenue West.

Soplaba viento. Gentry se ajustó con fuerza el abrigo y caminó más deprisa.

El doctor Saul Laski no estaba en casa. Gentry no se sorprendió. Llamó al timbre de nuevo y esperó un rato en el estrecho rellano, escuchando el ruido amortiguado de televisores y gritos de niños, oliendo el tufo de la carne en conserva y de coles podridas. Después sacó una tarjeta de crédito de la cartera y abrió la cerradura. Gentry meneó la cabeza; Saul Laski era un experto en violencia nacionalmente reconocido, un superviviente de los campos de la muerte, pero la seguridad de su propia casa dejaba mucho que desear.

Era un apartamento grande para el Village, con una sala de estar confortable, una pequeña cocina, un dormitorio aún más pequeño, y un gran estudio. En todas las habitaciones —incluso en el cuarto de baño— había libros. El estudio estaba lleno de cuadernos de notas, muchos en alemán o en polaco. Gentry recorrió cada habitación, se paró un minuto para examinar un manuscrito junto a una máquina de escribir IBM y se preparó para salir. Se sentía como un intruso. El apartamento olía de una manera que hacía pensar que no había estado habitado desde hacía una semana o dos; la cocina estaba inmaculada; la nevera, casi vacía; pero no había polvo, ni correo acumulado, ni otras señales exteriores de ausencia. Gentry comprobó que no había mensajes cerca del teléfono, revisó rápidamente todas las habitaciones para asegurarse de que no había dejado pasar ninguna señal del paradero de Saul y salió sin prisas.

Había bajado un tramo de escalera cuando se cruzó con una vieja con el pelo gris recogido en un moño.

Gentry se detuvo y dijo:

—Perdón, señora. ¿Es usted Tema?

La mujer se paró y le miró con desconfianza. Su voz tenía un fuerte acento de Europa oriental.

—No le conozco.

—No, señora —dijo Gentry, y se quitó la gorra—. Y perdóneme por dirigirme a usted por su nombre, pero Saul no mencionó su apellido.

—Señora Walisjezlski —contestó la vieja—. ¿Quién es usted?

—Soy el sheriff Bobby Gentry —aclaró él—. Soy amigo de Saul y lo estoy buscando.

—El doctor Laski nunca mencionó a ningún sheriff Gentry.

Pronunció su nombre con una «g» dura.

—Es posible, señora. Nos conocimos hace un par de semanas cuando él vino a Charleston, en Carolina del Sur. Quizá le dijera que se iba allí a pasar unos días.

—El doctor Laski sólo dijo que iba a resolver un asunto —dijo la mujer. Bufó—. ¡Como si no hubiera dejado los billetes de avión en un sitio visible! Dos días, dijo. Quizá tres. Señora W, dijo él, si quiere tener la amabilidad de regar las plantas. Han pasado ya diez días y sus plantas estarían muertas si yo no siguiera viniendo puntualmente.

—Señora Walisjezlski, ¿vio al doctor Laski durante la semana pasada? —preguntó Gentry.

La mujer se estiró un poco el jersey y no dijo nada.

—Teníamos una cita —explicó Gentry—. Saul dijo que me llamaría cuando volviera…, quizás el sábado pasado. Pero no he tenido noticias suyas.

—Él no tiene sentido del tiempo —dijo la mujer—. Su propio sobrino me llamó la semana pasada. «¿El tío Saul está bien?», preguntó. «Tenía que venir a cenar el sábado», me dijo. Conociendo al doctor Laski, supongo que se olvidó…, seguro que se marchó a algún seminario. ¿Pero voy a decirle eso a su sobrino, su única familia en Norteamérica?

—¿Ése es el sobrino que vive en Washington? —preguntó Gentry.

—¿Cuál podría ser si no?

Gentry asintió con la cabeza, notó por la postura de la mujer que hablaba de una manera incómoda, preparada para continuar su camino.

—Saul me dijo que podría ponerme en contacto con su sobrino, pero he perdido el número de teléfono. ¿Está en el mismo Washington?

—No, no —dijo la señora Walisjezlski—. En Washington está la embajada. El doctor Laski dice que ahora viven en el campo.

—¿No podría estar Saul en la embajada polaca?

Ella le miró extrañada.

