Melanie
Siguiendo hacia el Norte en el autobús, a través de los suburbios sin fin de Baltimore y la cloaca industrial de Washington, recordé una frase de los escritos de San Agustín: «El Diablo estableció sus ciudades en el Norte.»
Siempre he odiado las grandes ciudades del Norte: su tufo de locura inhumana, su polución, su tristeza, y la sensación de desesperación que parece revestir las calles mugrientas, y a sus habitantes, igualmente sucios. Siempre he pensado que el aspecto más visible de la traición de Nina fue el haber cambiado el Sur por los fríos desfiladeros de Nueva York. Yo no tenía intención de llegar tan lejos.
De súbito, una breve nevisca cortó la deprimente vista y presté atención al interior del autobús. La mujer del otro lado del pasillo me miró desde detrás de su libro, sonriendo furtivamente. Era la tercera sonrisa desde que habíamos dejado los suburbios de Washington. Meneé la cabeza y seguí con mi labor de punto. Ya sospechaba que la señora tímida del otro lado —una mujer de unos cincuenta años, pero que daba la impresión de ser una solterona decrépita de veinte años más— podría ser parte de la solución del problema.
De uno de mis problemas.
Estaba contenta de dejar Washington. En mi juventud esa ciudad soñolienta, con aire del Sur, me había agradado; incluso hasta la Segunda Guerra Mundial conservaba un aire de confusión relajada. Pero ahora aquella colmena de mármol me recordaba un mausoleo pretencioso lleno de insectos bulliciosos, ávidos de poder.
Miré la nieve que caía y durante un segundo no pude recordar en qué día y mes estábamos. Recordé primero el día: jueves. Había pasado las noches del martes y el miércoles en un motel horrible a varios kilómetros del centro de Washington. El miércoles hice que Vincent llevara el Buick a los alrededores del Capitolio, lo abandonara y volviera a pie al motel. El paseo duró tres horas, pero no se quejó. Tampoco en el futuro se quejaría.
Las compras que yo había hecho, dando un paseo ese miércoles por la mañana —algunos vestidos, una bata, ropa interior— eran muy deprimentes comparadas con las bellas cosas que había perdido en Atlanta. Aún tenía casi doce mil dólares en mi absurdo bolso de paja. Había, naturalmente, mucho más dinero a mi disposición en cajas y cuentas bancarias en Charleston, Minneapolis, Nueva Delhi y Toulon, pero no tenía intención de recuperar esos fondos por el momento. Si Nina conocía mi cuenta de Atlanta, también podía conocer las otras.
«Nina está muerta», pensé.
Pero su «aptitud» había sido la más fuerte de todos los nuestros. Había «usado» a uno de los peleles de Willi para destruir el avión mientras estaba hablando conmigo. Su «aptitud» era increíble, aterradora. Podía llegar hasta mí incluso desde la tumba, crecer en poder incluso mientras el cuerpo de Nina Drayton se podría en su ataúd. Mi corazón empezó a latir con fuerza y miré por encima del hombro las caras visibles en las filas en penumbra de asientos del autobús…
«Nina está muerta.»
Era un jueves, exactamente una semana antes de Navidad. Eso lo hacía 18 de diciembre. La reunión había sido el 12. Una eternidad separaba esas dos fechas. Durante las dos últimas décadas mi vida había sufrido pocos cambios exteriores, con la excepción de las necesarias satisfacciones que me había permitido. Ahora todo había cambiado.
—Perdón —dijo la mujer del otro lado del pasillo—, pero no puedo dejar de admirar lo que hace. ¿Será un jersey para un nieto?
Me volví y le concedí mi más resplandeciente sonrisa. Cuando yo era muy joven, antes de descubrir que había muchas cosas que una señorita no hacía, iba con mi padre a pescar. Los peces picaban en mi anzuelo antes que en ningún otro de toda la hilera de pescadores. Aquellos primeros tirones indecisos y los temblores del corcho me parecían lo más excitante. Era en ese momento, cuando el anzuelo aún no se había clavado del todo, cuando la pericia del pescador tenía que ponerse en juego.
—Sí, sí —dije.
La idea de tener un nieto lloriqueante me daba verdadero asco, pero hacía mucho que había descubierto las virtudes del punto como camuflaje psicológico ante la gente.
—¿Un nieto?
—Una nieta —respondí, y entré en la mente de la mujer. Fue como entrar por una puerta abierta. No hubo resistencia. Fui tan cuidadosa y sutil como me fue posible. Me deslicé por corredores y pasajes mentales, y atravesando más puertas abiertas, sin tener que forzarla en ningún momento, encontré el centro de placer de su cerebro. Me centré en la imagen de acariciar un gato persa, a pesar de que los detesto, y la acaricié, sintiendo la oleada de placer que corría por su interior y fuera de ella como un chorro inesperado de orina caliente.
—Oh —dijo, y se sonrojó, y después se sonrojó de nuevo sin saber por qué se sonrojaba—. Una nieta, ¡maravilloso!
Yo moderé la caricia, la modulé, la coordiné con las miradas tímidas que ella me echaba, la aumenté cuando ella oyó mi voz. Algunas personas nos sorprenden con esta fuerza naturalmente, cuando las encontramos. Con los jóvenes se llama enamorarse. Con los políticos, generar carisma. Cuando es manipulada por un gran orador que tiene un toque de «aptitud», tendemos a llamarla «histeria colectiva». Uno de los hechos mencionados a menudo, pero raramente observado, al que los contemporáneos y asociados de Adolf Hitler aluden, es que las personas se sentían bien en su presencia. Algunas semanas bajo el nivel condicionante que yo había iniciado en esta mujer crearían una dependencia mucho más fuerte que la causada por la heroína. Nos encanta estar enamorados porque es lo más parecido que podemos conseguir como humanos a esta propensión física.
