Charleston, jueves 25 de diciembre de 1980
El vestíbulo del hospital tenía un árbol de Navidad plateado, de un metro de altura, en el centro de la zona de espera. Cinco cajas vacías pero envueltas en papeles de colores como si fueran regalos estaban esparcidas alrededor de la base y los niños habían hecho ornamentos de papel para las ventanas y el sol pintaba rectángulos blancos y amarillos en el suelo de baldosas.
El sheriff Bobby Joe Gentry saludó con la cabeza a la recepcionista cuando atravesaba el vestíbulo para dirigirse a los ascensores.
—Buenos días y feliz Navidad, señorita Howell —dijo.
Apretó el botón del ascensor y se quedó esperando con una gran bolsa de papel en los brazos.
—¡Feliz Navidad, sheriff! —exclamó la voluntaria de setenta años—. Oh, sheriff, ¿puedo hablarle un segundo?
—Naturalmente, señora. —Gentry ignoró las puertas del ascensor que se abrían y se dirigió hacia la mujer, que usaba una bata corta verde que desentonaba con el verde más oscuro de las ramas de pino de plástico que adornaban la mesa de fórmica tras la que trabajaba. Dos novelas románticas de la editorial Silhouette estaban, ya leídas y abandonadas, cerca de sus codos—. ¿En qué puedo ayudarla, señorita Howell? —preguntó Gentry.
La vieja se inclinó hacia delante y bajó sus bifocales hasta que quedaron colgando de su cadena de abalorios.
—Es sobre esa mujer de color que trajeron anoche, la del cuarto piso —empezó ella en un cuchicheo excitado que casi parecía una conspiración.
—¿Sí?
—La enfermera Oleander dice que usted pasó toda la noche sentado allí, como de guardia…, y que ha puesto a uno de sus ayudantes en la puerta esta mañana cuando ha tenido que salir…
—Es Lester —aclaró Gentry. Echó el peso de la bolsa contra la camisa—. Lester y yo somos los únicos en el despacho que no estamos casados. Solemos quedarnos de servicio los días de fiesta.
—Ah, bien —suspiró la señora Howell, un poco desconcertada—, pero nos preguntábamos, la enfermera Oleander y yo…, como es Nochebuena y mañana, bien…, ¿de qué está acusada esa chica? Quiero decir, comprendo que puede ser oficial y todo, pero ¿es cierto que es sospechosa de los asesinatos de Mansard House y que fue traída por la fuerza?
Gentry sonrió y se inclinó hacia delante.
—Señorita Howell, ¿es capaz de guardar un secreto?
La recepcionista se ajustó las gafas, apretó los labios, se sentó muy derecha y asintió con la cabeza.
—Claro, sheriff —aseguró—. Todo lo que me diga no pasará de esta mesa.
Gentry meneó la cabeza y se agachó aún más para murmurar cerca de su oído:
—La señorita Preston es mi novia. A ella no le agrada mucho la idea y por eso la tengo encerrada en mi sótano. Intentó huir anoche mientras estaba fuera de juerga y por eso tuve que darle una lección. Lester está arriba apuntándole con una pistola hasta que llegue yo.
Gentry miró hacia atrás para guiñarle el ojo antes de entrar en el ascensor. La postura de la señorita Howell no varió un ápice, pero sus gafas se habían deslizado hasta la punta de la nariz y tenía la boca completamente abierta.
Natalie miró a Gentry cuando entró en la habitación doble que ocupaba ella sola.
—¡Buenos días y feliz Navidad! —saludó él. Empujó la bandeja con ruedas y puso en ella la bolsa que había traído—. Ho, ho, ho.
—Feliz Navidad —dijo Natalie. Su voz era forzada y ronca. Hizo una mueca y se llevó la mano izquierda a la garganta.
—¿Ya ha visto las contusiones que tiene ahí? —preguntó Gentry inclinándose hacia delante para inspeccionarías de nuevo.
—Sí —murmuró Natalie.
—Quienquiera que lo hizo tenía dedos como Van Cliburn —dijo Gentry—. ¿Cómo está su cabeza?
Natalie tocó la gran venda del lado izquierdo de su cabeza.
—¿Qué pasó? —preguntó con voz ronca—. Quiero decir, recuerdo que me estrangulaban, pero no que me hirieran en la cabeza…
Gentry empezó a sacar los cartones de comida del saco.
—¿Ya ha pasado por aquí el médico?
—No desde que me he despertado.
—El médico cree que usted se dio un golpe contra la ventanilla del coche cuando luchaba con aquel tipo —dijo Gentry. Quitó las tapas de los grandes vasos de plástico que contenía humeante café y de los que contenían zumo de naranja—. Sólo una herida que sangró un poco. Fue el estrangulamiento lo que la dejó fuera de combate.
Natalie se tocó la garganta e hizo una mueca de dolor ante el recuerdo.
—Ahora sé lo que es ser estrangulada —murmuró con una sonrisa.
Gentry meneó la cabeza.
—No. Ese tipo la dejó fuera de combate apretándole la garganta, pero por cortarle el riego sanguíneo del cerebro, no por cortarle el aire. Un poco más y se habrían podido producir daños cerebrales. ¿Quiere un panecillo inglés con huevos revueltos?
Natalie miró el gran desayuno esparcido delante de ella: café, panecillos tostados, huevos, bacon, salchichas, zumo de naranja y fruta.
—¿Dónde diablos ha conseguido todo esto? —preguntó con tono sorprendido—. Han traído ya un desayuno que no he podido comerme…, un huevo escalfado de goma y el té más insípido que he probado en mi vida. ¿Qué restaurante está abierto la mañana de Navidad?
Gentry se quitó el sombrero, lo puso sobre su corazón y fingió estar ofendido.
—¿Restaurante? ¿Restaurante? Señora, ésta es una ciudad cristiana y temerosa de Dios. No hay ningún restaurante abierto esta mañana, excepto, quizá, la cafetería de Tom Delphin en la autopista. Tom es agnóstico. No, señora, estos manjares vienen de la cocina de su seguro servidor. Ahora coma antes de que se enfríen.
—Gracias, sheriff —dijo Natalie—. Pero no puedo comerme todo esto…
—Ya lo supongo —sonrió Gentry—. Esto es también mi desayuno. Aquí está la pimienta.
—Pero mi garganta…
—El médico dice que le dolerá algún tiempo, pero quedará bien para comer. Coma.
