Charleston, miércoles 24 de diciembre de 1980
Fue la Navidad más solitaria que Natalie Preston había pasado en su vida y decidió hacer algo al respecto. Cogió su bolso y su Nikon con las lentes de retratar de 135 mm, salió de casa y condujo lentamente hasta el casco antiguo de Charleston. Todavía no eran las cuatro de la tarde, pero la luz del día ya empezaba a desaparecer.
Pasaba junto a casas señoriales y tiendas caras, oía música de Navidad en la radio y dejaba que su mente vagase.
Notaba la ausencia de su padre. Aunque lo había visto cada vez menos durante los últimos años, la idea de que no estaba allí —no estaba en ninguna parte—, que no pensaba en ella, que no la esperaba, la hizo sentir que algo se había derrumbado dentro de ella, plegándose hacia dentro y tirando de la propia textura de su ser. Tenía ganas de llorar.
No había llorado cuando supo la noticia por teléfono. No había llorado cuando Fred la había llevado en el coche hasta el aeropuerto de St. Louis, él insistiendo en acompañarla, ella insistiendo que no, él dejando que ella le convenciera. No había llorado durante el funeral ni durante las horas y días de confusión que siguieron, rodeada de amigos y parientes. Hasta que cinco días después del asesinato de su padre, cuatro días después de su regreso a Charleston, en plena noche y sin poder conciliar el sueño, había buscado algo para leer y había encontrado un nuevo libro de humor de Jean Shepherd, en la edición Dell de bolsillo; el libro se le había caído y había quedado abierto en una página en cuyos márgenes, en la letra sinuosa, generosa, de su padre, leyó «Pasar esta Navidad con Nat», y a continuación leyó la página que describía una visita desmesuradamente divertida y aterradora de un chico al Papá Noel de un almacén —tan evocador como cuando los propios padres de Natalie la llevaron al centro cuando tenía cuatro años y esperaron en la cola toda una hora para que la hija huyera asustada en el momento crucial— y, al acabar de leer, había reído hasta que la risa se transformó en lágrimas y después las lágrimas en sollozos. Había llorado mucho esa noche, y había dormido sólo una hora o poco más antes de la madrugada hasta despertar con la salida del sol de invierno, y sintiéndose vacía, agotada, pero mejor de lo que una víctima de las náuseas se siente después del primer espasmo. Lo peor había pasado.
Natalie giró a la izquierda y pasó junto a las casas estucadas de Rainbow Row, con sus fachadas de vivos colores ahora apagados por la luz de gas que se encendía, para combatir la incipiente oscuridad. Natalie, al volante de su coche, meditó.
Había sido un error quedarse en Charleston. La señora Culver, la vecina, venía a su casa casi cada hora, pero Natalie encontraba la charla con la vieja viuda agotadora y dolorosa. Empezaba a sospechar que la señora Culver había tenido esperanzas de convertirse en la segunda señora Preston y esa idea hacia que Natalie deseara correr a su habitación y esconderse cuando oía el familiar y tímido golpeteo en la puerta.
Frederick la llamaba cada noche desde St. Louis, a las ocho en punto, y Natalie podía imaginarse la expresión de la cara oscura y triste del amigo y antiguo novio cuando le decía: «Cariño, vuelve. No sirve de nada que te quedes en la casa de tu padre. Te echo de menos, nena. Vuelve a casa con Frederick.» Pero su pequeño apartamento en la ciudad universitaria ya no le parecía una casa…, y la desordenada habitación de Frederick en la calle Alamo era poco más que un lugar para dormir entre sesiones de catorce horas en el centro de ordenadores donde él luchaba con las matemáticas de la distribución de masa en los grupos galácticos. Había oído hablar de Frederick, el chico listo pero mal preparado, a través de amigos comunes: que había vuelto de dos misiones en Vietnam con un mal genio asesino, una renovada ferocidad en defensa de la dignidad y un espíritu revolucionario que había empleado en convertirse en el extraordinario matemático que Natalie conocía y… al que, por lo menos durante gran parte del año anterior, ella había amado. O había creído amar. «Vuelve, cariño», le decía él cada noche, y Natalie —sola, sufriendo por las heridas de la pérdida dentro de sí— le rogaba: «Algunos días más, Frederick. Algunos días más.»