Después de un par de minutos de conversación ociosa, la mujer solitaria, que parecía mucho más vieja de lo que en realidad era, como yo parecía más joven, dio unas palmaditas en el asiento vacío, a su lado, y dijo, sonrojándose de nuevo:
—Hay mucho espacio aquí. ¿Le gustaría sentarse para que pudiéramos continuar nuestra conversación sin tener que hablar tan alto?
—Me encantaría —dije yo, y metí la lana y las agujas en mi bolso de paja. Mi labor de punto había cumplido su objetivo.
Se llamaba Anne Bishop y volvía a su casa en Filadelfia después de una larga y poco satisfactoria visita a la familia de su hermana menor en Washington. Diez minutos de conversación me dijeron todo lo que me hacía falta saber. Incluso podía haber prescindido de las caricias mentales; la mujer se moría por hablar con alguien.
Anne venía de una familia bien considerada y acaudalada de Filadelfia. Sus principales ingresos provenían de un depósito hecho por su padre. Nunca se había casado. Durante treinta y dos años esta sombra desteñida de mujer se había ocupado de su hermano Paul, un parapléjico que se transformaba lentamente en cuadrapléjico a causa de una enfermedad nerviosa progresiva. El pasado mayo Paul había muerto y Anne Bishop aún no se había adaptado a un mundo en el que ya no era responsable de su hermano. La visita a su hermana Elaine —su primer encuentro en ocho años— había sido muy triste, ya que Anne no podía soportar al palurdo marido de Elaine y a sus hijos mal educados, y la familia, naturalmente, estaba harta de las costumbres de una solterona como la tía Anne.
Yo conocía bien a la gente como Anne Bishop. Incluso me había disfrazado de este tipo de hembra vencida durante mi largo periodo de hibernación en vida. Ella era un satélite en busca de un mundo alrededor del cual pudiese girar. Cualquier mundo, mientras no exigiera el frío, solitario eclipse de la independencia. Los hermanos parapléjicos eran un regalo de Dios para estas mujeres; la devoción infinita y leal a un marido o a un hijo habría sido una alternativa, pero cuidar de un hermano enfermo ofrecía muchas más excusas para evitar los otros compromisos y marañas y detalles fastidiosos de la vida. En su infatigable servicio y desinterés, estas mujeres son invariablemente monstruos egoístas. En sus comentarios modestos, humildes y amorosos sobre su querido difunto hermano, percibí el perverso fetiche del orinal y la silla de ruedas, la satisfacción inmoderada y enfermiza de negarse todo lo demás durante treinta años de un sacrificio de la juventud y la maternidad, para depender de las fétidas necesidades de un casi cadáver. Yo conocía bien a Anne Bishop: una profesional del suicidio en vida lento y masturbatorio. Esta idea me hizo sentir vergüenza de pertenecer al mismo sexo. A menudo, cuando me encuentro con estas pobres babosas, tengo la tentación de ayudarlas a meter las manos y los brazos por sus propias gargantas hasta que se ahoguen en su mismo vómito y acaben con todo.
—Sí, sí, lo comprendo —dije yo, y le di unas palmaditas en el brazo mientras ella lloriqueaba al contar sus desgracias—. Lo comprendo muy bien.
—Usted lo comprende —repitió Anne—. ¡Es tan difícil encontrar a alguien que pueda comprender el dolor de otra persona! Siento que tenemos mucho en común.
Asentí con la cabeza y miré a Anne Bishop. Cincuenta y dos años; y podría fácilmente pasar por una mujer de setenta. Vestía bien, pero era el tipo de alhelí encorvado que haría parecer una bata desaliñada a cualquier vestido. Su pelo era castaño claro, con una parte central que ella peinaba de la misma manera desde hacía cuarenta y cinco años, y cuyo flequillo colgaba sin gracia en su frente. Tenía ojeras: hechas para llorar.
Su boca era fina y remilgada; no tan firme como para ser considerada reprobadora, pero evidentemente poco dada a la risa. Sus arrugas corrían todas hacia abajo; el veredicto de la fuerza de la gravedad estaba profundamente grabado en ella. Su mente tenía la superficialidad frívola de una ardilla.
Era perfecta.
Le conté el cuento de Beatrice Straughn, ya que aún usaba a ese personaje: mi marido había sido banquero, con cierto éxito, en Savannah. Su muerte ocho años antes había dejado una herencia que fue mal administrada por el hijo de mi hermana, Todd, que, al parecer, consiguió perder todo mi dinero y el suyo antes de que él y su horrible esposa se mataran el otoño pasado en un dramático accidente de coche, dejándome con los gastos del entierro, deudas que pagar y la responsabilidad de hacerme cargo de su hijo, Vincent. Mi propio hijo y su esposa embarazada estaban en Okinawa, enseñando en una misión. Ahora había vendido la casa de Savannah, había pagado las últimas deudas de Todd e iba hacia el Norte en busca de una nueva vida para mi sobrino nieto y para mí.
La historia era absurda, pero ayudé a Anne Bishop a creerla con unas sutiles caricias de placer recalcando cada revelación.
—Su sobrino es muy guapo —dijo Anne.
Yo sonreí y miré al otro lado del pasillo, donde Vincent estaba sentado. Vestía una camisa blanca barata, corbata oscura, cazadora azul, unos pantalones arrugados y unos zapatos negros que habíamos comprado en una tienda K-Mart en Washington. Le había cortado sólo un poco el pelo, ya que decidí por capricho dejárselo largo; ahora estaba lavado y recogido detrás en una cola. Miraba sin expresión la nieve y el paisaje. No había manera de cambiar su cara de hurón sin mentón ni de hacer desaparecer las pústulas del acné.
—Gracias —dije—. Tiene cierto parecido con su madre… Que en paz descanse.