Natalie abrió la boca, no dijo nada y cogió el tenedor.
Gentry extrajo un pequeño transmisor de la bolsa y lo colocó sobre la mesa. La mayor parte de las emisoras de FM daban música navideña. Finalmente, encontró una emisora de música clásica que radiaba El Mesías de Händel.
Natalie parecía disfrutar de sus huevos revueltos. Bebió un poco de calé y dijo:
—Está muy bueno, sheriff. ¿Y Lester?
—No siempre es muy bueno —dijo Gentry.
—No, quiero decir, ¿aún está aquí?
—No —dijo Gentry—. Ha vuelto a la comisaría. Después vendrá Stewart a relevarle. No se preocupe, Lester ya ha desayunado.
—Buen café —repitió Natalie, y miró a Gentry por encima de los recipientes de comida—. Lester me ha dicho que usted pasó la noche aquí.
Gentry consiguió quitarse el sombrero y encogerse de hombros al mismo tiempo.
—Los malditos huevos se enfrían hasta cuando los ponemos en estos recipientes —dijo.
—¿Pensaba que él, quienquiera que fuese, volvería? —preguntó Natalie.
—No —contestó Gentry—, pero no tuvimos mucho tiempo para hablar antes de que la atacaran anoche. Pensé que no había nada de malo en que tuviera a alguien aquí con quien hablar cuando se despertara.
—Entonces usted pasó la Nochebuena en una silla de hospital —dijo Natalie.
Gentry le hizo una mueca.
—¡Qué diablos! Es mejor que ver por enésima vez a Mister Magoo haciendo de tacaño.
—¿Cómo me encontró tan deprisa anoche? —preguntó Natalie, con la voz aún ronca, pero no tan tensa como antes.
—Bueno, habíamos decidido encontrarnos, al fin y al cabo —dijo Gentry—. Como no estaba en casa y su contestador automático no tenía ningún recado, simplemente fui a la casa Fuller, de camino a mi casa. Sabía que usted tenía la costumbre de pasar por allí.
—Pero ¿no vio a mi atacante?
—No. Sólo a usted en el asiento delantero más o menos en cuclillas y sosteniendo una cámara fotográfica manchada de sangre.
Natalie meneó la cabeza.
—No me acuerdo de haberle pegado con la cámara —dijo ella—. Intentaba coger la pistola de mi padre.
—Mmmm, eso me recuerda algo —dijo Gentry. Cogió su chaqueta, que había dejado en una silla y sacó una automática del calibre 32 de un bolsillo y la colocó en el extremo de la bandeja cerca del zumo de naranja de Natalie—. He puesto los seguros —le indicó—. Continúa cargada.
Natalie levantó una tostada pero no la mordió.
—¿Quién fue?
Gentry meneó la cabeza.
—¿Dice que era blanco?
—Sí. Sólo le vi la nariz…, un poco de mejilla… y los ojos, pero estoy segura de que era blanco.
—¿Edad?
—No estoy segura. Me pareció que tenía más o menos su edad…, treinta y pico, quizá.
—¿Recuerda alguna cosa que no me dijo ayer? —preguntó Gentry.
—No, creo que no —contestó Natalie—. Estaba en el coche cuando volví. Debía de estar en el suelo de la parte trasera. —Natalie dejó la tostada y se estremeció.
—Rompió la luz del techo del coche —dijo Gentry acabando sus huevos revueltos—. Por eso usted no le vio cuando abrió la puerta. ¿Dice que vio una luz en el segundo piso de la casa Fuller?
—Sí. No la luz del vestíbulo ni de la habitación de la vieja. Quizás en la habitación de huéspedes del piso superior. Podía verla a través de las persianas.
—Tome, acábese esto —le ordenó Gentry empujando un platito con bacon hacia ella—. ¿Sabía que la electricidad estaba desconectada en la casa Fuller?
Las cejas de Natalie se arquearon.
—No —dijo.
—Quizás era una linterna —dijo Gentry—. Quizás una de esas grandes linternas eléctricas.
—Entonces, ¿me cree?
Gentry iba cerrando los recipientes del desayuno y los lanzaba a la cercana papelera. Hizo una pausa para mirarla.
—¿Por qué no iba a creerla? No se hizo usted sola esas marcas en su garganta.
—Pero ¿por qué alguien ha intentado matarme? —preguntó Natalie con una voz más fuerte de lo que el estado de su garganta permitía.
Gentry acabó de recoger los platos y recipientes de ella.
—¡Ajá! —exclamó—. Quienquiera que fuese, no quería matarla. Quería herirla…
—Y lo consiguió —aseguró Natalie, tocándose cautelosamente el cuello y la cabeza vendada.
—… y asustarla.
—Eso también —dijo Natalie. Miró alrededor—. Dios mío, odio los hospitales.
—Y después está lo que él dijo. Repítalo de nuevo.
Natalie cerró los ojos.
—«¿Quieres encontrarla? Busca en Germantown.»
—Repítalo de nuevo —insistió Gentry—. Intente imitar su tono de voz, tal como lo oyó.
Natalie lo repitió con una voz llana, aséptica.
—Eso es —dijo Gentry—. ¿No tenía ningún acento especial?
—No —dijo Natalie—. Era muy frío. Como un locutor de radio dando el parte meteorológico.
—¿No tenía algún matiz local? —preguntó Gentry.
—No.
—¿Una voz yanqui, quizá? —insistió Gentry. Repitió la frase con un acento de Nueva York tan fuerte y exacto que Natalie no pudo evitar reírse a pesar de su dolorida garganta.
—No —dijo ella.
—¿De Nueva Inglaterra?, ¿alemán?, ¿judío-americano de Nueva Jersey? —preguntó Gentry e imitó a la perfección los tres acentos.
—No —rió Natalie—. Es usted muy bueno —dijo—. No, era simplemente… monótono.
—¿Y en cuanto al tono?
—Grave, pero no tan grave como el suyo —explicó Natalie—. Una especie de barítono ligero.
—¿Podría haber sido una mujer? —preguntó Gentry.
Natalie parpadeó. Pensó en lo que vislumbró en el espejo, con la luz roja dificultando ya su visión, la cara delgada, el trozo de cara, los ojos. Pensó en la fuerza de los brazos y las manos. «Podía haber sido una mujer —pensó—. Una mujer muy fuerte.»
