12

Charleston, jueves 18 de diciembre de 1980

—Parece que va a nevar —dijo Saul Laski.

Estaban los tres sentados en el coche del sheriff Gentry: Saul y Gentry en el asiento delantero, Natalie en el trasero. Lloviznaba y la temperatura no era superior a los diez grados. Natalie y Gentry llevaban americanas, Saul se había puesto un grueso jersey azul bajo una vieja americana deportiva de tweed. Ahora usaba su índice para empujar las gafas sobre el caballete de la nariz y miró de lado por el parabrisas mojado.

—Faltan tres días para Navidad —dijo— y no hay nieve. No sé cómo los del Sur pueden acostumbrarse a esto.

—Yo tenía siete años la primera vez que vi nieve —dijo Bobby Joe Gentry—. Cerraron la escuela. No había ni una pulgada de nieve, pero todos corrimos a casa como si fuera el fin del mundo. Tiré una bola de nieve…, la primera que hacía en mi vida, y fui a reventar la vitrina del salón de la vieja señorita McGilvrey. Para mí casi fue el fin del mundo. Cuando mi padre llegó a casa, hacía tres horas que le esperaba, no pude ni comer. Me sentí feliz de la paliza y no lloré.

Gentry tocó un botón y el limpiaparabrisas batió una vez, dos veces y volvió a su lugar con un chasquido. Los arcos del parabrisas súbitamente aclarados empezaron a mancharse con la lluvia.

—Sí, señor —dijo Gentry con aquella voz cavernosa y agradable que Laski ya conocía muy bien—, siempre que veo nieve pienso que recibo una paliza e intento no llorar. Me parece que los inviernos se están haciendo más fríos, la nieve se hace más fría.

—¿Ya ha llegado el médico? —preguntó Natalie desde el asiento trasero.

—No. Aún faltan tres minutos para las cuatro —dijo Gentry—. Calhoun se está haciendo viejo, aminora un poco la marcha, según me dicen, pero es puntual como el viejo reloj de la abuela. Regular como nadie. Si dice que estará aquí a las cuatro, estará aquí.

Como para recalcar el comentario, un largo Cadillac gris se detuvo y dio marcha atrás para meterse en un hueco cinco coches delante del coche patrulla de Gentry.

Saul miró el edificio. A varios kilómetros del casco antiguo, la construcción era atractiva, combinaba la elegancia de lo añejo con las comodidades modernas. Una vieja fábrica de conservas había sido transformada en un grupo de chalés adosados y despachos con garaje. El edificio brillaba: ladrillos limpios, madera añadida, reparada o pintada. A Saul le pareció que se había tenido mucho cuidado en la restauración y reorganización del espacio.

—¿Está seguro de que los padres de Alicia aceptan esto? —preguntó.

Gentry se quitó el sombrero y pasó el pañuelo por la faja interior de cuero.

—Del todo —dijo—. La señora Kaiser está muy preocupada con la chica. Dice que Alicia no come, se despierta chillando cuando intenta dormir y se pasa la mayor parte del día sentada y mirando las musarañas.

—Hace sólo seis días que vio a su mejor amiga asesinada —dijo Natalie—. Pobre muchacha.

—Y al abuelo de su mejor amiga —añadió Gentry—. Y quizás a otras personas, no lo sabemos.

—¿Cree que estaba en Mansard House? —preguntó Saul.

—Nadie recuerda haberla visto allí —respondió el sheriff—, pero eso no quiere decir nada. Si no están preparadas para hacerlo, la mayor parte de las personas no se da cuenta de lo que pasa a su alrededor. Claro que algunos se dan cuenta de todo. Pero nunca son los que están en el escenario de un crimen.

—Alicia fue encontrada cerca, ¿verdad? —preguntó Saul.

—Precisamente entre los dos escenarios —dijo Gentry—. Una vecina la vio en una esquina, llorando y con aire asustado, a medio camino entre la casa Fuller y Mansard House.

—¿Su brazo está mejor? —preguntó Natalie.

Gentry se volvió para mirar a la mujer del asiento trasero. Sonreía, y sus ojos azules y pequeños parecían más brillantes que la mustia luz invernal del exterior.

—Sí, señora. Es una simple fractura.

—Un «señora» más en su boca, sheriff —refunfuñó Natalie—, y le rompo un brazo.

—Sí, señora —dijo Gentry, sin aparente ironía. Miró de nuevo por el parabrisas—. Es realmente el viejo doctor C. Compró ese maldito bombardero negro cuando fue a Inglaterra antes de la Segunda Guerra Mundial. Una serie de conferencias en el London City Hospital, creo. Participaba en el grupo de planificación de desastres antes de la guerra. Recuerdo que le dijo a mi tío Lee hace años que los médicos británicos estaban preparados para encargarse de cerca de cien veces las bajas semanales que tuvieron realmente cuando los alemanes empezaron a bombardearlos. No quiero decir que estaban preparados para más…, pero esperaban más.

—¿El doctor Calhoun tiene mucha experiencia de hipnotismo? —preguntó Saul.

—Parece que sí —dijo Gentry con voz cansina—. Sobre eso aconsejó a los ingleses en 1939. Parece que algunos de los especialistas de allá estaban convencidos de que los bombardeos serían tan traumáticos que todos los civiles quedarían afectados. Pensaron que Jack podría ayudarles con su sugestión poshipnótica y todo eso. —Empezó a abrir la puerta del coche—. ¿Viene, señorita Preston?

—Naturalmente —dijo Natalie, y salió hacia la lluvia.

Gentry salió y se quedó de pie junto al coche. La lluvia batió en el ala de su sombrero.

—¿Está seguro de que no quiere venir, profesor? —preguntó.