—Está muy quieto —dijo Anne.
Asentí con la cabeza y permití que me vinieran lágrimas a los ojos.
—El accidente… —empecé, y tuve que parar antes de poder continuar—: El pobre perdió parte de la lengua en el accidente. Me dicen que nunca volverá a hablar.
—Querida, querida —cloqueó Anne—. No podemos entender la voluntad de Dios, sólo aceptarla.
Nos consolamos mutuamente mientras el autobús silbaba al pasar por un tramo de autopista junto a los interminables suburbios de Filadelfia.
Anne Bishop estaba encantada de que hubiésemos aceptado su invitación a pasar algunos días con ella.
El centro de Filadelfia estaba muy concurrido y era ruidoso y sucio. Con Vincent llevando nuestro equipaje, fuimos a pie hasta una estación de ferrocarril subterránea y Anne compró billetes para la avenida Chelten. Durante el viaje en autobús me había hablado de su encantadora casa de Germantown. Aunque había dicho que la ciudad se había deteriorado en las últimas décadas con la aparición de «elementos indeseables», yo continuaba imaginando Germantown como una barriada separada de la masa de ladrillo y hierro de Filadelfia. No lo era. La débil luz de la tarde, más allá de la ventanilla del vagón, iluminaba hileras de casas, fábricas de ladrillos en ruinas, desembarcaderos, calles estrechas llenas de cadáveres metálicos de coches abandonados, solares, y negros. Excepto por varios pasajeros del tren y el vislumbre de alguna cara blanca en los coches de la carretera paralela a los raíles, la ciudad parecía habitada sólo por negros. Yo seguía sentada, exhausta y desalentada, mirando por la mugrienta ventana del tren a los niños negros que corrían por los solares vacíos, a las pequeñas caras negras que salían de parques miserables, a los hombres negros que deambulaban con su aire triste y amenazador por calles frías, a las gruesas mujeres negras que empujaban carritos de la compra robados; visiones de caras negras a través de cristales oscuros…
Recosté la cabeza contra la fría ventanilla y resistí el impulso de llorar. Mi padre tenía razón, en aquellos últimos días luminosos que precedían a la Gran Guerra, cuando vaticinaba que el país se pudriría en cuanto los negros empezaran a votar. Habían transformado una gran nación en las ruinas de su propia perezosa desesperanza.
Nina nunca me encontraría aquí. Mis movimientos durante los últimos días habían estado guiados por el azar. Si pasaba una o varias semanas con Anne —aunque eso significaba bajar a este pozo de gente de color desempleada—, eso añadiría otro elemento de azar a un modelo ya fortuito.
Nos apeamos en la estación urbana de la avenida Chelten. Los raíles entre paredes de hormigón, la ciudad arriba. De súbito, cansada, demasiado cansada para subir por la escalera hasta la calle, hice que nos sentáramos y descansáramos algunos minutos en un incómodo banco color bilis. Un tren zumbó al pasar cerca de nosotros, de regreso al centro de la ciudad.
Un grupo de adolescentes de color saltaba por las escaleras, gritando obscenidades y empujando a quienquiera que se interpusiera en su camino. Podía oír los ruidos de la calle a lo lejos.
El viento era terriblemente frío. Empezó a nevar y el área de espera fue cubriéndose de copos de nieve. Vincent no se inmutó ni se abrochó la cazadora.
—Vamos a coger un taxi —dijo Anne.
Asentí con la cabeza, pero no me puse de pie hasta que vi dos ratas del tamaño de pequeños gatos que habían salido de una grieta en el hormigón de los raíles y empezaban a hurgar en la basura y la cuneta seca que allí había.
El chófer era de color y parecía triste. Nos cobró más de lo debido por el viaje de ocho manzanas. Germantown era una mezcla de piedra y ladrillos y neón y carteleras. La avenida Chelten y la avenida Germantown estaban repletas de coches, bordeadas de almacenes baratos, salpicadas de bares y pobladas por la basura humana habitual en cualquier ciudad del Norte. Auténticos tranvías corrían a lo largo de la avenida Germantown y se deslizaban entre los bancos y los bares. Las tiendas de baratijas eran magníficas y las antiguas casas de piedra o de ladrillos del siglo pasado. Había un pequeño parque con una valla verde de hierro y varias estatuas. Dos siglos antes debía de haber sido un pequeño caserío con magnificas casas y distinguidos granjeros o comerciantes, que preferían vivir a unos diez kilómetros de Filadelfia. Cien años antes había sido una pequeña y tranquila ciudad a pocos minutos de Filadelfia en tren; aún un lugar lleno de encanto con espléndidas casas al final de calles frondosas y una que otra posada a lo largo de la carretera. Hoy Filadelfia había engullido Germantown como una enorme carpa devoradora engulliría a un pez muchísimo más bello pero más pequeño, dejando sólo las espinas perfectamente blancas de su pasado mezclándose con la basura en los terribles jugos digestivos del progreso.
Anne estaba tan orgullosa de su pequeña casa que no paraba de sonrojarse mientras nos la mostraba. Parecía fuera de lugar: una casa agradable, blanca —podía haber sido en el pasado una casa campesina— a pocos metros de la avenida Germantown, en una calle estrecha llamada Queen Lane. Tenía una cerca alta de madera llena de inscripciones, a pesar de los esfuerzos obvios por mantenerla limpia, un patio del tamaño de un sello postal, más pequeño que el patio de mi casa de Charleston; un porche minúsculo; dos ventanas de buhardilla que delataban un segundo piso, y un melocotonero que, aparentemente, no volvería a florecer. La casa se encontraba entre una lavandería que parecía hacer publicidad de las moscas muertas del escaparate y un edificio de apartamentos de tres pisos que daba la impresión de haber sido abandonado hacía muchos años, pero en el que aparecían de tanto en tanto caras negras que espiaban desde las ventanas. Al otro lado de la calle había una serie de pequeños almacenes, ruinosos edificios de ladrillo transformados en dúplex y el inicio de las omnipresentes hileras de casas, un poco más lejos.
