15

Washington, D. C., sábado 20 de diciembre de 1980

Saul Laski se quedó inmóvil durante veinte minutos mirando a la muchacha. Ella también le miraba, igualmente inmóvil, congelada en el tiempo. Llevaba un sombrero de paja, un poco inclinado hacia atrás, y un delantal gris sobre un traje blanco sencillo. Su pelo era rubio y sus ojos, azules. Tenía las manos cruzadas en el regazo y los brazos extendidos con la gracia torpe de la infancia.

Pasó una persona entre él y la pintura, Saul retrocedió y se movió hacia un lado para ver mejor. La muchacha con el sombrero de paja continuaba mirando el espacio vacío que él había dejado libre. Saul no sabía por qué esta pintura le conmovía tanto; la mayor parte de los cuadros de Marie Cassat le parecían demasiado sentimentales, con sus manchas de pastel desvaído, pero este cuadro le había conmovido hasta las lágrimas la primera vez que visitó la National Gallery hacía casi veinte años, y ahora no había viaje a Washington completo sin una peregrinación a la Muchacha con sombrero de paja. Pensó que quizá, de alguna manera, esa cara regordeta y la mirada triste le traían el recuerdo de su hermana Stefa —muerta de tifus durante la guerra—, aunque el pelo de Stefa fuera mucho más oscuro y sus ojos no fueran azules.

Saul se apartó del cuadro. Cada vez que visitaba el museo se prometía que vería nuevas secciones, que pasaría más tiempo con el arte moderno, pero siempre se quedaba embelesado con la chica. «La próxima vez», pensó.

Pasaba ya de la una y la multitud en el restaurante del museo estaba disminuyendo cuando Saul llegó a la entrada y empezó a examinar las mesas. Vio inmediatamente a Aaron, sentado en una mesita cerca del rincón, de espaldas a una planta. Saul le hizo un gesto con la mano y fue al encuentro del joven.

—Hola, tío Saul.

—Hola, Aaron.

Su sobrino se levantó y le abrazó. Saul sonrió, apretó al chico y le miró. Ya no era un muchacho. Aaron cumpliría veintiséis años en marzo. Ya no era un muchacho, pero seguía siendo delgado, y Saul reconoció en él la sonrisa de David, la curva hacia arriba de las comisuras de los labios, y los rizos oscuros y los ojos grandes de Rebecca, que miraban detrás de sus gafas. Pero había algo en su piel más oscura y en las mejillas, que era una herencia adicional por ser sabra, un nacido en Israel. Aaron tenía trece años y era pequeño para su edad, cuando estalló la guerra de los Seis Días. Saul había llegado a Tel Aviv demasiado tarde para poder participar en la lucha, siquiera como enfermero, pero a tiempo de oír al joven Aaron contar una y otra vez las hazañas de segunda mano de su hermano mayor, tocayo de Saul, capitán de la fuerza aérea. Y Saul había escuchado también las heroicidades de Chaim, primo de Aaron, a la cabeza de su batallón en los altos del Golán. Dos años más tarde, el joven Saul moría abatido por un SAM egipcio durante la guerra de desgaste, y el agosto siguiente le tocó el turno de morir a Chaim, víctima de un campo de minas israelí mal colocado durante la guerra del Yom Kippur. Aaron tenía dieciséis años ese verano y estaba delicado a causa del asma que le había hecho sufrir desde la infancia. David, su padre, frustró todos los planes de Aaron para alistarse en el ejército.

Aaron quería ser comando o paracaidista. Cuando el ejército lo rechazó a causa de su asma y mala visión, el chico acabó sus estudios universitarios y después jugó su carta final. Aaron habló con su padre y le pidió a David, le imploró a David, que usara sus viejos contactos en el servicio de espionaje de la nación para buscarle una plaza. Aaron entró en el Mosad en junio de 1974.

No fue entrenado como agente de campo; Israel tenía demasiados ex comandos y otros héroes en el Mosad como para que necesitara poner a aquel joven delgado, cerebral, enfermizo, en un puesto tan duro. Aaron tuvo la preparación habitual en autodefensa y armas, llegando incluso a hacerse mínimamente experto en el uso de la Beretta 22, usada entonces por el Mosad, pero su auténtica habilidad técnica era la criptografía. Después de trabajar tres años en comunicaciones en Tel Aviv y otro año con un destacamento en misión especial en el Sinaí, Aaron había llegado a Washington para trabajar en un destacamento en misión especial en la embajada de Israel. El hecho de ser hijo de David Eshkol no había perjudicado sus posibilidades para ese puesto.

—¿Cómo estás, tío Saul? —preguntó Aaron en hebreo.