—No —murmuró—. Es sólo una intuición, pero parecía el ataque de un hombre, si sabe lo que quiero decir. No es que haya sido atacada antes por hombres, ni fue un ataque sexual, pero…
Calló, nerviosa.
—Comprendo lo que quiere decir —dijo Gentry—. De todas maneras, es otra pista de que quienquiera que fuera no quería matarla. Normalmente no das recados a quien quieres matar.
—¿Un recado para quién? —preguntó Natalie.
—Quizás «aviso» sea más correcto —sugirió Gentry—. De todas maneras el ataque fue registrado como asalto y posible intento de violación. Era difícil clasificarlo como intento de robo, porque no se llevó su bolso ni nada. —Recogió todo excepto los vasos de café y sacó un pequeño termo de la bolsa—. ¿Un poco más de café?
Natalie vaciló.
—Sí —dijo finalmente, empujando la taza hacia delante—. Normalmente me pone nerviosa, pero parece que contrarresta los efectos de la inyección que me pusieron anoche.
—Además —comentó Gentry sirviendo café para los dos—, es Navidad.
Continuaron sentados en silencio, escuchando el apoteósico final de El Mesías.
Cuando hubo acabado, y mientras el locutor anunciaba el programa siguiente, Natalie dijo:
—No tengo que quedarme aquí esta noche, ¿verdad?
—Tenía un trauma muy grave —dijo Gentry—. Estuvo inconsciente por lo menos diez minutos. Su cuero cabelludo recibió ocho puntos de sutura.
—Pero podría irme a casa, ¿verdad?
—Probablemente —admitió Gentry—. Pero preferiría que se quedara. No sería buena idea que estuviera sola. Anoche no se encontraba en estado de aceptar mi invitación a cenar a mi casa, y yo no quería pasar la Nochebuena en mi coche cerca de la suya. Además, tiene que quedarse en observación. Incluso el médico lo ha dicho.
—Habría ido a su casa —dijo Natalie en voz baja. No había coqueteo en su voz—. Estoy asustada —añadió.
Gentry asintió con la cabeza.
—Sí. —Se acabó el café—. Yo también. Ni siquiera sé por qué, pero tengo la sensación de que estamos metidos hasta el cuello en algo que no entendemos.
—¿Entonces aún se cree la historia de Saul?
—Me sentiría mejor si hubiéramos tenido noticias suyas desde que nos dejó hace seis días —dijo Gentry—. Pero no tenemos que aceptar toda su historia para saber que algo está pasando aquí.
—¿Cree que cogerá al hombre que me atacó anoche? —preguntó Natalie. De súbito cansada, se recostó en las almohadas y ajustó la cama en una posición más vertical.
—No si dependemos de huellas digitales o material forense —contestó Gentry—. Hice analizar la sangre de la Nikon, pero no nos dirá mucho. La única manera de descubrir algo es continuar la investigación.
—O esperar a que ese hombre me ataque de nuevo —dijo Natalie.
—Bueno, no creo que lo haga. Creo que ya dio su recado.
—«¿Quieres encontrarla? Busca en Germantown» —salmodió Natalie—. ¿Se referiría a Melanie Fuller?
—¿Tiene alguna otra idea?
—No. ¿Dónde está Germantown? ¿En un lugar real? ¿Le parece que de alguna manera se relaciona con el oberst de Saul…, como una clave?
—Conozco un par de Germantowns —dijo Gentry—. Barrios de ciudades del Norte. Filadelfia tiene un barrio histórico con ese nombre, me parece. Pero puede haber centenares de ciudades por todo el país con un barrio con ese nombre. Mi reducido atlas no los muestra, pero iré a una biblioteca a investigar un poco. No me parece que sea una clave…, sólo el nombre de un lugar.
—Pero ¿por qué tiene alguien que decirnos dónde está ella? —preguntó Natalie—. ¿Y quién lo sabe? ¿Y por qué decírnoslo?
—Grandes preguntas —dijo Gentry—. Aún no tengo respuestas. Si la historia de Saul es auténtica, parece que el asunto es mucho más complejo de lo que incluso él mismo piensa.
—¿El individuo de anoche podría ser… algo así como un agente de la señora Fuller? ¿Alguien que ella usó de la manera como Saul dijo que el oberst le usó? ¿Podría ella estar aún en Charleston intentando despistarnos?
—Claro —dijo Gentry—, pero cada argumento, como ése, que yo encuentro está lleno de lagunas. Si Melanie Fuller está viva y en Charleston, ¿por qué darnos una pista sobre ella misma? ¿Quiénes demonios somos nosotros? Hay dos departamentos municipales, tres divisiones estatales y el maldito FBI investigando esto. Las tres cadenas de televisión se refirieron al caso la semana pasada, había cincuenta reporteros en la rueda de prensa del fiscal el lunes de la semana pasada y algunos aún están olfateando por ahí…, aunque ya no se preocupan mucho de nuestra oficina. Otra razón por la que no dije que usted estaba aparcada delante de la casa Fuller anoche. Ya puedo ver los titulares en el National Perspirer «EL ASESINO DE CHARLESTON ATACA DE NUEVO.»
—Entonces, ¿cuál es la historia que tiene sentido para usted? —preguntó Natalie.
Gentry acabó de poner en orden la habitación, colocó la bandeja a un lado y se sentó al borde de la cama. Para ser un hombre grande, daba una extraña sensación de ligereza y gracia, como si hubiera un atleta oculto bajo su piel rosada y sus abundantes carnes.
—Aceptemos que la historia de Saul era auténtica —dijo Gentry en voz baja—. En ese caso tenemos la situación de que varios de esos vampiros de la mente se atacan entre sí. Nina Drayton está muerta… Yo he visto el cuerpo antes y después del viaje al depósito de cadáveres. Quienquiera que ella fuese, es un recuerdo ahora, cenizas, la gente que reclamó su cuerpo la incineró.
—¿Quién reclamó el cuerpo? —preguntó Natalie.
—No era la familia —dijo Gentry—. Ni amigos, en realidad. Eran un abogado de Nueva York, ejecutor testamentario, y dos miembros de una corporación de la que ella era presidenta.
—En ese caso, Nina Drayton no cuenta —dijo Natalie—. ¿Quién nos queda?
Gentry levantó tres dedos.
—Melanie Fuller; William Borden, el oberst de Saul…
—Son dos —dijo Natalie, mirando el dedo que restaba—. ¿Quién falta?
