14

Melanie

«Para mí, ahora, el tiempo es enormemente confuso. Recuerdo tan claramente aquellas horas finales en Charleston y tan mal los días y semanas que siguieron… Otros recuerdos se abren camino hasta un primer plano. Recuerdo los ojos de cristal y los mechones de pelo que le faltaban al muñeco de tamaño natural, en Grumblethorpe, en la habitación encantada de los niños. Es extraño que recuerde eso; pasé tan poco tiempo allí. Recuerdo a los niños jugando y a todas las niñas cantando en el crepúsculo invernal en aquella ladera junto al bosque, la mañana en que el helicóptero chocó contra el puente. Recuerdo la cama blanca, claro, aquel extraño paisaje que contenía la verdadera prisión de mi cuerpo. Recuerdo a Nina despertando de su sueño de muerte, sus labios azules entreabiertos y sus dientes amarillos, sus ojos azules flotando en sus cuencas cada vez más llenas de gusanos, la sangre fluyendo una vez más desde el pequeño agujero en su pálida frente. Pero esto no es un auténtico recuerdo. No creo que lo sea.

»Cuando intento recordar las horas y los días inmediatamente después de aquella reunión final en Charleston, tengo primero una sensación de regocijo, de optimismo, de juventud restaurada. Entonces pensaba que lo peor había pasado.

»Qué estúpida era.»

¡Estaba libre!

Libre de Willi, libre de Nina, libre del «juego» y de todas las pesadillas que lo acompañaban.

Abandoné el ruido y la confusión de Mansard House y caminé lentamente a través del silencio de la noche. A pesar de los dolores que tenía ese día, hacía tiempo que no me sentía tan feliz y joven, muchos años. ¡Libre! Caminaba ligera, saboreando la oscuridad y el aire frío de la noche. Sonaban las sirenas con su tonada triste, pero no les presté atención. ¡Estaba libre!

Me detuve en el paso cebra de un cruce bastante concurrido. El semáforo se puso rojo y un largo coche azul —un Chrysler, creo— se detuvo. Di un golpecito en la ventanilla del lado del pasajero. El conductor, un hombre de mediana edad con un único mechón de cabellos, se inclinó para mirarme, desconfiado. Después sonrió y apretó el botón para bajar el cristal de la ventanilla.

—¿Le sucede algo, señora?

Yo asentí con la cabeza y entré en el coche. Los asientos eran de terciopelo artificial y muy mullidos.

Sigue —le ordené.

Algunos minutos después estábamos en la autopista, alejándonos de la ciudad. Sólo hablé para dar instrucciones. Aunque estaba exhausta, casi no me exigió ningún esfuerzo mantener el control. Con mi sensación optimista de juventud recobrada me había llegado una fuente segura de poder que no experimentaba desde hacía años. Me recosté en el asiento y observé las luces de Charleston a lo lejos. Estábamos a varios kilómetros de la ciudad cuando noté que el conductor fumaba un puro. Odio los puros. Él abrió la ventana y lo tiró. Le hice ajustar un poco la calefacción y continuamos en silencio hacia el noroeste.

Un poco antes de medianoche pasamos el tramo oscuro del pantano donde el avión de Willi había caído. Cerré los ojos y recordé aquellos días lejanos en Viena. la alegría de los biergartens iluminados con hileras de bombillas amarillas, los paseos por la noche a lo largo del Danubio, la excitación que los tres compartíamos al estar juntos, la emoción de aquellas primeras «alimentaciones». Durante esos primeros veranos habíamos encontrado a Willi en diversas capitales y balnearios, y llegué a pensar que quizá me estaba enamorando de él. Sólo mi dedicación a la memoria de mi querido Charles me impidió considerar cualquier sentimiento hacia nuestro elegante viajero de la noche.

Abría bien los ojos para espiar la pared oscura de árboles y maleza a la derecha de la carretera. Pensé en el cuerpo mutilado de Willi allá fuera, entre el fango y los insectos y los reptiles. No sentí nada.

Paramos para llenar el depósito en Columbia. Cuando el conductor pagó, le cogí la cartera y la registré. Sólo había treinta dólares y el habitual montón de tarjetas y fotos. Su nombre no tenía importancia, así que eché un vistazo al carné de conducir, pero no me preocupé de memorizarlo.

Conducir es casi una acción refleja. Necesitaba muy poca concentración para mantener al conductor en su tarea. Dormité un poco mientras seguíamos por la I-20 por Augusta hasta Georgia. Él estaba agitado cuando desperté, empezaba a mascullar y a menear la cabeza, confuso, pero yo aumenté la presión de mi dominio y él se tranquilizó. Veía imágenes difusas de faros cuando cerré los ojos de nuevo.

Llegamos a Atlanta poco después de las tres de la mañana. Atlanta nunca me había gustado. Le faltaba la gracia y el encanto que caracterizaba a la cultura de las tierras bajas del litoral y, como para mostrar su desprecio continuo por el estilo sureño, se extendía ahora en todas direcciones, en una serie infinita de parques industriales y amorfas urbanizaciones. Salimos de la autopista cerca de un gran estadio. Las calles del centro estaban desiertas. Hice que mi conductor me llevara cerca del banco al que quería llegar, pero su fachada oscura de vidrio sólo intensificó mi frustración. Me había parecido una buena idea guardar los documentos de mí nueva identidad en una caja bancaria; ¿cómo iba a saber que los necesitaría a las 3.30 de un domingo?

Deseé no haber perdido mi bolso durante la masacre. Los bolsillos de mi impermeable castaño rebosaban de objetos que había colocado en ellos al rompérseme el abrigo. Examiné mi cartera para ver si la llave de la caja y mi tarjeta del banco aún estaban allí. Sí. Hice que mi conductor pasara por la zona del centro varias veces, pero parecía un acto inútil. Luces ámbar parpadeaban en la mayoría de los cruces y un par de coches de la policía pasaron lentamente, con el gas de escape caracoleando como humo en el aire frío.

Había varios hoteles decentes en el centro, cerca de mi banco, pero mi aspecto desaliñado y la falta de equipaje los eliminaba como posibles puertos para pasar la noche. Le indiqué a mi conductor, esta vez expresándome sin palabras, que me llevara por otra carretera hasta los suburbios. Fueron necesarios otros cuarenta minutos hasta encontrar un motel con habitaciones libres. Nos desviamos después de una señal luminosa verde en la que se leía «Sandy Springs» y nos acercamos a uno de aquellos horribles establecimientos con nombres tales como «Super 8» o «Motel 6» u otros igualmente absurdos, como si la gente fuera tan cretina como para no poder recordar el nombre sin el añadido de un número. Pensé enviar a mi conductor para concertar la habitación pero habría sido difícil; podría haber conversación y yo estaba muy cansada para «usarlo» en conversaciones. Sentí no tener tiempo para condicionarlo debidamente, pero ésta era la situación. Finalmente me peiné como pude, mirándome en el espejo retrovisor, y después fui a registrarme. La recepcionista era una mujer de ojos soñolientos con pantalones cortos y una camiseta Mercer U. Inventé nuestros nombres, la dirección y el número de matrícula, pero la mujer ni siquiera hizo el esfuerzo de mirar el Chrysler parado fuera. Como era habitual en esos establecimientos tan inmundos, pidió el pago por adelantado.

