Bayerisch-Eisenstein, viernes 19 de diciembre de 1980
Tony Harod y María Chen desayunaron en el pequeño comedor del hotel. Bajaron a las siete, pero el primer turno de desayuno, el de los esquiadores más madrugadores, ya había acabado. El fuego chisporroteaba en la chimenea de piedra y Harod podía ver la nieve y el cielo sin nubes a través de la pequeña ventana de la pared sur.
—¿Crees que estará allí? —preguntó María Chen en voz baja después de beber el último sorbo de café.
Harod se encogió de hombros.
—¿Cómo cojones puedo saberlo?
La víspera había estado convencido de que Willi no estaría en la propiedad familiar, que el viejo productor había muerto en el accidente de avión. Recordaba la mención de la propiedad de la familia en una conversación que habían tenido cinco años antes. Harod estaba muy borracho; Willi acababa de volver de un viaje de tres semanas a Europa y, de súbito, con lágrimas en los ojos, había dicho: «¿Quién dice que no puedes volver otra vez a casa, eh, Tony? ¿Quién lo dice?», y después había empezado a describir la casa de su madre en el sur de Alemania. Mencionar la ciudad más próxima había sido un descuido. Harod había considerado el viaje como una manera de eliminar una posibilidad preocupante, nada más. Pero ahora, a la luz áspera de la mañana, con María Chen sentada frente a él con la Browning de nueve milímetros en el bolso, lo improbable parecía muy posible.
—¿Y en cuanto a Tom y Jensen? —preguntó María Chen. Iba vestida con unos elegantes pantalones de pana azul, calcetines altos y un pesado jersey azul y rosa de esquiar que le había costado seiscientos dólares. Su pelo oscuro estaba recogido en una pequeña cola y hasta con maquillaje parecía lozana y limpia. Harod pensó que parecía una chica eurasiática de excursión con los amigos de su padre.
—Si tienes que eliminarlos, encárgate de Tom primero —le dijo—. Willi tiene tendencia a «usar» a Reynolds antes que al negro. Pero Luhar es fuerte…, muy fuerte. Asegúrate de que si cae, sigue en el suelo. Pero si hay pelea, Willi deberá ser el primero que hay que eliminar. Acaba con él y Reynolds y Luhar dejarán de ser una amenaza. Están tan bien condicionados que no pueden hacer pipí sin permiso de Willi.
María Chen parpadeó y miró alrededor. Las otras mesas estaban llenas de parejas alemanas que reían y hablaban. Parecía que ningún oído indiscreto había escuchado las instrucciones de Harod.
Harod hizo una señal a la camarera para pedir más café, se lo bebió y frunció el ceño. No sabía si María Chen ejecutaría las instrucciones cuando llegase el momento de matar. Consideraba que sí —nunca había desobedecido una orden hasta ahora—, pero por un segundo deseó tener consigo una mujer que no fuera una «neutral». Pero si su agente no fuera «neutral», había siempre la posibilidad de que Willi la utilizara en su propio beneficio. Harod no se hacía ilusiones sobre la «aptitud» del viejo alemán —el mero hecho de que Willi controlara a dos peleles mostraba la fuerza del poder del gran cabrón—. Harod había llegado a creer que la «aptitud» de Willi se había realmente apagado —entorpecido por la edad, las drogas y muchos años de decadencia—, pero a la luz de los recientes acontecimientos, sería una locura y tremendamente peligroso continuar actuando sobre ese supuesto. Harod meneó la cabeza. Mierda. El jodido Island Club ya le tenía hasta las pelotas. Harod no tenía ningún interés en enredarse con aquella vieja de Charleston. Cualquier persona que hubiese jugado aquel maldito juego con Willi Borden —Von Borchert o como se llamase el jodido cabrón— durante cincuenta años no era alguien con quien Tony Harod deseara liarse. ¿Y qué harían Barent y sus amigotes cuando supiesen que Willi estaba vivo? Si realmente estaba vivo. Harod recordaba su reacción seis días antes cuando le habían llamado para anunciarle la muerte de Willi. Primero sintió una ola de inquietud: ¿Y los proyectos de Willi? ¿Y el dinero?
Después sólo alivio. El viejo hijoputa había muerto al fin. Harod había pasado años ocultando su secreto terror de que el viejo descubriera el Island Club, de que Tony le espiara…
«Yo imagino el Paraíso como una isla donde puedes “cazar” a gusto, ¿eh, Tony?» ¿Willi había dicho esto en la cinta? Harod recordó la sensación de hundirse en agua helada que había tenido cuando la imagen de Willi había pronunciado aquellas palabras. Pero no había manera de que Willi pudiese saberlo. Y por otro lado, la cinta había sido filmada antes de que el avión se estrellara. Willi estaba muerto.