—Una serie de millones de incógnitas —respondió Gentry, y agitó los diez dedos—. Eh, le he traído un regalo de Navidad.
Cogió su chaqueta y volvió con un sobre. Dentro había una tarjeta de Navidad y un billete de avión.
—Un vuelo de ida y vuelta a St. Louis —dijo Natalie—. Para mañana.
—Sí. No había nada para hoy.
—¿Me está expulsando de la ciudad, sheriff?
—Casi. —Gentry le sonrió—. Sé que es tomarse libertades, señorita Preston, pero me sentiría mucho mejor si estuviera lejos de aquí hasta que pase todo esto.
—No sé qué decir —titubeó Natalie—. ¿Por qué estaré más segura en St. Louis? Si alguien me persigue, ¿por qué no me seguirá hasta allí?
Gentry cruzó los brazos.
—Tiene razón, pero no creo que haya nadie que la persiga. —Como ella no dijo nada, él continuó—: De todas maneras, el otro día me dijo que tenía amigos allí, Frederick podría quedarse con usted.
—No necesito un guardaespaldas ni un canguro —protestó Natalie con voz fría.
—No —dijo Gentry—, pero allí estará ocupada y rodeada de amigos. Y lejos de lo que suceda aquí.
—¿Y respecto a encontrar al asesino de mi padre? —preguntó Natalie—. ¿Y qué tal vigilar la casa Fuller hasta que Saul se ponga en contacto con nosotros?
—Pondré a un ayudante allí —dijo Gentry—. Acordé con la señora Hodges que podía tener una persona en su casa, arriba, en el estudio del señor Hodges, que da al patio.
—¿Y usted qué hará?
Gentry cogió el sombrero, dobló la copa y se lo puso.
—Yo pienso tomarme unas vacaciones —aseguró.
—¡Unas vacaciones! —Natalie se sorprendió—. ¿En medio de todo esto? ¿Con todo lo que está pasando?
Gentry sonrió.
—Es casi exactamente lo que me dijeron en el despacho. Pero el caso es que hace doce años que no tengo vacaciones y el jefe me debe por lo menos cinco semanas. Me parece que puedo permitirme una semana o dos si quiero.
—¿Cuándo empieza? —preguntó Natalie.
—Mañana.
—¿Y adónde va?
Había más que curiosidad en la voz de Natalie. Gentry se fregó la mejilla.
—Bueno, pienso ir al Norte y visitar Washington durante unos días. Hace mucho tiempo que no voy allí. Después pienso pasar un día o dos en Nueva York.
—En busca de Saul —dijo Natalie.
—Es posible que le visite —murmuró Gentry. Miró el reloj—. Eh, se hace tarde. El médico vendrá a las nueve. Podrá usted dejar el hospital enseguida. —Hizo una pausa—. Volvamos a nuestra conversación de antes, cuando usted dijo que vendría a mi casa…
Natalie se incorporó en la cama.
—¿Eso es una invitación? —preguntó.
—Sí —dijo Gentry—. Me sentiría mejor si no pasara mucho tiempo en su casa antes de marcharse. Claro que podría pasar esta noche en un hotel y yo podría pedirles a Lester o a Stewart que me ayudaran a vigilar…
—Sheriff —le interrumpió ella—, antes de que yo diga sí, hay una cosa que quiero resolver.
Gentry la miró muy serio.
—Adelante, señorita.
—Estoy harta de llamarle «sheriff» y aún más harta de ser tratada de señorita —protestó Natalie—. O nos tuteamos o no acepto la invitación.
—Eso me gusta —sonrió Gentry—, señorita.
—Sólo hay un problema —dijo Natalie—. No consigo llamarte Bobby Joe.
—Mis padres tampoco —dijo Gentry—. El Bobby Joe surgió cuando me empezaron a llamar así siendo ayudante del sheriff aquí en Charleston. Y después lo mantuve cuando me presenté para el cargo.
—¿Cómo te llamaban los otros chicos y tus padres? —preguntó Natalie.
—Los otros chicos me llamaban «Gordo» —recordó Gentry con una sonrisa—. Mi madre me llamaba Rob.
—Sí —dijo Natalie—. Gracias por la invitación, Rob. Acepto.
Pasaron por la casa de Natalie para que ella pudiera hacer la maleta y telefonear al abogado de su padre y a algunos amigos. Los trámites de la herencia y la venta del estudio tardarían por lo menos un mes. No había razón para que Natalie se quedara.
El día de Navidad era cálido y soleado. Gentry condujo despacio y tomó el camino más largo de vuelta a la ciudad, cogiendo la avenida Cosgrove, cruzando el río Ashley y bajando la calle Meeting. Era jueves, pero parecía domingo.
Almorzaron temprano. Gentry hizo jamón cocido, puré de patata, col con salsa de queso y crema batida de chocolate. La mesa redonda fue colocada cerca de las grandes ventanas saledizas y los dos tomaron café y contemplaron el temprano crepúsculo entre las casas y árboles de la vecindad. Después, cuando salían las primeras estrellas, se pusieron las chaquetas y salieron a pasear. Se oían voces llamando a los niños que estaban entretenidos con sus nuevos juguetes. Las salas a oscuras parpadeaban con el relampagueo de las pantallas de televisión.
—¿Crees que Saul está bien? —preguntó Natalie.
Era la primera vez desde esa mañana que hablaban de cosas serias. Gentry metió las manos en los bolsillos de la chaqueta.
—No estoy seguro —dijo—. Pero tengo la sensación de que ha pasado algo.
—No me parece bien esconderme en St. Louis —dijo Natalie—. Pase lo que pase, creo que debo acompañarte, por mi padre.
Gentry no discutió.
—Vamos a hacer una cosa —propuso—. Déjame ver qué pasa con el doctor y después volveremos a estar en contacto y trazaremos nuestro siguiente plan. Creo que será más fácil que una sola persona se encargue de esta parte del asunto.
—Pero Melanie Fuller puede estar aquí mismo, en Charleston —dijo Natalie—. Ni siquiera sabemos qué pretendía el individuo de anoche.
—No creo que la vieja esté aquí —dijo Gentry. Le habló de Arthur Lewellyn y de cómo fue a comprar puros la noche de los asesinatos, una acción que acabó en una colisión a ciento cuarenta kilómetros por hora contra el contrafuerte de un puente en las cercanías de Atlanta—. El estanco del señor Lewellyn no estaba muy lejos de Mansard House —explicó Gentry.
