Washington, D. C., sábado 20 de diciembre de 1980
—No sabes nada de la verdadera naturaleza de la violencia —le dijo aquella cosa que había sido antes Francis Harrington a Saul Laski.
Caminaban a lo largo del paseo, hacia el Capitolio. Los mustios rayos del sol de la tarde iluminaban los edificios de granito y las volutas del vapor de los tubos de escape de autobuses y coches.
Saul sintió temblores en los músculos del estómago y de los muslos, y sabía que no era sólo una reacción al frío. Una gran excitación le había sacudido cuando dejaron la National Art Gallery. «Después de todos estos años…»
—Te consideras un experto en violencia —reiteró Harrington en alemán, un idioma en el que Saul nunca le había oído hablar—, pero no sabes nada.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Saul en inglés. Metió las manos en los bolsillos del abrigo. Su cabeza se movía constantemente, mirando a un hombre que salía del edificio este de la National Art Gallery, echando un vistazo a una figura solitaria sentada en un banco de un jardín distante, intentando espiar por el parabrisas polarizado de una limusina que avanzaba lentamente. «¿Dónde estás, oberst?» La idea de que el coronel nazi podía estar cerca indujo una contracción de los músculos del diafragma de Saul.
—Tratas la violencia como una aberración —continuó Harrington en un alemán impecable—, cuando realmente es la norma. Es la verdadera esencia de la condición humana.
Saul se esforzó en prestar atención a la conversación. Tenía que hacer aparecer al oberst, encontrar alguna manera de liberar a Francis del control del viejo, encontrar al mismo oberst.
—Eso es absurdo —dijo Saul—. Es una equivocación normal, pero forma parte de la esencia de la condición humana del mismo modo que una enfermedad. Estamos erradicando enfermedades como la polio y la viruela. Podemos erradicar la violencia del comportamiento humano.
Saul había asumido su tono profesional. «¿Dónde estás, oberst?»
Harrington rió. Era una risa espasmódica, llena de flema, como la de un viejo. Saul miró al joven que caminaba junto a él y tembló. Pasó por su mente la terrible idea de que la cara de Francis —pelo rojizo y corto, pecas y pómulos salientes— parecía una máscara de carne colocada sobre el cráneo de otro hombre. El cuerpo de Harrington, bajo su largo impermeable, parecía extrañamente pesado, como si el chico hubiera engordado mucho o se hubiera puesto varios jerseys encima.
—No puede erradicarse la violencia como no pueden erradicarse el amor, el odio o la risa —expuso la voz de Willi von Borchert por boca de Francis Harrington—. El amor a la violencia es un aspecto de nuestra naturaleza humana. Hasta los débiles desean ser fuertes, sobre todo para poder empuñar el látigo.
—Absurdo —dijo Saul.
—¿Absurdo? —inquirió Harrington.
Habían cruzado Madison Drive hacia el paseo de más abajo del lago del Capitolio. Harrington se sentó en un banco del jardín delante de la calle Tres. Saul también lo hizo, volviéndose para escrutar los rostros de la gente que pasaba. No había mucha. Nadie se parecía al oberst.
—Mi querido judío —prosiguió Harrington—, piense en el caso de Israel.
—¿Qué? —Saul se volvió para mirar a Francis. No era el mismo hombre que había conocido—. ¿Qué quiere decir?
—Su querido país de adopción es famoso por su hábil reparto de violencia entre sus enemigos —aseguró Harrington—. Su filosofía es «ojo por ojo», su política es de castigo, su orgullo es la eficacia de su ejército y su fuerza aérea.
—Israel se defiende —dijo Saul.
La calidad surrealista de esta discusión lo confundía, lo mareaba. Sobre ellos, la cúpula del Capitolio recibía los últimos rayos de sol.
Harrington rió de nuevo.
—Ah, sí, mi fiel peón. La violencia en nombre de la defensa es siempre más aceptable. De ahí la Wehrmacht. —Subrayó wehr (defensa)—. Israel tiene enemigos, nicht wahr? Pero el Tercer Reich también los tenía. Y el menor de esos enemigos no eran, ciertamente, esos miserables que se presentaron como «víctimas desvalidas» cuando, en realidad, trataban por todos los medios de destruir el Reich y que ahora se presentan como héroes mientras utilizan, sin reparos, la violencia contra los palestinos.
