Alexandria, Virginia, jueves 25 de diciembre de 1980
Llegaron en busca de Aaron Eshkol y su familia poco después de las dos de la mañana de Nochebuena.
Aaron había estado durmiendo a rachas. Poco después de medianoche se había levantado y había bajado para comer un par de galletas que sus vecinos, los Wentworth, les habían dado. La noche había sido agradable; era el tercer año consecutivo que se habían reunido con los Wentworth y Don y Tina Seagram para la cena de Nochebuena. La mujer de Aaron, Deborah, también era judía, pero ninguno de los dos se tomaba su religión seriamente; Deborah no estaba de acuerdo con Aaron, que se consideraba sionista. Se adaptaba bien en Estados Unidos, pensaba Aaron a menudo. «Ve todos los aspectos de todos los problemas. Ve aspectos que ni siquiera hay», pensaba él. Aaron se sentía siempre incómodo en las fiestas de la embajada cuando Deborah defendía el punto de vista de la OLP. No, no de la OLP, Aaron se corrigió cuando acababa su tercera y última galleta, de los palestinos. «Sólo como hipótesis», decía ella, pero era buena elaborando hipótesis…, mejor que Aaron, que a veces pensaba que era bueno en pocas cosas excepto en códigos y claves. Al tío Saul siempre le agradaba discutir con Deborah.
El tío Saul. Durante cuatro días dudó en comunicar la aparente desaparición de su tío a Jack Cohen, su supervisor y jefe del Mosad en la embajada de Washington. Jack era un hombre bajo, calvo, de apariencia atolondrada, ligeramente torpe. Había sido también capitán de paracaidistas, había participado en la operación de Entebbe cuatro años antes y se decía que había sido el cerebro de la captura de todo un misil egipcio SAM durante la guerra del Yom Kippur. Jack sabría si la desaparición de Saul era grave o no. Pero Levi aconsejó cautela. El compañero de Aaron en claves, Levi Cole, había hecho las fotos y había ayudado a Aaron en la identificación. Levi estaba entusiasmado —estaba seguro de que el tío de Aaron había tropezado con algo grande—, pero no quería hablar con Jack Cohen o con el señor Bergman, el agregado del embajador, sin tener más informaciones. Levi había ayudado a Aaron el domingo anterior en un infructuosa búsqueda de Saul Laski por todos los hoteles de la ciudad.
A la una y diez de la mañana, Aaron apagó las luces de la cocina revisó el panel de seguridad del vestíbulo y fue a acostarse y a mirar el techo.
Las gemelas estaban decepcionadas; Aaron les había dicho a Beck y Reah que el tío Saul llegaría el sábado. Saul no venía de Nueva York más de tres o cuatro veces al año, pero a las gemelas de cuatro años les encantaba verlo. Aaron lo comprendía; recordaba que también él esperaba con ansiedad las visitas de Saul cuando era un niño en Tel Aviv. Cada familia debería tener un tío que no se ocupara de los niños pero que prestara atención cuando dijeran alguna cosa importante, que siempre trajera el regalo adecuado —no necesariamente grande, pero que reflejara los auténticos y profundos intereses del niño— y que contara chistes y cuentos con ese tono seco y tranquilo que era mucho más divertido que la simpatía forzada de tantos adultos. No era propio de Saul perder una oportunidad como ésa.
Levi sugirió que Saul podía estar implicado en el atentado de ese sábado contra la oficina del senador Kellog. La relación con Nieman Trask era demasiado obvia para dejarla a un lado, pero Aaron sabía que su tío nunca participaría en la colocación de una bomba. Saul había tenido su oportunidad en los años cuarenta cuando todo el mundo, desde el padre de Aaron a Menachem Begin, estaba implicado en el tipo de actividades de la Haganah que aquellos mismos ex guerrilleros ahora condenaban como terrorismo. Aaron sabía que Saul había estado en el frente en tres guerras, pero siempre como enfermero, no como combatiente. Recordaba haberse dormido en el apartamento de Tel Aviv y durante muchas noches de verano en la granja oyendo las voces de su padre y del tío Saul discutiendo sobre la moralidad de las bombas, y a Saul señalando que los ataques de represalia con A-4 Skyhawks acababan con tantos bebés como los guerrilleros de la OLP con sus kalashnikovs.