«¿Algunos días más?», pensó. Las ventanas de las enormes casas a lo largo del sur de Battery iluminaban filas de porches, palmitos, cúpulas y balaustradas. Siempre le había gustado esta parte de la ciudad. Cuando era una niña venía con su padre a pasear por Battery. Tenía doce años cuando comprendió que aquí no vivían negros, que todas las magníficas casas señoriales y las antiguas tiendas pertenecían exclusivamente a los blancos. Años más tarde se asombró de que esa revelación pudiera llegarle tan tarde a una chica negra que crecía en plenos años sesenta. Tantas cosas llegaban naturalmente, tantas de las viejas maneras tenían que ser soportadas diariamente, que no podía creerse que nunca hasta sus doce años se hubiese dado cuenta de que las avenidas de su paseo nocturno —las viejas casas de sus sueños de niña— estaban prohibidas para ella y los suyos, como algunas de las piscinas, cines e iglesias donde nunca pensó entrar. Cuando Natalie tenía edad para andar sola por las calles de Charleston, las señales más obvias de la discriminación habían desaparecido, las fuentes públicas eran realmente públicas, pero el hábito persistía, las fronteras marcadas por dos siglos de tradición aún continuaban vigentes, y ella consideraba increíble que pudiera aún recordar el día —un día húmedo y frío de noviembre de 1972— en que se había quedado pasmada, no lejos de este lugar en el viejo sur de Battery, al mirar las grandes casas y comprender que nadie de su familia había vivido ni viviría nunca allí. Pero ese pensamiento fue expulsado tan deprisa como había venido. Natalie había heredado los ojos de su madre y el orgullo de su padre. Joseph Preston había sido el primer comerciante negro que tuvo una tienda en la prestigiosa zona de la bahía. Y ella era hija de Joseph Preston.
Natalie bajó por la calle Dock, pasó por delante del renovado teatro con su tracería de hierro forjado que pendía del balcón del segundo piso como un derroche de hiedra metálica.
Hacía diez días que estaba en casa y toda su vida anterior parecía muy lejana. Gentry seguramente acababa el servicio en ese momento, deseando buenas noches y feliz Navidad a sus ayudantes y secretarias, y a los otros blancos del Ayuntamiento. Debía de estar a punto de visitarla.
Aparcó el coche cerca de la iglesia episcopal de St. Michael y pensó en Gentry. En Robert Joseph Gentry.
Después de acompañar a Saul Laski al aeropuerto el viernes anterior, habían pasado la mayor parte del día juntos, y también la mayor parte del día siguiente. La discusión del primera día había versado sobre la historia de Laski, sobre aquella idea de personas que podían usar mentalmente a otras. «Si el profesor está loco, no hará probablemente daño a nadie —había dicho Gentry—. Si no lo está, su historia explica por qué murió tanta gente.»
Natalie le había contado al sheriff que había espiado desde su habitación cuando el psiquiatra de Nueva York, exhausto, volvía del lavabo al sofá de su sala de estar. Iba descalzo, sólo con pantalones y lo que denominó «una camiseta de viejo». Había mirado su pie derecho. Le faltaba el meñique y se podía ver la marca de una vieja cicatriz.
—Eso no prueba nada —le había recordado Gentry.
El domingo habían hablado de otras cosas. Gentry hizo la cena para los dos en su casa. A Natalie le encantó la casa, una vieja estructura victoriana a unos diez minutos del casco antiguo. El barrio estaba en plena evolución; algunas casas estaban en ruina, otras eran completamente renovadas. El bloque de Gentry estaba habitado por parejas jóvenes —negras y blancas— con triciclos en la acera de enfrente, combas abandonadas sobre el pequeño césped y el sonido de risas en el patio trasero.
Tres salas del primer piso estaban llenas de libros: bonitas estanterías empotradas en el estudio cerca del vestíbulo, estanterías de madera hechas a mano a ambos lados de las ventanas saledizas del comedor y estanterías baratas de metal a lo largo de una pared de ladrillos de la cocina. Mientras Gentry preparaba la ensalada, Natalie había vagado, con la bendición del sheriff, de habitación en habitación, admirando los volúmenes antiguos, encuadernados en cuero, observando las estanterías de libros de historia, sociología, psicología y una docena de otras disciplinas, y sonriendo ante la fila de libros en rústica de espionaje, misterio y suspense. El estudio de Gentry le hizo desear sentarse allí inmediatamente a leer un libro. Comparó la enorme mesa llena de papeles y documentos, la gran silla y el sofá tapizados, y las paredes con las estanterías empotradas y llenas de libros con su espartano cuarto de trabajo en St. Louis. El estudio del sheriff Bobby Joe Gentry tenía la atmósfera llena de vida que la habitación de revelar de su padre siempre le había comunicado.
Con la ensalada ya aliñada y la lasaña en el horno, se habían sentado en el estudio a tomar un magnífico whisky escocés y a conversar de nuevo sobre la fiabilidad de Saul Laski y de sus respectivas reacciones ante su historia.
—Toda la historia tiene la clásica atmósfera de la paranoia —había dicho Gentry—, pero si un judío europeo hubiese previsto los detalles del Holocausto una década antes de empezar, cualquier buen psiquiatra, incluso un psiquiatra judío, le habría diagnosticado como un probable esquizofrénico paranoide.
Habían contemplado cómo la última luz desaparecía tras las ventanas mientras cenaban sin prisas. Gentry había registrado un sótano bien surtido de botellas de vino y casi se había ruborizado, desconcertado por la sugerencia de Natalie de que él tenía una bodega antes de aparecer con dos botellas de un excelente BV Cabernet Sauvignon para la cena. Ella consideró la cena excelente y le felicitó por ser un buen gastrónomo. Él había respondido con el comentario de que las mujeres que sabían cocinar eran conocidas como buenas cocineras, y, en cambio, los solterones que podían hacer algo en la cocina tenían que ser gastrónomos. Ella rió y prometió tachar aquel estereotipo de su lista.