—Entonces, si Melanie Fuller es capaz de hacer lo que Saul dice…
—Sí —interrumpió Gentry—. Es absolutamente irracional, pero es lógico.
—¿Piensas entonces que se oculta en Atlanta?
—No lo creo —contestó Gentry—. Demasiado cerca. Mi opinión es que debe de haber huido de allí lo antes posible, en avión o en coche. Por eso estuve llamando toda la semana. Hubo un jaleo en el aeropuerto internacional de Hartsfield el lunes de la semana pasada, dos días después de los asesinatos: una mujer abandonó una bolsa con doce mil dólares…, nadie podía describirla. Un mozo de equipajes, un hombre de cuarenta años con una salud casi perfecta, murió de un ataque de corazón. Comprobé todas las muertes de esa misma noche. Una familia de seis miembros muerta en un accidente en la I-285 cuando su coche chocó contra un camión; el conductor del camión se había dormido. En Rockdale Park un hombre mató de un tiro al cuñado en una disputa acerca de a quién pertenecía un barco propiedad de la familia hacía años. Encontraron el cuerpo de un vagabundo cerca del estadio de Atlanta… La oficina del sheriff dijo que hacía casi una semana que estaba allí. Y un taxista llamado Steven Lenton se suicidó en su casa. La policía dijo que sus amigos pensaban que estaba deprimido desde que la mujer lo había abandonado.
—¿Cómo puede alguno de estos casos relacionarse con Melanie Fuller? —preguntó Natalie.
—Ésa es la parte divertida —dijo Gentry—. Especulando. —Llegaron a un pequeño parque. Natalie se sentó en un columpio y se meció rápidamente hacia delante y hacia atrás. Gentry cogió la cadena del columpio siguiente—. Lo sorprendente del suicidio de Lenton es que sucedió cuando estaba de servicio. La mayor parte de la gente no se suicida mientras trabaja. ¿No adivinas dónde estaba cuando cogió a su ultimo cliente…?
Natalie dejó de balancearse.
—No… ¡Oh! ¿En el aeropuerto?
—Exacto.
Ella meneó la cabeza.
—No tiene sentido. Si Melanie Fuller iba a coger un avión en el aeropuerto de Atlanta, ¿por qué abandonaría el dinero o se molestaría en matar a un mozo de equipajes o a un chófer de taxi?
—Imaginemos que algo la alarmó —dijo Gentry—. Quizá cambiase de idea bruscamente. El coche particular del taxista desapareció. Su ex mujer ha molestado a la policía toda la semana hasta que, finalmente, el coche ha aparecido.
—¿Dónde?
—En Washington, D. C. —dijo Gentry—. En pleno centro.
—Nada de esto tiene sentido —murmuró Natalie—. ¿No es más probable que el hombre simplemente se suicidase y que alguna persona robase su coche y lo abandonase en Washington?
—Claro —dijo Gentry—. Pero lo interesante de la historia de Saul Laski es que sustituye una larga lista de coincidencias por una sola explicación. Siempre he sentido la atracción del filo de la navaja.
Natalie sonrió y volvió a columpiarse.
—Siempre que tengas cuidado —dijo—. Siempre que no cortes tu propia garganta.
—Mmmm —murmuró Gentry. Se sentía muy bien. El aire del crepúsculo, aquel sonido herrumbroso de la infancia, la presencia de Natalie, todo conspiraba para hacerle feliz.
Natalie se detuvo de nuevo.
—Continúo interesada en estar implicada en esto —dijo—. Quizá debería ir a Atlanta a examinar esos hechos mientras tú vas a Washington.
—Sólo unos días —rogó Gentry—. Vuelve a St. Louis y muy pronto te diré algo.
—Fue lo que dijo Saul Laski.
—Mira —dijo Gentry—. Yo tengo un contestador automático. Y tengo un aparato que me permite oír los recados por teléfono cuando no puedo ir a casa. Estoy siempre perdiendo cosas y por esto tengo dos de esos aparatos. Llévate uno. Llamaré a mi número cada día a las once de la mañana y de la noche. Si tienes algo que decirme, déjalo en el contestador. También puedes comprobar si hay algún mensaje.
Natalie parpadeó.
—¿No sería más fácil que, simplemente, me llamaras?
—Sí, pero si necesitaras ponerte en contacto conmigo te podría resultar difícil.
—Pero… tus recados privados…
Gentry le sonrió en la oscuridad.
—No tengo secretos para usted, señorita —dijo—. O mejor, no los tendré después que te haya dado ese cacharro electrónico.
—Estoy impaciente —exclamó Natalie.
Alguien les esperaba cuando regresaron a casa de Gentry. Desde las sombras del hondo porche brillaba un cigarrillo. Gentry y Natalie se detuvieron y mientras el sheriff se bajaba la cremallera de la chaqueta, Natalie avistó la culata de un revólver metido en el cinturón.
—¿Quién hay ahí? —preguntó Gentry en voz baja.
El cigarrillo brilló más y después desapareció mientras una forma oscura se ponía de pie. Natalie cogió el brazo izquierdo de Gentry mientras la alta sombra avanzaba hacia ellos y se paraba en los peldaños del porche.
—Hola, Rob —saludó una voz potente, áspera—, una buena noche para volar. Sólo pasé por aquí para ver si querías ir hasta la cuesta.
—Oh, Daryl —dijo Gentry, y Natalie pudo notar cómo se relajaba.
Los ojos de Natalie se habían adaptado a la oscuridad y ahora veía a un hombre alto, delgado, con el pelo largo, que se volvía gris a ambos lados. Vestía tejanos cortados y una camiseta con la inscripción «UNIVERSIDAD DE CLEMSON» en letras desteñidas. Su cara tenía un aire peñascoso y reflexivo que Natalie pensó que le recordaba a Morris Udall.
—Natalie —dijo Gentry—, éste es Daryl Meeks. Daryl tiene un servicio chárter en el aeropuerto. Pasa la mayor parte del tiempo viajando con un grupo de rock and roll, los lleva en avión y toca la batería con ellos. Se cree que es en parte Chuck Yeager y en parte Frank Zappa. Daryl y yo fuimos a la escuela juntos. Daryl, ella es la señorita Natalie Preston.