Cuatro días de investigaciones acerca de la explosión del edificio del Senado no llevaron a Levi y a Aaron más cerca de la verdad. Las fuentes habituales de Levi en el Departamento de Justicia y en el FBI o no sabían nada o preferían no hablar del caso. Las llamadas de Aaron a Nueva York no habían proporcionado ninguna pista de Saul.
«Se encuentra bien —pensó Aaron, y añadió con la voz del tío Saul—: No juegues a lo James Bond, Moddy.»
Aaron estaba casi dormido, tejiendo un sueño con las imágenes de las gemelas jugando cerca del árbol de Navidad de los Wentworth, cuando oyó un ruido en el vestíbulo.
Se despertó inmediatamente. Apartó las mantas, se puso las gafas que estaban sobre la mesilla de noche y cogió la Beretta 22 del cajón.
—¿Qué…? —preguntó Deborah, soñolienta.
—Calla —susurró él.
No debía haber manera de que alguien entrara en la casa sin que sonara la alarma. En años anteriores, la embajada había usado la casa de Alejandría como casa de seguridad. Estaba en un callejón sin salida tranquilo, lejos de la carretera. El patio estaba iluminado, las puertas y paredes entrelazadas con sensores electrónicos que conectaban alarmas en los paneles de seguridad del dormitorio y del vestíbulo. La casa estaba protegida por puertas reforzadas de acero y por un sistema de cerraduras que haría desistir al ladrón más cualificado; había sensores en las puertas y ventanas también conectados al sistema de seguridad. Deborah se irritaba con las numerosas falsas alarmas desencadenadas por accidentes y había desconectado parte del sistema cuando fueron a vivir allí. Había sido una de las pocas veces desde su boda que Aaron le había gritado. Ahora Deborah aceptaba el sistema de seguridad como un precio que tenían que pagar por vivir tan lejos, en los suburbios. Aaron odiaba vivir tan lejos del trabajo, tan lejos de los demás funcionarios de la embajada, pero aceptó la situación porque a las gemelas les gustaba el lugar y la situación hacía a Deborah feliz. No consideraba posible que un extraño pudiera atravesar los dos niveles del sistema de seguridad sin disparar la alarma.
Hubo otro ruido en el vestíbulo, procedente de la escalera trasera y de la habitación de las gemelas. Aaron creyó oír un murmullo.
Hizo señas a Deborah para que se pusiera de pie al otro lado de la cama. Ella lo hizo, ocultando así el teléfono Princess. Aaron dio tres pasos hacia la puerta abierta de la habitación. Respiraba profundamente, se ajustó las gafas con la mano izquierda, levantó la Beretta con la mano derecha, metió la primera bala en la recámara y se dirigió al vestíbulo.
Había allí tres hombres, quizá más, a no más de cinco metros. Llevaban trajes de faena gruesos, guantes y pasamontañas. Los dos que estaban adelante apuntaban pistolas de cañón largo contra la cabeza de Rebecca y Reah; los ojos de las gemelas aparecían muy abiertos por encima de las manos que les tapaban la boca, sus piernas pálidas se balanceaban delante de las chaquetas oscuras.
Sin pensar, Aaron se puso en la posición de disparar, con las piernas flexionadas, con ambas manos en la pistola, como le habían enseñado. Podía oír la voz de Eliahu, y recordaba perfectamente las palabras tranquilas pero severas de su viejo instructor. «Si ellos no están preparados, dispara. Si están preparados, dispara. Si tienen rehenes dispara. Si hay más de un blanco, dispara. Dos tiros a cada uno, dos. No pienses, dispara.»
Pero allí no había unos rehenes cualesquiera, sino que estaban sus hijas, Rebecca y Reah. Aaron pudo ver el dibujo del ratón Mickey en sus pijamas. Apuntó al primer pasamontañas. En el campo de tiro, incluso con mala luz, hubiera apostado lo que fuera a que habría podido clavar dos tiros en cualquier blanco del tamaño de la cabeza de un hombre, volverse con los brazos aún extendidos, girando todo el cuerpo, y acertar con dos balas más en un segundo blanco. A cinco metros, Aaron podía descargar sus diez halas en un círculo del tamaño de un puño.
Pero allí estaban sus hijas.