Estereotipos. Sola en Nochebuena, sentada en un coche que se enfriaba rápidamente cerca de St. Michael, Natalie pensaba en estereotipos.
Saul Laski le había parecido un ejemplo maravilloso de estereotipo: un judío polaco de Nueva York completo, con barba; ojos tristes, semitas, que parecían mirarla desde alguna oscuridad europea que Natalie ni siquiera podía concebir, ni mucho menos comprender. Un profesor…, un psiquiatra, con un suave acento extranjero que podía perfectamente ser el dialecto vienés de Freud, hasta donde el oído inexperto de Natalie podía detectar. Usaba gafas que se aguantaban enteras gracias a la cinta adhesiva. Dios mío, como la tía Ellen, que padeció demencia senil —ahora lo llamaban Alzheimer— durante doce años, casi toda la vida de Natalie entonces, hasta que finalmente murió.
Saul Laski tenía un aire diferente, actuaba de manera diferente, tenía un olor diferente de la mayoría de la gente —blancos o negros— que Natalie conocía. Aunque el estereotipo de Natalie sobre los judíos era vago —trajes oscuros, costumbres extrañas, una mirada étnica, amor al dinero y al poder, todo lo contrario del desprendimiento de su propia gente en lo que respecta al dinero y al poder—, no le hubiese costado nada meter todo lo raro de Saul Laski en esos estereotipos.
Pero no lo hizo. Natalie no se engañaba pensando que era demasiado inteligente para reducir a las personas a estereotipos; tenía sólo veintiún años, pero conocía a personas inteligentes como su padre y Frederick que se limitaban a cambiar los estereotipos que decidían aplicar a las personas. Su padre —a pesar de lo sensible y generoso que era y de lo ferozmente orgulloso que estaba de la raza y la herencia— había considerado el ascenso del llamado Nuevo Sur como una experiencia peligrosa, una manipulación de radicales de ambos colores para cambiar el sistema que había cambiado finalmente bastante en su propia estructura para permitir algún éxito y dignidad a los hombres de color trabajadores como él mismo.
Frederick consideraba a la gente como primos del sistema, administradores del sistema o víctimas del sistema. El sistema era claro para Frederick; era la estructura política que había hecho la guerra de Vietnam inevitable, la estructura de poder que lo mantenía, y la estructura social que le había echado en esas fauces que esperaban. La reacción de Frederick había sido doble: salir del sistema hacia algo tan improcedente e invisible como la investigación matemática y hacerse tan bueno en eso que tendría el poder de quedarse en la universidad y eludir el sistema durante el resto de su vida. Mientras, Frederick vivía para las horas que pasaba delante de sus ordenadores, evitaba complicaciones humanas, quería a Natalie tan feroz y competentemente como luchaba contra cualquiera que pareciera ofenderle, y le enseñó a Natalie a disparar el revólver del 38 que guardaba en su desordenado apartamento.
Natalie tembló y puso en marcha el motor para que el radiador pudiera trabajar. Pasó St. Michael, vio a la gente que iba a una especie de oficio temprano de Nochebuena y giró hacia la calle Broad. Pensó en los oficios matinales de Navidad a los que había asistido con su padre durante tantos años en la iglesia baptista situada a tres manzanas de casa. Esta Navidad había decidido no acompañarle, no ser hipócrita. Sabía que su negativa le dolería, le enojaría, pero estaba preparada para insistir en su punto de vista. Natalie sintió que el vacío en ella parecía crecer con bandazos de tristeza que eran físicamente dolorosos. En ese momento hubiese dado todo para borrar la discusión e ir mañana por la mañana a la iglesia con su padre.
Su madre había muerto en un accidente el verano en que Natalie tenía nueve años. Fue un accidente monstruoso, le había contado su padre la misma noche de la tragedia, arrodillado junto a su cama, cogiendo las manos de Natalie en las suyas; su madre volvía a casa del trabajo, cruzaba un pequeño parque, a cien metros de la calle, cuando un descapotable con cuatro estudiantes blancos, todos borrachos, había cruzado el césped en una travesura. Dieron la vuelta a una fuente, perdieron tracción en el suelo resbaladizo del césped y atropellaron a esa mujer de treinta y dos años que volvía a casa para ir al encuentro de su marido y de su hija para la merienda al aire libre del viernes por la tarde, sin ver el vehículo sino en el último segundo en que miró al coche que se lanzaba sobre ella, con una expresión que un testigo describió como sólo de sorpresa, sin horror.
El primer día del cuarto curso, el profesor de Natalie les mandó hacer una redacción sobre sus vacaciones de verano. Natalie miró el papel con líneas azules durante diez minutos y después escribió, muy cuidadosamente, con su mejor letra y su nueva pluma estilográfica comprada el día anterior en Keener’s Drugs: «Este verano fui al entierro de mi madre. Mi madre era muy dulce y bondadosa. Me quería mucho. Era muy joven para morir este verano. Algunas personas que no debían conducir un coche la atropellaron y la mataron. No fueron a la cárcel ni nada. Después del entierro de mi madre, mi padre y yo fuimos a pasar tres días con tía Leah. Pero después volvimos. Echo mucho de menos a mi madre.»