—Bien —dijo Saul—. Habla en inglés, por favor.

—Muy bien.

No tenía el más mínimo acento.

—¿Cómo está tu padre?

—Todavía mejor que la última vez que hablamos —aseguró Aaron—. Los médicos dicen que podrá pasar algún tiempo en la granja este verano.

—Bueno, bueno —dijo Saul. Miró los tres expedientes que su sobrino había puesto sobre la mesa. Intentaba pensar en cómo manipular los acontecimientos para no implicar al chico, pero al mismo tiempo poder recibir cualquier información que Aaron consiguiera.

Como si leyera su mente, Aaron se inclinó hacia delante y dijo en un murmullo apremiante:

—Tío Saul, ¿en qué estás metido?

Saul parpadeó. Seis días antes había llamado a Aaron y le había pedido que obtuviese alguna información sobre William Borden y sobre el paradero de Francis Harrington. Había sido una idea muy estúpida; durante muchos años Saul había evitado implicar a su familia o parientes, pero estaba muy turbado por la desaparición del joven Harrington, y desesperado, ya que si iba a Charleston podría perder alguna información crucial sobre Borden, sobre el oberst. Aaron le había llamado por teléfono seguro y le había dicho: «Tío Saul, es sobre tu coronel alemán, ¿verdad?» Saul no lo negó. Todos en la familia conocían la obsesión de Saul con el escurridizo nazi que había conocido en los campos durante la guerra. «¿Sabes que el Mosad nunca operaría en Estados Unidos?», había añadido Aaron. Saul no dijo nada y su silencio lo explicó todo. Había trabajado con el padre de Aaron cuando la Iragun Zvai Le’umi y la Haganah eran ilegales y activas, comprando armas americanas y fábricas de armas que serían embarcadas pieza tras pieza en dirección a Palestina para que fueran montadas de nuevo para tenerlas listas cuando los ejércitos árabes inevitablemente atravesaran las fronteras del recién nacido Estado sionista. «Muy bien —había respondido Aaron a su silencio—, haré lo que pueda.»

Saul parpadeó de nuevo y se quitó las gafas para limpiarlas con una servilleta.

Nu, ¿qué quieres decir? —preguntó—. Tengo curiosidad por ese Borden. Francis fue alumno mío. Fue a Los Ángeles para descubrir alguna cosa sobre Borden; probablemente información para un divorcio, ¿quién sabe? Cuando Francis no volvió a tiempo y se dijo que Borden había muerto, un amigo me preguntó si podía ayudarle. Pensé en ti, Aaron.

—Ajá —dijo Aaron. Miró fijamente a su tío, meneó la cabeza y suspiró. Miró detrás de Saul para asegurarse de que nadie estaba cerca para ver nada. Después abrió el primer expediente—. Fui a Los Angeles el lunes —le aclaró.

—¿Fuiste? —Saul se sobresaltó. Su deseo era que su sobrino se moviera en Washington, que usara los sofisticados ordenadores que la embajada de Israel tenía entonces, especialmente en la oficina donde trabajaban los seis agentes del Mosad, y quizás, incluso, que mirara los archivos secretos israelíes o norteamericanos. No había esperado que el chico fuera a la costa Oeste al día siguiente.

Aaron hizo un gesto con la mano y dijo:

—No fue ninguna molestia. Tenía semanas de vacaciones acumuladas. ¿Cuándo nos has pedido algo, tío Saul? De tu parte siempre ha sido dar y dar y dar, desde que yo era niño. El dinero de Nueva York me pagó la Universidad de Haifa, aunque nosotros nos lo podíamos permitir. Por eso, cuando me pediste un favor tan insignificante, ¿no iba a hacértelo?

Saul se frotó la frente.

—Tú no eres James Bond, Moddy —le recriminó, usando el diminutivo de Aaron en la infancia—. Además, el Mosad no opera en Estados Unidos.

Aaron no reacciono.

—Fueron unas vacaciones, tío Saul —dijo—. ¿Quieres escuchar lo que averigüé durante mis vacaciones?

Saul asintió con la cabeza.

—Aquí estuvo el señor Harrington —dijo Aaron pasándole una foto en blanco y negro de un hotel de Beverly Hills.

Saul puso la foto sobre la mesa, la miró y la deslizó después sobre la superficie hacia su sobrino.