—Encantado de conocerla —dijo Meeks.
El apretón de mano del hombre era firme y amistoso, y le agradó a Natalie.
—Trae unas sillas —propuso Gentry—. Voy a buscar cerveza.
Meeks apagó el cigarrillo en la barandilla y lo echó a los arbustos mientras Natalie giraba una silla de mimbre para que quedara frente al balancín de la puerta. Meeks se sentó en el balancín y cruzó sus piernas huesudas, dejando que una correa le colgara del cinturón.
—¿En qué universidad estuvieron? —preguntó Natalie. Pensó que Meeks parecía más viejo que Rob.
—En la Noroeste —dijo Meeks con una cantinela amistosa—, pero Rob se licenció y a mi me suspendieron y me llamaron a filas. Fuimos compañeros de habitación durante un par de años. Dos chavales del Sur asustados en la gran ciudad.
—Ajá, claro —intervino Gentry cuando volvió con tres latas frías de Michelob—. Daryl en realidad creció en el sur, pero en el sur de Chicago. Nunca estuvo al sur de la línea Mason-Dixon excepto durante unas vacaciones de verano que pasó conmigo. Pero mostró su buen gusto mudándose a Charleston cuando volvió de Vietnam. Y tampoco lo suspendieron. Dejó la facultad para alistarse, aunque había estado en la marina antes de ir a la universidad y era un activo pacifista cuando estaba en la facultad.
Meeks bebió, miró la lata de cerveza e hizo una mueca.
—Jesús, Rob, ¿aún bebes este agua sucia? La mejor marca es la Pabst. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
—¿Entonces, estuvo en Vietnam? —preguntó Natalie. Pensó en Frederick y en su rechazo de hablar del año que pasó allí, su furia ante la sola mención del nombre del país.
Meeks sonrió y asintió con la cabeza.
—Sí. Fui controlador aéreo en el frente durante dos años. Sólo volaba por allá con mi pequeño Piper Cub y les indicaba a los más rápidos, los auténticos pilotos, en sus aviones de reacción, dónde tenían que dejar caer su material. No disparé un solo tiro durante todo el tiempo que estuve allá. Tuve mucha suerte.
—Daryl fue abatido dos veces —explicó Gentry—. Es el único hippie de cuarenta y dos años que tiene un cajón lleno de medallas.
—Las compré todas en el mercado negro —dijo Meeks. Acabó su cerveza, eructó y añadió—: Creo que esta noche no es el mejor momento para un vuelo, ¿eh, Rob?
—Otra vez será, amigo —dijo Gentry.
Meeks asintió con la cabeza, se levantó y saludó a Natalie con una inclinación de cabeza.
—Ha sido un placer, señorita. Si alguna vez necesita espolvorear las cosechas o un viaje chárter o a un buen batería, puede encontrarme en el aeropuerto de Mt. Pleasant.
—No lo olvidaré —dijo Natalie con una sonrisa.
Meeks le dio una palmada en la espalda a Gentry y bajó por los peldaños hacia la oscuridad, silbando el tema de The High and the Mighty mientras se alejaba.
Durante la noche escucharon música, discutieron sobre la infancia, jugaron al ajedrez, hablaron de crecer en el Sur y estudiar en el Norte, lavaron los platos y, más tarde, tomaron un coñac. Natalie se dio cuenta de que casi no había tensión entre ellos, como si conociera a Rob desde hacía muchos años.
Natalie estaba encantada y sorprendida por el magnífico cuarto de huéspedes que Gentry tenía limpio y preparado. La impresión de asepsia y austeridad espartana que producía la habitación se salvaba con un edredón de colores sobre la cama y con los delicados motivos de piñas en el papel de la pared.
Gentry le mostró a Natalie toallas limpias en el lavabo del vestíbulo, le deseó buenas noches, revisó una vez más las puertas y luces del patio y se retiró a su habitación. Se puso unos pantalones ajustados y una camiseta. Durante los últimos ocho años Gentry había sido hospitalizado en varias ocasiones a causa de piedras en los riñones. Los ataques siempre habían sido por la noche. Eran piedras de calcio —no evitables, aunque seguía una dieta baja de calcio— y siempre el increíble dolor al inicio de un ataque le dejaba incapacitado para hacer otra cosa que llamar una ambulancia que le llevara a Urgencias. Le preocupaba mucho que pudiese quedar tan inútil que no pudiese hacer nada, pero desde hacía mucho tiempo había cambiado el pijama por pantalones estrechos y una camiseta para, en el promedio de una noche cada dos años que tenía que ser hospitalizado, no llegar en pijama al hospital.
Gentry colgó su funda con la Ruger Blackhawk 357 en la silla junto a su cama. Estaba siempre allí; podía cogerla con un simple gesto de la mano en la noche más oscura.
No se durmió inmediatamente. Era consciente de la atractiva joven que había en la habitación cerca del vestíbulo, y sabía también que esta noche no iría a su encuentro. Pensó en la magnitud de la agradable tensión que había surgido entre ellos, pudo separar la atracción que sentía por ella y —por una simple sustracción de esa atracción de la tensión sexual general entre ellos— llegar a una estimación aproximada de en qué medida esa atracción era correspondida. Gentry observaba los reflejos de los faros de los coches en el techo, frunció ligeramente las cejas. Esta noche no. Cualesquiera que fueran las posibilidades de esa relación, éste no era el momento. Todos los instintos de la mente y del cuerpo del sheriff le decían que enviara a Natalie lejos de Charleston, lejos de cualquier locura que hubiese alrededor de ellos. Los instintos de Gentry siempre habían sido excelentes; le habían salvado la vida más de una vez. Ahora confiaba en ellos.
Se arriesgaba mucho dejándola quedarse en su casa, pero no tenía otra manera de poder vigilarla hasta que se marchara en el avión de mañana por la mañana. Alguien le seguía…, no, no alguien, sino varios. No tuvo la certeza de eso hasta ayer, miércoles, Nochebuena. Por la mañana había conducido durante más de noventa minutos para confirmar el hecho, identificando los vehículos. No era tan tosco como la semana anterior; realmente era un trabajo tan bueno y profesional que sólo el alto nivel de paranoia de Gentry le había permitirlo percatarse de ello.