Después de terminar la redacción, Natalie había pedido permiso para ir al lavabo, había caminado rápidamente por los corredores familiares y extraños al mismo tiempo y había vomitado tranquila y repetidamente en la tercera taza de los lavabos de las chicas.
Estereotipos. Natalie salió de la calle Broad hacia la casa de Melanie Fuller. Hacía aquel camino cada día, sintiendo el conocido dolor y furia, sabiendo que era el mismo instinto que enviaba a su lengua en busca de la muela que le dolía, pero pasando por allí de todos modos. Cada día miraba esa casa —tan oscura como la de al lado, ahora que la vecina, la señora Hodges, se había marchado— y pensó en el jueves pasado, cuando había seguido al hombre de la barba al interior de esa casa.
Saul Laski. Debería de ser fácil encajarlo en un estereotipo, pero no lo era. Natalie pensó en sus ojos tristes y su voz suave, y se preguntó dónde estaría Saul ahora. ¿Qué pasaba? Habían acordado llamar cada dos días, pero ni ella ni Gentry habían tenido noticias suyas desde que le acompañaron al aeropuerto de Charleston el viernes. Ayer, jueves, Gentry había telefoneado a los números de la casa y de la universidad. En su casa nadie contestó y una secretaria del departamento de psicología de Columbia dijo que el doctor Laski estaba de vacaciones hasta el 6 de enero. No, el doctor Laski no se había puesto en contacto con su despacho desde que había ido a Charleston el 16 de diciembre, pero volvería el 6 de enero. Sus clases se reanudaban ese día.
El domingo, cuando estaba con Gentry en su estudio, Natalie le había mostrado al sheriff una noticia de Washington D. C. sobre una explosión en el despacho de un senador la noche pasada. Habían muerto cuatro personas. ¿Podría tener algo que ver con la presunta desaparición de Saul ese mismo día?
Gentry había sonreído y le había recordado que un guardia del edificio había muerto en el mismo incidente, que tanto la policía de Washington como el FBI estaban seguros de que había sido un acto terrorista aislado, que ninguno de los cuatro muertos confirmados respondía a las señas de Saul Laski, y que parte de la estúpida violencia del mundo no tenía nada que ver con la pesadilla que Saul les había descrito.
Natalie había sonreído, y se había terminado su whisky. Tres días después aún no había noticias de Saul.
El lunes por la mañana, Gentry la había llamado desde el despacho.
—¿Le gustaría ayudarnos en la investigación oficial de los asesinatos de Mansard House? —había preguntado.
—Claro —dijo Natalie—. ¿Cómo puedo hacerlo?
—Bien, es cuestión de intentar encontrar una foto de la señorita Melanie Fuller —le explicó Gentry—. Según la gente de homicidios y la rama local del FBI, no hay fotos de esta señora. No se han encontrado parientes, los vecinos dicen que no tienen ninguna foto suya y en el registro de la casa tampoco ha aparecido ninguna. El boletín que se acaba de enviar trae una descripción. Pero me parece que sería útil tener una foto, ¿no le parece?
—¿Cómo puedo ayudar? —preguntó Natalie.
—Podemos encontrarnos delante de la casa Fuller dentro de quince minutos —dijo Gentry—. Me conocerá porque llevaré una rosa en la solapa.
Gentry llegó con una rosa en el ojal de la camisa del uniforme. Se la ofreció con un ademán pomposo cuando se acercaron a la puerta cerrada del patio delantero de la casa Fuller.
—¿A qué debo el honor? —le preguntó Natalie, oliendo la rosa pálida.
—Puede ser lo único que reciba en pago por una búsqueda larga, frustrante y probablemente inútil —dijo Gentry. Cogió un enorme llavero, eligió una anticuada y pesada llave, y abrió la puerta.
—¿Vamos a registrar otra vez la casa Fuller? —preguntó Natalie.
Era muy reacia a entrar de nuevo en ese lugar. Recordaba haber seguido a Saul cinco días antes. Tembló a pesar de que el día era templado.
—No —respondió Gentry, y la condujo a través del pequeño espacio hacia la otra vieja casa de ladrillos que compartía el patio. Busco otra llave en el llavero y abrió la puerta de madera tallada—. Después del asesinato de su marido y de su nieta, Ruth Hodges se fue a vivir con su hija en la urbanización de Sherwood Forest, al oeste de la ciudad. Tengo su permiso para buscar fotos.
El interior, que olía a madera barnizada y estaba repleto de muebles viejos, estaba oscuro, pero no tenía la atmósfera mohosa característica de las casas deshabitadas, que Natalie había notado en la casa Fuller. En el segundo piso Gentry encendió una lámpara en una pequeña habitación con una mesa de trabajo, un sofá y grandes grabados enmarcados de caballos de carreras.