—Descubrí muy poco —dijo Aaron—. El señor Harrington se registró el 8 de diciembre. Una camarera recordaba que un joven pelirrojo que encajaba con la descripción de Harrington había desayunado en la cafetería del hotel la mañana del 9. Un botones recuerda haber visto salir del aparcamiento del hotel a las tres de la tarde del martes, a un hombre que conducía un Datsun como el que Harrington alquiló, aunque no estaba seguro. —Aaron le pasó dos hojas de papel más—. Aquí están las fotocopias del artículo del periódico…, un parágrafo…, y el informe de la policía. El miércoles, 10, el Datsun amarillo fue encontrado aparcado cerca de las oficinas de la Hertz en el aeropuerto. La Hertz mandó la cuenta a la madre de Harrington. Un giro postal anónimo de 329 dólares con 48 para saldar la cuenta del hotel llegó por correo el lunes, 15, el día que llegué allí. El sobre tenía el matasellos de Nueva York. ¿Tienes algo que ver con esto, tío Saul?

Saul le miró sin decir nada.

—Ya me parecía —dijo Aaron. Cerró el expediente—. Lo que hace que esto sea realmente extraordinario es el hecho de que los dos ayudantes a media jornada del señor Harrington en su agencia de detectives aficionados, Dennis Leland y Selby White, murieron en un accidente de coche esa misma semana, Viernes, 12 de diciembre. Iban de Nueva York a Boston después de recibir una conferencia telefónica. ¿Qué está pasando, tío Saul?

—Nada.

—Has tenido un aire como de enfermo durante un segundo. ¿Conocías a estos dos hombres? White había estudiado en Princeton con Harrington…, era de los Whites de Hyannis Port.

—Hablé con ellos una vez —dijo Saul—. Sigue.

Aaron miró de reojo a su tío, cuya expresión le recordó la de la cara de un niño cuando no está seguro de la veracidad de las historias fantásticas que su tío le cuenta antes de irse a dormir.

—Por lo que veo, todo parece muy profesional —comentó Aaron—. Algo que las familias americanas del crimen, la nueva Mafia, podrían ejecutar. Tres blancos perfectos. Muy limpio. Dos, en un accidente de coche; el camión que los sacó de la carretera aún no ha aparecido. El tercero, desaparecido. Pero el problema es, ¿qué hacía Harrington en California que pudiera molestar tanto al crimen organizado…, si fue la Mafia, hasta el punto de hacerles emplear su viejo estilo? ¿Y por qué los tres? Leland y White tenían empleos, su implicación en la agencia de detectives de Harrington era un trabajo ocasional de fin de semana. Harrington tenía unos tres casos al año, de los cuales dos eran casos de divorcio para amigos. El tercero era una búsqueda infructuosa de los padres biológicos de algún pobre idiota cuarenta y ocho años abandonado…

—¿Cómo supiste todo esto? —preguntó Saul en voz baja.

—Hablé con la secretaria a media jornada de Francis después de volver el miércoles, y pasé por la oficina una tarde.

—Retiro lo que he dicho, Moddy. Tienes una vena de James Bond.

—Ajá —sonrió Aaron. Miró alrededor. El restaurante ya no servía almuerzos y las mesas se estaban vaciando a medida que la gente salía. Quedaban unas cuantas personas que comían lentamente, gracias a lo cual Saul y Aaron no parecían sospechosos. No había nadie sentado a menos de tres metros de ellos. En el vestíbulo del sótano, fuera del restaurante, un niño empezó a lloriquear a voz en grito—. Aún no te he contado lo mejor, tío Saul —murmuró Aaron con su mejor voz cansina de cowboy.

—Sigue.

—La secretaria me dijo que Harrington recibía últimamente muchas llamadas telefónicas de un hombre que nunca se identificó —explicó Aaron—. La policía quería saber quién era ese tipo. Ella les dijo que no lo sabía…, y Harrington no guardaba registros de los casos, excepto gastos de viaje, etcétera. Sea quien fuere, este nuevo cliente tenía a Francis tan ocupado que tuvo que pedir a sus viejos compañeros de facultad que le ayudaran.

—¡Ajá! —exclamó Saul.

Aaron tomó un poco de café.

—Dijiste que Harrington era un antiguo discípulo tuyo, tío Saul. Su nombre no consta en los archivos de Columbia.

—Asistió a dos cursos —dijo Saul—. La guerra y el comportamiento humano y Psicología de la agresión. Francis dejó Princeton porque se aburría…, era brillante y se aburría. Aunque no en mis clases, evidentemente. Ahora sigue, Moddy.

Aaron hizo un gesto con la boca que le recordó a Saul la expresión más tozuda de David Eshkol cuando ambos discutían la moralidad de la lucha de guerrilla, ya entrada la noche, en la granja cerca de Tel Aviv.

—La secretaria le dijo a la policía que el cliente de Harrington parecía judío —continuó Aaron—. Dijo que siempre distinguía a los judíos por cómo hablaban. Éste parecía extranjero. Alemán o húngaro quizá.

Nu?