—No es mucho, pero es mi casa —dijo Anne, esperando que yo contradijera la primera parte de su aclaración. Lo hice.
El gran dormitorio de Anne y un cuarto de huéspedes más pequeño estaban en el segundo piso. Una pequeña habitación próxima a la cocina había sido de su hermano y aún olía a medicamentos y puros. Naturalmente, Anne pensaba ofrecernos la habitación próxima a la cocina a Vincent y el cuarto de huéspedes a mí. Con mi poder, la ayudé a ofrecernos las dos habitaciones del segundo piso, mientras ella se quedaba con la de abajo. Examiné el resto de la casa mientras ella trasladaba abajo su ropa y objetos personales.
Había un pequeño comedor excesivamente solemne para su tamaño, una pequeña sala de estar con demasiados muebles y demasiados grabados en la pared, una cocina tan cursi y desagradable como la misma Anne, la habitación del hermano, un cuarto de baño y un pequeño porche trasero que daba a un patio interior no mucho más grande que el delantero.
Abrí la puerta trasera para dejar entrar un poco de aire en la casa mal ventilada y un gordo gato gris pasó por entre mis piernas.
—Oh, es Bombón —dijo Anne mientras llevaba un montón de ropa a la pequeña habitación—. Es mi pequeño. La señora Pagnelli ha cuidado de él, pero él sabía que mamá volvería a casa. ¿No es así?
—Se dirigía al gato.
Yo sonreí mientras retrocedía. Se supone que las mujeres de mi edad adoran a los gatos, llenan de ellos sus casas a la menor oportunidad y, generalmente, se comportan como idiotas alrededor de esos animalejos arrogantes y falsos. Cuando era una niña —no tenía más de seis o siete años—, mi tía traía a casa a su gordo siamés cada verano que nos visitaba. Yo siempre tenía miedo de que el animal se pusiera encima de mi cara por la noche y me ahogara. Recuerdo que una tarde, cuando los mayores estaban tomando limonada en el patio, metí a ese gato en un saco de arpillera, lo ahogué en una cuba de agua detrás de la cochera del vecino y dejé el cadáver detrás de un granero donde se reunía a veces un grupo de perros. Cuando el condicionamiento de Anne se completara, no me sorprendería nada que su Bombón sufriera un accidente semejante.
Para alguien que tenga la «aptitud» es relativamente fácil «usar» a cualquier persona, pero es mucho más difícil condicionarla. Cuando Nina, Willi y yo empezamos el juego en Viena, hace casi medio siglo, nos divertíamos «usando» a otros, normalmente extranjeros, y no nos preocupábamos mucho de la necesidad que había siempre de desechar esos instrumentos humanos. Después, cuando nos hicimos más viejos y más hábiles en la utilización de la «aptitud», todos sentimos la necesidad de un compañero —en parte criado, en parte guardaespaldas— que estuviera tan adaptado a nuestras necesidades que «usarlo» casi no exigiera esfuerzo. Antes de encontrar al señor Thorne en Suiza, hace unos veinticinco años, viajé con madame Tremont y, antes de ella, con un joven al que había dado el nombre —en un arrebato de sentimentalismo juvenil y superficial— de Charles, como mi difunto novio. Nina y Willi tuvieron también su larga sucesión de peleles, que culminó en la desastrosa presencia de los dos últimos compañeros de Willi y de la odiosa señorita Kramer de Nina. Ese condicionamiento tarda algún tiempo, aunque sólo los primeros días son críticos. El truco consiste en dejar por lo menos un núcleo vacío en la personalidad, sin dar ninguna posibilidad de acción independiente. Y aunque la acción no debe ser independiente, tiene que ser autónoma en el sentido de que deberes simples y rutinas diarios puedan ser iniciados y realizados sin necesidad de «uso» directo. Si tenemos que viajar con esos ayudantes condicionados, es necesario que, por lo menos, quede un simulacro de la persona original.
Los beneficios de este condicionamiento son evidentes. Si es difícil —casi imposible, aunque Nina parece haberlo logrado— «usar» dos personas al mismo tiempo, en cambio, es relativamente sencillo dirigir las acciones de dos peleles condicionados. Willi nunca viajaba con menos de dos de sus «amiguitos» y, antes de su etapa feminista, Nina viajaba con cinco o seis hermosos y jóvenes cuerpos.
El condicionamiento de Anne Bishop no ofreció ninguna dificultad, pues su yo ansiaba ser subyugado. En los tres días que estuve en su casa, logré dominarla por completo. Vincent era un caso muy diferente. Mientras que mis «enseñanzas» originales habían destruido toda la voluntad de orden elevado, su subconsciente continuaba siendo una maraña desenfrenada, y en gran parte libre, de odios, miedos, prejuicios, deseos y turbios impulsos. Yo no quería quitárselos, pues eran fuentes de una energía que podría utilizar más tarde. Durante esos tres días del fin de semana anterior a la Navidad de 1980, estuve descansando en casa de Anne y exploré la jungla emocional de la mente baja y oscura de Vincent, dejando en ella senderos e influencias de utilización futura.
Domingo, 21 de diciembre: estaba tomando el desayuno que Anne me había preparado, más tarde que de costumbre, y le estaba haciendo preguntas sobre sus amigos, su renta y su vida. Resulta que no tenía amigos y llevaba una vida muy austera. La señora Pagnelli, una vecina que vivía al final de la calle, venía a veces a visitarla y, en ocasiones, cuidaba de Bombón. Al mencionar al desaparecido felino los ojos de Anne se llenaron de lágrimas y pude sentir cómo sus pensamientos patinaban como un coche sobre hielo. Intensifiqué mi dominio mental y la conduje de nuevo a su nueva y principal pasión: agradarme.