Saul no respondió a esto. El antisemitismo del oberst era una provocación infantil.
—¿Qué quiere? —preguntó Saul en voz baja.
Harrington levantó las cejas.
—¿Qué mal hay en visitar a un viejo conocido para tener una conversación interesante? —preguntó él en inglés.
—¿Cómo me ha encontrado?
Harrington se encogió de hombros.
—Yo diría que tú me has encontrado a mí —dijo en una extraña queja gutural que no era la voz de Francis Harrington—. Imagina mi sorpresa cuando mi querido peón llegó a Charleston. Mi joven Judío Errante está muy lejos de Chelmno.
Saul iba a preguntar «¿Cómo me reconoció?», pero se abstuvo. A aquellas horas, hacía casi cuarenta años, cuando ambos habían compartido el cuerpo de Saul, habían creado una repugnante intimidad más duradera que la que puede conseguirse con palabras. Saul sabía que reconocería inmediatamente al oberst —tenía que reconocerlo— a pesar de la erosión del tiempo. En cambio, inquirió:
—¿Me ha seguido desde Charleston?
Harrington sonrió.
—Me encantaría escuchar una de tus conferencias en Columbia. Quizá podríamos debatir la ética del Tercer Reich.
—Quizá —dijo Saul—. Y quizá podríamos debatir la relativa salud mental de un perro rabioso. Pero sólo hay una solución para esa enfermedad: matar al perro.
—Ah, sí —recalcó Harrington—. La solución final convenientemente remodelada. Vosotros, los judíos, nunca habéis sido una raza sutil.
Saul se estremeció. Detrás de la voz tranquila y del títere humano actuaba un hombre que había matado personalmente a muchos —quizá miles— seres humanos. Saul pensaba que la única razón por la que el oberst le había buscado y le había seguido desde Charleston, era matarle. El oberst Wilhelm von Borchert, alias William Borden, había hecho grandes esfuerzos para convencer al mundo de que estaba muerto. No había ninguna razón para darse a conocer a la que con toda probabilidad era la única persona en el mundo que conocía su identidad, si no fuera para emprender el juego final entre el gato y el ratón. Saul metió la mano en el bolsillo y la cerró sobre un rollo de monedas que tenía allí. Era la única arma que llevaba desde lo que sucedió en el Bosque de los Búhos, hacía treinta y seis años.
Si conseguía liquidar a Francis —algo mucho más difícil de lo que sugieren los telefilmes y las películas, Saul lo sabía—, ¿qué hacer después? Huir. Pero ¿qué podría impedirle al oberst entrar en su mente? Saul se estremeció cuando pensó en sentir de nuevo la violación de su mente. No tendría que ser víctima de un asalto, simplemente engrosaría las estadísticas, un profesor distraído que paseaba entre el tráfico de Washington después del anochecer…
No dejaría a Francis allí. Saul cerró el puño sobre las monedas, empezó a retirar la mano lentamente. No sabía si era posible recuperar a Francis —una mirada a la máscara de la cara frente a él le hizo pensar que no—, pero sabía que tenía que intentarlo. ¿Cómo se transporta un cuerpo inconsciente una manzana y media a lo largo del paseo, hasta un coche alquilado? Conociendo Washington, Saul sospechaba que ya se había hecho eso alguna vez. Decidió que dejaría al chico en el banco, iría rápidamente hasta la calle Tres, pararía en la curva y pondría el cuerpo del joven en el asiento trasero.
Saul no sabía qué podría hacer para no ser dominado por el oberst. Daba igual. Sacó como casualmente del bolsillo el puño con las monedas, ocultándolo a la vista del oberst con la posición de su cuerpo.
—Quiero que conozcas a una persona —dijo Harrington.
—¿Qué?
El corazón de Saul latía con tanta furia que apenas podía hablar.
—Quiero que conozcas a una persona —repitió el oberst, haciendo que Harrington se levantara—. Creo que te interesará conocerla.
Saul continuó sentado donde estaba. Su brazo temblaba por la tensión del puño cerrado.
—¿Vienes, judío?
Las palabras alemanas y el tono eran casi idénticos a los que el oberst había usado en los barracones de Chelmno treinta y ocho años antes.