—Deje caer el arma. —La voz monótona del hombre estaba ahogada por el pasamontañas. Su revólver, un 38 de cañón largo con el tubo negro del silenciador, ni siquiera apuntaba exactamente a la cabeza de Becky. Aaron estaba seguro de que podría abatir a los dos hombres antes de que lograran disparar. Sintió las plantas de sus pies desnudos contra el suelo de madera. Habían pasados dos segundos desde que había entrado en el vestíbulo. «Nunca entregues tu arma —les había enseñado Eliahu aquel verano caluroso en Tel Aviv—. Nunca. Dispara siempre a matar. Vale más que tú o el rehén seáis heridos o muráis y que el enemigo caiga muerto que entregar el arma.»
—Déjela caer.
Aun en cuclillas, Aaron puso la Beretta en el suelo y levantó las manos.
—Por favor. Por favor, no hagan daño a mis hijas.
Eran ocho. Le sujetaron las manos a la espalda con esparadrapo, arrancaron a Deborah de detrás de la cama y los llevaron a los cuatro abajo, a la sala de estar.
Dos de los enmascarados fueron a la cocina.
—Moddy, la línea estaba cortada —murmuró Deborah antes de que el hombre que la arrastraba pusiera esparadrapo sobre su boca.
Aaron meneó la cabeza. No sabía qué decir.
El jefe hizo sentar a Aaron en el taburete del piano. Deborah y las niñas estaban en el suelo, de espaldas a la pared. No habían puesto esparadrapo en las muñecas de las niñas ni en sus bocas y ambas sollozaban y abrazaban a su madre. Dos hombres con chaqueta de faena, pantalones vaqueros y pasamontañas estaban en cuclillas a ambos lados. A una seña del jefe, los seis se quitaron las máscaras.
«Oh, Dios, van a matarnos», pensó Aaron. En ese segundo habría dado todo lo que alguna vez poseyó o esperaba poseer para retroceder en el tiempo tres minutos. Habría disparados dos veces, se habría girado, habría disparado dos veces, se habría girado…
Los seis hombres visibles eran blancos, de piel bronceada, atléticos. No parecían agentes palestinos o terroristas de la Bader-Meinhof. Eran los hombres con los que Aaron se cruzaba cada días en las calles de Washington. El que estaba delante de él se inclinó de manera que sus caras quedaron separadas sólo por unos pocos centímetros. Los ojos del hombre eran azules; sus dientes, perfectos. Tenía un ligero acento del medio oeste americano.
—Queremos hablar con usted, Aaron.
Aaron asintió con la cabeza. Sus manos estaban tan apretadas que la sangre no circulaba. Si se inclinara hacia atrás en el taburete podría dar un buen puntapié al hombre apuesto que se inclinaba sobre él. Los otros cinco estaban armados y demasiado lejos para que pudiera llegar a ellos en cualesquiera circunstancias. Aaron notó un gusto de bilis y deseó que su corazón dejara de latir tan aceleradamente.
—¿Dónde están las fotos? —preguntó el hombre apuesto que estaba cerca de él.
—¿Qué fotos?
Aaron no podía creer que su voz funcionara, y mucho menos que saliera tan firme y pausada.
—Vamos, Moddy, no juegue con nosotros —dijo el hombre, e hizo una seña a un hombre delgado situado cerca de la pared. Sin mudar de expresión, el hombre abofeteó a Becky.
La niña rompió a llorar. Deborah luchó para liberarse e intentó gritar. Aaron se levantó del taburete.
—¡Hijo de puta! —gritó en hebreo. El hombre apuesto le dio un puntapié a Aaron, que aterrizó sobre el hombro derecho, la nariz y la mejilla contra el suelo encerado. Ahora ambas niñas lloraban. Aaron oyó cómo arrancaban cinta del rollo y cortaban los gritos. El hombre delgado avanzó, levantó a Aaron, y lo volvió a sentar en el taburete del piano.
—¿Están en la casa? —preguntó en voz baja el hombre apuesto.
—No —respondió Aaron. Le corría sangre de la nariz hacia su labio superior. Inclinó la cabeza hacia atrás y pudo sentir la magulladura de la mejilla. Tenía el brazo derecho entumecido—. Están en la caja de la embajada —dijo y lamió la sangre del labio.
El hombre apuesto asintió con la cabeza y sonrió ligeramente.
—¿Quién más las ha visto, además de su tío Saul?
—Levi Cole —respondió Aaron.