—No, no quiero estar allí —dijo Saul—. No quiero tener ninguna posibilidad de interferir. Pero estoy ansioso por saber qué dirá la niña.

—Yo también —murmuró Gentry—. Intentaré conservar la mente abierta, pase lo que pase.

Cerró la puerta y corrió —corrió graciosamente para un hombre tan pesado— para alcanzar a Natalie Preston.

«La mente abierta —pensó Saúl—. Sí, creo que la tienes, desde luego.»

—Le creo —había dicho el sheriff Bobby Joe Gentry cuando Saul hubo terminado de contar su historia el día anterior.

El psiquiatra había condensado la historia lo más posible, reduciendo la narración que había ocupado casi toda la mañana y la noche anterior a una sinopsis de cuarenta y cinco minutos. Varias veces Natalie le había interrumpido para recordarle una parte que se había saltado. Gentry hizo algunas preguntas puntuales. Comieron mientras Saul hablaba. En una hora la historia estaba terminada, habían comido y el sheriff Gentry había asentido con la cabeza, diciendo:

—Le creo.

Saul parpadeó.

—¿Así, por las buenas?

Gentry meneó la cabeza.

—Sí. —El sheriff se volvió para mirar a Natalie—. ¿Usted le creyó, señorita Preston?

La joven vaciló sólo un segundo.

—Sí, le creí. —Miró a Saul—. Y sigo creyéndole.

Gentry no dijo nada más. Saul se rascó la barba, se quitó las gafas para limpiarlas y volvió a ponérselas.

—¿No piensan que lo que yo explico es… fantástico?

—Claro que sí —dijo Gentry—, pero también pienso que es fantástico tener nueve personas asesinadas en mi ciudad y ni una sola pista sobre cómo se relacionan sus muertes. —El sheriff se inclinó hacia delante—. ¿No le había explicado esto a nadie antes? Quiero decir, toda la historia.

Saul se rascó la barba.

—Se lo expliqué a mi prima Rebecca —dijo en voz baja—. Poco antes de su muerte, en 1960.

—¿Y ella le creyó? —preguntó Gentry.

Los ojos de Saul fueron al encuentro de la mirada del sheriff.

—Ella me quería. Nos habíamos encontrado inmediatamente después de la guerra y me había ayudado a recuperarme. Me creyó. Dijo que me creía, y yo decidí creer que era sincera. Pero ¿por qué debería aceptar usted una historia como ésta?

Natalie no dijo nada. Gentry volvió a sentarse en su silla hasta que su espalda hizo crujir la madera.

—Bien, hablando por mí, doctor —dijo él—, tengo que confesar dos debilidades. Una, tiendo a juzgar a las personas por lo que me transmite lo que me dicen, el cómo me lo dicen. Por ejemplo, ese hombre del FBI que conoció ayer en mi despacho, Dickie Haines, quiero decir, todo lo que él dice es cierto y lógico y todo lo que quiera. Parece correcto. Ostras, huele bien. Pero hay algo en ese tío que me hace confiar en él casi tanto como en una comadreja hambrienta. Nuestro señor Haines en cierta manera no está del todo con nosotros. Quiero decir, la luz de su porche está encendida y todo, pero no hay nadie en casa, si comprende lo que quiero decir. Hay mucha gente así. Cuando conozco a alguna persona en la que creo, mi tendencia es creerla, y punto. Lo que, por cierto, me ha metido en más de un lío.

»Segunda debilidad, tengo la manía de leer mucho. No estoy casado. Mi trabajo es mi afición. Antes pensaba que quería ser historiador, después divulgador de la historia, como Catton o Tuchman, después quizá novelista. Pero era demasiado perezoso para ser cualquiera de esas cosas, aunque todavía leo a toneladas. Me gustan las sandeces. Así que hice un contrato conmigo mismo: por cada tres libros serios que leo, me entrego a alguna sandez. Sandeces bien escritas, de todas formas, a pesar de ser sandeces. Por eso leo literatura de misterio: John D. MacDonald, Parker, Westlake; y cosas de suspense: Ludlum, Trevanian, LeCarré y Deighton; y literatura de terror, tipo Stephen King, Steve Rasnic Tem, tíos como éstos. —Le sonrió a Saul—. Su historia no es tan extraña como todo eso.

Saul frunció el ceño y miró al sheriff.

—Señor Gentry, ¿intenta usted decirme que porque lee ficción fantástica no encuentra mi historia fantástica?

Gentry meneó la cabeza.

—No, señor, digo que lo que me ha contado encaja con los hechos y es la primera cosa que oigo que liga todos esos asesinatos.

—Haines tenía una teoría sobre Thorne —dijo Saul—. El criado de la vieja y la Kramer conspirando para robar a sus amos.

—Haines está lleno de mierda, perdone el lenguaje, señorita —espetó Gentry—. Y es imposible que ese muchacho, Albert LaFollette, el botones que perdió la cabeza en Mansard House, estuviese conchabado con nadie. Yo conocía al padre de Albert. Era un chico de tan pocas luces que apenas si sabía atarse los cordones de los zapatos, pero era un buen chico. No jugaba al fútbol en el instituto y les dijo a sus padres que no jugaba porque no quería hacer daño a nadie.

—Pero mi historia va más allá de la lógica…, hasta lo sobrenatural —dijo Saul. Se sentía ridículo discutiendo con el sheriff, pero no podía admitir su aceptación inmediata.

Gentry se encogió de hombros.

—Siempre detesté las películas de vampiros en las que aparecen cadáveres por todas partes con dos pequeños agujeros en el cuello y algunos de ellos vuelven a la vida y todo eso y el chico bueno se pasa noventa minutos de las dos horas de película intentando convencer a los otros chicos buenos de que los vampiros existen.

Saul se frotó la barba.