—Sí —contestó Saul, y se levantó, metió las manos en los bolsillos del abrigo y siguió a Francis Harrington en la súbita oscuridad de ese anochecer de invierno.
Era el día más corto del año. Algunos turistas osados esperaban los autobuses o corrían a sus coches. Bajaron la avenida de la Constitución, pasaron por delante del Capitolio y se detuvieron cerca de la salida del aparcamiento del edificio de oficinas del Senado. Algunos minutos después, las puertas automáticas se abrieron y salió una limusina. Harrington bajó por la rampa corriendo y Saul lo siguió y entró cuando las puertas empezaban a cerrarse.
Dos guardias los observaban. Uno de ellos, un hombre gordo, de cara rojiza, gritó:
—Cojones, no pueden entrar aquí. Media vuelta y fuera antes de que los detenga.
—Perdón —dijo Harrington, y su voz sonaba ahora como la voz de Francis Harrington—. El caso es que tenemos pases para hablar con el senador Kellog, pero la puerta que él nos indicó estaba cerrada y no contesta nadie…
—Puerta principal —dijo el guardia, aún agitando las manos. El otro guardia estaba junto a una cabina cerrada. Tenía la mano derecha en el revólver y observaba a Saul y a Harrington con mucha atención—. Pero de todas maneras, no se reciben visitantes después de las cinco. Ahora lárguense o les detengo. Fuera.
—Claro —dijo Harrington amablemente y sacó una pistola de cañón largo de la americana. Disparó y acertó en el ojo derecho del guardia gordo. El otro quedó paralizado. Saul había retrocedido al oír el tiro y ahora se daba cuenta de que la inmovilidad del guardia no era una reacción natural de miedo. El hombre trataba, visiblemente, de mover el brazo derecho, pero su mano apenas vibraba como si estuviera bloqueada. La frente y el labio superior del guardia, que tenía los ojos casi fuera de sus órbitas, se cubrieron de sudor.
—Demasiado tarde —dijo Harrington, y le disparó cuatro veces en el pecho y el cuello.
Saul oyó el pft-pft-pft-pft y comprendió que parte del cañón largo era un silenciador. Empezó a apartarse y se quedó helado cuando Harrington le apuntó con el arma.
—Tráelos aquí.
Saul obedeció, su aliento se empañaba con el aire frío mientras arrastraba al guardia gordo por la rampa de salida hasta la cabina.
Harrington sacó el cargador vacío e introdujo otro nuevo con un golpe de la mano. Se puso en cuclillas para poder recoger los cinco cartuchos.
—Vamos arriba —dijo.
—Tienen cámaras de vídeo —jadeó Saul.
—Sí, un circuito cerrado —dijo Harrington, hablando una vez más en alemán—. Sólo hay un teléfono en el sótano.
—Notarán la ausencia de los guardias —dijo Saul con voz más firme.
—Naturalmente —admitió Harrington—. Sugiero que subas más deprisa.
Llegaron al primer piso y se encontraron en un vestíbulo. Un guardia de seguridad que leía un periódico les miró sorprendido.
—Lo siento, señor, pero esta zona está cerrada después…
Harrington le disparó dos veces en el pecho y arrastró su cuerpo hacia la escalera. Saul se hundió contra una puerta. Le flaqueaban las piernas y se preguntó si se estaba mareando. Pensó en huir, pensó en gritar, pero no hizo nada más que recostarse contra la puerta.
—El ascensor —indicó Harrington.
La tercera sala estaba vacía, aunque Saul oyó conversaciones y risas en una esquina. Harrington abrió la cuarta puerta a la derecha.
Una mujer joven iba a ponerle una funda a una máquina de escribir IBM.
—Lo siento —dijo—, ya pasa…
Harrington trazó un arco con la pistola y disparó un certero tiro en la sien izquierda de la mujer, que cayó al suelo casi sin ruido. Harrington recogió la funda de plástico de donde ella la había dejado caer y la colocó sobre la máquina de escribir. Después cogió a Saul por el abrigo y le empujó a través de una sala de espera vacía y un despacho grande, oscuro. Saul vislumbró la cúpula iluminada del Capitolio entre unas cortinas oscuras.
Harrington abrió otra puerta y entró en un despacho.
—Hola, Trask —dijo en inglés.