—¿Una noche? —preguntó.

—Dos —dije—. Mi marido estará fuera mañana durante todo el día. Es viajante de la Coca-Cola y visitará la fábrica. Yo voy a…

—Sesenta y tres dólares con ochenta y cinco —recitó la mujer.

Hubo un tiempo en que mi familia podía pasar una semana entera en un buen hotel de Maine por ese precio. Le pagué a la mujer.

Ella me dio una llave con un llavero de plástico que representaba un pino.

—Dos mil ciento dieciséis. Dé la vuelta y aparque junto a los depósitos.

Dimos la vuelta y aparcamos junto a los depósitos. El aparcamiento estaba absurdamente lleno, había varios semirremolques aparcados junto a la cerca trasera. Abrí la habitación y volví al coche.

El conductor estaba encorvado sobre el volante y temblaba. Tenía la frente cubierta de sudor y sus mandíbulas se estremecían mientras luchaba por liberar su voluntad cautiva. Yo estaba muy cansada, pero mí control permaneció firme. Notaba la falta del señor Thorne. Durante años no había necesitado expresar mis deseos en voz alta para que se realizaran. Usar a este gordinflón era muy frustrante, como tratar con escoria cuando se está acostumbrado a los metales más finos. Vacilé. Había ventajas en mantenerlo a mi lado hasta el lunes, y el coche era una de las principales. Pero los riesgos pesaban más que las ventajas. Su ausencia podía haber sido ya notada. La policía podía haber sido ya alertada para buscar su coche. Todo esto era importante, pero lo que finalmente me decidió fue la terrible fatiga que había ocupado el lugar de mi anterior regocijo. Tenía que dormir, que recuperarme de las heridas y tensiones de ese día de pesadilla. Sin un condicionamiento adecuado, no se podía confiar en que el conductor permaneciera pasivo mientras yo dormía. Me incliné sobre él y le toque el cuello ligeramente con la mano.

—Volverás a la autopista —murmuré—. Da la vuelta a la ciudad. Cada vez que pases una salida, aumenta la velocidad en quince kilómetros. Cuando pases la cuarta salida, cierra los ojos y no los abras de nuevo hasta que te diga que lo hagas. Mueve la cabeza si comprendes.

El hombre movió la cabeza. Sus ojos estaban vidriosos y fijos. No sería adecuado «alimentarme» con éste, aunque lo estaba deseando.

—Ve —dije.

Seguí con la mirada el Chrysler que dejó el aparcamiento y torció a la izquierda, hacia la carretera. Cerrando los ojos, podía ver la larga capota, el brillo de los faros de los coches que venían en dirección contraria cuando el coche aceleró la velocidad en la autopista. Podía sentir el zumbido del radiador y el roce de un jersey de lana contra sus brazos desnudos. Tenía un gusto rancio de puro en la boca. Me estremecí y retiré un poco mi control. El conductor aumentó la velocidad hasta noventa y cinco kilómetros por hora cuando pasó la primera salida. Ahora estaba a varios kilómetros de distancia y mis percepciones se hacían más débiles, mezclándose con los sonidos del aparcamiento y la brisa que golpeaba mi cara. Sólo sentí vagamente el momento en que el coche llegó a los ciento cuarenta kilómetros por hora y el conductor cerró los ojos.

La habitación del motel era tan insípidamente utilitaria como me había imaginado. No importaba. Me quité el impermeable y el rasgado vestido estampado. El corte en mi lado izquierdo era un arañazo muy leve, pero mi vestido y la combinación estaban destrozados. El corte en mi meñique daba punzadas mucho más dolorosas que el del costado. Me di un baño caliente y me lavé el pelo, antes de acostarme. Después me senté envuelta en dos toallas y sollocé. No tenía ni siquiera un camisón ni una muda de ropa interior. No tenía cepillo de dientes. El banco no abriría hasta el lunes por la mañana, más de veinticuatro horas después. Lloré, sintiéndome vieja y desesperada. Quería irme a casa y dormir en mi cama, y quería que el señor Thorne me trajera el café con cruasanes por la mañana, como siempre. Pero no era posible volver atrás. Mis sollozos eran más los de un niño abandonado que los de una mujer de mi edad.

Poco después, aún envuelta en los toallas, aparté la sábana y la manta y me dormí.

Me desperté cerca del mediodía cuando una camarera intentó entrar en la habitación. Fui al lavabo a beber agua, evitando cuidadosamente mi reflejo en el espejo, y después volví a la cama. La habitación estaba oscurecida por las espesas cortinas, el ventilador zumbaba suavemente y yo volví a dormir, como un animal herido vuelve a la oscura protección de su madriguera. No recuerdo haber soñado.

Esa tarde me desperté aún algo mareada y más dolorida que el día anterior, e intenté mejorar mi apariencia. Poco podía hacer. El vestido estampado estaba destrozado. Tenía que llevar el impermeable siempre que fuera posible. Necesitaba urgentemente una peluquera. A pesar de todo, había una cierta luminosidad en mi piel, una firmeza nueva de la piel bajo la barbilla, y una sorprendente suavidad donde las arrugas habían marcado antes las reivindicaciones del tiempo. Me sentía más joven. A pesar del horror de la víspera, la «alimentación» me había ayudado mucho.

Había un restaurante al otro lado del enorme aparcamiento. Era un lugar inhumano: luces como las de una sala de operaciones, manteles de plástico a cuadros rojos aún húmedos de la última pasada con el trapo sucio del ayudante de camarero y enormes cartas de plástico con fotos en color de los «platos especiales» del establecimiento. Supuse que las fotos estaban allí para facilitarle las cosas a la clientela analfabeta que no era capaz de descifrar la prosa pomposa que vendía «deliciosas patatas fritas crujientes como las de casa» y «¡aquellos favoritos de siempre del Sur, delicioso maíz molido y a medio moler exactamente como la abuela solía hacerlo!» La carta estaba llena de apartes y exclamaciones jadeantes. Un aparte explicaba qué eran estos manjares exquisitos del Sur e incitaba a los turistas yanquis a que fueran atrevidos. Pensé cuán extraño era que la pesada dieta de subsistencia de un pueblo demasiado pobre o demasiado ignorante para comer bien se convierta inevitablemente en el tradicional «alimento del alma» de la generación siguiente.