—¿Por qué habría de estar el doctor Laski en la embajada polaca? Aaron trabaja en la embajada israelí, pero no vive allí. ¿Dice usted que es un sheriff? ¿Qué asuntos tiene el doctor con un sheriff?

—Soy un admirador de su libro —dijo Gentry. Cogió un bolígrafo y escribió en el reverso de una de sus tarjetas profesionales mal impresas—. Aquí es donde pasaré la noche. El otro número es el teléfono de mi casa en Charleston. En cuanto que Saul vuelva a casa, dígale que me llame. Es muy importante. —Empezó a bajar por la escalera—. Ah, a propósito —añadió—, para cuando llame a la embajada, ¿el apellido del sobrino de Saul se escribe con una «e» o con dos?

—¿Cómo podría haber dos «ees» en Eshkol? —respondió la señora Walisjezlski.

—¿Cómo, realmente? —dijo Gentry, y siguió bajando.

Natalie no telefoneó. Gentry esperó hasta después de las diez, llamó a Charleston y no fue recompensado con nada más que con su propio mensaje grabado. A las once y diez telefoneó de nuevo. Aún nada. A la una y cuarto desistió e intentó dormir. El ruido a través de la delgada pared parecía el de media docena de iraníes discutiendo. A las tres de la mañana llamó a Charleston otra vez. Todavía nada. Dejó otro recado excusándose por sus palabrotas y remarcando la importancia de no vagar sola por Filadelfia.

Al día siguiente por la mañana, Gentry volvió a ponerse en contacto con su contestador, dejó el nombre del hotel de Washington donde había reservado habitación y cogió el vuelo de las 8.15. Éste era demasiado breve para que pudiera meditar seriamente, pero cogió su cuaderno de notas y una carpeta del maletín y los estudió.

Natalie había leído la noticia del atentado del día 20 de diciembre en el edificio de oficinas del Senado y había considerado la posibilidad de que tuviera algo que ver con la historia de Saul. Gentry había objetado que no todos los asesinatos, accidentes y atentados en Estados Unidos se podían atribuir al anciano oberst de Laski. Le recordó que la noticia en la televisión sugería que los nacionalistas portorriqueños podrían ser los autores de la explosión que había matado a seis personas. Recalcó que el ataque a las oficinas del Senado había ocurrido sólo algunas horas después de la llegada de Saul a la ciudad, que su nombre no figuraba entre los muertos, aunque el cadáver del propio terrorista no había sido identificado todavía, y que ella estaba paranoica. Natalie se había quedado más tranquila. Gentry aún tenía sus dudas.

Gentry llegó al edificio del FBI después de las once. No estaba seguro de que alguien trabajara allí en sábado. Una recepcionista le confirmó que el agente especial Richard Haines estaba en el edificio y después le hizo esperar algunos minutos hasta que le anunció que el agente especial Haines le recibiría. Gentry contuvo su alegría. Un joven con un traje caro y un bigote malogrado, una especie de versión Jimmy Olsen de un agente especial en los albores de su carrera, acompañó a Gentry a un área de seguridad, donde lo fotografiaron, grabaron los datos pertinentes, lo pasaron por un detector de metal, y le dieron un pase de visitante. Gentry se sintió contento de haber dejado la Ruger en el hotel. El joven condujo a Gentry, sin una sola palabra, por varios pasillos hasta un ascensor, por un área de mamparas, por otro pasillo, y después llamó a una puerta en la que claramente se leía «Agente especial Richard Haines». Cuando se oyó la voz de Haines diciendo «entre», el joven asintió con la cabeza y dio media vuelta. Gentry dominó el deseo de llamarlo para darle una propina.

El despacho de Richard Haines era la antítesis del de Gentry: grande y elegante, frente a su pequeño y desordenado cuchitril. Había fotografías en las paredes. Gentry vislumbró entre ellas a un hombre de mandíbulas fuertes y ojos de cerdo que podía ser el difunto J. Edgar Hoover apretando la mano de un Richard Haines un poco menos canoso. Haines le señaló una silla. No se levantó ni le saludó.

—¿Qué le trae a Washington, sheriff Gentry? —preguntó Haines en su tono suave de barítono.

Gentry equilibró su peso en la pequeña silla tratando de encontrar la posición adecuada, decidió que aquella cosa había sido diseñada para impedir que las personas se sintieran cómodas y se aclaró la voz.