—Jefe de comunicaciones —dijo el hombre suavemente, en tono alentador.
—Interino —matizó Aaron. Quizá, después de todo, hubiese una posibilidad. Su corazón empezó a latir de nuevo aceleradamente—. Uri David está de vacaciones.
—¿Quién más las ha visto?
—Nadie —consiguió decir Aaron.
El hombre apuesto meneó la cabeza como si estuviera decepcionado. Hizo una seña a un tercer hombre. Deborah gritó cuando la pesada bota cayó sobre su cuerpo.
—¡Nadie! —gritó Aaron—. ¡Lo juro! Levi no quería hablar con Jack Cohen hasta que tuviéramos más información. Lo juro. Puedo conseguirles las fotos. Levi tiene los negativos en la caja. Puede tener todos los…
—¡Cállese, cállese! —vociferó el hombre apuesto. Se giró cuando los dos hombres volvieron de la cocina. Ambos asintieron con la cabeza. El hombre que estaba cerca de Aaron dijo:
—Arriba.
Cuatro hombres subieron.
De repente, Aaron notó olor a gas. «Han abierto el gas —pensó—. Han abierto la espita. Oh, Dios mío, ¿para qué?»
Los otros tres pusieron esparadrapo en los brazos y piernas de las niñas, en las piernas de Deborah. Aaron intentaba desesperadamente pensar en algo con lo que pudiera negociar.
—Puedo llevarlo allí ahora —dijo—. Está casi vacía. Alguien puede venir conmigo. Retiraré las fotos…, todos los documentos que quieran. Dígame lo que quieren e iré con ustedes y juro…
—¡Cállese! —dijo el hombre—. ¿Hany Adam las ha visto?
—No —dijo Aaron con voz entrecortada. Estaban poniendo a Deb y a las gemelas en el suelo, con cuidado para que sus cabezas no golpearan contra la madera. Deborah estaba muy pálida, con los ojos en blanco. Aaron se preguntó si se habría desmayado.
—¿Barbara Green?
—No.
—¿Moshe Herzog?
—No.
—¿Paul Ben-Brindsi?
—No.
—¿Chaim Tsolkow?
—No.
—¿Zvi Hofi?
—No.
La letanía continuó por todos los niveles de la embajada hasta los colaboradores directos del embajador. Era, lo comprendió Aaron desde el principio, un juego…, una manera inofensiva de matar el tiempo mientras el registro continuaba arriba y en el estudio. Aaron aceptaría cualquier juego, revelaría cualquier secreto, si eso significara algunos minutos más sin sufrimiento para Deborah y las gemelas. Una de las niñas gimió e intentó darse la vuelta. El hombre delgado le dio una patadita en su pequeño hombro.
Los cuatro que habían estado registrando la casa volvieron. El más alto meneó la cabeza.
El hombre apuesto suspiró y dijo:
—Muy bien, vamos a eso.
Uno de los hombres que había estado arriba traía una sábana blanca de la cama de una de las gemelas. La sujetó con esparadrapo en la pared. Pusieron a Deborah y a las niñas enfrente.
—Despiértala.
El hombre delgado sacó un frasco de sales aromáticas de su bolsillo y lo puso bajo la nariz de Deborah. Ella volvió en sí con un movimiento de cabeza. Dos hombres cogieron a Aaron por el pelo y los hombros y lo arrastraron hacia la pared, lo pusieron de rodillas.
El hombre delgado retrocedió, abrió una pequeña cámara Polaroid y tomó tres fotos. Esperó a que se revelaran y se las mostró al hombre apuesto. Otro hombre acercó una pequeña grabadora Sony a la cara de Aaron.
—Por favor, lea esto —dijo el hombre apuesto, desplegando una hoja mecanografiada. La mantuvo a unos veinte centímetros de los ojos de Aaron.
—No —se negó Aaron, y se preparó para recibir un golpe. Si pudiera cambiar los acontecimientos…, ganar tiempo de cualquier manera.
El hombre apuesto meneó la cabeza pensativamente y se volvió.
—Mata a una de las niñas —ordenó en voz baja a uno de sus secuaces—. A cualquiera.
—¡No, espere, por favor! ¡Lo haré! —Aaron gritaba. El hombre delgado había colocado el silenciador contra la sien de Rebecca y había levantado el martillo del 38. No se inmutó por los gritos de Aaron.