Pedí té y un mollete inglés y esperé media hora a que llegara, todo el tiempo aguantando las disputas y ruidos de una enorme familia de patanes del Norte que comían en la mesa de al lado. Pensé, no por primera vez, que la cordura de la nación mejoraría mucho si los niños y los adultos fueran obligados por ley a comer en establecimientos públicos separados.

Estaba oscuro cuando volví al motel. Como no tenía nada más que hacer, encendí el televisor. Hacía más de una década que no miraba la televisión, pero poco había cambiado. Las estúpidas colisiones del fútbol ocupaban un canal. El canal «educativo» proponía contarme más de lo que yo quería saber sobre la estética de la lucha Sumo. Mi tercera tentativa me trajo un telefilme, frecuentemente interrumpido por anuncios, sobre una red de prostitución de adolescentes y un joven asistente social que se dedicaba en cuerpo y alma a salvar a la heroína de aquella vida de degradación. Ese estúpido programa me recordaba las escandalosas «revistas policíacas», muy populares cuando yo era joven; aparentando denunciar los ultrajes del comportamiento tabú —entonces era el «amor libre», ahora lo que me parece que los medios de comunicación llaman «porno infantil»—, nos permiten regodearme en escabrosos y excitantes detalles.

Las noticias locales eran en el último canal.

La joven locutora de color no dejó de sonreír ni un momento mientras leía la noticia sobre lo que llamó «los crímenes de Charleston». La policía buscaba sospechosos y motivos. Algunos testigos describieron la matanza que tuvo lugar en un hotel muy conocido de Charleston. La policía del Estado y el FBI tenían interés en conocer el paradero de una tal señora Fuller, que había vivido mucho tiempo en Charleston y era ama de una de las víctimas. No había fotos de esa señora. Toda la noticia duró menos de cuarenta y cinco segundos.

Apagué el televisor, apagué las luces y me quedé temblando en la penumbra. Dentro de cuarenta y ocho horas, pensé, estaría segura en mi chalé del sur de Francia. Cerré los ojos e intenté ver las pequeñas flores blancas que crecían entre las losas que conducían al pozo. Durante un segundo casi pude sentir el olor de la sal del mar que llegaba con las tormentas de verano que soplaban desde el sur. Pensé en los tejados del pueblo cercano, trapecios rojos y verdes visibles por encima de los rectángulos verdes de los huertos que llenaban el valle. Estas imágenes agradables se superponían sobre mi última imagen de Nina, sus ojos azules abiertos, asombrados; su boca ligeramente abierta; el agujero en su frente no más espantoso que una mancha cualquiera que ella pronto se hubiera quitado con un gesto de sus dedos largos, perfectamente arreglados. Entonces, en mi ensueño antes de dormirme, la sangre brotó y empezó a fluir, no sólo de la herida sino de la boca y de la nariz y de los grandes y acusadores ojos de Nina.

Atraje las mantas bajo la barbilla y traté de no pensar en nada.

Me hacía falta un bolso. Pero si quería pagar el taxi que me llevaría al centro de la ciudad, hasta el banco, el dinero no me llegaba. Pero no podía ir al banco sin bolso. Conté de nuevo el dinero que tenía, pero aun contando el cambio no sería suficiente. Mientras estaba allí, en la habitación del motel, el taxi que yo había llamado tocaba impacientemente el claxon desde el aparcamiento.

Resolví el problema haciendo que el chófer parara en un almacén barato de camino a la ciudad. Compré un «bolso de compras» de paja absolutamente atroz por siete dólares. El taxi, incluyendo la espera mientras compraba mi tesoro, me costó poco más de trece dólares. Di un dólar de propina y guardé el dólar que me quedaba.

Yo debía de ser todo un espectáculo, allí en la acera, esperando a que abriera el banco. Mi peinado estaba imposible. No llevaba maquillaje. Mi impermeable castaño, que aún olía un poco a pólvora, estaba abotonado hasta el cuello. Con la mano derecha cogía con fuerza mi nuevo bolso de paja. Sólo faltaban los zapatos de tenis para completar la imagen de lo que me parece que las personas consideran ahora como una «señora que va de compras». Entonces recordé que aún llevaba los zapatos de tacones bajos que parecían zapatillas de lona.

Sorprendentemente, el subdirector me reconoció y parecía encantado de verme.

—Ah, señora Straughn —dijo cuando me acerqué tímidamente a su mesa—, ¡qué placer verla de nuevo!

Yo estaba pasmada. Habían pasado casi dos años desde mi última visita a este banco. Mi cuenta no era tan importante como para que mereciera tal cortesía de un subdirector. Durante algunos segundos de pánico tuve la certeza de que la policía ya había estado allí y que aquello era una trampa. Miré a los clientes y empleados, intentando decidir quiénes eran los policías de paisano, cuando me di cuenta del aire relajado y de la sonrisa satisfecha del subdirector. Estaba delante de un hombre que tenía el orgullo de recordar los nombres de sus clientes, nada más.

—Hace mucho tiempo —dijo él con amabilidad, y miró rápidamente mi conjunto.

—Dos años —concreté.

—¿Su marido está bien?

¿Mi marido? Intenté desesperadamente recordar qué historia le había contado en las visitas anteriores. Con un sobresalto comprendí que se refería al caballero alto, calvo, que permanecía silencioso a mi lado cada vez que estuve allí.

—Ah —dije—. Se refiere al señor Thorne, mi secretario. Ya no está a mi servicio En cuanto a mi marido, el señor Straughn, murió de cáncer en 1956.

—Oh —murmuró el subdirector, su cara colorada sonrojándose aún más—. Lo siento.

Asentí con la cabeza y ambos guardamos algunos segundos de silencio por el fantasmagórico señor Straughn.

—Bien, ¿qué podemos hacer por usted, señora Straughn? Un depósito, espero.

—Un reintegro, lo siento —dije—. Pero primero desearía ver mi caja.

Presenté la correspondiente tarjeta, teniendo cuidado de no confundirla con la media docena de tarjetas bancarias que hacia tanto tiempo llevaba en la cartera. Pasamos por el solemne ritual de las llaves dobles. Después quedé sola en aquel reducido espacio que parecía un confesionario y levanté la tapa de mi nueva vida.