—Unas vacaciones, Dick, y se me ha ocurrido pasar por aquí para saludarte.

Haines levantó una ceja. No paraba de revolver papeles.

—Muy amable, sheriff, pero este fin de semana está un poco agitado. Si es sobre los asesinatos de Mansard House, no tengo nada nuevo que no le haya enviado a través de Terry y de la oficina de Atlanta.

Gentry cruzó las piernas y se encogió de hombros.

—Simplemente pasaba por aquí y me ha parecido oportuno saludarte. Es muy impresionante todo esto, Dick.

Haines gruñó.

—Eh —dijo Gentry— ¿qué te ha pasado en la barbilla? Parece que alguien te ha pegado una fuerte. ¿Problemas en una detención?

Haines se tocó el mentón, donde era muy visible una venda sobre una gran magulladura amarillenta. Un maquillaje color carne no conseguía ocultarla. Sonrió tristemente.

—Por esto no hay medalla, sheriff. Resbalé al salir de la bañera el día de Navidad y me golpeé contra el toallero. Suerte que no me rompí la crisma.

—Sí, dicen que la mayor parte de los accidentes ocurren en casa —murmuró Gentry.

Haines asintió con la cabeza y miró el reloj.

—Eh —dijo Gentry—, ¿recibiste la foto que te enviamos?

—¿Foto? —inquirió Haines—. Ah, la de la mujer desaparecida. La señora Fuller. Sí, gracias, sheriff. La enviamos a todos nuestros agentes.

—Bueno, bueno —vaciló Gentry—. ¿No tienes ninguna información más de dónde podría estar?

—¿La señora Fuller? No. Sigo pensando que está muerta. Y estoy convencido de que nunca encontraremos su cuerpo.

—Probablemente —asintió Gentry—. Dime, Dick, he pasado por el Capitolio en el autobús cuando venía hacia aquí y en la esquina de enfrente había un gran edificio con algunas dotaciones de la policía fuera y una ventana del segundo piso con obras. Es ése el maldito…

—El edificio de oficinas del Senado —aclaró Haines.

—Sí, ¿no fue allí donde los terroristas hicieron volar a aquel senador hace una semana?

—Terrorista —dijo Haines—. Sólo uno. Y el senador de Maine ni siquiera estaba en la ciudad cuando ocurrió. El consejero político, un hombre muy importante llamado Trask, murió en el atentado. Los otros fallecidos no son relevantes.

—Supongo que llevas este caso, ¿no?

Haines suspiró y dejó los papeles.

—Ésta es una gran oficina, sheriff. Hay muchos agentes.

—Sí —dijo Gentry—. Claro. Dicen que el terrorista era un portorriqueño. ¿Es cierto?

—Perdón, sheriff. No podemos hablar sobre las investigaciones que llevamos a cabo.

—Claro —admitió Gentry—. A propósito, ¿recuerdas a ese psiquiatra de Nueva York, el doctor Laski?

—Saul Laski —dijo Haines—. Profesor de Columbia. Sí, comprobamos su paradero durante el día 13. Estaba en una mesa redonda, exactamente como sus fuentes sugirieron. Probablemente fue a Charleston para obtener alguna publicidad para su próximo libro.

—Puede ser —dijo Gentry—. Pero el caso es que él debía enviarme una información sobre ese asesinato en masa y ahora no lo encuentro. ¿No sabe dónde está, por casualidad?

—No —contestó Haines, volvió a mirar ostensiblemente el reloj—. ¿Por qué tendría que saberlo?

—No lo sé. Pero creo que Laski vino aquí, a Washington. El sábado pasado, me parece. El mismo día del atentado terrorista en las oficinas del Senado.

—¿Y qué? —preguntó Haines.

Gentry se encogió de hombros.

—Sólo tenía el presentimiento de que estaba intentando resolver las cosas personalmente. Pensé que podría haber aparecido por aquí.

—No —negó Haines—. Sheriff, me gustaría mucho seguir charlando con usted, pero tengo otra cita dentro de un par de minutos.

—Claro, claro —dijo Gentry levantándose y poniéndose la gorra—. Debería enseñarle eso a alguien.

—¿El qué? —preguntó Haines.

—Su barbilla —le aclaró Gentry—. Es una magulladura realmente fea.