Anne tenía más de setenta y tres mil dólares en el banco. Como muchas viejas que se acercan al aburrido final de una vida aburrida, había vivido durante años al borde de la pobreza mientras guardaba dinero, acciones y bonos como una ardilla obstinada en acumular bellotas que nunca podría comerse. Sugerí que podría convertir los valores en dinero la semana siguiente. Anne lo consideró una excelente idea.
Discutíamos sobre sus rentas cuando ella mencionó Grumblethorpe.
—La sociedad me paga un pequeño salario por vigilarlo, dirigir a veces unas visitas oficiales y pasarme por allí cuando está cerrado largos períodos de tiempo, como ahora.
—¿Qué sociedad?
—La Sociedad de Filadelfia para la Preservación de Marcas —dijo Anne.
—¿Y qué tipo de marca es Grumblethorpe? —pregunté.
—Me gustaría mostrártelo —aseguró Anne, ansiosa—. Está a menos de una manzana de aquí.
Ya estaba harta de la maldita casa, después de tres días de reposo y de trabajo mental de condicionamiento de ese par, así que asentí con la cabeza.
—Después del desayuno —dije—. Me apetece caminar.
Me es muy difícil, incluso ahora, expresar el insólito encanto de Grumblethorpe. Está situado precisamente en la deteriorada avenida Germantown. Los viejos edificios lindan con bares, tiendas de baratijas, tiendas de platos preparados y varios almacenes populares. Los callejones que desembocan en esta parte de la avenida pronto se convierten en auténticos barrios bajos, hileras de casas y solares vacíos. Pero en el 5267 de la avenida Germantown, detrás de varias zonas de aparcamiento y de dos olmos cubiertos de hollín y de marcas de cuchillos, a menos de tres metros del tráfico, de los tranvías y del desfile permanente de peatones de color, aparece la perfección de paredes de piedra, cerrada y cubierta de tablillas de Grumblethorpe.
Había dos puertas. Anne sacó un llavero y entramos por la puerta este. El interior estaba oscuro. Las ventanas estaban protegidas por pesadas cortinas y persianas echadas. La casa olía a antiguo: madera vieja y cera de muebles. Olía como mi casa.
—Fue construida en 1744 por John Wister —explicó Anne; su voz subió de tono y asumió el de un guía turístico—. John Wister era un comerciante de Filadelfia que utilizaba la casa como residencia de verano. Más tarde se convirtió en el hogar de la familia durante todo el año.
Pasamos del pequeño vestíbulo al salón. Las anchas tablas del suelo estaban muy enceradas; la moldura del techo, elegantemente simple, era de estilo «Cinta de Boda», y había un único sillón de orejas cerca de la pequeña chimenea. Sobre una mesilla de época había una sola vela. No había lámparas eléctricas ni tomas de corriente.
—Durante la batalla de Germantown —dijo Anne—, el general británico James Agnew murió en esta habitación. Todavía son visibles las manchas de sangre.
Señaló el suelo.
Miré la decoloración pálida de la madera.
—No hay ningún letrero en el exterior —dije yo.
—Antes había un cartelito en la ventana —explicó Anne—. La casa estaba abierta al público las tardes de los martes y los jueves entre las dos y las cinco. La sociedad organizaba visitas privadas para aquellos que estuvieran interesados en la historia de la región. Ahora está cerrada y lo estará aún un mes más, hasta que tengamos fondos para terminar la restauración que se ha empezado en la cocina.
—¿Quién vive aquí ahora? —pregunté.
Anne rió como un ratón.
—Nadie —respondió—. No hay electricidad, ni calefacción, excepto las chimeneas, y no tiene lavabo. Yo visito la casa regularmente y una vez cada seis u ocho semanas la señora Waverly, de la sociedad, hace una visita de inspección.
Asentí con la cabeza.
—Hay una segunda puerta —señalé yo.
—Ah, sí —dijo Anne—. Ya conoce la costumbre; se utilizaba para los funerales.
—Enséñame el resto de la casa —ordené.
El comedor tenía una mesa rústica y sillas que recordaban la belleza sencilla del viejo estilo colonial. Había un increíble banco artesano que atesoraba toda la técnica de ebanistería. Anne señaló una silla hecha por Saloman Fussel, que fue el artífice de las sillas del Independence Hall.
La cocina daba al patio trasero y, a pesar de la helada tierra sin flores y de los vestigios de nieve, pude imaginarme el bello jardín que debía de florecer allí en verano. El suelo de la cocina era de piedra y la chimenea lo suficientemente grande como para que se pudiera entrar en ella sin tener que inclinarse. Había un conjunto de viejos utensilios y herramientas dispares fijado a una pared —antiguas esquiladoras, una guadaña de casi dos metros, un azadón, un viejo rastrillo, tenazas de hierro, además de otras cosas por el estilo— y una gran piedra de amolar, en el suelo. Anne me mostró una parte de un rincón que había sido derruido; los cascotes estaban cubiertos por un plástico negro.
—Aquí había unas piedras poco firmes —aclaró Anne—. Durante las obras, en noviembre, los albañiles descubrieron una puerta de madera podrida bajo el suelo y un túnel en parte hundido.
—¿Un túnel secreto?
—Probablemente —dijo Anne—. Aún había indios por aquí cuando la casa fue construida.
—¿Y adónde lleva?
—Supusieron que el punto de salida debía de estar en el muro que hay cerca del garaje, aquí al lado —explicó Anne señalando los cristales llenos de nieve—. Pero la sociedad no tiene fondos suficientes para continuar las excavaciones hasta que llegue una subvención del Comité Histórico de Filadelfia, a finales de febrero.