—Esto era el cuchitril de George Hodges —dijo. El sheriff tocó un álbum con una colección de sellos, pasó despacio las rígidas páginas y levantó una lente—. Pobre viejo, nunca hizo daño a nadie. Treinta años en correos y los últimos nueve como guardia de noche en el puerto deportivo. Después pasa esto… —Meneó la cabeza—. De todas maneras, la señora Hodges dijo que, hasta hace unos tres años, George tenía una cámara y la usaba mucho. Está segura de que la señorita Fuller nunca le dejó hacerle una foto, dijo que la señora se negaba rotundamente a ser fotografiada, pero George hizo muchas diapositivas y la señora Hodges no podía jurar que no hubiera una foto de Melanie Fuller en alguna parte.
—¿Y quiere que yo mire las diapositivas a ver si la encuentro? —preguntó Natalie—. De acuerdo. Pero yo nunca he visto a Melanie Fuller.
—Sí —dijo Gentry—, pero le daré una copia de la descripción que hemos hecho circular. Básicamente, separe todas las fotos de señoras de, aproximadamente, setenta años. —Hizo una pausa—. ¿Usted o su padre tienen una mesa de diapositivas o cualquier tipo de clasificadora?
—En el estudio —contestó Natalie—. Una gran mesa iluminada, de metro y medio. ¿Pero no puedo usar un simple proyector?
—Podría ser más rápido con la mesa —dijo Gentry, y abrió la puerta del gabinete.
—Dios mío —suspiró Natalie.
El armario era ancho y estaba lleno de estanterías. Las repisas de la izquierda tenían libros y cajas con una etiqueta que decía «sellos», pero el fondo y el lado derecho desde el techo hasta el suelo estaba forrado con cajas largas, abiertas, llenas de envases amarillos de diapositivas Kodak. Natalie se lo miró lentamente y se volvió hacia Gentry.
—Aquí hay miles de diapositivas —comentó—. Quizá decenas de miles.
Gentry levantó las manos y dedicó a Natalie su más amplia sonrisa de chaval.
—Ya le he dicho que se trataba de un trabajo para voluntarios —le recordó—. Puse un ayudante a trabajar en esto, pero mi único ayudante con tiempo libre es Lester y es una especie de cretino, un chico realmente simpático, pero tan torpe… Creo que no consigue concentrarse.
—Mmm —murmuró Natalie—. Un argumento de peso.
Gentry continuaba sonriéndole.
—¡Qué diablos! —dijo Natalie—. Yo no tengo nada que hacer y el estudio está libre hasta que Lorne Jessup, el abogado de mi padre, lo venda todo a la gente de las tiendas Shutterburg Shops o venda el edificio. Muy bien, manos a la obra.
—Le ayudaré a llevar estas cajas a su coche —propuso Gentry.
—Muchas gracias —dijo Natalie. Olió la rosa y suspiró.
Había miles de diapositivas y todas estaban al nivel de la fotografía de aficionados o por debajo. Natalie sabía que era realmente difícil sacar una buena foto —ella había pasado años intentando satisfacer a su padre después que éste le había dado su primera cámara, una Yashica barata, manual, cuando cumplió nueve años—, pero, ¡madre mía!, una persona que sacó miles de fotos durante lo que parecían dos o tres décadas de trabajo, debería de haber sacado una o dos diapositivas interesantes.
George Hodges no. Había fotos de familia, fotos de vacaciones, de meriendas en el campo durante las vacaciones, de casas y de barcos, de casas flotantes, de acontecimientos especiales, de fiestas —Natalie acabó por ver todos los árboles de Navidad de los Hodges desde 1948 a 1977— y fotos cotidianas de la vida diaria de los Hodges, pero todas tenían, con mucho, la calidad de una instantánea. En dieciocho años de hacer fotos, George Hodges no había sido capaz de entender que no se debían hacer fotos a contraluz, que no debía colocar a sus sujetos mirando el sol, que no debía colocarlos delante de árboles, postes u otros objetos que parecieran salir de sus orejas y permanentes o cortes de pelo obsoletos, que no debía dejar el horizonte inclinado, que no debía poner a sus sujetos humanos en poses sofocantes ni fotografiar sus objetos desde lo que parecían kilómetros de distancia, ni depender de su flash para objetos o personas muy cercanas o muy alejadas de las lentes, ni incluir a la persona de cuerpo entero en sus retratos.
Fue esta última costumbre de aficionado la que llevó a Natalie a descubrir a Melanie Fuller.
Pasaban de las siete de la tarde, Gentry había venido al estudio con comida china preparada y habían comido de pie junto a la mesa, mientras Natalie le mostraba su pequeño montón de posibilidades.
—No me parece que sea ninguna de estas señoras mayores —dijo—. Todas posan voluntariamente y la mayor parte parecen demasiado jóvenes o demasiado mayores. Por lo menos el señor Hodges marcó las cajas por años.
—Sí —dijo Gentry, cogiendo las diapositivas de la mesa para echarles un vistazo—. Ninguna de éstas se ajusta a la descripción. El pelo no se corresponde. La señora Hodges dijo que la señorita Fuller llevaba el mismo peinado desde los años sesenta, por lo menos. Un poco corto y rizado y azul. Como usted hoy.