—¿Me quieres decir qué pasa, tío Saul?

—Todavía no, Moddy. Ni yo mismo lo sé.

La boca de Aaron continuaba con aquel gesto. Tocó los otros dos expedientes. Eran más gruesos que el primero.

—Tengo aquí material que es mucho más interesante que el callejón sin salida de Harrington —dijo—. Me parece que sería un intercambio justo.

Saul levantó ligeramente las cejas.

—En ese caso es un intercambio, no un favor.

Aaron suspiró y abrió el segundo expediente.

—Borden, William D. Se supone que nació el 8 de agosto de 1906, en Hubbard, Ohio, pero no hay ninguna documentación entre la partida de nacimiento en 1906 y una afluencia súbita de cartillas de la Seguridad Social, carné de conducir, etcétera, en 1946. Es el tipo de cosa a la que los ordenadores del FBI normalmente prestan atención, pero nadie parece haberse preocupado por este caso. Supongo que si visitáramos los cementerios alrededor de Hubbard, Ohio, caiga donde caiga eso, encontraríamos una pequeña tumba del bebé Billy Borden, que los ángeles le lleven al descanso eterno, etcétera, etcétera. Entre tanto el señor Borden, ya adulto, parece haber empezado a existir en Newark, Nueva Jersey, en el año cuarenta y seis. Se mudó a Nueva York el año siguiente. Sea quien fuere, tenía dinero. Era uno de esos comanditarios invisibles de Broadway durante las temporadas de 1948 y 1949. Estaba con los patrones, pero no comía ni bebía con ellos, al parecer…, por lo menos no puedo encontrar ningún chismorreo sobre eso en los periódicos de la época, y ninguna de las viejas arpías que trabajan para algunos de los productores de antaño lo recuerda.

»De cualquier manera, Borden se mudó a Los Ángeles en 1950, hizo su primera película ese mismo año y residió allí desde entonces. Se hizo más visible en los años sesenta. En Hollywood le conocían como “el Kraut” o “Bill Borden el magnífico”. A veces daba fiestas, pero nunca escandalosas hasta el punto de implicar a la poli. El hombre era un santo…, ni una multa de tráfico, ni por cruzar la calle imprudentemente…, nada. O eso o tenía suficientes influencias para ocultarlo todo. ¿Qué te parece, tío?

—¿Qué más tienes?

—Nada —dijo Aaron—. Nada excepto algunas cosas sin importancia, una foto de la puerta de herr Borden en Bel Air…, no se puede visitar la casa…, y los recortes del L. A Times y Variety sobre su muerte en ese accidente de aviación el sábado pasado.

—¿Puedo verlos, por favor? —pidió Saul.

Cuando acabó de leerlos, Aaron dijo:

—¿Era tu alemán, tío Saul, tu oberst?

—Quizá —dijo Saul—. Quería comprobarlo.

—¿Y mandaste a Francis Harrington a descubrirlo la misma semana que Borden murió en un atentado con bomba en el avión?

—Sí.

—Y tu ex alumno y sus dos amigos murieron en el mismo período de tres días.

—De Dennis y Selby no sabía nada hasta que me lo has dicho tú —aclaró Saul—. No tenía ni idea de que pudieran estar en peligro.

—¿En peligro de qué? —insistió Aaron.

—Honestamente, en este momento no lo sé —dijo Saul.

—Dime lo que sabes, tío Saul. Quizá podamos ayudarte.

—¿Podamos?

—Levi, Dan, Jack Cohen y el señor Bergman.

—¿Gente de la embajada?

—Jack es mi jefe y también un amigo —dijo Aaron—. Cuéntanos qué pasa y te ayudaremos.

—No —se negó Saul.

—¿No? ¿No puedes contarme nada, o no lo harás?

Saul miró por encima de su hombro.

—El restaurante cerrará dentro de pocos minutos —dijo—. ¿Vamos a otro sitio cualquiera?

La boca de Aaron se tenso.

—Tres de esas personas…, aquella pareja cerca de la entrada y el joven más próximo a ti, son de los nuestros. Se quedarán el tiempo que sea necesario.

—¿Entonces ya conocen el asunto?

—No. Sólo Levi. De todas maneras él hizo el trabajo de cámara.

—¿Qué trabajo de cámara?

Aaron extrajo una foto del tercer expediente, el más grueso. Era la fotografía de un hombre bajo, de pelo oscuro, con una camisa abierta y americana de cuero, de ojos oscuros semicerrados y boca cruel. Cruzaba una calle estrecha con la americana abierta y suelta.

—¿Quién es? —preguntó Saul.

—Harod —dijo Aaron—. Tony Harod.