—Mire —dijo Gentry en voz baja—, sea por la razón que fuere, usted nos ha contado esto. De manera que ahora mis alternativas son: una, usted es parte de esto, de una manera o de otra. Quiero decir, sé que usted no mató a ninguna de esas personas personalmente. Participaba en una mesa redonda en Columbia el sábado por la tarde y por la noche. Pero podría estar implicado. Quizás hipnotizó a la señora Drayton o algo así. Ya lo sé, ya lo sé, la hipnosis no funciona de esa manera, pero normalmente la gente tampoco domina los cerebros de otros.

»Dos, usted puede estar como una regadera. Como uno de esos patanes que salen de la nada para confesarse culpables cada vez que se comete un asesinato.

»Tres, puede estar contando la verdad. Por el momento, me decanto por la número tres. Además, también yo he visto algo misterioso por ahí que encaja con su historia y no encaja con nada más.

—¿Qué algo misterioso? —preguntó Saul.

—El tío que me siguió esta mañana y que se mató en vez de hablar conmigo —dijo Gentry—. Y el libro de recortes de la vieja.

—¿Libro de recortes? —inquirió Saul.

—¿Qué libro de recortes? —preguntó Natalie.

Gentry se quitó el sombrero, lo plegó y frunció el ceño con los ojos fijos en él.

—Yo fui la primera autoridad que llegó al escenario del crimen tras el asesinato de la señora Drayton —dijo—. Los camilleros estaban sacando el cuerpo, los de homicidios aún estaban abajo contando los cuerpos y por eso tuve tiempo de echar un vistazo en la habitación. No debería haberlo hecho. Podría traerme problemas. Pero, ¡qué caray!, yo soy sólo un poli paleto. Pero de todas maneras, allí estaba aquel libro grueso de recortes en una de sus maletas, así que le eché una ojeada. Y allí estaban todos aquellos recortes sobre asesinatos, el de John Lennon y muchos otros. La mayor parte, en Nueva York. Llegaban hasta enero pasado. Al día siguiente la auténtica policía está haciendo la investigación, el FBI está por todas partes, aunque no sea un caso típico para ellos, y cuando voy al depósito el domingo por la noche no hay libro de recortes, nadie lo ha visto, no hay registro de su presencia en el escenario del crimen en los libros de la ciudad, no hay recibo del depósito de cadáveres, nada.

—¿Preguntó por él? —quiso saber Saul.

—Claro —dijo Gentry—. A todo el mundo, desde los camilleros a los chicos de homicidios. Nadie lo vio. Todo lo demás fue llevado al depósito y registrado el domingo por la mañana: la ropa interior de la vieja, trajes, píldoras para la tensión arterial, pero ningún libro de recortes con noticias de más de veinte asesinatos.

—¿Quién hizo el inventario? —preguntó Saul.

—Homicidios y el FBI —dijo Gentry—. Pero Tobe Hartner, el auxiliar administrativo del depósito, dice que nuestro querido señor Haines estaba mirando el material cerca de una hora antes de que llegara el equipo de homicidios. Dickie fue directamente al depósito.

Saul se aclaró la garganta.

—¿Piensa que el FBI está implicado en la ocultación de pruebas?

El sheriff Gentry lanzó una mirada candorosa, con los ojos muy abiertos.

—¿Por qué razón el FBI haría algo así?

El silencio se prolongó. Por fin Natalie Preston dijo:

—Sheriff, si uno de esos…, esos seres fue responsable de la muerte de mi padre, ¿qué vamos a hacer?

Gentry cruzó las manos sobre el estómago y miró a Saul. Los ojos del sheriff eran de un azul intenso.

—Es una buena pregunta, señorita Preston —dijo—. ¿Qué le parece, doctor Laski? Si cogemos a su oberst o a la Fuller, o a ambos. ¿No le parece que será un poco difícil conseguir una acusación de un jurado?

Saul abrió las manos en un gesto de impotencia.

—Parece una locura, estoy de acuerdo. Si aceptas esto, ninguna lógica parece segura. Ningún asesino es condenado por una sombra de duda. Ninguna prueba es suficientemente amplia para separar a los inocentes de los culpables. Comprendo lo que quiere decir, sheriff.

—No —dijo Gentry—. No es tan malo como eso. Quiero decir, la mayor parte de los casos de asesinato son realmente asesinatos, ¿cierto? ¿O piensa que hay centenares o miles de esos vampiros de la mente corriendo por ahí?

Saul cerró los ojos ante esa idea.

—Sinceramente rezo por que no sea así —dijo.

Gentry asintió con la cabeza.

—Entonces lo que tenemos aquí es una especie de caso especial, ¿verdad? Lo que nos lleva de nuevo a la pregunta de la señorita Preston. ¿Qué vamos a hacer?

Saul inspiró profundamente.

—Necesito vuestra ayuda para… vigilar. Hay una posibilidad, una pequeña posibilidad, de que uno u otro de los dos supervivientes vuelva a Charleston. Quizá Melanie Fuller no tuvo tiempo de llevarse cosas de vital importancia de su casa. Quizá William Borden, si está vivo, vuelva a por ella.

—Y después, ¿qué? —preguntó Natalie—. Esa gente no puede ser castigada por los tribunales. ¿Qué pasa si los encontramos? ¿Qué puede hacer usted?

Saul inclinó la cabeza, se ajustó las gafas y se pasó sus dedos temblorosos por la frente.

—Hace cuarenta años que pienso en eso —dijo casi en un susurro—, y todavía no lo sé. Pero siento que el oberst y yo estamos destinados a encontrarnos de nuevo.

—¿Ellos son mortales? —preguntó Gentry.

—¿Qué? —exclamó Saul—. Sí, claro que son mortales.

—Alguien podría ir tras ellos y reventarles los sesos, ¿verdad? —dijo el sheriff—. No vuelven a levantarse con la próxima luna llena o algo así.