—A Vincent le encantaría ver el túnel —dije.
—Oh —dudó Anne, pasándose una mano por la frente—, no sé si sería apropiado…
—Vincent quiere verlo —dije.
—Naturalmente —convino Anne.
Había una vela en el salón, pero tuve que mandar al chico por las cerillas a casa de Anne. Cuando le ordené que quitara el plástico y bajara por la pequeña escalera hacia el túnel, cerré los ojos para ver mejor con los suyos.
Barro, rocas, olor a humedad y a tumba. El pasaje había sido excavado unos tres metros y medio bajo el patio. Vigas nuevas apuntalaban el techo del túnel parcialmente restaurado. Cuando hice regresar a Vincent, abrí los ojos.
—¿Le gustaría ver el otro piso? —preguntó Anne.
Asentí sin hablar ni hacer ningún gesto.
La habitación de los niños «me habló» en cuanto entré.
—Hay una leyenda que dice que esta habitación está encantada —dijo Anne—. Los perros de la señora Waverly nunca entran aquí.
Pensé que Anne había oído los murmullos, pero al examinar su mente no encontré consciencia de ellos, sólo el creciente deseo de agradarme.
Me adentré en la habitación. Las persianas de madera de la ventana que daba a la calle amortiguaban la luz. En la penumbra pude ver una cuna baja de metal, fea y desplazada, una jaula deslustrada para un niño perverso. Había dos camitas y una silla infantil, pero lo que me llamó la atención fueron los juguetes, las muñecas y un maniquí de tamaño natural. Había una gran casa de muñecas en un rincón, que era también de otra época —debía de haber sido construida por lo menos un siglo después de la casa—, pero lo interesante es que se había podrido y derrumbado como una auténtica casa abandonada. Yo casi esperaba ver ratoncitos corriendo por las minúsculas salas. Cerca de la casa de muñecas, media docena de ellas estaban echadas en una cama baja. Una parecía del siglo dieciocho, otras parecían reales, cadáveres enmohecidos de niños auténticos.
Pero era el maniquí el que dominaba la escena. Era del tamaño de un niño de siete u ocho años. Estaba vestido con una vieja reproducción del traje de un niño de la época de la Revolución; el tejido se había ido destiñendo a lo largo de los años, las costuras se habían deshecho y el olor a lana podrida llenaba la habitación. Manos y cuello y cara habían perdido su superficie rosada en muchos sitios, y mostraban la porcelana oscura. De la brillante cabellera de auténtico pelo humano sólo quedaban unos mechones desiguales, y el cuero cabelludo estaba muy rajado. Los ojos parecían absolutamente reales y comprendí que eran prótesis humanas. Sólo los ojos de cristal habían conservado su brillo y su calidad luminosa mientras el maniquí se descomponía: los ojos ansiosos de un niño en el cuerpo tieso de un cadáver.
Pensé que los murmullos emanaban del maniquí, pero cuando me acerqué, los vagos susurros disminuyeron. Eran las paredes las que hablaban. Mientras Anne y Vincent miraban pasivamente, me acerqué a las paredes de yeso y escuché. Los murmullos se oían por debajo del nivel en el que se pueden distinguir las palabras. Parecían provenir de más de una voz, y yo tenía la impresión de escuchar frases que iban dirigidas a mí y no la de estar espiando indiscretamente una conversación.
—¿Oye algo? —le pregunté a Anne.
Ella frunció el ceño, tratando de dar la respuesta que me agradara más.
—Sólo el tráfico —dijo finalmente—. Algunos chicos gritando en la calle.
Moví la cabeza y apliqué el oído otra vez a la pared. Los murmullos continuaban, ni apremiantes ni amenazadores. Pensé que podía percibir las sílabas de mi nombre en el fluir suave del sonido.
Yo no creo en fantasmas. No creo en lo sobrenatural. Pero a medida que me hago vieja, empiezo a creer que tal como las ondas de radio siguen viajando por el espacio mucho después de que sea desconectado el emisor, de la misma forma; las transmisiones de la fuerza de voluntad de algunos individuos continuarán siendo percibidas después de su desaparición. Nina me contó una vez que un arqueólogo había descubierto la voz de un alfarero, muerto hacía miles de años, grabada en las estrías de una olla; el hierro de la arcilla y las vibraciones de las huellas dactilares del alfarero actuaban como disco y aguja. No sé si era cierto, pero empecé a aceptar la idea. Las personas —especialmente nosotros, los pocos que tenemos la «aptitud»— podríamos imprimir nuestra fuerza de voluntad en objetos tal como lo hacemos en personas.
Pensé de nuevo en Nina y me aparté rápidamente de la pared. Los murmullos se apagaron.
—No —dije en voz alta—, esto no tiene nada que ver con Nina. Son voces amistosas.
Mis dos compañeros me miraron en silencio; Anne sin saber que decir y Vincent incapaz de decir nada. Les sonreí y Anne me devolvió la sonrisa.
—Vamos —dije—. Después de comer volveremos. Grumblethorpe me gusta mucho, Anne. Ha hecho bien en traerme aquí.
Anne Bishop rebosaba satisfacción.
El lunes por la mañana Anne y Vincent llevaron una cama plegable y un colchón nuevo a Grumblethorpe, compraron velas y tres radiadores de queroseno, llenaron a medias las repisas de la cocina con latas de conservas y otros víveres, instalaron un hornillo en la enorme mesa de la cocina y limpiaron las habitaciones. Yo puse la cama en la habitación de los niños. Anne trajo sábanas limpias, mantas y su edredón Amish favorito. Vincent colocó nuevas palas y cubos contra una de las paredes de la cocina. Yo no podía hacer nada con respecto a la falta de instalaciones sanitarias, y por otro lado aún pensaba pasar la mayor parte del tiempo en casa de Anne. Trataba simplemente de que Grumblethorpe fuera más confortable en mis inevitables visitas futuras.