El pasaporte tenía cuatro años, pero aún era válido. Era un pasaporte del bicentenario —con el fondo de papel rojo y azul— y el hombre de Atlanta me había dicho que un día valdría mucho. El dinero, doce mil dólares entre billetes y valores, aún era válido también. Y pesado. Metí los paquetes de billetes en mi bolso de paja y recé para que la paja barata no se rompiera. Los títulos y bonos a nombre de la señora Straughn no servían para mis fines, pero quedaron muy bien sobre el magnífico montón de billetes. Ignoré las llaves del Ford Granada. No quería hacer el esfuerzo de sacar el coche del garaje, y habría investigaciones si fuera descubierto en el aparcamiento del aeropuerto. Lo último era la pequeña Beretta, destinada a ser usada por el señor Thorne si los acontecimientos lo hubiesen exigido, pero adonde iba no la necesitaba.

Adónde pensaba que iba.

Después de guardar la caja con la misma solemnidad funeraria de antes, me puse en la cola del cajero.

—¿Desea la totalidad de los diez mil hoy? —preguntó la chica que masticaba chicle detrás de las rejas.

—Sí, como dice en la papeleta.

—¿Eso quiere decir, entonces, que cerrará su cuenta?

—Sí, naturalmente. —Era espantoso comprobar como años de entrenamiento podían producir tales modelos de eficacia. La chica miró hacia donde estaba el subdirector, de pie con los dedos cruzados sobre el estómago como una plañidera alquilada. Hizo una señal con la cabeza y la chica puso el chicle a un ritmo más rápido—. Sí, señora. ¿Cómo lo quiere?

En duros peruanos, tuve la tentación de decir.

—En cheques de viaje, por favor. —Sonreí—. Mil dólares en billetes de cincuenta. Mil de cien. El resto en billetes de quinientos.

—Hay un precio por los cheques —dijo la chica frunciendo ligeramente el ceño, como si esa perspectiva me fuera a hacer cambiar de idea.

—Magnífico —dije yo. El día apenas había empezado. Me sentía joven. En el sur de Francia haría fresco, pero la luz sería tan bella como mantequilla derretida—. Tómese el tiempo que haga falta. No hay prisa.

El Atlanta Sheraton estaba a dos bloques del banco. Me pidieron la tarjeta de crédito. En su lugar, pagué con un billete de quinientos dólares y me guardé el cambio en la cartera. La habitación era un poco menos vulgar que la del motel, pero no menos aséptica. Usé el teléfono de la habitación para establecer contacto con una agencia de viajes del centro. Después de consultar durante un rato su ordenador, la señorita me dio a escoger entre dejar Atlanta a las seis de la tarde de ese mismo día en un vuelo de la TWA con una escala de cuarenta minutos en Heathrow antes de seguir hasta París, o salir a las diez de la noche en un vuelo de la Pan Am directo a esta ciudad. En ambos casos podía coger el mismo vuelo nocturno de París a Marsella. Me recomendaba el vuelo de las diez porque era un poco más barato. Decidí ir en primera clase en el primero.

Había tres respetables almacenes a un corto viaje de taxi desde el hotel. Llamé a los tres y descubrí el menos sorprendido por la idea de entregar compras al hotel del cliente. Después pedí un taxi y fui de compras.

Compré ocho vestidos con etiqueta de Albert Nipon, cuatro faldas —una de ellas con un bello diseño en lana verde de Cardin—, un juego completo de maletas Gucci, dos trajes Evan Picone, incluyendo uno que, algunos días antes, yo habría considerado apropiado para una mujer un poco más joven, cantidades adecuadas de ropa interior, dos bolsos, tres camisones, una confortable bata azul, cinco pares de zapatos incluyendo un par de escarpines negros de tacón alto de Bally, media docena de jerseys de lana, dos sombreros —uno ancho de paja que iba muy bien con mi bolso de paja—, una docena de blusas, artículos de tocador, una botella de perfume Jean Paton que pretendía ser «el perfume más caro del mundo» y bien lo podía ser, un despertador digital con calculadora incorporada por sólo diecinueve dólares, productos de maquillaje, medias (no aguanto esos horribles pantis, sólo me gustan las auténticas medias de nailon), media docena de éxitos literarios en rústica, una guía Michelin de Francia, una cartera más grande, un surtido de chocolates y galletas inglesas y un pequeño baúl de metal. Después, mientras el empleado buscaba a alguien que llevara las compras a mi hotel, fui al salón de Elizabeth Arden, al lado, para un tratamiento completo.

Más tarde, relajada, mi piel y mi cabeza aún hormigueando, con una confortable falda y una blusa blanca, volví al Sheraton. Pedí el almuerzo —café, un rosbif frío con mostaza de Dijon, ensaladilla y helado de vainilla— y di una propina de cinco dólares al ayudante del camarero cuando me lo trajo. Había un informativo en la televisión, pero no mencionó los acontecimientos del sábado en Charleston. Después volví a mi habitación y tomé un relajante baño caliente.

Para viajar preparé el traje azul oscuro. Después, aún en combinación, empecé a preparar las maletas. Puse una muda de ropa, un camisón, productos de maquillaje, unos bocados, dos libros y la mayor parte de mi dinero en mi pequeña bolsa de viaje. Tuve que llamar de nuevo al servicio de habitaciones para que me trajeran unas tijeras para cortar etiquetas e hilos. A las dos había terminado —aunque el pequeño baúl estaba lleno sólo a medias y tuve que acabar de llenarlo con una manta que encontré en el armario para impedir que las cosas se movieran— y me acosté a dormir un poco antes de que a las 4.15 la limusina me llevara al aeropuerto. Encontré agradable observar los números negros cambiando fluidamente en la superficie gris de mi nuevo despertador de viaje. No tenía idea de cómo funcionaba aquello. Había muchas cosas en este último cuarto del siglo veinte que yo no comprendía, pero daba igual.

Me dormí con una sonrisa en los labios.

El aeropuerto de Atlanta era como todos los aeropuertos importantes donde había estado, y he estado en la mayoría. Echaba de menos las grandes estaciones de ferrocarril de algunas décadas atrás: la dignidad del mármol brillando al sol de la Grand Central en su albor, la majestad al aire libre de la terminal de Berlín de antes de la guerra, incluso la monstruosidad arquitectónica y el caos campesino de la Victoria Station de Bombay. El aeropuerto de Atlanta era la personificación del viajero sin clase: interminables vestíbulos de baldosas, asientos de plástico e hileras de monitores de vídeo anunciando de una manera muda las llegadas y salidas. Los corredores estaban llenos de hombres de negocios apresurados y ruidosos, y de sudorosas familias con ropas muy coloreadas. No me importó. En veinte minutos estaría libre.

Facturé el equipaje, excepto mí saco de viaje y mi bolso. Un empleado de la compañía aérea me llevó a través del vestíbulo en un pequeño coche eléctrico. Realmente mi artritis me incomodaba y las piernas me dolían mucho después de los esfuerzos del sábado. Me registré de nuevo en el área de partida, confirmé que no habría fumadores en mi sección de primera clase y me senté para esperar los últimos minutos previos al embarque.