Saul se encaró al sheriff. Un minuto después, dijo:

—¿Qué pretende decir, sheriff?

—Mi opinión es…, aceptando su premisa de que esta gente puede hacer lo que usted dice que puede hacer, en ese caso son los tipos más terribles que conozco. Perseguir a uno de ellos sería como perseguir fantasmas en los pantanos con un saco. Pero si los podemos identificar serán un blanco tan fácil como usted o yo o John F. Kennedy o John Lennon. Cualquiera con un fusil con una buena mira telescópica puede abatir a uno de ellos fácilmente. ¿Cierto, doctor?

Saul devolvió la mirada plácida del sheriff.

—Yo no tengo un fusil con mira telescópica —dijo.

Gentry meneó la cabeza:

—¿Ha traído algún arma de Nueva York?

Saul negó con la cabeza.

—¿Tiene un arma, profesor?

—No.

Gentry se volvió hacia Natalie.

—Pero usted sí, señorita. Usted dijo que le siguió a la casa Fuller ayer y que estaba preparada para detenerlo a punto de pistola si era necesario.

Natalie se sonrojó. Saul se sorprendió al ver cómo su piel color café con leche podía volverse oscura cuando se sonrojaba.

—No es mía —dijo—. Era de mi padre. La tenía en su estudio de fotografía. Tenía licencia. Era para protegerse de robos. Pasé por allí el lunes y la traje.

—¿Puedo verla? —pidió Gentry delicadamente.

Natalie fue hasta el armario del vestíbulo y sacó el arma del bolsillo del impermeable. La puso sobre la mesa, cerca del sheriff. Gentry usó el índice para girarla ligeramente hasta que quedó apuntada lejos de todos.

—¿Está acostumbrado a las armas, doctor? —preguntó Gentry.

—No de este tipo —contestó Saul.

—¿Y usted, señorita Preston? —dijo Gentry—. ¿Está familiarizada con armas de fuego?

Natalie se frotó los brazos como si tuviera frío.

—Tengo un amigo en St. Louis que me enseñó a disparar —dijo—. Se apunta y se aprieta el gatillo. No es muy complicado.

—¿Está familiarizada con esta arma? —preguntó Gentry.

Natalie negó con la cabeza.

—Mi padre la compró después de que yo me fuera al colegio lejos de Charleston. No me parece que él la haya disparado nunca. No lo imagino capaz de disparar a una persona.

Gentry enarcó las cejas y cogió la automática, la apuntó al suelo y la tocó cuidadosamente por la protección del gatillo.

—¿Está cargada?

—No —dijo Natalie—. Le quité todas las balas antes de salir ayer.

Esta vez fue Saul quien enarcó las cejas. Gentry meneó la cabeza y tocó la palanca para liberar el cargador de la culata negra de plástico. Cogió el cargador para mostrarle a Saul que estaba vacío.

—Calibre 32, ¿no? —preguntó Saul.

—Llama 32 automática —convino el sheriff—. Un arma pequeña y muy buena. Probablemente, nueva le costó al señor Preston unos trescientos dólares. Señorita Preston, a nadie le gustan los consejos, pero yo me siento obligado a darle algunos, ¿de acuerdo?

Natalie asintió con la cabeza con un gesto escueto.

—Primero —dijo Gentry—, no apunte con un arma a nadie si no está dispuesta a dispararla. Segundo, nunca apunte con un arma vacía. Y tercero, si quiere tener un arma vacía debe asegurarse de que lo está.

Gentry hizo recular el mecanismo de la recámara y una bala cayó sobre la toalla. Rodó sobre la mesa hasta topar contra un salero. Era una bala, no un casquillo; no había sido disparada.

Natalie palideció, su piel se volvió de color ceniza.

—Es imposible —dijo en voz muy baja—. Conté las balas cuando las quité. Eran seis en total.

Gentry volvió a poner el cargador con un chasquido, comprobó que la palanca de seguridad estaba cerrada y apretó el gatillo. La recámara volvió a su lugar con un ruido seco.

—Sí, señorita —dijo—, pero la Llama 32 tiene un cargador de siete balas. Su padre debió de meter una en la cámara.

—¿Qué pretende ahora, sheriff? —preguntó Saul.

Gentry se encogió de hombros y puso la pistola automática de nuevo sobre la mesa, cerciorándose de que ambos seguros estaban fijados.

—Creo que si vamos a perseguir a estos asesinos, vale más saber alguna cosa de armas.

—Usted no lo entiende —dijo Saul—. Las armas son inútiles con esa gente. Pueden hacer que el arma se vuelva contra ti. Pueden hacer de ti un arma. Si los tres fuéramos tras el oberst, o tras la Fuller, en grupo, nunca podríamos estar seguros unos de otros.

—Lo comprendo —dijo Gentry—. Y también comprendo que si los encontramos, entonces ellos son vulnerables. Son peligrosos sobre todo porque nadie conoce su existencia. Ahora nosotros la conocemos.

—Pero no sabemos dónde están —dijo Saul—. Creía que estaba tan cerca. Estaba tan cerca…

—Borden tiene un pasado —intervino Gentry—, una historia, una productora cinematográfica, asociados y amigos. Es un lugar por donde empezar.

Saul meneó la cabeza.

—Yo estaba convencido de que Francis Harrington estaría seguro —dijo—. Había algunas preguntas. Si fue el oberst quien lo eliminó, podría haberme reconocido. Creí que Francis estaría seguro y ahora está con casi absoluta certeza muerto. No, no quiero que nadie más se implique directamente.

—Nosotros ya estamos implicados —respondió bruscamente Gentry—. Estamos metidos en esto.

—Es cierto —dijo Natalie.

Los dos hombres se volvieron hacia ella. La intensidad le había vuelto a la voz.