El lunes por la tarde Anne retiró todo su dinero del banco —casi cuarenta y dos mil dólares— y empezó a liquidar las acciones, bonos y títulos. En algunos casos tuvo que pagar una penalización, pero no nos importaba. Guardé el dinero en mi equipaje.
A las cuatro de la tarde —en un crepúsculo de invierno—, Grumblethorpe resplandecía con docenas de velas en todas las habitaciones. El salón, la cocina y el cuarto de los niños estaban caldeados por los radiadores de queroseno, y Vincent había trabajado tres horas en el túnel, llevando la tierra a un rincón apartado del patio trasero, bajo un enorme árbol. Era un trabajo sucio, difícil y posiblemente peligroso, pero era beneficioso para Vincent hacerlo. Parte de su furia reprimida se liberaba en ese trabajo. Yo sabía que Vincent era muy fuerte —mucho más fuerte de lo que su cuerpo magro y su aire abatido podían sugerir—, pero ahora podía comprobar el auténtico despliegue de su fuerza y de su energía casi demoniaca. Casi dobló la longitud del túnel en esa primera tarde de trabajo.
No dormí en Grumblethorpe esa primera noche, pero, mientras apagaban las velas y desconectaban los radiadores al marcharnos, entré sola en la habitación de los niños y permanecía allí un rato con una vela cuya llama se reflejaba en los ojos de botón de las muñecas de trapo y en los ojos de cristal del muñeco de tamaño natural.
Los murmullos eran ahora más altos. Yo podía sentir su gratitud en el tono, pero no en las palabras. Me deseaban suerte y me pedían que volviera.
El martes, el día antes de Nochebuena, Vincent sacó media tonelada de tierra. Después de limpiar más de tres metros y medio del pasadizo descubrimos que el resto del túnel estaba intacto, exceptuando pequeños montones de piedras sueltas y tierra que habían caído durante los últimos dos siglos. El miércoles por la mañana, Vincent despejó la mayor parte de la salida precisamente cerca del callejón que lindaba con los patios y la parte trasera de las casas del bloque situado inmediatamente detrás de nosotros. Puso unas tablas para cubrir la salida y volvió a Grumblethorpe. Vincent tenía un aspecto horrible, sucio, las ropas viejas que se había puesto para el trabajo estaban rasgadas y llenas de barro, su pelo largo suelto caía en mechones pringosos sobre una cara manchada y unos ojos desorbitados. Ese día yo tenía en Grumblethorpe sólo un gran termo de agua; le ordené a Vincent que se desnudara para lavarse y que se sentara cerca del radiador de la cocina mientras yo iba a casa de Anne para meter sus ropas en la lavadora.
Anne había trabajado toda la tarde preparando una cena especial de Nochebuena. Las calles estaban oscuras y casi vacías. Empezaba a nevar.
Así, pues, me vi caminando sola, indefensa. Normalmente nunca caminaba ni una sola manzana en cualquier ciudad sin un acompañante bien acondicionado, pero el trabajo de acondicionamiento de Grumblethorpe y el extraño tono de aviso de los murmullos de la habitación de los niños me tenían preocupada e hicieron que me descuidara. Y también pensaba en la Navidad.
La Navidad siempre ha sido importante para mí. Recordaba el gran árbol de Navidad y la cena, aún más grande, que tenía cuando era una niña. Mi padre trinchaba el pavo; mi tarea era distribuir pequeños regalos entre los criados. Recuerdo que hacía planes, semanas antes, sobre las palabras exactas de las breves frases de aprecio que dirigiría al personal, casi todos hombres y mujeres mayores de color. Yo los elogiaba a casi todos y censuraba amablemente a algunos por falta de diligencia omitiendo cuidadosamente frases importantes. Los regalos más bonitos y las palabras más calurosas eran siempre para la tía Harriet, la vieja de grandes pechos que me había amamantado y criado. Harriet había nacido esclava.
Era interesante observar cómo, años más tarde, en Viena, Nina, Willi y yo podíamos encontrar elementos comunes en nuestra infancia, como el de la bondad con los criados. Incluso en Viena, la Navidad era una época importante para nosotros. Recuerdo el invierno de 1928, las carreras de trineos por el Danubio y un gran banquete en el chalé alquilado de Willi, al sur de la ciudad. Sólo en los últimos años no he celebrado la Navidad como me hubiera gustado. Nina y yo habíamos discutido la secularización del espíritu navideño precisamente dos semanas antes, en nuestra última reunión. La gente ya no conoce el significado de la Navidad.
Eran ocho chicos, todos de color. No sé qué edad tendrían. Eran todos más altos que yo; tres o cuatro de ellos tenían bozo sobre sus grandes labios superiores. Cuando dieron la vuelta a la esquina de la calle Bringhurst hacia la avenida Germantown, directamente hacia mí, parecían sólo ruido y codos y rodillas y obscenidades estridentes. Uno de ellos llevaba una gran radio que resonaba con estrépito inexpresivo.
Miré, asustada, aún distraída por mis reflexiones sobre la Navidad y los amigos ausentes. Me detuve, todavía sin pensar, esperando que acabaran de doblar la esquina y se alejaran de mi camino. Quizá fue algo en mi cara o en mi actitud orgullosa, distinta de la deferencia servil que los blancos suelen adoptar en los barrios negros de las ciudades del Norte, lo que hizo que uno de ellos se fijara en mí.
—¿Qué miras, vieja? —preguntó un chico alto con una gorra roja. Su cara tenía toda la densidad del desprecio producido en su raza por siglos de ignorancia tribal.