Gentry bajó por la calle Nueva hasta el Malí, cruzó la avenida de Pennsilvania y pasó por delante del Departamento de Justicia. Cortó a la derecha, hacia Constitución, subió por la calle Diez, junto al edificio del IRS, giró a la izquierda de Pennsilvania de nuevo y corrió por los peldaños de la vieja central de Correos. Nadie parecía seguirle. Continuó subiendo por la avenida de Pennsilvania hasta el parque Pershing y vio enfrente la Casa Blanca. Se preguntó si Jimmy Carter estaría allí en ese momento, pensando en los rehenes y echándoles la culpa de su fracaso a los iraníes.

Gentry se sentó en el banco de un jardín y sacó el cuaderno de notas del bolsillo. Pasó las hojas llenas de su letra apretada, cerró el cuaderno y suspiró.

«Un callejón sin salida.

»¿Y si Saul era un fraude, un chiflado paranoico?

»No.

»¿Por qué no?

»Porque no.

»Muy bien, en ese caso, ¿dónde está? Ve a la biblioteca del Congreso y examina los periódicos de la semana pasada, obituarios, accidentes. Llama a los hospitales.

»¿Y si está en el depósito de cadáveres bajo el nombre de un portorriqueño anónimo?

»No tiene sentido. ¿Qué tiene que ver el oberst con el asesor de un senador?

»¿Qué tenía que ver con Kennedy y Ruby?»

Gentry se frotó los ojos. El asunto casi tenía sentido en Charleston cuando estaba en la cocina de Natalie Preston escuchando la historia de Saul. Todo encajaba; los asesinatos cometidos aparentemente al azar se habían convertido en una serie de maniobras y arremetidas de dos o tres viejos adversarios con poderes realmente increíbles. Pero ahora nada tenía sentido. A menos que…

A menos que hubiese más gente como ellos.

Gentry se sentó muy tieso. Saul había dicho que tenía que hablar con alguien en Washington. A pesar de todas las confidencias compartidas recientemente, no quiso revelar con quién iba a encontrarse. Familia. ¿Por qué razón? Gentry recordó el dolor de Saul al referirse a la desaparición del detective que había contratado, Francis Harrington. Por eso, quizás, había pedido ayuda. ¿A un sobrino en la embajada de Israel? Pero quizás alguien más se vio implicado. ¿Quién? ¿El gobierno? Gentry no veía por qué motivo el gobierno federal protegería a un viejo nazi. ¿Y si había otros como el oberst, Fuller y Drayton?

El sheriff se estremeció y se cerró más el abrigo. Era un día claro y brillante. La temperatura rondaba los cero grados. La pálida luz invernal añadía un tono dorado al césped pardo y quebradizo del jardín.

Encontró una cabina en la esquina del hotel Washington y usó su tarjeta de crédito para llamar a Charleston. Aún no había ningún mensaje de Natalie. Gentry encontró el número que había copiado del listín de teléfonos de su habitación y llamó a la embajada de Israel. Se preguntó si alguien trabajaría allí en sábado.

Respondió una mujer.

—Hola —dijo Gentry, controlando un súbito deseo de decir «shalom»—. ¿Puedo hablar con Aaron Eshkol?

Hubo una breve vacilación y la mujer preguntó:

—¿Quién habla, por favor?

—El sheriff Robert Gentry.

—Un segundo, por favor.

El segundo se convirtió en dos minutos. Gentry permaneció con el teléfono al oído y mirando el edificio del Tesoro al otro lado de la calle.

Si había más… vampiros de la mente, como el oberst, eso lo explicaría todo. Como el motivo por el cual el oberst consideró necesario fingir su propia muerte. Y por qué seguían al sheriff de Charleston desde hacía una semana y media. Y por qué todo lo que un cierto agente del FBI decía, hacía que Gentry tuviera ganas de aplastarle los dientes. Y lo que había pasado con cierto libro de recortes macabros hallado en el lugar del crimen…

—Dígame.

—Hola, señor Eshkol, soy el sheriff Bobby Gentry…

—No, soy Jack Cohen.

—Oh, bueno, señor Cohen, querría hablar con Aaron Eshkol.

—Soy el supervisor del departamento del señor Eshkol. ¿Puede decirme de qué se trata, sheriff?

—La verdad, señor Cohen, es que es una especie de llamada personal.

—¿Es amigo de Aaron, sheriff Gentry?

Gentry notó que algo no iba bien, pero no sabía qué.