—El socio de William Borden —dijo Saul—. Su nombre venía en el artículo de Variety.

Aaron sacó dos fotos más del expediente. Harod estaba de pie delante de la puerta de un garaje, con una tarjeta de identificación en la mano, parecía que preparado para insertarla en el pequeño aparato que había en la pared de ladrillos. Saul ya había visto antes esas cerraduras de seguridad.

—¿Dónde fue tomada? —preguntó.

—En Georgetown, hace cuatro días.

—¿Estaba en Georgetown? —le preguntó Saul—. ¿Qué hacía en Washington? ¿Y que hacías tú fotografiándolo?

—Levi le fotografió —dijo Aaron con una sonrisa—. El lunes yo asistí a los funerales del señor Borden en Forest Lawn. Tony Harod pronunció el panegírico. La breve investigación que tuve tiempo de hacer sugería que Harod era muy íntimo de Borden. Cuando Harod se marchó a Washington el martes, le seguí. Pero era hora de volver.

Saul meneó la cabeza.

—¿Y lo seguiste hasta Georgetown?

—No tuve que hacerlo, tío Saul. Había llamado a Levi y él le siguió desde el aeropuerto. Me reuní con él más tarde. Entonces conseguimos las fotos. Yo quería hablar contigo antes de que les mostráramos las fotos a Dan y al señor Bergman.

Saul frunció el ceño mientras seguía mirando las dos fotos.

—No veo ningún significado especial en las fotos —dijo—. ¿La casa es importante?

—No —contestó Aaron—. Está alquilada a Bechtronics, una subsidiaria de HRL Industries.

Saul se encogió de hombros.

—¿Es importante?

—No —dijo Aaron—, pero éstas sí. —Puso cinco fotos más sobre el mantel—. Levi tenía su furgoneta de la Bell Telephone —explicó Aaron con tono satisfecho—. Subido a un poste, a unos nueve metros, sacó estas fotos cuando salían por el callejón. El callejón está perfectamente protegido. Estos tipos pasan por la acera trasera cubierta, abren la puerta, entran en la limusina y se marchan. Los vecinos no podían verlos. No eran visibles desde el fondo del callejón. Perfecto.

Las fotos en blanco y negro mostraban a cada hombre en el preciso instante de pasar entre la puerta y la limusina; las fotos eran granulosas debido a la ampliación. Saul las estudió cuidadosamente y dijo:

—No tienen ningún significado para mí, Moddy.

Aaron se cogió la cabeza entre las manos.

—¿Cuánto tiempo hace que vives en este país, tío Saul? —Como Saul no dijo nada, Aaron clavó un dedo en la foto del hombre de ojos pequeños, grandes mandíbulas y una gran cabeza de pelo blanco ondulado—. Éste es James Wayne Surter, más conocido por los fieles como el reverendo Jimmy Wayne. ¿No te suena?

—No —dijo Saul.

—Es un evangelista televisivo —aclaró Aaron—. Empezó con una iglesia en un cine al aire libre en Dothan, Alabama, en 1964, y ahora tiene sus propios canales por satélite y por cable, y beneficios libres de impuestos de unos treinta y ocho millones de dólares al año. Su política está un poco a la derecha de Atila el huno. Si el reverendo Jimmy Wayne dice que la Unión Soviética es un instrumento de Satán, y lo dice cada día por la tele, cerca de doce millones de personas dicen «Aleluya». Hasta el primer ministro Begin le hace propuestas. Algunas de sus donaciones benéficas acaban por llegar a Israel en forma de compra de armas. Todo para salvar Tierra Santa.

—No es novedad que Israel tenga contactos con esos fundamentalistas de derecha —dijo Saul—. ¿Fue eso entonces lo que os entusiasmó a ti y a tu amigo Levi? Quizás el señor Harod sea un creyente.

Aaron estaba agitado. Guardó las fotos de Harod y de Sutter en la carpeta y le sonrió a la camarera que vino a llenar de nuevo su taza de café. El restaurante estaba ahora casi vacío. Cuando ella se alejó, Aaron dijo con una cierta excitación:

—Jimmy Wayne Sutter es la menor de las preocupaciones que tenemos aquí, tío Saul. ¿Reconoces a este hombre? —Señaló la foto de un hombre de cara fina, pelo oscuro y ojos hundidos.

—No.

—Nieman Trask —aclaró Aaron—. Consejero del senador Kellog, de Maine. ¿Recuerdas? Kellog casi fue escogido para candidato a la vicepresidencia el verano pasado.

—¿Realmente? —preguntó Saul—. ¿Por qué partido?

Aaron meneó la cabeza.

—Tío Saul, ¿qué te tiene tan ocupado para no prestar atención a las cosas que pasan a tu alrededor?