Y si no murió entonces, pensó Harod, no tardaría en hacerlo.
—¿Lista? —preguntó.
María Chen se pasó una servilleta de lino por los labios y asintió con la cabeza.
—Vamos —dijo Tony Harod.
—Entonces, ¿eso es Checoslovaquia? —preguntó Harod. Mientras iban en el coche hacia el noroeste de la ciudad, avistó una barrera fronteriza, un pequeño edificio blanco y varios guardias con uniformes verdes y extraños cascos después de la estación de ferrocarril. Una pequeña señal en la carretera decía «Ubergangsstelle».
—Sí —asintió María Chen.
—Gran cosa —dijo Harod.
Subieron por la sinuosa carretera del valle, pasaron las señales de girar al Grosser Arber y al Kleine Albersee. En una colina distante pudo ver el latigazo blanco de una pista de esquí y los puntos móviles de un telesilla. Diminutos coches con cadenas en los neumáticos y portaesquís subían por carreteras que eran poco más que corredores de hielo y nieve batida. Harod tembló cuando el aire frío sopló a través de las ventanas traseras de su coche alquilado. Las puntas de dos juegos de esquís para practicar esquí de fondo que María había alquilado esa mañana en el hotel sobresalían por la ventana posterior del lado del pasajero.
—¿Crees que necesitaremos esas cosas? —preguntó él, moviendo el cuello en dirección al asiento trasero.
María Chen sonrió y levantó diez uñas pintadas.
—Quizá —dijo. Miró el mapa de carreteras Shell y lo cotejó con un mapa fotográfico—. La siguiente a la izquierda —indicó—. Después, seis kilómetros hasta el campo privado de acceso.
El BMW tuvo que deslizarse y resbalar los últimos diez kilómetros subiendo por el «camino de acceso», que no era más que un par de surcos en la nieve entre árboles.
—Alguien ha estado aquí arriba hace poco —dijo Harod—. ¿La casa está muy lejos?
—Un kilómetro más después del puente —respondió María Chen.
Detrás de una curva rodeada de árboles desnudos apareció el puente. Un pequeño tramo de madera con un aire más sólido que la barricada de la frontera checa. Había una pequeña cabaña de aspecto alpino unos veinte metros más abajo. Dos hombres salieron de ella y se dirigieron lentamente hacia el coche. Harod esperaba que en aquellas zonas rústicas cualquier persona vistiera trajes campestres y gorras de fieltro, pero aquellos dos hombres llevaban pantalones castaños de lana y americanas del mismo color. Harod pensó que parecían padre e hijo, el supuesto hijo, de menos de treinta años, sostenía un rifle de caza en el antebrazo.
—Guten Morgen, haben Sie sich verfahren? —preguntó el más viejo con una sonrisa—. Das hier ist ein Privatgrundstück.
María Chen tradujo:
—Nos dan los buenos días y preguntan si nos hemos perdido. Dicen que esto es una propiedad privada.
Harod sonrió a los dos hombres.
El más viejo mostró dientes de oro en una sonrisa retributiva; el hijo no reveló ninguna expresión.
—No estamos perdidos —dijo Harod—. Venimos a visitar a Willi…, Herr Von Borchert. Nos invitó. Venimos de California.
Cuando el viejo frunció el ceño, mostrando incomprensión, María Chen tradujo rápidamente al alemán.
—Herr Von Borchert lebts hier nicht mehr —dijo el viejo—. Schon seit vielen Jahren nicht mehr. Das Gut ist schon seit sehr lauger Zeit geschlossen. Niemand geht mehr dorthin.
—Dice que Herr Von Borchert ya no vive aquí —tradujo María Chen—. Desde hace muchos años la casa está cerrada. Nadie va allá.
Harod sonrió y meneó la cabeza.
—Entonces, ¿cómo es que vosotros aún estáis de guardia, eh?
—Warum lassen Sie es noch bewachen? —tradujo María Chen.
El viejo sonrió.
—Wir werden von der Familie bezahlt so dasz dort kein Vandalismus eusteht —dijo el viejo—. Bald wird all das ein Teil des Nationalwaldes werden. Die alten Häuser werden abgerissen. Bis dahin schickt der Neffe uns Schecks aus Bonn, und wir halten alle Wilddiebe und Unbefugte fern, so wie es mein Vater vor mir getan hatte. Mein Sohn wird sich andere Arbeit suchen müssen.