—Si no estás loco, Saul —dijo ella—, entonces esos monstruos mataron a mi padre sin ninguna razón. Con vosotros dos o sola, voy a descubrir a esos viejos asesinos y encontraré la manera de llevarlos ante la justicia.

—Entonces vamos a fingir que somos seres inteligentes —dijo Gentry—. Saul, ¿Nina Drayton le dijo alguna cosa en sus dos sesiones que nos pueda ayudar?

—No, creo que no —contestó Saul—. Habló de la muerte de su padre. Deduje que ella usó su «aptitud» para asesinarlo.

—¿No habló de Borden ni de Melanie Fuller?

—No directamente, aunque se refirió a unos amigos de Viena a principios de los años treinta. Por su descripción podían ser el oberst y Melanie.

—¿Alguna cosa útil en eso?

—No. Indicios de celos sexuales y competición.

—Saul, usted fue usado por el oberst —dijo el sheriff.

—Sí.

—Sin embargo, lo recuerda. ¿No sugirió que Jack Ruby y los otros sufrían de una especie de amnesia después de ser usados?

—Sí —contestó Saul—. Creo que las personas que el oberst y los otros han usado recuerdan sus actos, si los recuerdan, como se recuerda un sueño.

—¿No se relaciona con la manera como los psicópatas se acuerdan de episodios violentos?

—A veces —dijo Saul—. Otras veces, la vida normal de un psicópata es el sueño y sólo está realmente vivo cuando causa dolor o muerte. Pero las personas usadas por el oberst y los otros no son necesariamente psicópatas, sólo víctimas.

—Pero usted recordó con exactitud cómo era cuando el oberst… le poseía —dijo Gentry—. ¿Por qué?

Saul se quitó las gafas y las limpió.

—Era diferente. Era tiempo de guerra. Yo era un judío del campo. Él suponía que yo no sobreviviría. No había necesidad de gastar energía para apagar mi memoria. Además, yo me escapé por voluntad propia, pegándome un tiro en el pie, sorprendiendo al oberst

—Quería preguntarle eso —dijo Gentry—. Usted dice que el dolor sorprendió al oberst, que le liberó de su control durante uno o dos minutos…

—Durante unos segundos —dijo Saul.

—De acuerdo, unos segundos. Pero todos los que fueron usados aquí en Charleston deben de haber sufrido mucho. Haupt…, Thorne, el ex ladrón que Melanie Fuller tenía como criado, perdió un ojo y no por eso dejó de obedecer. La chica, Kathleen, fue golpeada hasta la muerte. Barrett Kramer cayó por la escalera y recibió un tiro. El señor Preston fue…, bueno, ya sabe lo que quiero decir…

—Sí —dijo Saul—. He pensado mucho sobre eso. Felizmente, cuando el oberst estaba… en mi cerebro, no hay otra manera de decirlo…, yo podía vislumbrar sus pensamientos.

—¿Telepatía? —preguntó Natalie.

—No —dijo Saul—, no, exactamente. No como generalmente se presenta en la ficción. Era como intentar capturar los fragmentos de un sueño que a veces recordamos vagamente al despertarnos. Pero yo sentí lo bastante los pensamientos del oberst para comprender que su fusión conmigo cuando me usó para matar al viejo de la SS… era inusual. Él quería experimentarlo todo, saborear cada matiz de las impresiones de los sentidos. Tengo la sospecha de que, normalmente, él usaba a los otros como un simple amortiguador entre él y el dolor que su víctima sentía.

—Como ver televisión sin sonido —dijo Gentry.

—Quizá —dudó Saul—, pero en este caso no se pierde ninguna información de interés, sólo el choque del dolor. Sentí que el oberst disfrutaba no sólo del dolor indirecto de los que asesinaba, sino también del de los que usaba para cometer el asesinato…

—¿Piensa que recuerdos como ése pueden realmente ser borrados?

—¿En los cerebros de los que fueron usados? —preguntó Saul. Ante el asentimiento de Gentry, prosiguió—: No. Enterrados, quizá. Como la víctima de un trauma entierra su experiencia profundamente en el subconsciente.

Gentry se levantó entonces con una sonrisa amplia en la cara y le dio una palmada en el hombro a Saul.

—Doctor —dijo, aún sonriendo—, acaba de darnos la manera de saber lo que es verdad y lo que no lo es, quién está loco y quién cuerdo.

—¿De veras? —preguntó Saul, empezando a comprender mientras el sheriff Gentry sonreía ante la mirada interrogativa de Preston.

—De veras —dijo Gentry—, y mañana podremos hacer la prueba y saberlo de una vez por todas.

Saul estaba sentado en el coche del sheriff Gentry y escuchaba cómo caía la lluvia. Había pasado casi una hora desde que Gentry y Natalie habían entrado en la clínica con el viejo médico. Algunos minutos más tarde, un Toyota azul había parado al otro lado de la calle y Saul había visto a una chica rubia, con el brazo izquierdo en cabestrillo y ojos tristes y fatigados, conducida por una pareja vestida con el estilo impecable pero previsible de los jóvenes profesionales.

Saul esperaba. Era una cosa que sabía hacer muy bien; una cosa que había aprendido cuando era un adolescente en los campos de la muerte. Por vigésima vez recorrió el razonamiento de por qué había implicado a Natalie Preston y al sheriff Gentry. El razonamiento era débil, una sensación de haber llegado a callejones sin salida, una sensación súbita de confianza hacia esos dos improbables aliados después de años de sospechas solitarias y, en última instancia, la razón de haberles confiado la historia podía ser una simple necesidad de contarla a alguien.