—No, señor —dijo—. Soy amigo del tío de Aaron, Saul Laski. Necesito hablar con Aaron.

Hubo un breve silencio.

—Sería mejor que viniera aquí personalmente, sheriff.

Gentry miró el reloj.

—No estoy seguro de tener tiempo, señor Cohen. Si pudiera ponerme en contacto con Aaron, sabré si es necesario.

—Muy bien. ¿Desde dónde llama, sheriff? ¿Desde Washington?

—Sí —dijo Gentry—. Desde una cabina.

—¿Está en la ciudad? Alguien le puede dar instrucciones acerca de cómo llegar a la embajada.

Gentry intentó controlar su creciente ira.

—Estoy cerca del hotel Washington —dijo—. Póngame con Aaron Eshkol o deme el teléfono de su domicilio particular. Si necesito verlo en la embajada, puedo coger un taxi.

—Muy bien, sheriff. Llame de nuevo dentro de diez minutos.

Cohen colgó antes de que Gentry pudiera protestar.

Se paseó de acá para allá delante del hotel, irritado, tentado de coger sus cosas y volar directamente a Filadelfia. Esto era ridículo. Sabía qué difícil era encontrar a una persona desaparecida en Charleston, donde tenía seis ayudantes y diez veces más contactos. Esto era absurdo. Llamó dos minutos antes de que se cumplieran los diez del plazo. La mujer respondió de nuevo.

—Sí, sheriff. Un segundo, por favor.

Gentry suspiró y se recostó en el marco de metal de la cabina. Algo afilado le rozó en un costado. Se volvió, vio a dos hombres cerca, demasiado cerca, y vio que el más alto le sonreía abiertamente. Entonces miró hacia abajo y descubrió el cañón de la automática de pequeño calibre.

—Vamos hasta ese coche —dijo el hombre alto sin dejar de sonreír. Le dio una palmadita en la espalda como si fueran viejos amigos que se encontraban después de una larga ausencia. El cañón de la pistola se acerco más.

El hombre alto estaba demasiado cerca, pensó Gentry. Había muchas posibilidades de que pudiera apartar el arma antes de que el hombre llegase a disparar. Pero su compañero había retrocedido cinco pasos, con la mano derecha en el bolsillo del impermeable e, hiciera lo que hiciera Gentry, el segundo hombre tendría un magnífico ángulo de tiro.

—Andando —dijo el hombre alto.

Gentry los acompañó.

Fue un interesante recorrido turístico. Dieron la vuelta en la Ellipse, hacia el oeste del Lincoln Memorial, alrededor de Tidal Basin, después subieron Jefferson Drive hasta el Capitolio, delante de Union Station, y de nuevo de vuelta. Nadie dijo nada. La limusina era lujosa, grande y silenciosa. Las ventanillas eran opacas desde el exterior, las portezuelas se cerraban automáticamente desde el asiento del conductor, había una división de plexiglás detrás de éste, y los dos hombres estaban sentados uno a cada lado de Gentry. Delante de ellos, en un traspuntín estaba un hombre de pelo cano mal cortado, ojos tristes y cara granulosa, picada de viruelas, que poseía cierto atractivo.

—Voy a revelarles un secreto —dijo Gentry—. El secuestro es ilegal en este país.

El hombre de pelo cano dijo en voz baja:

—¿Puedo ver sus documentos de identificación, señor Gentry?

Gentry consideró con indignación varias protestas airadas. Se encogió de hombros y le entregó la cartera. Nadie saltó cuando metió la mano en el bolsillo; los dos hombres le habían cacheado al meterlo en el coche.

—Usted parece ser Jack Cohen —tanteó Gentry.

—Soy Jack Cohen —dijo el otro, vaciando la cartera del sheriff—, y usted tiene la documentación, tarjetas de crédito y papeles que lo acreditan como un sheriff del Sur llamado Robert Joseph Gentry.

—Bobby Joe para los amigos y electores —bromeó Gentry.

—No hay ningún lugar del mundo donde la documentación de identidad signifique menos que en Estados Unidos —dijo Cohen.

Gentry se encogió de hombros. Su instinto le dictaba explicarles exactamente lo que le importaba eso y sugerir ciertos actos carnales que podían llevar a cabo consigo mismos. Dijo:

—¿Puedo ver sus papeles?

—Soy Jack Cohen.