—Señorita Fuller. Melanie Fuller. Por favor atienda al teléfono blanco más cercano.

Me quedé rígida, escuchando. El sistema de altavoces no había parado de hablar desde mi llegada, llamando a personas, amenazando que los coches aparcados en la zona de carga serían multados y retirados, negándose a aceptar la responsabilidad por los fanáticos religiosos que vagaban por la terminal como manadas de chacales repartiendo folletos. ¡Seguro que era una equivocación! Si hubiesen dicho mi nombre, lo habría oído antes. Continué sentada muy tiesa, sin apenas respirar, atenta a aquella voz sin sexo que recitaba su letanía de nombres. Me relajé un poco cuando oí llamar a una tal señorita Renée Fowler. Era una equivocación muy natural. Tenía los nervios de punta desde comienzos del otoño.

—Señorita Fuller. Melanie Fuller. Por favor coja el teléfono blanco más cercano.

Mi corazón se detuvo durante un segundo. Podía sentir el dolor en el pecho cuando los músculos se contraían. «Es una equivocación. Es un nombre muy vulgar. Estoy segura de que no he escuchado bien el aviso…»

—Señora Straughn. Beatrice Straughn. Por favor, coja el teléfono blanco más cercano. Señor Bergstrom. Harold Bergstrom…

Hubo un momento en el que tuve la certeza de que estaba a punto de desmayarme allí mismo, en la sala de partidas de la Trans World Airlines. Bajé la cabeza mientras las paredes rojas y azules se desenfocaban y una minada de pequeños puntos danzaban en la periferia de mi visión. Después me levanté y me moví con el bolso y la bolsa de viaje. Pasaba un hombre con una chaqueta deportiva y una placa con su nombre, y le cogí por el brazo.

—¿Dónde está?

Me miró.

—El teléfono blanco —casi grité—. ¿Dónde está?

Señaló una pared cercana. Me acerqué a él como si fuera una víbora. Durante un minuto —una eternidad— no conseguí cogerlo. Después dejé la bolsa de viaje en el suelo, levanté el auricular y murmuré mi nuevo nombre. Una voz extraña dijo:

—¿La señora Straughn? Un momento, por favor. Tiene una llamada.

Me quedé inmóvil mientras oía los sonidos huecos de las conexiones. Cuando la voz llegó, era también hueca, vacía, resonante, como si viniera de un túnel o de un cuarto vacío. O de una tumba. Reconocí perfectamente esa voz.

—¿Melanie? Melanie, cariño, soy Nina…, ¿Melanie? Cariño, soy Nina…

Dejé caer el auricular y me alejé. El bullicio que me rodeaba retrocedió hasta que no fue más que un zumbido distante, vago. Tuve la sensación de mirar por un largo túnel hacia minúsculas figuras que revoloteaban de un lado para otro. Me giré en un espasmo de pánico y huí por el vestíbulo, olvidando mi saco de viaje, olvidando el dinero que había allí, olvidando mi vuelo, olvidando todo excepto la voz muerta que había sonado en mi oído como un grito en la noche.

Cuando me acerqué a la puerta de la terminal un mozo de equipaje corrió hacia mí. Ni siquiera pensé. Miré al negro que corría y el hombre cayó al suelo. No creo que antes haya «usado» alguna vez a alguien de manera tan brutal y rápida. El hombre se crispó, golpeando su cara repetidamente contra las baldosas. Yo me deslicé por las puertas automáticas mientras varias personas corrían hacia el mozo de equipajes.

Me quedé en la curva e intenté sin éxito dominar el torbellino de pánico y confusión que me azotaba. Cada cara que se acercaba amenazaba con transformarse en la máscara de muerte pálida y sonriente que casi esperaba ver. Giraba con mi bolso de paja apretado contra el pecho, una vieja patética al borde de la histeria. «Cariño, soy Nina…»

—¿Taxi, señora?

Me volví para mirar al que había hablado. El taxi verde y blanco había parado junto a mí sin que yo me diera cuenta. Otros esperaban atrás, en un carril especial para taxis. El chófer era blanco, de unos treinta y tantos años, bien afeitado pero con el tipo de piel translúcida que revelaba la oscuridad de la barba del día siguiente.

—¿Quiere taxi?

Asentí con la cabeza e intenté abrir la puerta. El chófer se inclinó hacia atrás y la abrió. El interior olía a humo rancio de cigarrillo, sudor, vinilo y orina. Me giré para mirar hacia fuera por el cristal trasero cuando pasamos la curva. Rectángulos verdes de luz pasaron por los cristales del taxi. Me era imposible saber si algún coche nos seguía. Había un tráfico increíble.

—¿Adónde? —gritó el chófer.

Parpadeaba. Tenía la mente en blanco.

—¿Al centro? —preguntó él—. ¿Hotel?

—Sí.

Era como si yo no hablara su lengua.

—¿Cuál?

Un gran dolor surgió detrás de mi ojo izquierdo. Lo sentí bajar desde mi cráneo hasta el cuello y después llenar mi cuerpo como una llama líquida. No podía respirar. Estaba sentada allí, agarrando mi bolso de paja y esperando que el dolor desapareciera.

—¿… o qué? —preguntó el chófer.

—¿Cómo? —Mi voz era el chirrido de tallos muertos de maíz al viento seco.

—¿Debemos seguir por la autopista o qué?

—Sheraton.

La palabra no tenía sentido para mí. El dolor empezó a amainar, dejando un eco de náuseas.

—¿Centro o aeropuerto?

—Centro —dije sin tener la más mínima idea de lo que negociábamos.

—De acuerdo.

Me recosté en el asiento de vinilo. Fajas de luz se movían a través del interior fétido del taxi con una regularidad hipnótica; me concentré en disminuir el ritmo de mi respiración. El sonido de neumáticos sobre el pavimento mojado penetró lentamente en el zumbido que me llenaba los oídos. «Melanie, cariño…»

—¿Cómo se llama? —murmuré.

—¿Eh?

—¿Su nombre? —pregunte.

—Steve Lenton. Está en la tarjeta, aquí. ¿Por qué?

—¿Dónde vive?

—¿Por qué?

Estaba harta del tipo. «Empujé.» Incluso a través del dolor de cabeza, incluso a través del torbellino de la náusea, «empujé». El impacto fue lo bastante fuerte como para hacerle doblarse sobre el volante durante algunos segundos, y después permití que se pusiera derecho y dirigiera de nuevo la atención a la carretera.

—¿Dónde vive?

Imágenes, cuadros, una mujer de pelo fibroso, rubio, delante de un garaje.

«Expresa con palabras.»

—En Beulah Heights.

La voz del chófer era monótona.

—¿Estamos lejos?