Había por lo menos cinco coches implicados; uno de ellos, un taxi; los otros cuatro, tan anónimos como sólo Detroit podía fabricarlos. Pero tres de ellos eran los mismos con los que había jugado al ratón y al gato el día anterior. Un vehículo le seguía —desde lejos, sin acercarse— hasta que él hacía un cambio brusco de dirección, momento en el que otro relevaba al anterior. Pasaron dos días hasta que Gentry comprendió que a veces el vehículo de contacto estaba delante de él. Seguirle de una manera tan elaborada, lo sabía, supondría por lo menos una docena de vehículos, probablemente el doble de personal, y una conexión por radio. Gentry pensó en la posibilidad de que Asuntos Internos de la Policía estuviera implicado, pero rechazó inmediatamente la idea; primero, no había nada en su hoja de servicio, estilo de vida o casos presentes que lo justificara. Segundo, el presupuesto de la policía de Charleston no lo permitía. Tercero, los polis que conocía no seguirían a un sospechoso tan bien aunque sus vidas corrieran peligro.
Pero entonces, ¿quién podía estar siguiéndolo? ¿El FBI? A Gentry no le gustaba Richard Haines, pero no conocía ninguna razón por la que el FBI pudiera sospechar del sheriff de Charleston, tanto en la explosión aérea como en los asesinatos de Mansard House. ¿La CIA? Gentry meneó la cabeza y miró al techo.
Dormitaba ligeramente —soñaba que estaba de nuevo en Chicago, intentando encontrar un aula en la Universidad— cuando Natalie grito.
Gentry cogió la Ruger y corrió por el vestíbulo antes de estar totalmente despierto. Hubo un segundo grito, un poco amortiguado, y después un sollozo. Gentry cayó sobre una rodilla junto a la puerta, comprobó si estaba cerrada por dentro —no estaba cerrada— y la abrió con cuidado. Cuatro segundos después entró en la habitación, con las piernas flexionadas, con la Ruger extendida y mirando a un lado y a otro.
Natalie estaba sola, sentada en la cama, sollozando, con la cara entre las manos. Gentry examinó la habitación, comprobó si la ventana estaba cerrada, dejó la Ruger en la mesilla de noche y se sentó al borde de la cama junto a ella.
—Lo… lo… lo siento —tartamudeó ella entre lágrimas. No había afectación en su voz, sólo miedo y desconcierto—. Ca… cada vez que… empiezo a dormir, los brazos… de aquel hombre surgen desde el asiento del coche… —Se obligó a dejar de sollozar, hipó y buscó la caja de Kleenex en la mesilla de noche.
Gentry pasó su brazo derecho alrededor de ella. La chica se puso un segundo rígida y después se dejó caer blandamente contra él, su pelo tocando apenas la mejilla y la barbilla del sheriff. Durante algunos minutos su cuerpo continuó estremeciéndose con pequeños temblores de miedo que la iban despertando.
—Todo va bien —murmuró Gentry acariciándole la espalda—. Todo va bien.
Sosegarla era tan grato y dulce como acariciar a un gatito.
Al cabo de un rato, Gentry estaba casi dormido, seguro de que ella ya se había dormido, Natalie levantó lentamente la cabeza, le rodeó el cuello con sus brazos y le besó. El beso fue muy largo, muy suave y los dejó a ambos mareados. Los pechos de ella, suaves y llenos, se apretaban contra él.
Más tarde aún, Gentry la miró mientras ella se sentaba sobre él, con su cuello largo y su cara ovalada lanzando hacia atrás la cabeza en una pasión silenciosa, con sus dedos entrelazados con fuerza, y sintió de nuevo los temblores que la recorrían, que llegaban hasta él, pero esta vez no eran temblores de miedo…
El vuelo de Natalie a St. Louis salió dos horas antes que el avión de Gentry para Nueva York. Ella le dio un beso de despedida. Ambos nacidos, creados y condicionados en el Sur, eran conscientes de que una mujer negra y un hombre blanco besándose en un lugar público, incluso en el Sur de 1980, harían alzarse algunas cejas, provocarían reproches silenciosos. Les daba igual.
—Regalos de despedida —dijo Gentry, y le dio el Newsweek, un periódico de la mañana y el transmisor de tono para su contestador—. Estableceré contacto esta noche.
Natalie asintió con la cabeza, decidió no decir nada y se volvió rápidamente hacia la rampa de embarque.
Una hora después, volando sobre Kentucky, dejó el Newsweek, cogió el periódico y encontró el artículo que cambiaría su vida para siempre. Venía en la tercera página.
FILADELFIA (AP)
La policía de Filadelfia aún no tiene pistas sólidas ni sospechosos del asesinato de cuatro miembros de pandillas juveniles acaecido en Nochebuena en Germantown. Un crimen que el teniente Leo Hartwell, de Homicidios, describió como «una de las cosas más espantosas que he visto en mis diez años en el cuerpo».
Cuatro miembros de la pandilla callejera juvenil Alma de la Fábrica fueron encontrados asesinados la mañana de Navidad en el área del mercado de Germantown. Aunque los nombres de las víctimas y los detalles de los múltiples asesinatos no fueron hechos públicos, se sabe que las cuatro víctimas tenían entre 14 y 17 años y que sus cuerpos estaban mutilados. El teniente Hartwell, encargado de la investigación, no confirma ni niega las informaciones de los testigos, según los cuales los cuatro chicos fueron decapitados.
«Estamos haciendo una investigación minuciosa», dijo el capitán Thomas Morano, comandante de la División de Homicidios de Germantown. «Seguimos todas las pistas.»
La zona de Germantown, en Filadelfia, tiene un largo historial de violencia de pandillas, con dos muertes anteriores en 1980 y seis asesinatos en 1979 atribuidos a una rivalidad entre las pandillas. «Los asesinatos de Nochebuena son sorprendentes», dijo el reverendo Paul Woods, director del Centro Alianza en Germantown. «La violencia entra las pandillas ha ido disminuyendo en los últimos diez meses y no tengo conocimiento de ninguna disputa o venganza actuales.»
La pandilla Alma de la Fábrica es una de las docenas de bandas juveniles del área de Germantown y se dice que consta de unos cuarenta miembros en plena dedicación y del doble de auxiliares. Como la mayoría de las pandillas callejeras de Filadelfia, tiene una larga historia de enfrentamientos con las autoridades locales, aunque en los últimos años hubo intentos de mejorar la imagen de estas pandillas a través de programas patrocinados por el Ayuntamiento, como la Casa de la Alianza y el Acceso Comunitario.