Saul meneó la cabeza. Intelectualmente, sabía que era un error, pero emocionalmente el simple acto de contar la historia había resultado increíblemente terapéutico. La tranquilidad de tener aliados, otras personas activamente implicadas, permitía que Saul estuviera plácidamente sentado en el coche del sheriff y se sintiera muy contento de esperar.

Saul estaba cansado. Reconoció el cansancio como algo más que la falta de descanso y los efectos secundarios del exceso de adrenalina; era un cansancio doloroso, tan doloroso como una herida en los huesos y tan viejo como Chelmno. Había en él un cansancio que era tan permanente como el tatuaje en su brazo. Como el tatuaje, llevaría ese cansancio doloroso hasta la tumba, entregándose a una eternidad de fatiga. Saul meneó otra vez la cabeza, se quitó las gafas y se friccionó el caballete de la nariz. «Deja eso, viejo —pensó—. Weltschmerz es un estado de ánimo muy pesado. Más pesado para los otros que para ti.» Pensó en la granja de David en Israel, en sus propias doce hectáreas lejos de los huertos y de los campos, en una merienda con David y Rebecca poco antes de marcharse a Estados Unidos. Los pequeños Aaron e Isaac, los gemelos de David y Rebecca, que ese verano no tenían más de siete años, habían jugado a indios y vaqueros entre las piedras y barrancos donde muchos siglos antes los legionarios romanos habían perseguido a guerrilleros israelíes.

«Aaron», pensó Saul. Tenía que encontrarse con ese chico el sábado por la tarde en Washington. Instantáneamente sintió que su estomago se le contraía ante la idea de otra persona que podía verse involucrada en la pesadilla; en este caso un familiar suyo. «¿Cuánto habrá descubierto él? —pensó Saul—. ¿Hasta qué punto le implico?»

Salieron de la clínica la chica y sus acompañantes; tras ellos apareció el médico, que apretó la mano del hombre, y después la familia se marchó. Saul se dio cuenta de que había parado de llover. Vio salir a Gentry y Natalie Preston, que hablaron un momento con el viejo médico y se dirigieron con paso resoluto al coche.

—¿Entonces? —preguntó Saul cuando el sheriff se sentó al volante y la joven estaba ya en el asiento trasero—. ¿Qué?

Gentry se quitó el sombrero y se limpió la frente con el pañuelo. Bajó completamente la ventana y Saul recibió el olor de césped mojado y mimosa que entró en el coche con la brisa. Gentry miró hacia atrás, hacia Natalie.

—¿Por qué no se lo cuenta usted?

Natalie inspiró hondo y asintió con la cabeza. Tenía un aire agitado, trastornado, pero su voz sonaba clara y firme.

—El consultorio del doctor Calhoun tiene una pequeña sala de observación —dijo—. Hay un gran espejo trucado. Los padres de Alicia y nosotros pudimos observar sin interferir. El sheriff Gentry me presentó como su asistente.

—Lo que, en el contexto de esta investigación, es técnicamente cierto —intervino Gentry—. Sólo puedo nombrar adjuntos en el caso de una emergencia, pues de lo contrario sería la «ayudante adjunto Preston».

Natalie sonrió.

—Los padres de Alicia no se han opuesto a nuestra presencia. El doctor Calhoun ha usado un pequeño aparato parecido a un metrónomo para hipnotizar a la chica…

—Sí, sí —dijo Saul, tratando de controlar su súbita impaciencia—. ¿Qué ha dicho la niña?

Los ojos de Natalie adquirieron un aire difuso mientras recordaba la escena.

—El doctor le hizo recordar el día…, el sábado pasado…, cada detalle. La cara de Alicia estaba rígida, inexpresiva, cuando ha llegado. Con la hipnosis se ha iluminado, ha cobrado vida. Ha hablado con su amiga Kathleen…, la chica que fue asesinada.

—Sí —dijo Saul, con impaciencia esta vez.

—Ella y Kathleen jugaban en la sala de estar de la señora Hodges. La hermana de Kathleen, Debra, estaba en la otra sala mirando la televisión. De repente, Kathleen dejó caer la muñeca Barbie con la que jugaba y corrió hacia fuera y atravesó el patio hacia la casa de la señora Fuller. Alicia corrió detrás de ella, se detuvo en medio del patio llamándola… —Natalie tuvo un escalofrío—. Entonces ha dejado de hablar. Su cara ha vuelto a perder la expresión. Ha dicho que no le permitían decir nada más.

—¿Estaba aún bajo hipnosis? —preguntó Saul.

Gentry contestó:

—Estaba aún bajo hipnosis, pero no podía describir lo que pasó después. El doctor Calhoun ha intentado diferentes maneras de ayudarla. Ella ha continuado mirando el vacío y repitiendo que no le permitían contar nada más.

—¿Y esto ha sido todo? —preguntó Saul.

—No —dijo Natalie. Miró por la ventanilla la calle lavada por la lluvia y después volvió a mirar a Saul. Sus labios llenos estaban apretados por la tensión—. Entonces el doctor Calhoun ha dicho: «Ahora entras en la casa al otro lado del patio. Dime quién eres.» Y Alicia no ha vacilado un segundo. Ha dicho, con una voz distinta, vieja, quebrada: «Soy Melanie Fuller.»

Saul se sentó muy derecho. Un hormigueo recorrió su piel, como si alguien le tocara la espina dorsal con dedos helados.

—Y entonces el doctor Calhoun le ha preguntado si ella, Melanie Fuller, nos podía decir algo —continuó Natalie—. Y la cara de la pequeña Alicia ha cambiado, se ha ondulado, su piel se ha llenado de arrugas y pliegues que no estaban allí unos segundos antes…, y ha dicho, con la misma voz obscena de vieja: «Voy tras de ti, Nina.» Ha seguido repitiendo esa frase, cada vez más alto: «Voy tras de ti, Nina», hasta gritarla.