—Gracias —dijo Natalie, pero sonrió mientras dejaba la caja de cartón con cerdo agridulce y quitaba la cinta de goma de otra caja amarilla. Empezó a poner diapositivas en orden—. Lo más duro del trabajo es resistir la tentación de echarlas a la basura después de vistas —ironizó—. ¿Cree que la señora Hodges lo hará algún día?
—Quizá no —respondió Gentry—. Me dijo que una de las razones por las que George acabó por desistir de la fotografía fue porque ella nunca mostraba interés en ver sus diapositivas.
—No sé por qué no —sonrió Natalie, y sacó la caja número trescientos que contenía las fotos del hijo Lawrence y de la nuera Nadine, nombres identificables debido a que la mayor parte de las diapositivas tenían etiquetas, de pie en el patio, de cara a la luz brillante del sol, cogiendo a un bebé de ojos entrecerrados, Laurel, mientras Kathleen, con tres años, tiraba de la falda demasiado corta de la madre y también cerraba los ojos. Lawrence llevaba calcetines blancos con sus zapatos negros—. ¡Espera un momento! —exclamó.
Reaccionando a la súbita excitación de su voz, Gentry dejó las otras diapositivas y se inclinó para mirar.
—¿Qué?
Natalie clavó un dedo en la décima diapositiva de la serie.
—Aquí. ¿Ve? Estos dos. El hombre alto calvo, ¿no podría ser…, como se llamaba?
—El señor Thorne —dijo Gentry—, alias Oscar Felix Haupt. Y esta señora con el vestido amplio y rizos cortos azulados… Sí, la señorita Fuller.
Ambos se inclinaron más y usaron una gran lente para estudiar la imagen.
—Ella no se dio cuenta de que estaban tomando una foto —dijo Natalie en voz baja.
—Ajá —convino Gentry—. Me pregunto por qué no.
—Basándome en el número de diapositivas de este cuadro familiar tan peculiar —dijo Natalie—, me imagino que el señor Hodges los tenía allí de pie unos doscientos días al año. La señorita Fuller probablemente pensaba que eran estatuas del patio.
—Sí —sonrió Gentry—. Y podemos lograr una buena ampliación, ¿no? Sólo de ella, claro.
—Creo que sí —dijo Natalie en un tono muy diferente—. Parece que nuestro fotógrafo usaba Kodachrome 64 para luz de día que acepta mucha ampliación antes de que el grano distorsione la imagen. Haremos un corte internegativo para una prueba de mejor calidad. Cortaremos aquí y aquí y tendrás un buen perfil de tres cuartos.
—¡Magnífico! —exclamó Gentry—. Un gran trabajo. Vamos a… eh, ¿qué pasa?
Natalie lo miró y se apretó los brazos con más fuerza para no temblar. No paraba.
—No parece tener setenta u ochenta años —dijo.
Gentry miró otra vez la diapositiva.
—Fue sacada…, a ver…, hace unos cinco años, pero no, tiene razón. Parece tener… quizá sesenta años. Pero en el registro de propiedad consta que ella ya tenía la casa en los años veinte. Pero ¿qué le pasa?
—Nada —dijo Natalie—. He visto tantas fotos de la pequeña Kathleen. Me olvido de que la niña está muerta. Y su abuelo, que saco las fotos, también.
Gentry asintió con la cabeza. Miró a Natalie mientras ella miraba la diapositiva. Su mano izquierda se levantó, se movió hacia su hombro, después se detuvo. Ella se inclinó aún más sobre la diapositiva.
—Y éste es el monstruo que probablemente los mató —dijo ella—. Esta viejecita de apariencia inofensiva. Inofensiva como una gran araña negra que mata a todos los que entran en su guarida. Y cuando sale de ella, hay aún más muertos. Incluido mi padre. —Natalie apagó la mesa, le entregó la diapositiva a Gentry y dijo—: Ya está, mañana daré una ojeada al resto de las diapositivas para ver si aparece alguna otra. Entre tanto, haga circular ésta y dicte una orden de detención o como se llame.
Gentry meneó la cabeza y cogió la diapositiva con sumo cuidado, desde lejos, como si fuera una araña aún viva y aún mortífera.
Natalie aparcó el coche delante de la casa Fuller, miró el viejo edificio como parte de su ritual y puso primera para ir a cualquier sitio y telefonear a Gentry para cenar esa noche, pero, de pronto, se quedó helada y paró el motor. Levantó la Nikon con manos temblorosas y miró por el visor, apoyando la lente de 135 mm contra la ventana parcialmente abierta del lado del conductor para mantenerla firme.
Había una luz en la casa Fuller. En el segundo piso. No en una de las habitaciones que daban a la calle, pero sí lo bastante cerca como para llegar al vestíbulo del segundo piso y a las persianas. Había pasado por allí los tres últimos días, después del anochecer. Nunca había visto luz.
Bajó la cámara e inspiró hondo. Su corazón bombeaba con fuerza. Tenía que haber una explicación racional. La vieja no podía haber vuelto a casa cuando la policía de una docena de estados y el FBI la buscaban por todas partes.