Saul sonrió.

—No gran cosa —dijo—. Tengo tres cursos cada semana. Aún participo en el claustro de la facultad, aunque no tendría que hacerlo. Tengo un horario completo de investigación en la clínica. Mi segundo libro tiene que estar en manos del editor el 6 de enero…

—Muy bien —dijo Aaron.

—Aún doy por lo menos doce horas a la semana de asesoramiento en la clínica. En diciembre participé en cuatro seminarios, dos de ellos en Europa, presenté ponencias en los cuatro…

—Muy bien —dijo Aaron.

—La semana pasada fue excepcional, porque sólo tomé parte en una mesa redonda universitaria —continuó Saul—. Normalmente el Comité del Ayuntamiento y el Consejo Asesor del Estado me ocupan por lo menos dos noches. Ahora, Moddy, ¿por qué el señor Trask es tan importante? ¿Porque es uno de los consejeros del senador Kellog?

—No «uno» de los consejeros —dijo Aaron—, sino «el» consejero. Se dice que Kellog no va al lavabo sin consultárselo primero a Nieman Trask. Trask fue también el gran recolector de fondos para el partido durante la última campaña. Se dice que dondequiera que vaya el dinero corre.

—Listo —dijo Saul—. ¿Y éste? —Tocó la frente de un hombre con el aire de un contable acosado y que trabaja demasiado.

—Joseph Phillip Kepler —informó Aaron—. Ex número tres de Lyndon Johnson en la CIA, ex mediador del Departamento de Estado y actualmente asesor de medios de información y comentarista en la PBS.

—Sí —dijo Saul—, me sonaba su cara. ¿Tiene un programa los domingos por la noche?

—«Fuego rápido» —le aclaró Aaron—. Invita a burócratas del gobierno para desconcertarlos. Éste… —Aaron dio un golpecito en la foto de un hombre bajo que fruncía el entrecejo— es Charles C. Colben, ayudante especial del subdirector del FBI.

—Interesante posición —dijo Saul—. Puede significar todo o nada.

—Quiere decir muchísimo, en este caso —aseguró Aaron—. Colben es prácticamente el único de los cargos intermedios sospechosos del Watergate que no fue condenado. Era el contacto de la Casa Blanca en el FBI. Algunos dicen que era el cerebro detrás de las travesuras de Gordon Liddy. En vez de ser condenado se volvió aún más importante cuando todas las otras cabezas rodaron.

—¿Qué significa todo esto, Moddy?

—Un minuto, tío Saul, he guardado lo mejor para el final.

Aaron apartó todas las fotos excepto la de un hombre delgado, con traje de sastre, de unos sesenta años. Su pelo gris era distinguido, su estilo impecable. Incluso en la granulosa foto en blanco y negro, Saul podía ver la impecable combinación de bronceado y ropas y un sentido subliminal de poder que sólo la riqueza daba.

—C. Arnold Barnet —dijo Aaron. Hizo una pausa durante un segundo y continuó—: El «amigo de los presidentes». Cada Primera Familia desde Eisenhower ha pasado por lo menos unas vacaciones en uno de los escondites de Barent. El padre de Barent trabajaba en acero y ferrocarriles…, un simple millonario, pobre en comparación con Barent hijo y sus miles de millones. Si vuelas sobre cualquier parte de Manhattan y señalas un rascacielos, cualquier rascacielos, tienes todas las probabilidades de que una de las corporaciones del último piso sea propiedad de una compañía filial que es subsidiaria de un conglomerado dirigido por un consorcio del que es principal accionista C. Arnold Barent. Medios de información, microchips, estudios de cine, petróleo, arte o alimentos infantiles, Barent es dueño de una parte de ello.

—¿Qué quiere decir la C? —preguntó Saul.

—Nadie tiene ni la más remota idea —respondió Aaron—. C. Arnold padre nunca lo reveló y el hijo no dice nada al respecto. De todos modos, el Servicio Secreto adora que el presidente y su familia le visiten. Las casas de Barent están normalmente en islas…, tiene islas en todo el mundo, tío Saul. Y la disposición, seguridad, facilidades de helipuerto, enlaces por satélite, etcétera son mejores que los de la Casa Blanca.

»Una vez al año —normalmente en junio— la Fundación Libertad de Barent, organiza sus “vacaciones de verano”…, una juerga de cinco días para algunos de los tipos más importantes del hemisferio occidental. Se va sólo por invitación, y para ser invitado tienes que ser como mínimo ministro…, o ser un anciano eminente, una leyenda en vida. Los rumores de los últimos años hablan de ex cancilleres bailando alrededor de fuegos de campamento y cantando canciones verdes con viejos secretarios de Estado norteamericanos y uno o dos ex presidentes. Se supone que es un lugar que frecuentan los dirigentes de todo el mundo.