—A quince minutos.

—¿Vive solo?

Tristeza. Pérdida. Celos. Una imagen llena de dolor de la rubia con un niño con la nariz llena de mocos en los brazos, voces gritando con rabia, un vestido rojo alejándose por la acera. La última imagen de su coche. Lástima de sí mismo. Palabras de una canción country diciendo la verdad.

—Vamos allá —dije yo. Creo que lo dije. Cerré los ojos y escuché el sonido de los neumáticos sobre el pavimento mojado.

La casa del chófer era oscura. Era un duplicado de todas las demás casas pobres que habíamos pasado en aquella urbanización: paredes estucadas, un único ventanal sobre un pequeño rectángulo de patio, un garaje tan grande como todo el resto de la casa junto. Nadie miraba cuando llegamos. El chófer abrió las puertas del garaje y metió el taxi. Había también allí un modelo nuevo de Buick, azul oscuro o negro, no lo sé exactamente a causa de la mala luz. Le hice poner el Buick en el caminito y volver. Dejamos el motor del taxi en marcha. El chófer bajó la puerta del garaje.

—Muéstrame la casa —dije yo amablemente.

Era tan previsible como deprimente. El fregadero estaba lleno de platos, había calcetines y ropa interior en el suelo del dormitorio, periódicos por todas partes y pinturas baratas de niños con ojos de liebre que miraban el desorden.

—¿Dónde está tu arma? —pregunté. No tuve que sondear para descubrir que él tenía un arma. Al fin y al cabo, estábamos en el Sur. El chófer parpadeó y me condujo abajo, a un taller mal iluminado. En las paredes sin revoco había viejos calendarios con fotos de mujeres desnudas. El chófer señaló en dirección a un armario barato de metal donde había una escopeta, un rifle de caza y dos pistolas. Las pistolas estaban envueltas en trapos aceitosos. Una era una especie de pistola de tiro al blanco de cañón largo, de un solo tiro y calibre corto. La otra me resultaba más familiar, de calibre 38, cañón de nueve centímetros, en cierta manera reminiscencia de la herencia de Charles. Puse tres cajas de cartuchos en mi bolso de paja con el revólver y volvimos a subir la escalera hacia la cocina.

Él me trajo las llaves del Buick y nos sentamos los dos a la mesa de la cocina mientras yo pensaba en la nota que él tenía que escribir. No fui muy original. Soledad. Remordimiento. Incapacidad de continuar. Las autoridades podrían notar la falta del arma y ciertamente buscarían el coche, pero la autenticidad de la nota y la elección del método apartaría toda sospecha de crimen. O así lo esperaba yo.

El chófer volvió al taxi. Incluso en los pocos segundos que la puerta de la cocina estuvo abierta al garaje, los humos me hicieron llorar. El motor del taxi me pareció absurdamente ruidoso. En la última imagen del chófer que tuve, estaba sentado muy tieso, con las manos firmes en el volante, mirando al frente el horizonte de alguna autopista invisible. Cerré la puerta.

Debía haberme marchado inmediatamente, pero tuve que sentarme. Las manos me temblaban, y también la pierna derecha, que enviaba punzadas de dolor artrítico a la cadera. Cerré los ojos. «¿Melanie? Cariño, soy Nina…» No me equivocaba con aquella voz. O Nina aún me perseguía o yo estaba loca. El agujero en su frente tenía el tamaño de una pequeña moneda y era perfectamente redondo. No había sangre.

Registré los armarios en busca de vino o coñac. Había sólo media botella de whisky Jack Daniel’s. Encontré un vaso limpio y bebí. El whisky quemó mi garganta y mi estómago, pero mis manos estaban más firmes cuando lavé cuidadosamente el vaso para volver a ponerlo en el armario.

Durante un segundo pensé volver al aeropuerto, pero rechacé rápidamente la idea. Mi equipaje estaría en ese momento camino de París. Podía alcanzarlo cogiendo el vuelo de la Pan Am más tarde, pero sólo la idea de entrar en un avión me hizo estremecer. Imaginé a Willi relajándose, volviéndose para hablar con uno de sus vecinos. Después la explosión, los gritos, la larga, oscura, caída en la nada. No, no viajaría en avión durante algún tiempo.

El sonido del motor del taxi atravesaba la puerta del garaje, era un zumbido sordo, persistente. Llevaba así más de media hora. Era el momento de marcharse.

Me aseguré de que no había nadie cerca y cerré la puerta detrás de mí. Cuando me senté al volante del Buick apenas podía oír el motor del taxi detrás de la gran puerta del garaje. Durante unos pocos segundos de pánico no conseguí meter ninguna de las llaves en la ranura del contacto, pero insistí, me tomé mi tiempo, y el motor acabó poniéndose en marcha. Me llevó otro minuto ajustar el asiento y el espejo retrovisor, y encontrar el interruptor. No conducía un coche —directamente, quiero decir— desde hacía muchos años. Retrocedí por el caminito hasta la calle, y una vez allí conduje lentamente a través de esa horrible zona residencial. No sabía qué rumbo tomar, no tenía planes alternativos. Me había centrado en el chalé cerca de Toulon y en la identidad que me esperaba allí. La persona de Beatrice Straughn había sido una cosa temporal, un nombre de viaje. Con un sobresalto recordé que los doce mil dólares en metálico estaban en la bolsa de viaje que había dejado junto al teléfono en el aeropuerto. Aún tenía más de nueve mil dólares en cheques de viaje en mi bolso junto con el pasaporte y demás documentación, pero el vestido azul que llevaba era toda la ropa que me quedaba. Se me hizo un nudo en la garganta cuando pensé en las magníficas compras que había hecho esa mañana. Sentí el escozor de las lágrimas, pero menee la cabeza y seguí cuando la luz cambió y un cretino detrás de mi tocó el claxon con impaciencia.

No sé cómo, pero conseguí encontrar la entrada de la autopista y seguí hacia el norte. Vacilé cuando vi la señal verde de la salida del aeropuerto. Mi bolsa de viaje podría estar aún cerca del teléfono. Sería fácil arreglar un vuelo alternativo. Seguí adelante. Nada en el mundo podía haberme hecho entrar en aquel mausoleo bien iluminado donde la voz de Nina me esperaba. Me estremecí de nuevo cuando la imagen de la sala de espera de la TWA donde había estado dos horas antes, una eternidad antes, se formó espontáneamente en mi cabeza. Nina estaba allí sentada, remilgada, aún con el vestido rosa pálido que llevaba la última vez, las manos sobre el bolso en su regazo, los ojos azules, la frente marcada por el agujero del tamaño de una pequeña moneda y una herida que se extendía, su sonrisa ancha y blanca. Sus dientes habían sido limados y estaban afilados.