El hombre delgado detrás de una mesa levantó sus ojos sorprendidos y en el mismo momento un hombre fuerte con traje marrón saltó de un sofá de cuero. Harrington disparó dos veces contra el guardaespaldas, cogió la pequeña automática que el hombre había dejado caer y después le disparó una tercera vez detrás de la oreja izquierda. El cuerpo tuvo un espasmo sobre la moqueta gruesa y quedó inmóvil.
Nieman Trask no se movió. Aún tenía un bloc de notas en la mano izquierda y una pluma Cross de oro en la derecha.
—Siéntate —dijo Harrington, y le señaló a Saul el sofá de cuero.
—¿Quién es usted? —le preguntó Trask a Harrington. Había en su voz un tono de curiosidad.
—Las preguntas y respuestas más tarde —dijo Harrington—. Primero, debe comprender que mi amigo… —Hizo un gesto hacia Saul— no debe ser molestado. Si él se mueve de ese sofá, abriré mi mano izquierda.
—¿Su mano izquierda? —inquirió Trask.
Al entrar, la mano izquierda de Harrington estaba vacía; ahora contenía un pequeño anillo de plástico con una bombilla en el centro. Un cable con aislante subía por la manga de su impermeable. Su dedo apretaba el centro de la bombilla.
—Oh, ya lo veo —dijo Trask con voz cansada, y dejó el bloc de notas. Cogió la pluma de oro con ambas manos—. Explosivos.
—C-4 —aclaró Harrington, y usó la mano con la que sostenía la pistola para abrirse el impermeable. Llevaba un chaleco de pesca debajo y todos los bolsillos estaban repletos. Saul pudo ver pequeñas espiras de alambre—. Seis kilos de explosivo plástico —añadió Harrington.
Trask asintió con la cabeza. Parecía sereno, pero las puntas de sus dedos estaban blancas en torno a la pluma.
—¡Más que suficiente! —exclamó—. ¿Qué quiere?
—Quiero hablar —respondió Harrington sentándose en una silla a un metro de la mesa de Trask.
—Por supuesto —admitió Trask, y se recostó en su silla. Sus ojos se desviaron hacia Saul y regresaron a Harrington—. Por favor, empiece.
—Llame al señor Colben y al señor Barent por teléfono —ordenó Harrington.
—Lo siento —dijo Trask, y dejó la pluma. Extendió los dedos—. En este momento Colben viaja hacia Chevy Chase y el señor Barent está en el extranjero.
Harrington asintió con la cabeza.
—Contaré hasta seis —le amenazó—. Si no llama, aflojaré mi dedo. Uno…, dos…
En el número cuatro Trask cogió el teléfono, pero transcurrieron varios minutos hasta que se pudieron establecer las conexiones. Localizó a Colben en su limusina en la autopista de Rock Creek y a Barent volando sobre Maine.
—Ponga el altavoz —ordenó Harrington.
—¿Qué pasa, Nieman? —les llegó una voz suave con vestigios del acento de Cambridge—. Richard, ¿también estás allí?
—Sí —llegó el gruñido de Colben—. No sé qué cojones es esto. ¿Qué pasa, Trask? Me tienes esperando hace dos jodidos minutos.
—Tengo un pequeño problema —vaciló Trask.
—Nieman, esta línea no es segura —dijo la voz suave que Saul supuso que era de Barent—. ¿Estás solo?
Trask vaciló y miró a Harrington. Como Francis sólo sonrió, Trask añadió:
—No. Hay dos caballeros conmigo aquí en las oficinas del senador Kellog.
La voz de Colben estalló.
—¿Qué cojones pasa, Trask? ¿Qué es esto?
—Calma, Richard —intervino ahora la voz de Barent—. Adelante, Nieman.
Trask levantó la mano, con la palma vuelta hacia arriba, hacia Harrington, en el gesto de «usted primero».
—Señor Barent, nos gustaría ser miembros de uno de sus clubes —dijo Harrington.
—Lo siento, no sé quién es usted —cortó tajante, Barent.
—Mi nombre es Francis Harrington —aclaró Harrington—. Mi amo es el doctor Saul Laski de la Universidad de Columbia.
—¡Trask! —gritó la voz de Colben—. ¿Qué pasa?