Saul observó cómo Aaron dejó a un lado la última fotografía.

—Entonces, dime qué quiere decir esto, Aaron. ¿Por qué nuestro Tony Harod de Hollywood va a una reunión clandestina con esas cinco personas de las que yo debería tener noticias que me son completamente desconocidas?

Aaron metió los expedientes en el maletín y cruzó las manos. Las comisuras de sus labios se tensaron.

—Tú tienes que decírmelo, tío Saul. Un productor ex nazi, que tú piensas que es «tu» ex nazi, muere en un accidente aéreo, probablemente causado por una bomba. Mandas a un estudiante rico a jugar a los detectives a Hollywood, a meter la nariz en la historia del productor, y tu amigo es secuestrado, y muy probablemente asesinado, al igual que sus dos compinches aficionados. Una semana más tarde el socio de tu productor nazi, un hombre que, al decir de todos, combina el encanto de un charlatán con el de un perseguidor de niñas, vuela a Washington y tiene un encuentro con el más extraño surtido de gente singular y poderosa desde que se celebró el primer Consejo Ejecutivo de Yasser Arafat. ¿Qué pasa, tío Saul?

Saul se quitó las gafas y limpió las lentes. Durante un minuto, no dijo nada. Aaron esperaba.

—Moddy —dijo Saul por fin—. No sé qué pasa. Yo estaba interesado sólo en el oberst…, en el hombre que creo que fue William D. Borden. Nunca oí hablar antes de ninguna de estas otras personas. No sabía quién era Borden hasta que vi su foto en el New York Times del domingo y lo reconocí como el oberst Wilhelm von Borchert, Waffen SS. —Saul calló, se puso las gafas y se tocó la frente con dedos temblorosos. Sabía que debía de parecerle a su sobrino un viejo conmocionado y confuso. En ese momento no estaba actuando.

—Tío Saul, puedes contarme qué pasa —dijo Aaron en hebreo—. Déjame ayudarte.

Saul meneó la cabeza. Sintió que le venían lágrimas a los ojos y los desvió rápidamente.

—Podría tener alguna importancia para Israel —insistió Aaron—, podría ser una amenaza…, tenemos que trabajar juntos, tío Saul.

Saul se puso muy derecho. Ser una amenaza. De súbito vio a su padre llevando al pequeño Josef en aquella fila de hombres y niños desnudos, pálidos; en Chelmno, sintió de nuevo la punzada de la afrenta y la humillación y supo exactamente, como lo supo su padre, que salvar a la familia, a veces, era lo prioritario. Cogió la mano de Aaron entre las suyas:

—Moddy, tienes que confiar en mí. Creo que aquí están pasando muchas cosas que no tienen nada que ver las unas con las otras. El hombre que yo pensaba que era el oberst que conocí en los campos probablemente no lo era. Francis Harrington era brillante pero inestable…, abandonaba todas las responsabilidades de la misma manera que abandonó Princeton hace tres años. Le di un anticipo muy grande para gastos para que pudiera investigar a William Borden. Estoy seguro de que, un día de estos, la madre de Francis…, o la secretaria, o la novia recibirán una postal suya con sello de Bora Bora o cualquier otro lugar.

—Tío Saul…

—Por favor, Moddy, escucha. Los amigos de Francis… murieron en un accidente. ¿Nunca conociste a nadie que muriera en un accidente? Tu primo Chaim, quizá, conduciendo un jeep desde Golán para ir a ver a una chica.

—Tío Saul…

—Escucha, Moddy. Juegas a ser James Bond otra vez, como jugabas a ser Superman. ¿Te acuerdas? El verano que os visité, tenías nueve años, eras demasiado mayor para saltar de la terraza con una toalla alrededor del cuello. En todo el verano no pudiste jugar con tu tío favorito a causa de la escayola en la pierna.

Aaron se sonrojó y miró sus manos.

—Tus fotos son interesantes, Moddy. Pero, ¿qué sugieren? ¿Una conspiración contra Jerusalén? ¿Un comando de Al Fatah de Arafat preparado para enviar bombas a la frontera? Moddy, viste a un grupo de personas ricas y poderosas que se encuentran con un pornógrafo en una ciudad rica y poderosa. ¿Crees que era una reunión secreta? Tú mismo dijiste que C. Arnold Barent tiene islas donde incluso el presidente está más seguro que en su misma casa. Simplemente, no era una reunión pública. ¡Quién sabe en qué negocios sucios de películas invierte dinero esa gente o qué películas sucias paga tu renacido Wayne Jim!