—La familia nos paga para evitar el vandalismo —tradujo María Chen—. Ah…, muy pronto…, muy pronto, esto será parte del Bosque Nacional. La vieja casa será demolida. Hasta entonces, el sobrino…, el sobrino de Von Borchert, me parece, Tony…, el sobrino nos envía talones desde Bonn y nosotros mantenemos alejados a los cazadores furtivos y a los intrusos, tal como mi padre lo hizo antes de mí. Mi hijo tendrá que buscar trabajo. —Y ella añadió—: No nos dejarán pasar, Tony.
Harod le entregó al hombre un resumen de tres páginas de la próxima película de Bill Borden, El tratante de blancas. Un billete de cien marcos era ostensiblemente visible entre las páginas.
—Dile que venimos desde Hollywood para estudiar exteriores —le dijo Harod—. Dile que el viejo castillo sería un magnífico castillo encantado.
María Chen lo hizo. El viejo miró el prospecto y el dinero y los devolvió despreocupadamente.
—Ja, es wäre eine wunderbare kulisse für einen Gruselfilm. Es besteht kein Zwifel, dasz es hier spukt. Aber ich glaube, dasz es keine weiteren Gespenster braucht. Ich schlage vor, dasz Sie umdrehen, so dasz Sie hier nicht stecken bleibeu. Grüsz Gott!
—¿Qué dice? —preguntó Harod.
—Está de acuerdo en que la propiedad sería un excelente escenario para una película de terror —dijo María Chen—. Dice que está realmente encantado. Le parece que no necesita más fantasmas. Nos dice que demos la vuelta aquí para que no quedemos atascados y nos desea buenos días.
—Diles que se vayan a tomar por el culo —dijo Harod sonriendo.
—Vielen Dank für Ihre Hilfe —dijo María Chen.
—Bitie sehr —respondió el viejo.
—De nada —dijo el joven del rifle.
Harod dio marcha atrás con el BMW por el largo camino, giró hacia el oeste en el equivalente alemán de una carretera provincial y condujo casi un kilómetro antes de aparcar el coche en nieve poco profunda a cinco metros de una cerca. Cogió las tenazas del portamaletas y cortó la cerca por cuatro sitios. Usó las botas para apartar los alambres. El corte no sería visible desde la carretera a causa de los árboles, y además había poquísimo tráfico. Volvió al coche, cambió sus botas de montaña por esquís de campo a través que enganchó a unas botas muy cómicas, y dejó que María Chen le ayudara.
Harod había esquiado dos veces, ambas durante excursiones en Sun Valley, una con la sobrina de Dino de Laurentiis y Ann Margaret, y no le había gustado nada aquello.
María Chen dejó el bolso en el coche, metió la Browning en el cinturón de su jersey, se metió un sujetador extra en el bolsillo, se colgó un par de prismáticos alrededor del cuello y dirigió la marcha a través del corte de la cerca. Harod se arrastró torpemente tras ella.
Se cayó dos veces en el primer kilómetro, y se maldijo mientras luchaba para ponerse en pie y María Chen observaba con una ligera sonrisa. No había ningún sonido excepto el chapotear suave de los esquís, el castañeteo ocasional de las ardillas, y los bramidos desacompasados de la respiración de Harod. Después de casi tres kilómetros de camino, María Chen paró y consultó su brújula y el mapa topográfico.
—Allá está el riachuelo —dijo, señalando una parte densa del bosque—. Podemos atravesarlo con ese tronco. El castillo debe de estar en el claro a un kilómetro en esa dirección.
«Tres campos de fútbol más», pensó Harod luchando por recobrar el aliento. Recordó el rifle de caza del joven y comprendió que la Browning sería inútil en una competición. Y, según sabía, Jensen y Luhan y una docena más de esclavos de Willi esperaban en el bosque con Uzis y Mac-10s. Harod se obligó a respirar hondo y notó la tensión en su vientre. «Cojones», pensó. Se había molestado en llegar hasta allí y no se iría sin saber si Willi estaba allá.
—Vamos —dijo.
María Chen asintió con la cabeza, metió el mapa en el bolsillo y esquió con elegancia hacia delante.
Había dos cadáveres delante de la casa.
Harod y María Chen se ocultaron detrás de una fina pantalla de píceas y se turnaron para mirar los cuerpos con los prismáticos. Desde una distancia de cincuenta metros, los dos bultos oscuros podían ser cualquier cosa —bultos de ropa abandonada quizá—, pero los prismáticos mostraban la curva de una mejilla blanca, la postura de miembros torcidos en un ángulo que habría producido dolores terribles a una persona que durmiera. Aquellos dos no dormían.