—Dios mío —dijo Saul.

—El doctor Calhoun estaba agitado —dijo Natalie—. Ha calmado a la chica y la ha despertado, diciéndole que se sentiría feliz y descansada cuando se despertara. Ella no era… feliz, quiero decir. Cuando ha salido del trance ha empezado a llorar diciendo que le dolía el brazo. Su madre ha dicho que era la primera vez que se quejaba del brazo desde la noche de los asesinatos.

—¿Qué piensan sus padres de la sesión con el doctor Calhoun? —preguntó Saul.

—Están trastornados —dijo Natalie—. La madre de Alicia ha querido salir de la sala de observación para estar con ella cuando la chica ha empezado a gritar. Pero cuando todo ha terminado, parecían muy aliviados. El padre le ha dicho al doctor Calhoun que hasta la molestia en el brazo y las lágrimas eran una mejora después del vacío que habían visto durante toda la semana.

—¿Y el doctor Calhoun? —preguntó Saul.

Gentry puso el brazo en el respaldo del asiento.

—El médico ha dicho que parece un caso de «transferencia inducida por traumatismo» —contestó ella—. Le ha recomendado un psiquiatra, un hombre de Savanah que él conoce…, especializado en casos infantiles. Han discutido sobre la cobertura del seguro de los Kaiser.

Saul asintió con la cabeza y los tres permanecieron sentados en silencio. Fuera, el sol de la tarde atravesó las nubes e iluminó los árboles, el césped, todo ese verdor humedecido por la lluvia que brillaba como un montón de joyas. Saul inspiró el aroma del césped recién cortado e intentó recordar que era diciembre. Se sintió a la deriva en el espacio y el tiempo, perdido en corrientes que le llevaban cada vez más lejos de cualquier orilla reconocible.

—Sugiero que cenemos temprano y hablemos de esto —manifestó Gentry de súbito—. Doctor, tiene que volver a Washington mañana muy temprano, ¿no es así?

—Sí —respondió Saul.

—Bien, en ese caso, vamos —dijo Gentry—. La policía invita.

Comieron en un excelente restaurante especializado en pescado en Broad Street, en pleno casco antiguo. Había una fila de gente esperando, pero cuando el gerente vio a Gentry los hizo pasar a una sala lateral con una mesa vacía que apareció como por milagro. La sala estaba llena a rebosar y por eso conversaron sobre generalidades, hablaron del clima de Nueva York y del clima de Charleston, sobre fotografía, sobre la crisis de los rehenes de Irán, sobre la política local de Charleston, la política de Nueva York y la política americana. Ninguno de ellos parecía muy contento con los resultados de las recientes elecciones nacionales. Después del café volvieron al coche de Gentry para recoger los jerseys e impermeables y después caminaron a lo largo de la muralla de Battery.

La noche era fría y clara. Las últimas nubes se habían disipado y las constelaciones de invierno podían verse a través del brillo ambiental de las luces de la ciudad. Las luces de Mount Pleasant eran visibles a través del puerto en dirección este. Un pequeño barco, con la luces de navegación verde y roja encendidos, se dirigía al oeste del puente, siguiendo las boyas de la Vía Navegable Intercostal. Detrás de Saul, Natalie y Gentry, las altas ventanas de muchas casas majestuosas brillaban en la noche con un color naranja.

Se detuvieron en la muralla de Battery. Las alas rompían contra las piedras unos tres metros más abajo. Gentry miró alrededor, no vio entrometidos a la vista y dijo con voz suave:

—¿Y ahora, doctor?

—Una excelente pregunta —dijo Saul—. ¿Alguna sugestión?

—Su reunión del sábado en Washington ¿tiene relación con lo que… hemos estados discutiendo? —preguntó Natalie.

—Quizá —respondió Saul—. Probablemente. Lo sabré después del encuentro. Siento no poder ser más explícito. Implica… a mi familia.

—¿Y en cuanto a ese tío que me seguía? —preguntó Gentry.

—¿El FBI ha podido darle un nombre? —dijo Saul.

—Nada —dijo el sheriff—. El coche había sido robado en Rockville, Maryland, hace cinco meses. Pero ninguna pista sobre el fiambre. Ni huellas digitales, ni dentadura…, nada.

—¿No es un poco raro? —preguntó Natalie.

—Casi inaudito —dijo Gentry. Cogió un guijarro y lo lanzó a la bahía—. Hoy en día, todo el mundo está en algún registro.

—Quizás el FBI no se haya tomado demasiadas molestias —insinuó Saul—. ¿Es ésa su teoría?

Gentry lanzó otra piedra y se encogió de hombros. Había ido todo el día vestido de paisano —pantalones marrones y una vieja camisa escocesa—, pero antes de dar el paseo a lo largo de Battery había cogido del maletero del coche su chaquetón de sheriff y el sombrero tejano manchado de sudor y ahora era otra vez la imagen de un sheriff sureño.

—No creo que el FBI usara un vagabundo hambriento como ése —dijo—. Y si el tío no trabajaba para ellos, ¿quién lo estaba usando? ¿Y por qué demonios se mataría para no ser detenido?

—Sería coherente con la manera como el oberst usaría a alguien —dijo Saul—. O, más probablemente, Melanie Fuller.

Gentry lanzó otro guijarro y miró las luces de Fort Sumter, a unos tres kilómetros.

—Sí —aceptó—, pero es absurdo. Su oberst no puede estar interesado en acabar conmigo…, maldita sea, yo ni siquiera había oído hablar de él hasta que usted me ha contado su historia. Y si la señorita Fuller está preocupada con quién la persigue, haría mejor en habérselas con la Policía de Tráfico, los chicos de homicidios y el FBI. Ese tío sólo tenía en la cartera una foto de mí.

—¿La tiene aquí? —preguntó Saul.