—Espero que ustedes, chicos, se aparten y dejen pasar a una señora —dije en voz baja, con tacto. En circunstancias normales no habría dicho nada, pero había estado pensando en otras cosas y estaba algo confundida.
—¡Chicos! —vociferó el de la gorra roja—. ¿Qué cojones son los chicos? —Los otros me rodearon formando medio círculo. Yo mire por encima de sus cabezas.
—Eh, ¿quién cojones crees que eres? —preguntó un gordo.
Yo no dije nada.
—Vamos —dijo un chico más bajo pero de aspecto menos tosco. Tenía los ojos azules—. Vamos, tío.
Empezaron a apartarse, pero el negro de la gorra roja tenía que decir la última palabra.
—Vigila a quién le dices que se aparte de tu camino, tía —amenazó e hizo como si fuera a tocarme con la punta del dedo en el pecho o el hombro.
Yo me eché hacia atrás rápidamente para evitar su mano. El tacón de mi zapato debió de meterse en una grieta de la acera y perdí el equilibrio, agité los brazos y caí, sentándome pesadamente sobre una superficie cubierta de nieve y excrementos de perro entre la acera y la calzada. La mayor parte de los negros estallaron en carcajadas.
El chico más bajo, de ojos azules, les hizo apartarse con un gesto de la mano y se acercó.
—¿Se encuentra bien, señora?
Extendió el brazo para ayudarme.
Yo miré e ignoré su mano. Un segundo después él se encogió de hombros y encabezó la marcha del grupo. Su música vil resonaba en las fachadas de los almacenes y las silenciosas tiendas.
Continué sentada allí hasta que los ocho estuvieron fuera de mi vista y después intenté levantarme, desistí y a gatas conseguí llegar hasta el parquímetro, en el que me apoyé para ponerme en pie. Permanecí allí algún tiempo, agarrada al parquímetro y temblando. De tanto en tanto pasaba un coche —quizás alguien que volvía apresuradamente a casa para celebrar la Nochebuena— y sus neumáticos me salpicaban de fango. Dos negras jóvenes y gruesas pasaron junto a mí conversando con sus voces campesinas. Ni se detuvieron para ayudarme.
Aún temblaba cuando llegué a casa de Anne. Después comprendí que podría haber hecho que ella saliera a ayudarme, pero en ese momento no podía pensar con claridad. El viento frío había hecho que me cayeran algunas lágrimas y se helaran en mis mejillas.
Anne me preparó un baño caliente, me ayudó a quitarme el vestido empapado y preparó una muda de ropa mientras me bañaba.
Cené a las nueve de la noche —sola, mientras Anne estaba sentada en la habitación contigua— y, cuando acabé el postre, tarta de cerezas, sabía exactamente qué tenía que hacer.
Recogí mi bata y otras cosas necesarias. Ordené a Anne que fuera a buscar una cama plegable para ella, una muda de ropa para Vincent, más comida y bebida, y la pistola que yo le había quitado al taxista de Atlanta.
El paseo de vuelta a Grumblethorpe fue rápido y sin incidentes. Nevaba mucho. Pasé por el sitio donde me había caído.
Vincent estaba sentado donde lo había dejado. Se vistió y comió con voracidad. No me preocupaba de si Vincent se perdía algunas comidas, pero había estado quemando miles de calorías durante los últimos dos días de excavaciones y quería que recuperase sus energías. Comió como un animal. Sus manos, brazos, cara y cabellos estaban aún sucios, endurecidos y embadurnados de tierra roja, y su aspecto y el ruido que hacía al comer eran, realmente, los de un animal.
Después de comer Vincent empezó a trabajar con una piedra de amolar, afilando la guadaña y una de las palas que Anne había comprado en una ferretería de la avenida Chelten dos días antes.
Era casi medianoche cuando subí a acostarme en el cuarto de los niños. Cerré la puerta y me puse la bata. Los ojos de cristal, brillantes y polvorientos, del niño maniquí me observaban a la luz vacilante de la vela. Anne estaba sentada abajo, vigilando la puerta principal, contenta, sonriendo ligeramente, con la pistola del calibre 38 cargada en el regazo.
Vincent se metió en el túnel. El barro y la humedad le ensuciaron más la cara y el pelo, pues se arrastraba con la guadaña por el oscuro pasadizo. Cuando salió a la calle, cerré los ojos y vi claramente la nieve que caía en esa noche cerrada junto al garaje, mientras arrastraba las herramientas por la calle.
El aire era limpio y frío. Yo podía oír el corazón de Vincent latiendo con fuerza y seguridad, podía sentir la jungla de su mente encresparse y restallar como sacudida por un viento fuerte, mientras la adrenalina se apoderaba de su cuerpo. Sentí los músculos de mi propia boca moverse componiendo una respuesta simpática cuando comprendí que Vincent sonreía satisfecho, dejando escapar un gruñido animal.
Nos movimos rápidamente por el callejón, me detuve a la entrada de una calle pobre, con hileras de casas oscuras, y corrí por la acera principal, donde había sombras más profundas. Paramos un momento e hice que Vincent levantara la cabeza para mirar hacia donde los ocho chicos negros habían desaparecido. Podía sentir cómo se dilataba la nariz de Vincent olfateando en el aire nocturno el olor de los negros.
Ahora nevaba mucho. La noche estaba tranquila, excepto por el distante repiquetear de campanas de las iglesias anunciando el nacimiento de nuestro Salvador. Vincent bajó la cabeza, se echó la pala y la guadaña al hombro y penetró en la oscuridad de un callejón.
En Grumblethorpe, yo sonreía, volví mi cara hacia la pared del cuarto de los niños y tuve una vaga consciencia del torrente de murmullos a mi alrededor, como el sonido de un mar que me invadía con violencia.