Iba a embarcar. Me esperaba.

Mirando a menudo por el espejo, cambié de carril, alteré mi velocidad y tomé un par de salidas para volver por la rampa siguiente a la autopista. Era imposible saber con absoluta certeza si alguien me seguía, pero parecía que no. Los faros me cegaban. Mis manos empezaron a temblar de nuevo. Abrí un poco la ventanilla y dejé que el aire frío de la noche me refrescara la mejilla. Pensé qué estupendo sería tener una botella de whisky.

La indicación decía «I-85 NORTE, CHARLOTTE, N. D. Norte». Odiaba el Norte, la concisión yanqui, las ciudades grises, el frío y los días nublados. Cualquier persona que me conociera sabía también que detestaba los Estados del Norte, especialmente en invierno, y que los evitaría si fuera posible.

Seguí el tráfico hasta la curva del cruce de salida. Un rótulo colgado decía: «CHARLOTTE, N. C, 360 km, DURHAM, NC. 504 km, RICHMOND, VA 810 km, WASHINGTON, D. C., 975 km».

Cogiendo el volante con toda mi fuerza, intentando acompasarme a la velocidad loca del tráfico, me dirigí hacia la noche del Norte.

—¡Eh señora!

Me desperté y miré la aparición a pocos centímetros de mi cara. El sol iluminaba el pelo largo, fino, que cubría a medias unos rasgos de roedor; ojos minúsculos, astutos; la nariz larga, la piel sucia, y labios finos, agrietados. La aparición forzó una sonrisa y vi un breve destello de dientes agudos, amarillos. Uno de los dientes estaba fracturado. El chico no podía tener más de diecisiete años.

—Eh, señora, ¿va en mi dirección?

Me incorporé e indiqué que no con la cabeza. Dentro del coche cerrado, la luz del último sol de la tarde era cálido. Miré alrededor el interior del Buick y durante un segundo no recordé por qué estaba durmiendo en un coche y no en casa, en mi cama. Después recordé la interminable noche conduciendo y el terrible peso del cansancio que me había obligado finalmente a detenerme en una zona de descanso vacía. ¿Hasta dónde había llegado? Recordaba vagamente que, precisamente antes de parar, había pasado una señal de salida a Greensboro, Carolina del Norte. La criatura golpeó en la ventanilla con un nudillo sucio.

—¿Señora?

Apreté el botón para bajar el cristal, pero no pasó nada. La claustrofobia me amenazó durante un segundo antes de pensar en darle al contacto. Todo en aquel vehículo absurdo era eléctrico. Me di cuenta de que el indicador de gasolina estaba alto. Recordé que había parado durante la noche, después de pasar varias gasolineras hasta encontrar una que no fuera del todo de autoservicio. Pasara lo que pasase, no estaba dispuesta a rebajarme hasta el punto de ponerme la gasolina. El cristal bajó con un zumbido.

—¿Acepta pasajeros, señora?

La voz del chico, un lloriqueo nasal, era tan repulsiva como su apariencia. Llevaba una chaqueta militar sucia y una pequeña bolsa y un saco de dormir como único equipaje. Detrás de él, los coches se movían por la autopista con el sol brillando en los parabrisas. Tuve la sensación súbita, liberadora, de estar jugando al hockey en la escuela. Fuera, el chico gangueó y se limpió la nariz con una manga.

—¿Hasta dónde vas? —pregunté.

—Al Norte —dijo el chico encogiéndose de hombros.

Me sigue dejando pasmada que fuésemos capaces de crear toda una generación incapaz de responder a una simple pregunta.

—¿Tus padres saben que estás haciendo autostop?

Se encogió de nuevo de hombros, en realidad se encogió a medias, levantando sólo un hombro, como si el gesto completo exigiera demasiada energía. Supe inmediatamente que ese chico se había escapado de casa, era probablemente un ladronzuelo y muy posiblemente un peligro para cualquiera lo suficientemente tonto como para recogerlo.

—Entra —dije, y toqué el botón para abrir la puerta del lado del pasajero.

Paramos en Durham para desayunar. El chico frunció el ceño ante las fotos de la carta de plástico y después me miró.

—Ah, yo no puedo… Quiero decir, no tengo dinero para esto. Ya sabe, no me alcanza para llegar a casa de mi tío y…

—Bueno —dije yo—. Te invito.

Se suponía que ambos creíamos que él viajaba hasta la casa de su tío en Washington. Cuando le pregunté de nuevo hasta dónde iba me lanzó una de sus miradas de hurón y dijo:

—¿Hasta dónde va usted?

Cuando sugerí Washington como mi destino me honró con otra mirada y con sus dientes sucios de nicotina y dijo:

—Muy bien, es ahí donde vive mi tío. Voy ahí, a la casa de mi tío. En Washington. Perfecto.

El chico murmuró su pedido a la camarera y empezó a juguetear con el tenedor. Como me pasaba con tantos jóvenes que encontraba últimamente, no me era posible saber si era realmente retrasado o sólo lamentablemente mal educado. La mayor parte de la población con menos de treinta años parece que entra en una u otra de estas categorías.

Bebí mi café y pregunté:

—¿Dices que tu nombres es Vincent?

—Sí.

Bajó la cara hacia la taza como un caballo en un pesebre. Los ruidos no eran diferentes.

—Es un bonito nombre. ¿Vincent qué?

—¿Qué?

—Tu apellido, Vincent.

Él bajó la boca otra vez hacia la taza para ganar tiempo para pensar. Me volvió a lanzar su mirada de roedor.

—Ah…, Vincent Pierce.

Asentí con la cabeza. Casi había dicho Vincent Price. Yo había conocido a Price en cierta ocasión, en una subasta de arte en Madrid a finales de los años sesenta. Era un hombre muy amable, verdaderamente refinado, con grandes manos suaves que nunca estaban quietas. Discutimos sobre arte y cultura española. En esa ocasión compraba arte para una monstruosa compañía americana. Lo consideré una persona encantadora. Sólo años más tarde descubrí que actuaba en todas aquellas horribles películas de terror. Quizás hubiese trabajado en alguna ocasión con Willi.

—¿Y vas en autostop hasta la casa de tu tío en Washington?

—Sí.

—Vacaciones de Navidad, sin duda —dije—. La escuela debe de estar cerrada.

—Sí.

—¿En qué parte de Washington vive tu tío?

Vincent se inclinó de nuevo sobre su taza. Su pelo colgaba como un manojo de raíces grasientas. Cada pocos segundos levantaba una mano lánguida y se quitaba un mechón de los ojos. El gesto era tan constante y exasperante como un tic. Hacía menos de una hora que conocía a ese vagabundo y sus maneras ya me exasperaban.

—¿Un suburbio, quizá? —sugerí.