Gentry asintió con la cabeza, la sacó del bolsillo de la americana y se la pasó al psiquiatra. Saul se acerco a una farola para tener más luz.

—Interesante —comentó Saul—. ¿Este edificio del fondo es el Ayuntamiento?

—Sí.

—¿Hay algo en la foto que pueda darnos una idea de cuándo fue tomada?

—Sí —dijo Gentry—. ¿Ve esta tirita en mi barbilla, aquí?

—Sí.

—Yo uso la navaja de afeitar de mi padre, que perteneció antes a su padre, y no suelo cortarme a menudo cuando me afeito. Pero el domingo pasado me corté cuando Lester, uno de mis ayudantes, me llamo muy temprano y tuve que afeitarme a toda prisa. Ese día llevaba esa tirita en la cara.

—El domingo —dijo Natalie.

—Sí.

—Entonces, quienquiera que estaba interesado en seguirle tomó esta foto… parece hecha con una cámara de treinta y cinco milímetros, ¿cierto? —dijo Saul.

—Sí.

—Sacó la foto desde el otro lado de la calle el domingo y después, el martes, alguien empezó a seguirle.

—Sí.

—¿Puedo ver la foto, por favor? —pidió Natalie. La estudió un momento bajo la luz y dijo—: Quienquiera que la sacó usaba un fotómetro incorporado…, abrió más para la luz en esta puerta que en su cara. Probablemente tenía una lente de doscientos milímetros. Es muy grande. La foto fue revelada en una habitación de revelado y no en un laboratorio comercial.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Gentry.

—¿Ve cómo fue cortado el papel? No es un trabajo comercial. Me parece que no cortaron esto…, por eso creo que era una lente larga, pero fue revelada deprisa. Las habitaciones de revelado privadas que trabajan con color son muy vulgares hoy en día, pero su oberst o la señorita Fuller deben de estar en casa de alguien que tiene una máquina propia, porque no la pueden haber revelado en el maletero del coche. ¿Ha visto últimamente a alguna persona con una SLR automática con lentes largas, sheriff?

Gentry le sonrió:

—Dickie Haines tenía un equipo como ése —dijo—. Una pequeña Konika con una gran lente Bushnell.

Natalie le devolvió la foto y frunció el ceño al preguntarle a Saul:

—¿Es posible que haya… otros? ¿Que haya más de esos seres?

Saul cruzó los brazos y miró la ciudad.

—No lo sé —dijo—. Durante años creía que el oberst era el único. Un monstruo terrible… producido por el Tercer Reich, si eso era posible. Entonces nuestras investigaciones sugerían que la aptitud para influir en las acciones y reacciones de otros no era algo tan fuera de lo común. Leí abundantes libros de historia y barajé la posibilidad de que figuras tan dispares como Hitler, Rasputin y Gandhi tuvieran ese poder. Quizás haya una especie de cadena y el oberst, Melanie Fuller, Nina Drayton, y sabe Dios cuántos más están en la fila…

—¿Entonces puede haber más?

—Sí —dijo Saul.

—Y, por una razón cualquiera, están interesados en mí —dijo Bobby Joe Gentry.

—Sí.

—Muy bien, de vuelta al punto de partida —suspiró el sheriff.

—No del todo —dijo Saul—. Mañana descubriré lo que pueda en Washington. Quizá, sheriff, usted podría seguir buscando el paradero de la señora Fuller y averiguar el estado actual de la investigación sobre el accidente aéreo.

—¿Y yo? —preguntó Natalie.

—Sería sensato que volviera a St. Louis y… —Saul vaciló.

—No, si puedo ser útil aquí —insistió ella—. ¿Qué puedo hacer?

—Yo tengo algunas ideas —dijo Gentry—. Podremos discutirlas mañana después de acompañar al doctor al aeropuerto.

—Muy bien —dijo Natalie—. Me quedaré por lo menos hasta el día uno.

—Les daré, a los dos, los números de mi casa y del despacho en Nueva York —dijo Saul—. Debemos ponernos en contacto por lo menos cada dos días. Y, sheriff, aunque todas nuestras investigaciones fueran nulas, hay una manera de buscarlos en los medios de comunicación.

—¿Sí? ¿Cómo?

—La metáfora de la señorita Preston de que son vampiros no está muy lejos de la verdad —dijo Saul—. Y, como los vampiros, son empujados por sus tenebrosas necesidades. Esas necesidades no pasan desapercibidas cuando son satisfechas.

—¿Se refiere a noticias de asesinatos? —preguntó Gentry.

Precisamente.

—Pero en este país se cometen diariamente más asesinatos que en Inglaterra durante todo un año —suspiró Gentry.

—Sí, pero el oberst y los otros tienen una inclinación por lo… estrafalario —dijo Saul en voz baja—. Dudo que puedan alterar sus costumbres tan completamente que no se note algún rastro de su peculiar enfermedad.

—Muy bien —dijo Gentry—. Si pasa lo peor, esperaremos hasta que esos…, esos vampiros empiecen a matar de nuevo y los descubriremos. Los encontraremos. ¿Y después qué?

Saul sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y miró las luces del puerto mientras limpiaba las gafas. Para él las luces eran prismas sin foco, difusas y mezcladas con la oscuridad de la noche.

—Los encontraremos y los seguiremos y los cogeremos —dijo—. Y entonces haremos lo que hay que hacer con todos los vampiros. —Volvió a ponerse las gafas y envió una sonrisita fría a Natalie y al sheriff—. Les clavaremos una estaca en el corazón. Les clavaremos estacas en el corazón, les cortaremos la cabeza y les meteremos ajo en la boca. Y si eso no da resultado… —la leve sonrisa de Saul se hizo infinitamente más fría—, pensaremos en alguna otra cosa que dé resultado.