—Jimmy Wayne —corrigió Aaron.

—Lo que sea —dijo Saul—. ¿Crees que valdría la pena incomodar a tus superiores de la embajada para que auténticos agentes se impliquen y quizá llamen la atención de David, enfermo como está, a causa de una reunión cualquiera, sin importancia, para discutir sobre una película porno o algo por el estilo?

La cara delgada de Aaron estaba muy roja. Durante un segundo Saul pensó que el joven iba a llorar.

—Muy bien, tío Saul, ¿no me contarás nada?

Saul tocó de nuevo la mano de su sobrino.

—Te juro por la tumba de tu madre, Moddy, que te he contado todo lo que tiene sentido para mí. Estaré en Washington un día o dos más. Quizá pueda ir a verte de nuevo, a ti y a Deborah, y podríamos hablar. A la otra orilla del río, ¿no?

—Alexandria —dijo Aaron—. Sí. ¿Qué te parece esta noche?

—Tengo una reunión —dijo Saul—. Pero mañana… Me gustaría mucho una comida casera. —Miró por encima del hombro a los tres israelíes que ahora constituían toda la clientela del restaurante—. ¿Qué les diremos?

Aaron se ajustó las gafas.

—Sólo Levi sabe por qué estamos aquí. De todas maneras, íbamos a comer fuera juntos… —Aaron miró intensamente los ojos de Saul—. ¿Sabes lo que estás haciendo, tío Saul?

—Sí —respondió él—. Lo sé. Y en este momento precisamente quiero hacer lo menos posible, relajarme un poco durante lo que queda de mis vacaciones y preparar las clases de enero. Moddy, ¿no harás que uno de ellos… —Saul levantó la cabeza— me siga o algo así? Podría ser embarazoso para una cierta…, ejem, una colega con la que espero cenar esta noche.

Aaron sonrió.

—De todas maneras, no tendríamos bastante personal —dijo—. Sólo Levi tiene categoría de agente. Harry y Barbara trabajan conmigo en códigos. —Los dos hombres se pusieron de pie—. ¿Mañana, tío Saul? ¿Paso a recogerte?

—No, tengo un coche alquilado —dijo Saul—. ¿A las seis?

—Más temprano, si puedes —rogó Aaron—. Tendrás tiempo para jugar con las gemelas antes de la cena.

—A las cuatro y media, entonces —concretó Saul.

—¿Y hablaremos?

—Lo prometo.

Los dos hombres subieron por la escalera hacia la zona bajo la cúpula, se abrazaron y se separaron. Saul se quedó de pie dentro de la tienda de regalos hasta que vio marchar a Harry, Barbara y al hombre moreno que se llamaba Levi. Después subió lentamente por la escalera hacia la sección de impresionistas.

La muchacha con sombrero de paja aún le esperaba, mirando con su expresión ligeramente asustada, ligeramente intrigada, ligeramente herida, que removía algo dentro de Saul. Estuvo allí mucho tiempo, pensando sobre la familia y sobre la venganza y sobre el miedo. Se encontró interrogándose sobre su propia moralidad —o sobre su sensatez— al implicar a dos goyim en lo que nunca podría ser su lucha.

Decidió que volvería al hotel, tomaría una ducha muy larga y muy caliente, y leería un poco del libro de Mortimer Adler. Después, cuando las tarifas fueran más bajas, telefonearía a Charleston. Hablaría si era posible con Natalie y con el sheriff. Les diría que su encuentro había ido bien, que ahora sabía que el productor muerto en el vuelo de Charleston no era el coronel alemán que le perseguía de sus pesadillas. Reconocería que últimamente experimentaba una gran tensión nerviosa y dejaría que ellos llegaran a sus propias conclusiones en cuanto a sus teorías sobre Nina Drayton y los sucesos de Charleston.

Saul estaba aún delante del lienzo de la muchacha con sombrero de paja, inmerso en sus pensamientos, cuando aquella voz baja detrás de él dijo.

—Es un cuadro muy bonito, ¿verdad? Es muy triste que la chica que posó para él esté ya muerta y podrida.

Saúl se volvió.

Francis Harrington estaba allí, con un brillo extraño en los ojos, su pálida cara pecosa como una máscara de muerte. Sus labios flojos se torcieron hacia arriba como si alguien estirara de ellos con ganchos e hilos hasta que su mueca mostró una gran dentadura en una terrible simulación de sonrisa. Sus manos y brazos se levantaron como si fueran a abrazar a Saul.

—Guten Tag, mein alter Freund —dijo la cosa que había sido Francis Harrington—. Wie geht’s, mein Kleiner Bauer?… Mi peón favorito.