Pero ¿por qué no?
No, pensó Natalie, tenía que haber una explicación. Quizá Gentry o alguno de los otros investigadores estaban buscando algo. Podía ser alguien del Ayuntamiento; Gentry le había dicho que pensaban almacenar las cosas de la vieja hasta que terminaran las audiencias y las investigaciones. Había un centenar de explicaciones racionales posibles.
La luz se apagó. Natalie saltó como si alguien la hubiera tocado en la nuca. Cogió la cámara, la levantó. La ventana del segundo piso llenó el visor. La luz había desaparecido de entre las persianas pálidas.
Natalie colocó cuidadosamente la cámara en el asiento del pasajero y se recostó, tomó aliento, sacó el bolso de la guantera y lo puso sobre su regazo. Sin apartar la vista de la oscura fachada de la casa, palpó el bolso, sacó la Llama 32 y volvió a poner el bolso en su sitio. Continuó allí con el cargador de la pequeña arma apoyado en la curva más baja del volante. Su pulgar encontró el seguro en la culata y lo soltó. Había aún un segundo seguro, pero se tardaba menos de un segundo en abrirlo. El martes por la noche, Gentry la había llevado a un campo de tiro privado y le había mostrado cómo cargar, manejar y disparar el arma. Ahora estaba cargada con sus siete balas ceñidas como huevos de metal en sus nidos de muelles.
Los pensamientos de Natalie corrían como ratones de laboratorio en busca de la entrada del laberinto. ¿Qué hacer? ¿Por qué hacer algo? Había habido merodeadores antes… Saul había sido un merodeador. ¿Dónde diablos estaba Saul? ¿Podría ser él de nuevo? Natalie rechazó esta idea antes de que se formara. ¿Quién, entonces? Tenía una imagen de Melanie Fuller y del señor Thorne gracias a la diapositiva. No, el señor Thorne estaba muerto. Melanie Fuller, posiblemente, también lo estaba. ¿Quién podía ser entonces?
Natalie apretó la culata del arma, cuidando de mantener el dedo lejos del gatillo, y miró la casa. Su respiración era rápida pero controlada.
«Márchate. Llama a Gentry. ¿Adónde? ¿A su despacho, o a su casa? Habla con un ayudante si tienes que hacerlo. Siete de la tarde de Nochebuena. ¿Cuánto tardaría el despacho del sheriff o de la policía urbana en contestar? ¿Y dónde estaba el teléfono más cercano?» Intentó imaginar uno y sólo recordó las tiendas cerradas y los restaurantes junto a los que había pasado con el coche.
«Entonces corre al edificio del Ayuntamiento o a casa de Gentry. Son sólo diez minutos. Quienquiera que esté en la casa se marchará en diez minutos.»
Una cosa que Natalie sabía que no haría era entrar en la casa. La primera vez había sido una estupidez, pero la había impulsado la ira, el dolor y una valentía nacida de la ignorancia. Ir allí esta noche sería criminalmente estúpido. Con arma o sin ella.
Cuando Natalie era una niña, le gustaba quedarse despierta hasta tarde las noches del viernes o del sábado para ver la película. Su padre la dejaba abrir el sofá para que pudiera irse a dormir inmediatamente después… o, más a menudo, mientras las últimas imágenes aún pasaban en la pantalla. A veces la acompañaba —él con su pijama a rayas azules y blancas, ella con su camisón de franela— y se recostaban comiendo palomitas y comentando la película. En una cosa estaban sinceramente de acuerdo: no compadecerse nunca de la heroína que actuaba estúpidamente. A la joven con camisón de encaje la avisaban repetidamente: «No abras la puerta cerrada al final del corredor oscuro.» ¿Y qué hacía en cuanto se quedaba a solas? Inmediatamente, su heroína del viernes por la noche abría la puerta prohibida y Natalie y su padre empezaban a alentar a cualquier monstruo que estuviera allí esperando. El padre de Natalie tenía una frase para ese comportamiento: «La estupidez tiene un precio y siempre se acaba pagando.»
Natalie abrió la puerta del coche y saltó a la calle. La automática era un peso extraño en su mano derecha. Se quedó allí un segundo, mirando las dos casas oscuras y el patio. Una farola a unos diez metros iluminaba los ladrillos y la sombra del árbol. «Sólo hasta la puerta», pensó Natalie. Si salía alguien, siempre podría correr. De todos modos, la puerta estaría cerrada.
Atravesó la calle y se acercó a la puerta. Estaba abierta, entornada. Tocó el frío metal con la mano izquierda y miró las oscuras ventanas de la casa. La adrenalina hizo que su corazón batiera contra sus costillas, pero también la hizo sentirse fuerte, ligera, rápida. Lo que tenía en la mano era una pistola de verdad. Abrió el último seguro, como Gentry le había enseñado. Sólo dispararía si fuera atacada…, atacada de cualquier manera…, pero dispararía.
Sabía que era el momento de volver al coche, marcharse, llamar a Gentry. Abrió la puerta y entró en el patio.