—Un segundo sólo, por favor, Donald —dijo el hombre apuesto. Puso de nuevo el papel ante los ojos de Aaron y accionó la grabadora.
—Tío Saul, Deb y las niñas están bien pero, por favor, haga lo que ellos dicen… —empezó Aaron. Leyó los pocos parágrafos. Tardó menos de un minuto.
—Muy bien, Aaron —dijo el hombre apuesto. Dos hombres cogieron de nuevo a Aaron por el pelo y le obligaron a inclinar la cabeza hacia atrás. Aaron jadeó e hizo un esfuerzo para ver por el rabillo del ojo.
Quitaron la sábana y se la llevaron. Uno de los hombres extrajo un rollo de plástico negro de su bolsillo y lo desenrolló en el suelo delante de Deborah. No tenía más que un metro por un metro veinte y olía a cortina barata de ducha.
—Traedle aquí —ordenó el hombre apuesto, y Aaron fue arrastrado de nuevo hasta el taburete del piano. En el segundo en que soltaron su pelo, Aaron trató de atacarles: sus piernas se dispararon como un resorte, su cabeza golpeó al hombre apuesto en la barbilla, se giró golpeó a otro en el vientre, se soltó de las seis manos que le cogían, dio un puntapié en la entrepierna de alguien, falló y después cayó con un hombre debajo de él y dos encima, que le golpearon de nuevo su mejilla derecha, con fuerza, pero le daba igual…
—Empecemos de nuevo —dijo el hombre apuesto sin perder la calma. Se palpaba el corte en la barbilla y abría la boca, probando los músculos de la mandíbula. La mayor parte de la magulladura era seguramente bajo la barbilla.
—¿Quiénes son ustedes? —dijo Aaron con voz entrecortada mientras le ponían de pie y le hacían sentarse en el taburete.
Alguien le ató los tobillos con esparadrapo. Nadie le contestó. El hombre delgado obligó a Deborah a inclinarse hasta que quedó de rodillas en el plástico negro. Dos hombres tenían en las manos trozos de hilo fino de unos quince centímetros, con una punta afilada y un mango de plástico en la otra. La sala olía a gas. El olor hizo que Aaron tuviera ganas de vomitar.
—¿Qué van a hacer? —La garganta de Aaron estaba tan seca que sus palabras eran poco más que chasquidos. Incluso cuando el hombre apuesto respondió, sentía que su cerebro patinaba como un coche en el hielo, se sintió ajeno a lo que sucedía como si despreciara todo aquello, no aceptando lo que pasaría seguidamente pero sabiendo lo que pasaría, sintiendo —en su incapacidad total para cambiar un segundo del pasado o del futuro— la increíble, total, implacable ola de impotencia que cien generaciones de judíos habían sentido antes de él, la sintieron a la puerta del horno, la sintieron a la puerta de las duchas, la sintieron cuando veían cómo las llamas se alzaban en las viejas ciudades y cuando escuchaban los gritos de los goyim elevándose con ferocidad en las proximidades. El tío Saul lo sabía, pensó Aaron cerrando los ojos, y forzaba su mente para no comprender las palabras.
—Habrá una explosión de gas —dijo el hombre apuesto. Tenía una voz paciente, una voz de profesor—. Un incendio. Los cuerpos serán encontrados en las camas. Carbonizados. Un fiscal o un médico forense muy buenos podrían darse cuenta de que las personas habían muerto poco antes de que el fuego carbonizara los cuerpos, pero eso no se descubrirá. El hilo entra por el rabillo del ojo… directamente hasta el cerebro. Deja un agujero muy pequeño, hasta en un cuerpo que no haya sido quemado es casi imposible descubrirlo. —Habló a los otros—. Creo que el señor Eshkol será encontrado arriba, con una niña en cada brazo, casi consiguiendo escaparse de las llamas. La mujer primero. Después las gemelas.
Aaron se debatió, gritó, dio patadas. Manos y brazos lo mantuvieron en su lugar.
—¿Quiénes son ustedes? —gritó.
Asombrosamente, el hombre apuesto respondió.
—¿Quiénes somos? —dijo—. Nosotros no somos nadie.
Se apartó para que Aaron pudiera contemplar mejor lo que los otros hacían.
Aaron no protestó cuando finalmente se dirigieron a él con el hilo.