—Ajá. ¿Usted es realmente el jefe de Aaron Eshkol?

—Soy el director de la Sección de Comunicaciones e Interpretaciones de la embajada —dijo Cohen.

—¿Es el departamento de Aaron?

—Sí —respondió Cohen—. ¿Es una novedad para usted?

—Por la situación supongo que uno de ustedes es Aaron Eshkol —tanteó Gentry—. No le conozco. Y por lo que veo, no voy a conocerlo.

—¿Por qué dice eso, señor Gentry?

La voz de Cohen era monótona y fría como una navaja.

—Tengo un presentimiento —respondió Gentry—. Llamo preguntando por Aaron y toda la embajada me entretiene mientras ustedes cogen un coche y gastan sus neumáticos para secuestrarme a punta de pistola. Y si ustedes son quienes dicen ser…, y quién demonios lo sabe ya, están actuando un poco fuera de su función de diplomáticos de nuestro leal y dependiente aliado en el Medio Oriente. Mi suposición es que Aaron está muerto o que ha desaparecido y ustedes están un poco preocupados…, hasta el punto de poner armas contra las costillas de funcionarios de la ley democráticamente elegidos.

—Adelante —dijo Cohen.

—Joder —suspiró Gentry—. Ya lo he dicho todo. Si me cuentan lo que pasa, les diré por qué motivo he llamado a Aaron Eshkol.

—Podemos rogarle que participe en esta discusión por…, ejem…, otros medios —dijo Cohen. La ausencia de amenaza en su tono era ya una amenaza.

—Lo dudo —dijo Gentry—. A menos que no sean quienes dicen ser. De todas maneras, no voy a decirles nada más hasta que ustedes decidan decirme algo que valga la pena saber.

Cohen miró por la ventanilla unas fachadas de mármol y volvió a mirar a Gentry.

—Aaron Eshkol está muerto —dijo—. Ha sido asesinado. Él, su mujer, sus dos hijas.

—¿Cuándo? —preguntó Gentry.

—Hace dos días.

—El día de Navidad —murmuró Gentry—. Han sido unas fiestas horribles. ¿Cómo los mataron?

—Alguien les clavó un alambre en el cerebro —dijo Cohen.

Por el tono de voz, podía estar describiendo una nueva manera de arreglar el motor de un coche.

—Oh, Dios —suspiró Gentry—. ¿Por qué no he visto nada en la prensa sobre el caso?

—Hubo una explosión y un incendio —continuó explicando Cohen—. El jefe de policía de Virginia consideró las muertes accidentales… Una fuga de gas. La asociación de Aaron con la embajada no fue recogida por las agencias de noticias.

—¿Los médicos de la embajada descubrieron la auténtica causa de las muertes?

—Sí —dijo Cohen—. Ayer.

—Pero ¿por qué todo ese lío cuando he telefoneado? —preguntó Gentry—. Aaron debe de haber…, no, espere. Yo he hablado de Saul Laski. Piensan, sospechan que Saul debe de estar relacionado de alguna manera con la muerte de Aaron.

—Sí —dijo Cohen.

—Muy bien —suspiró Gentry—. ¿Quién mató a Aaron Eshkol?

Cohen meneó la cabeza.

—Su turno, sheriff Gentry.

Gentry se quedó callado para ordenar sus ideas.

—Tiene que comprender —prosiguió Cohen— que sería realmente desastroso para Israel ofender a los contribuyentes americanos en este periodo tan delicado de la historia de nuestros países. Estamos dispuestos a arriesgarnos y a dejarlo libre cuando nos convenza de su inocencia. Si no nos convence, será mucho más fácil para todos los implicados que usted simplemente desaparezca.

—Cállese —dijo Gentry—. Estoy pensando. —Pasaron por delante del Jefferson Memorial por tercera vez y cruzaron un puente. El monumento a Washington apareció un poco después—. Saul Laski fue a Charleston hace diez días para informarse de los asesinatos de Mansard House…, la CBS se refirió a ello como la «Masacre de Charleston». ¿Han oído hablar de nuestro pequeño problema?

—Sí —contestó Cohen—. Varios ancianos asesinados por su dinero y algunos testigos inocentes eliminados ¿no?

—Más o menos —dijo Gentry—. Uno de los viejos implicados era un viejo nazi que vivía bajo la identidad falsa de William D. Borden.