Harod miró de nuevo. Dos hombres. Abrigos oscuros. Guantes de cuero. Uno había usado una cazadora marrón, que estaba un metro y medio más adelante sobre la nieve. La nieve se hallaba salpicada de sangre alrededor de los dos cuerpos. Un rastro rojo unía las huellas a la gran contraventana de la vieja casa. Treinta metros más al este, había profundas marcas paralelas en la nieve, otra pista de huellas en dirección a la casa y grandes estrías circulares de nieve en polvo, como si un enorme abanico hubiese estado dirigido hacia abajo. «Un helicóptero», reflexionó Harod.
No había señal de coches, vehículos para la nieve o marcas de esquís. El camino que enlazaba con el de entrada donde él y María habían sido detenidos antes era poco más que un espacio de nieve entre los árboles. Desde allá no podían ver la cabaña alpina o el puente.
La casa principal era bastante más que una casa solariega típica, definitivamente menos que un castillo. Era un enorme montón de piedras oscuras y ventanas estrechas, tenía diversas alas y niveles y daba la impresión de que había empezado como un pabellón central imponente y se le habían ido añadiendo piezas generación tras generación. El color de la piedra y el tamaño de las ventanas cambiaba aquí y allá, pero el efecto general era triste: piedra oscura, pocos cristales, puertas estrechas, pesadas paredes que recubrían la sombra de árboles desnudos. Harod pensó que estaba más de acuerdo con la personalidad de Willi que el chalé de república bananera en Bel Air.
—Y ahora, ¿qué? —susurró María Chen.
—Calla —dijo Harod, y levantó los prismáticos para mirar de nuevo los dos cadáveres. No estaban muy separados. La cara de uno estaba vuelta hacia lo lejos, casi enterrada en la nieve, y por eso Harod sólo podía avistar un poco de pelo oscuro, corto, agitándose ligeramente cuando soplaba viento, pero el otro, el que estaba de espaldas, mostraba su cara pálida y unos ojos abiertos, blancos, mirando hacia la línea de árboles de hoja perenne como si esperara su llegada. Harod pensó que no llevaban mucho rato muertos. No parecía que algún animal carroñero hubiese llegado hasta los cadáveres.
—Marchémonos, Tony.
—Cállate.
Harod bajó los prismáticos e intentó ordenar sus ideas. Desde donde estaban no podían ver el otro lado de la casa. Si querían acercarse, era buena idea no abandonar la protección del bosque y esquiar en un círculo amplio para poder observar la casa desde todos los ángulos. Harod echó un vistazo al gran claro. Los árboles estaban esparcidos en las dos direcciones; tardaría una hora o más en entrar en el bosque y acercarse sigilosamente. Las nubes habían cubierto el Sol y se había levantado un viento frío. Había empezado a nevar ligeramente. Los tejanos de Harod estaban empapados después de las caídas y le dolían las piernas a causa del ejercicio. La luz que desaparecía transmitía una sensación de crepúsculo, aunque todavía no era mediodía.
—Marchémonos de aquí, Tony.
La voz de María Chen no sonaba suplicante ni asustada, sólo tranquilamente insistente.
—Dame el arma —dijo él. Ella se la dio y él apuntó hacia la casa y hacia los bultos oscuros de la entrada—. Ve hasta allá —le dijo—. Con tus esquís. Te cubriré desde aquí. Creo que no hay nadie en la casa.
María Chen lo miró.
No había discusión ni desafío en sus ojos oscuros, sólo curiosidad, como si fuera la primera vez que lo veía.
—Adelante —ordenó Harod, y bajó la automática, sin saber qué haría si ella se negaba a obedecerle.
María Chen se volvió, se movió al lado de las píceas con un movimiento rápido del palo de esquiar y se dirigió hacia la casa. Harod se encorvó y se apartó del lugar en que habían estado, caminó por el bosque hasta situarse tras un gran árbol de madera dura rodeado de pinos jóvenes. Levantó los prismáticos. María Chen había llegado junto a los cuerpos. Se detuvo, clavó los dos palos y observó la casa. Después miró hacia el lugar donde había dejado a Harod y esquió hacia la casa, haciendo una pausa junto a la gran contraventana antes de girar a la derecha y esquiar a lo largo de la casa. Desapareció por el lado derecho —la esquina más cercana a la carretera de acceso— y Harod levantó los esquís y se puso en cuclillas en una zona seca bajo el árbol.
Los minutos se eternizaron hasta que ella apareció por el otro lado de la casa. Volvió a la contraventana central e hizo un gesto hacia donde creía que estaba Harod.