La enorme y vetusta fuente lanzaba una sombra profunda que la protegió durante un largo minuto. Natalie permaneció allí y observó las ventanas y la puerta de entrada de la casa Fuller. Se sentía como una niña de diez años que se había atrevido a llamar a la puerta de entrada de la casa encantada local. Pero había visto una luz allí.
Si alguien había estado allí, podía haberse ido por la parte de atrás, por donde ella y Saul habían entrado. No iba a marcharse por la puerta principal, a la vista de todo el mundo. De todos modos, había llegado bastante lejos. Era hora de coger el maldito coche y ahuecar el ala.
Natalie caminó sigilosamente hasta el pequeño pórtico, levantando ligeramente la pistola. Allí pudo ver lo que las sombras del tejado del pequeño pórtico le habían ocultado: la puerta de entrada estaba parcialmente abierta. Natalie estaba sin aliento, casi jadeaba, pero no conseguía meter suficiente aire en los pulmones. Respiró hondo tres veces y aguantó el aire de la tercera. Su respiración y su pulso se estabilizaron. Alargó la automática y empujó ligeramente la puerta, que giró hacia dentro sin ruido, como sobre bisagras engrasadas, revelando la madera del vestíbulo y los primeros peldaños de la escalera del vestíbulo. Natalie creía ver las manchas donde Kathleen Hodges y la Kramer habían muerto. Alguien que bajaba por la escalera entraba en su campo de visión: primero dos pies, después unas piernas negras.
«Joder», pensó Natalie y se volvió y corrió. El peso de la automática la desequilibró y casi tropezó antes de llegar a la puerta. Recuperó el equilibrio, lanzó una mirada asustada por encima del hombro a la puerta abierta, a la fuente oscura, a las sombras en los ladrillos, cristales y muros, y después ya estaba fuera y atravesaba la calle, abría torpemente la puerta del coche y se metió en él.
Cerró la puerta con fuerza, tuvo la presencia de ánimo de cerrar los seguros de la pistola antes de dejarla en el asiento del pasajero, y echó mano a la llave, rezando para que la hubiese dejado en la ranura de encendido. Sí. El motor se puso en marcha inmediatamente.
Natalie había puesto la mano en el cambio de marchas cuando dos brazos se abalanzaron sobre ella desde el asiento trasero, una mano le tapó la boca y la otra rodeó su cuello con la fuerza de un profesional. Gritó y volvió a gritar mientras la presión de la mano en su boca sofocaba el sonido y le impedía respirar normalmente. Tenía las dos manos libres y arañó un abrigo grueso y los pesados guantes que oprimían su cara y su garganta. Se puso derecha en su asiento en una tentativa desesperada de aliviar la presión, de llegar a su asaltante con manos y uñas.
«El arma.» Natalie alargó la mano derecha pero no pudo alcanzarla. Golpeó el cambio de marchas durante un segundo, después alargó las uñas otra vez hacía atrás. Ahora su cuerpo estaba rígido, casi fuera del asiento, con las rodillas por encima del fondo del volante. La cara de alguien, pesada y húmeda, estaba contra su cuello y su mejilla derecha. Los dedos de su mano izquierda se clavaron en algún tipo de gorra dura. La mano en su boca alivió la presión, pero le cogió el cuello. El largo brazo derecho del asaltante avanzó hacia el asiento de al lado y Natalie oyó el ruido de la pistola que cayó sobre la esterilla. Lanzó las uñas a los pesados guantes cuando la mano volvió a su cuello. Intentó arañar la cara de su agresor, pero éste le desvió fácilmente la mano. Su boca estaba libre ahora, pero ya no tenía aire con el que gritar. Veía puntos brillantes saltando delante de sus ojos y un estruendo retumbaba en sus oídos.
«Ser estrangulada es eso», pensó mientras aún daba zarpazos al abrigo y puntapiés al salpicadero, e intentaba levantar las rodillas lo bastante alto como para llegar a tocar el círculo de la bocina en el volante. Vislumbró en el espejo retrovisor unos ojos rojizos contra su cuello, un trozo rojo de mejilla, y entonces comprendió que su propia piel estaba roja, la luz era roja y su visión estaba llena de puntos rojos.
Algo raspó contra su mejilla, notó un aliento caliente contra su cara, una voz poco clara le murmuró al oído:
—¿Quieres encontrarla? Busca en Germantown.
Natalie se arqueó lo más alto que pudo y agitó la cabeza hacia atrás y hacia los lados con rapidez, sintiendo el dolor satisfactorio de su cráneo golpeando carne y hueso.
La presión se alivió durante una fracción de segundo. Natalie cayó hacia delante, forzó una respiración profunda en su garganta y pulmones doloridos, respiró de nuevo y se inclinó hacia la derecha, cayendo ahora hacia delante, buscando la automática detrás del cambio de marchas y bajo el asiento.
Los dedos se cerraron sobre su cuello, ahora más dolorosamente, buscando algún punto crucial. Fue arrastrada de nuevo hacia atrás.
Hubo un centelleo de puntos rojos, un dolor terrible en el cuello.
Y después nada.