—Calla —ordenó Barent—. Señor Harrington, doctor Laski. Encantado de conocerles. ¿En qué puedo ayudarles?
En el sofá, Saul Laski lanzó un suspiro de cansancio. Hasta el momento en que el oberst dio su nombre tenía una cierta esperanza de salir vivo de aquella pesadilla. Ahora, aunque no tenía ni idea del juego que el oberst se traía entre manos o de la relación entre esa gente y el trío formado por Willi, Nina y Melanie Fuller, dudaba que el oberst mencionara su nombre si no estuviera dispuesto a sacrificarlo.
—Usted ha hablado de un club —dijo la voz de Barent—. ¿Puede ser más explícito?
Harrington sonrió de un modo horrible. Su brazo izquierdo permaneció levantado, con el pulgar sobre el detonador.
—Me gustaría entrar en su club —dijo.
La voz de Barent sonó divertida:
—Yo pertenezco a muchos clubes, señor Harrington. ¿Puede especificar más?
—Sólo estoy interesado en el club más selecto —dijo Harrington—. Y siempre he tenido preferencia por las islas.
El teléfono resonó.
—Como yo, señor Harrington, pero aunque el señor Trask es un garante excelente, la mayoría de los clubes a los que pertenezco exigen más referencias. Dijo que su amo, el doctor Laski, está ahí. ¿Quiere también una inscripción, doctor?
Saul no conseguía pensar en nada que pudiera mejorar su situación. Permaneció en silencio.
—Quizás usted…, ah…, representa también a alguien más —tanteó Barent.
Harrington sólo rió.
—Tiene seis quilos de explosivo plástico ligados a un detonador —dijo Trask sin emoción.
—Me parece que esa referencia es impresionante. ¿Por qué no acordamos encontrarnos en cualquier sitio para hablar de esto?
—Tengo hombres en camino —intervino la voz brusca de Colben—. Aguanta, Trask.
Nieman Trask suspiró, se frotó la frente y se inclinó más sobre el teléfono.
—Colben, miserable hijo de puta, si has puesto a alguien a diez manzanas de este edificio, yo mismo te arrancaré tu maldito corazón. Barent, ¿me oye?, mantén a este cabrón fuera de esto. Barent, ¿me oyes?
C. Arnold Barent habló como si no hubiese oído nada del diálogo anterior.
—Lo siento mucho, señor Harrington, pero mi política personal es no pertenecer nunca a los comités de selección de ninguno de los clubes que frecuento. Aunque a veces soy garante de un nuevo miembro. Quizás usted sería tan amable de darme las señas de algunos eventuales miembros con los que yo podría ponerme en contacto.
—Dispara —dijo Harrington.
En ese momento Saul Laski sintió que Trask se deslizaba en su mente. Era exquisitamente doloroso, como si alguien metiera un alambre largo, puntiagudo, por su oído izquierdo. Se estremeció, pero no le permitieron que gritara. Sus ojos se movieron hacia la automática aún sobre la moqueta a treinta centímetros de la mano extendida del guardaespaldas muerto. Sintió cómo Trask calculaba fríamente sobre el tiempo y el esfuerzo: dos segundos para saltar, un segundo para levantarse y disparar a la cabeza de Harrington mientras le cogía simultáneamente el puño y sujetaba el gatillo como el detonador de una granada. Sintió que sus manos se cerraban y abrían con autonomía propia, vio que sus piernas se movían ligeramente, estirándose como las de un corredor antes de una carrera. Empujado cada vez más hacia las profundidades de su propia mente impotente, quería gritar, pero no tenía voz. ¿Era esto lo que Francis sentía las últimas semanas?
—William Borden —dijo Barent.
Saul casi había olvidado sobre qué se estaba discutiendo. Trask movió un poco la pierna derecha de Saul, cambió su centro de gravedad, tensó su brazo derecho.
—No lo conozco —aseguró Harrington alegremente—. ¿Quién más?
Saul sintió todos los músculos de su cuerpo tensos mientras Trask lo preparaba para un ligero cambio de plan. Trask prefería que disparara corriendo sobre Harrington, lo empujara, le cogiera la mano izquierda, se la cerrara y empujara a Francis hacia el despacho principal del senador. Después debía mitigar la fuerza de la explosión con su cuerpo mientras Trask se protegía tras la maciza mesa de roble. Saul quería gritar para avisar al oberst.