Los cuatro jóvenes asesinados eran miembros de la pandilla Alma de la Fábrica.
Natalie supo inmediatamente, instintivamente, y sin asomo de duda, que aquello tenía que ver con Melanie Fuller. No tenía idea de cómo la vieja de Charleston podía haberse implicado en una guerra de pandillas en Filadelfia, pero de nuevo sintió las manos en su cuello y oyó el murmullo caliente, sibilante, junto a su oído derecho: «¿Quieres encontrarla? Busca en Germantown.»
En el aeropuerto internacional de St. Louis —los nativos lo llamaban «Lambert Fields»— Natalie tomó una decisión y actuó en consecuencia antes de bloquearse por el miedo. Sabía que si telefoneaba a Frederick y veía a sus amigos, no se marcharía de nuevo. Cerró los ojos y recordó la imagen de su padre, solo, aún sin cosméticos en la cara, en las pompas fúnebres, y al irritado empleado repitiendo «Esperábamos a la familia mañana».
Natalie usó su tarjeta de crédito para comprar un billete para el próximo vuelo de la TWA a Filadelfia. Comprobó la cartera: aún tenía doscientos dólares en metálico y seiscientos cincuenta en cheques de viaje. Verificó si aún llevaba las credenciales de prensa de su trabajo del verano anterior en el Chicago Sun-Times y después llamó a Ben Yates, el editor fotográfico del diario.
—¡Nat! —llegó su voz por entre los ruidos ásperos del teléfono y el parloteo del aeropuerto—. Creía que no dejabas la facultad antes de mayo.
—Sí, Ben —dijo Natalie—, pero estaré en Filadelfia algunos días y me pregunto si te interesarían fotos de esos asesinatos de pandillas.
—Bueno —titubeó Yates—. ¿Qué asesinatos de pandillas?
Natalie se lo explicó.
—Caramba —exclamó él—, eso no dará para fotos. Y si da, llegarán por agencia.
—Pero si consigo alguna cosa interesante, ¿las quieres, Ben?
—Sí, claro —dijo el editor fotográfico—. ¿Qué pasa, Nat? ¿Tú y Joe estáis bien?
Natalie sintió como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago. Ben aún no sabía nada de la muerte de su padre. Esperó hasta poder respirar y dijo:
—Después te contaré, Ben. Ahora, si la policía en Filadelfia o alguien te llama, ¿puedes confirmar que estoy trabajando como free-lancer para el SunTimes?
El silencio duró sólo unos segundos.
—Claro, Nat. Puedo hacerlo. Pero tienes que contarme qué pasa, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, Ben. En cuanto me sea posible. Te lo prometo.
Antes de marcharse, llamó el centro de ordenadores de la universidad y dejó un mensaje para Frederick explicándole que le llamaría pronto. Después marcó el número de Gentry en Charleston, escuchó su voz en el contestador automático y dijo, después del pitido:
—Rob, soy Natalie. —Le contó su cambio de planes y los motivos. Vaciló—. Ten cuidado, Rob.
El vuelo directo a Filadelfia iba atestado. El hombre sentado a su lado era negro, extremamente bien vestido y apuesto, de cuello grueso y mandíbulas alargadas. Estaba ocupado con la lectura de su ejemplar del Wall Street Journal y Natalie miró un poco por la ventana y después dormitó. Cuando se despertó, cuarenta y cinco minutos más tarde, se sintió mareada, vagamente desplazada y lamentó haberse metido en esa lata de sardinas. Tomó el periódico de Charleston y leyó el artículo por décima vez. Parecía que habían pasado días desde que había estado en Charleston… con Rob Gentry.
—Veo que lee una noticia de un problema que hubo en mi patio.
Natalie se volvió. El hombre bien vestido había dejado el Wall Street Journal. Le sonreía por encima de un vaso de whisky.
—Usted estaba dormitando cuando ha pasado la azafata —dijo él—. ¿Quiere que la llame?
—No, gracias —contestó Natalie. Estaba vagamente asqueada por algo que había en las maneras del hombre, aunque todo en él…, su sonrisa, voz suave, actitud…, sugerían amabilidad—. ¿Qué quiere decir con «un problema que hubo en su patio»? —inquirió.
Señaló con su vaso de whisky hacia el diario.
—Esa historia de la pandilla —dijo—. Yo vivo en Germantown. Esa mierda sucede constantemente.
—¿Puede contarme algo del caso? —preguntó Natalie—. ¿Sobre las pandillas…, sobre los asesinatos?
—Sobre las pandillas, sí —dijo él con una voz grave que le recordó a Natalie la del actor James Earl Jones—, sobre los asesinatos, no. Estuve fuera los últimos días. —Le sonrió más abiertamente—. Además, señorita, yo vengo de un sector un poco más acomodado que el de esos pobres chicos. ¿Irá a visitar Germantown cuando esté en Filadelfia?
—No lo sé —dijo Natalie—. ¿Por qué?
La sonrisa del hombre se hizo aún más amplia, aunque sus ojos eran difíciles de escrutar.
—Tengo la esperanza de que sea así —dijo amablemente—. Germantown es un lugar histórico, interesante de visitar. Tiene belleza y riqueza además de tugurios y pandillas. Me gustaría que conociera los dos lados si va de visita a Filadelfia. ¿O quizá vive allí? No tendría que haber sacado conclusiones precipitadamente.
Natalie se esforzó en relajarse. No quería pasar todo el tiempo en un estado de ansiedad paranoica.
—No, voy sólo de visita —dijo—. Y me gustaría saber cosas sobre Germantown…, lo bueno y lo malo.
—Muy justo —admitió su compañero de asiento—. Voy a pedir otra copa. —Llamó a la azafata—. ¿Seguro que no quiere nada?
—Creo que me tomaré una coca-cola —aceptó Natalie.
Él pidió las dos bebidas y se volvió hacia ella con una sonrisa:
—Muy bien —dijo—. Si voy a ser su guía oficial en Filadelfia, supongo que por lo menos deberíamos presentarnos…
—Soy Natalie Preston —dijo ella.
—Encantado de conocerla, señorita Preston —dijo el hombre con un gesto delicado de la cabeza—. Me llamo Jensen Luhar. A su servicio.
El Boeing 727 continuaba hacía el este, deslizándose hacia la noche de invierno que se acercaba.