—Un productor de cine —dijo el israelí alto, de pelo crespo, sentado a la izquierda de Gentry.

Gentry se sobresaltó. Casi había olvidado que los matones podían hablar.

—Sí —dijo—. Y Saul Laski perseguía a ese nazi desde hace cuarenta años…, desde lo de Chelmno y Sobibor.

—¿Quiénes son ésos? —le preguntó el joven de la derecha de Gentry.

Gentry se sobresaltó. Cohen dijo alguna cosa en hebreo y el joven agente se puso colorado.

—El alemán, Borden, murió, ¿verdad? —preguntó Cohen.

—En un accidente de aviación —dijo Gentry—. Según todos los indicios. Pero Saul no lo creía así.

—Entonces el doctor Laski pensaba que su antiguo verdugo aún estaba vivo —reflexionó Cohen—. Pero ¿qué relación tiene Borden con los asesinatos de Charleston?

Gentry se quitó la gorra y se rascó la coronilla.

—Un ajuste de cuentas —dijo—. Saul no estaba seguro. Sólo creía que el oberst, así llamaba a Borden, estaba en cierta forma implicado.

—¿Por qué se citó Laski con Aaron?

Gentry meneó la cabeza.

—Yo no sabía que se habían encontrado. Hasta ayer ni siquiera sabía que Aaron Eshkol existiera. Saul voló de Charleston a Washington el 20 de diciembre para encontrarse con una persona…, no quiso decirme con quién. Dijo que establecería contacto conmigo pero no volví a saber nada de él desde que salió de Charleston. Ayer fui al apartamento de Saul en Nueva York y hablé con su ama de llaves…

—Tema —intervino el hombre alto, y se calló después de una mirada dura de Cohen.

—Sí —dijo Gentry—. Ella me habló de Aaron. Y aquí estoy.

—¿Sobre qué quería el doctor Laski hablar con Aaron? —preguntó Cohen.

Gentry puso la gorra en su regazo y abrió las manos.

—No lo sé. Tuve la impresión de que Saul esperaba obtener más informaciones sobre la vida de Borden en California. ¿Podría Aaron haberle ayudado?

Cohen se mordió el labio durante unos instantes antes de contestar.

—Aaron tuvo cuatro días de permiso antes de encontrarse con su tío —dijo—. Pasó parte de ese tiempo en California.

—¿Y qué averiguó allí? —preguntó Gentry.

—No lo sabemos.

—¿Cómo saben que se encontró con Saul? ¿Saul estuvo en su embajada?

El hombre alto dijo algo en hebreo que sonaba como un aviso. Cohen no le dio importancia.

—El doctor Laski estuvo con Aaron, hace hoy una semana, en la National Gallery. Aaron y Levi Cole, un compañero de Comunicaciones, consideraban el encuentro importante. Según sus amigos del departamento, Aaron y Levi guardaban esa semana algunas carpetas que consideraban de gran importancia en la caja fuerte de criptografía.

—¿Qué contenían? —preguntó Gentry, sin creer realmente que fuera a obtener una respuesta.

—No lo sabemos —dijo Cohen—. Algunas horas después de que la familia de Aaron fuese asesinada, Levi fue a la embajada y se llevó las carpetas. Nadie lo ha vuelto a ver desde entonces. —Cohen se frotó la nariz—. Y nada de esto tiene sentido. Levi es soltero. No tiene familia en Estados Unidos, nadie de su familia ha salido de Israel. Es un ardiente sionista, ex comando. No puedo imaginarme cómo podrían haberle chantajeado. La lógica dice que era a él a quien deberían de haber eliminado. A Aaron Eshkol podrían haberle chantajeado. Pero la cuestión es, claro, ¿quién son ellos?

Gentry no dijo nada.

—Muy bien, sheriff —rogó Cohen—. Por favor, díganos todo lo que pueda sernos de alguna ayuda.

—Eso es todo —aseguró Gentry—. A menos que quiera escuchar la historia de Saul Laski.

«¿Cómo voy a contarla sin citar los poderes del oberst y las “aptitudes” de las viejas? —pensó Gentry—. No me creerán, y si no me creen, soy hombre muerto.»

—Queremos saberlo todo —dijo Cohen—. Desde el principio.

La limusina pasaba delante del Lincoln Memorial y se dirigía hacia el Tidal Basin.