—La señorita Melanie Fuller —continuó Barent.
—Oh, sí —exclamó Harrington—. Me parece que está en Germantown.
—¿Qué Germantown es ése? —preguntó Trask, aunque continuaba preparando a Saul para el ataque.
«Ignora el arma. Coge su mano. Hazlo retroceder, lejos. Mantén tu cuerpo entre Harrington y la mesa de Trask.»
—El suburbio de Filadelfia —explicó Harrington amablemente—. No recuerdo las señas exactas, pero si pasa por Queen Lane podrá encontrar a esta señora.
—Muy bien —dijo Barent—. Una cosa más. Si pudiera…
—Perdóneme un segundo —le interrumpió Harrington. Soltó otra vez una carcajada de viejo—. Hombre, Trask —dijo—. ¿Piensa que no puedo sentir eso? Usted no podría dominar este artefacto ni en un mes… Mein Gott, hombre, usted se desliza y se esconde como un adolescente intentando sobar a una chica en las butacas de un cine. Deje en paz a mi amigo judío. En el momento en que él salte, yo detono esto. La mesa se hará diez mil astillas. Ah, así está mejor…
Saul se recostó en el sofá. Sus músculos sufrieron un espasmo, al ser liberados súbitamente del torniquete del control.
—Ahora, ¿en dónde estábamos, señor Barent? —preguntó Harrington.
Se produjo un zumbido durante diversos segundos antes de que la voz tranquila de Barent volviera al altavoz.
—Lo siento, señor Harrington, le estoy hablando desde mi avión privado y ahora tengo que irme. Me ha gustado su llamada y espero hablar de nuevo con usted pronto.
—¡Barent! —gritó Trask—. Maldito, quédate al…
—Adiós —dijo Barent—. Se ha cortado la comunicación.
—¡Colben! —vociferó Trask—. Diga alguna cosa.
La voz áspera de Colben surgió de nuevo.
—Claro. Que te jodan, viejo amigo Nieman.
Un nuevo corte y un zumbido.
Trask miraba con la expresión de un animal acorralado.
—Muy bien —suspiró Harrington—. Puedo darle mi mensaje a usted. Usted aún puede negociar, señor Trask. Pero prefiero que sea en privado. Doctor Laski, ¿le importa?
Saul se ajustó las gafas y parpadeó. Se levantó. Trask le miró. Harrington sonrió. Saul se volvió, caminó, presuroso, por la oficina del senador y corrió en el momento en que llegó a la primera sala de espera. Estaba fuera del despacho y corría por el vestíbulo cuando recordó a la secretaria. Vaciló un instante y volvió a correr de nuevo.
Delante de él, cuatro hombres se acercaban doblando la esquina. Saul se giró, vio a cinco hombres con trajes oscuros que corrían desde la dirección opuesta, dos torcieron hacia el despacho de Trask.
Miró alrededor a tiempo de ver a tres de los hombres, en el fondo del vestíbulo, levantar sus revólveres sincronizadamente, las manos juntas, los brazos extendidos; los círculos negros de las bocas de las armas se veían enormes incluso desde lejos. De repente Saul se halló en otro lugar.
Francis Harrington gritó en el silencio de su propia mente. Sintió vagamente la presencia súbita de Francis en la oscuridad con él. Juntos vieron a través de los ojos de Harrington a Nieman Trask gritando algo, alzándose un poco de su silla, levantando las dos manos en una súplica.
—Auf wiedersehn —dijo el oberst con la voz de Francis Harrington, y soltó el gatillo.
Las puertas que doblan al sur y la pared que daba al pasillo estallaron hacia fuera en un baile de llamas anaranjadas. Saul se encontró de súbito volando hacia los tres hombres con trajes oscuros. Sus brazos alzados retrocedieron, una de las armas se disparó. El sonido del tiro quedó apagado por el estruendo que dominaba el pasillo. Y ellos volaron también, tropezando hacia atrás y chocando contra la pared del final del pasillo un segundo antes que Saul.
Después del choque, en la oscuridad que lo envolvió, Saul Wieder oyó el eco, no de la explosión, sino de la voz del viejo diciendo «Auf wiedersehn».