—Sí.

—¿Cuál, Vincent? Hay muchos suburbios alrededor de Washington. Quizá pasemos por allá y pueda dejarte en casa. ¿Es en una de las zonas más caras?

—Sí. Mi tío tiene mucha pasta. Toda mi familia es rica, ¿sabe?

No pude dejar de echar una mirada a su chaqueta sucia, ahora abierta, que mostraba una camiseta negra hecha jirones. Sus mugrientos pantalones vaqueros estaban desgastados en varios sitios. Yo comprendía, claro, que el atuendo no significa nada hoy en día. Vincent podía ser nieto de J. Paul Getty y andar vestido así. Recordé los trajes frescos, de seda, que mi Charles usaba. Recordé la elaborada manera de vestir de Roger Harrison en todas las ocasiones; capa de viaje y traje para los desplazamientos más cortos, pantalones de montar, corbata negra y frac para la noche. Estados Unidos sin duda había llegado a su auge igualitario en lo que al vestir se refiere. Reducimos las opciones de sastrería de todo un pueblo a los andrajos sucios del mínimo denominador común de la sociedad.

—¿Chevy Chase? —pregunté.

—¿Qué?

—El suburbio. ¿Es quizá Chevy Chase?

Meneó la cabeza.

—¿Bethesda? ¿Silver Springs? ¿Takoma Park?

Vincent arrugó la frente como si pensase en ello. Iba a hablar cuando le interrumpí.

—Oh, ya lo sé —dije—. Si tu tío es rico, probablemente vive en Bel Air. ¿No?

—Sí, exactamente —convino Vincent, aliviado—, allí vive.

Llegaron mi tostada y mi té. Los huevos con salchicha, picadillo, jamón y pan tostado estaban también ante sus narices. Comimos en un silencio quebrado sólo por los ruidos de su masticación.

Después de Durham, la I-85 giró de nuevo hacia el norte. Entramos en Virginia una hora y pico después del desayuno. Cuando yo era una niña, mi familia solía ir a Virginia a visitar amigos y conocidos. Tomábamos el tren, pero mi manera favorita de viajar era el pequeño pero confortable paquebote que estaba atracado en el muelle en Newport News. Ahora me veía conduciendo un enorme Buick hacia el Norte por una autopista de cuatro carriles, escuchando música evangélica en la radio y con mi ventanilla un poco abierta para disipar el olor de sudor y orina seca que despedía mi pasajero, que en ese momento dormía.

Habíamos pasado Richmond y empezaba a anochecer cuando Vincent se despertó. Le pregunté si le gustaría conducir un rato. Me dolían los brazos y las piernas de la tensión de prestar atención al tráfico durante tantas horas. Nadie respetaba el limite de velocidad de ochenta kilómetros por hora. Notaba también la vista cansada.

—Eh, sí, ¿está segura? —preguntó Vincent.

—Sí —dije—. Conducirás con cuidado, supongo.

—Por supuesto.

Encontré una zona de descanso donde pudimos cambiar de asiento. Vincent condujo a una velocidad media de cien kilómetros por hora sólo con la muñeca en el volante y los ojos tan entrecerrados que durante un momento llegué a sospechar que se había dormido. Me tranquilicé al recordar que los coches modernos son tan simples que los puede conducir incluso un chimpancé. Bajé un poco el respaldo de mi asiento y cerré los ojos.

—Despiértame cuando lleguemos a Arlington, por favor, Vincent.

Él gruñó. Yo había puesto mi bolso entre los dos asientos delanteros y sabía que Vincent lo miraba. No había podido retirar los ojos con suficiente rapidez cuando yo había sacado el dinero para pagar el desayuno. Era arriesgado dormirse, pero estaba muy cansada. Una emisora de FM de Washington radiaba un concierto de Bach. Mecida por el zumbido de los neumáticos y el suave silbido del tráfico me dormí en menos de un minuto.

La ausencia de movimiento me despertó. Me desperté de golpe, con la mente alerta, de la manera como un depredador se despierta al notar la proximidad de su presa.

Estábamos aparcados en una zona de descanso. La inclinación del sol en esa tarde de invierno me indicaba que había dormido cerca de una hora. El tráfico continuo sugería que estábamos cerca de Washington. La navaja de muelle en la mano de Vincent sugería cosas más oscuras. Levantó los ojos de los cheques de viaje que estaba contando. Le devolví, impasible, la mirada.

—Tiene que firmarlos —murmuró.

Le miré fijamente.

—Tiene que firmar esta mierda —silbó el chico. El pelo le cayó sobre los ojos y se lo apartó—. Tiene que firmarlos ahora.

—No.

Los ojos de Vincent se abrieron mucho, sorprendidos. Tenía los labios finos mojados con saliva. Después me mataría, tenía la certeza, a plena luz del día, con todo aquel tráfico pasando a veinte metros y sin ningún sitio donde dejar un cadáver excepto el Potomac, pero —y hasta el estúpido Vincent era capaz de entenderlo— necesitaba mi firma en los cheques.

—Escucha, viejo coño —dijo, y me cogió por la blusa—, o firmas estos papeles o te corto el morro. ¿Lo entiendes, zorra?

Detuvo la navaja a pocos centímetros de mis ojos.

Yo miré la mano sucia que apretaba mi blusa y suspiré. Durante un breve segundo recordé el día en que entré en mi suite de hotel tres décadas antes, en otro país, en un mundo diferente, y encontré a un caballero calvo pero atractivo, vestido con un frac, registrando la caja de mis joyas. Aquel ladrón había sonreído irónicamente y había hecho una pequeña reverencia al ser descubierto. Echaba de menos aquella gracia, la facilidad del «uso», la tranquila eficiencia que ningún condicionamiento podía transmitir.

—Vamos —silbó el desaliñado jovenzuelo agarrándome con fuerza. Acercó la navaja a mi cara—. Te lo estás buscando —amenazó.

Había un centelleo en sus ojos que no tenía nada que ver con el dinero.

—Sí —dije. Su brazo se detuvo en mitad de un movimiento. Durante varios segundos se torció hasta que se pudieron ver las venas de su frente. Hizo una mueca y sus ojos se abrieron mucho mientras su mano se inclinaba, se volvía y acercaba la navaja a su propia cara.

—Es hora de empezar —murmuré.

La hoja de acero giró hasta quedar en posición vertical. Se deslizó entre sus finos labios, entre los dientes manchados y rotos.

—Es hora de enseñarte algunas cosas —murmuré.

La navaja entró, cortando encías y lengua. Sus labios se curvaron y después se cerraron sobre el acero. La hoja quedó empapada en sangre cuando su punta tocó el velo del paladar.

—Es hora de aprender. —Sonreí y empecé la primera lección.