Harod esperó otros dos minutos, se puso derecho y se dirigió hacia la casa, corriendo agachado. Había pensado que podría maniobrar mejor sin los esquís. Fue un error. La nieve sólo le llegaba a las rodillas, pero le entorpecía enormemente los movimientos y le hacía perder el equilibrio; caminaba tres metros sobre la corteza helada y después se hundía y tenía que tantear el camino por delante. Se cayó tres veces, y en una de las ocasiones dejó caer la automática en la nieve. Comprobó que el cargador no estaba atascado, sacudió la nieve de la culata y siguió avanzando.
Se detuvo junto a los dos cuerpos.
Tony Harod había producido veintiocho películas, todas menos tres con Willi. Las veintiocho contenían amplias dosis de sexo y violencia, a menudo por partes iguales. Las cinco entregas de la Noche de Walpurgis —la más exitosa empresa de Harod— habían sido poco más que una sucesión de asesinatos, la mayor parte de chicos y chicas jóvenes, antes, después o durante el acto sexual. Los asesinatos eran mayormente vistos a través de la cámara subjetiva que simulaba el punto de vista del asesino. Harod había aparecido a menudo en el plató durante el rodaje y había visto personas apuñaladas, heridas por disparos, empaladas, quemadas, destripadas y decapitadas. Había estado en efectos especiales tiempo más que suficiente para aprender todos los misterios de las bolsas de sangre y de aire, los ojos arrancados y los trucos hidráulicos. Había escrito personalmente la escena de Noche de Walpurgis V: La pesadilla continúa, en la que la cabeza de la niñera estalla en mil fragmentos después de engullir la cápsula explosiva colocada en el frasco por Golon el asesino enmascarado.
A pesar de todo esto, Tony Harod nunca había visto una víctima real de un asesinato. Los únicos dos cadáveres a los que se había aproximado eran los de su madre y su tía Mira ya colocados en sus ataúdes y rodeados por la distancia protectora de las pompas fúnebres y de los acompañantes. Su madre fue enterrada cuando Harod tenía nueve años; su tía Mira, cuando tenía trece. Nunca nadie había mencionado la muerte de su padre.
A uno de los hombres que yacían junto a la casa de Willi Borden le habían disparado cinco o seis veces; el otro tenía la garganta abierta. Ambos habían sangrado mucho. La abundancia de sangre chocó a Harod por su absurdo exceso, como si algún director de cine demasiado entusiasta hubiese derramado cubos de tinta roja en el escenario. Simplemente echando un vistazo a los cuerpos, la sangre y las huellas en la nieve, Harod pensó que podía reconstruir parte de la escena: un helicóptero había aterrizado a unos treinta metros de la casa. Ese par habían salido, aún con zapatos de ciudad, y se habían dirigido a la puerta biselada. Habían empezado a luchar allí, sobre las losas. Harod podía imaginarse al más bajo de los dos, el que tenía la cara contra la nieve, volviéndose súbitamente y saltando sobre su compañero, mordiéndole y arañándole. El más alto había retrocedido —Harod podía ver las huellas de los tacones en la nieve—, después había desenfundado la Luger y había disparado varias veces. El bajito había continuado avanzando, quizás incluso después de recibir un tiro en la cara. El cadáver más pequeño tenía dos agujeros de bala en la mejilla derecha y sobresalía de su boca un trozo de músculo y tejido aún entre sus dientes. El más alto se había tambaleado varios metros hacia atrás después de que el bajo hubiese caído; enseguida, como si comprendiera por primera vez que su garganta estaba medio destrozada, su arteria cortada y bombeando sangre a raudales, y su laringe rasgada, había caído, había rodado por el suelo y había muerto mirando la línea de árboles donde Harod y María Chen habían aparecido algunas horas después. El brazo del hombre alto estaba medio levantado, frenado en la rigidez esculpida del rigor mortis. Harod sabía que el rigor mortis empezaba y acababa después de un determinado número de horas del fallecimiento, pero no recordaba cuántas. Le daba igual. Los había imaginado como asociados, saliendo del helicóptero juntos, muriendo juntos. Las huellas no eran una prueba definitiva de eso. A Harod no le importaba. Otro grupo de huellas que iban desde la puerta hasta la depresión que podía haber sido una zona de aterrizaje, permitía intuir, que varias personas habían salido de la casa y habían subido al helicóptero. No había manera de saber de dónde había venido el helicóptero, quién viajaba en él, quién de la casa había subido él o adónde se dirigía. A Harod le daba igual.
—¿Tony? —dijo María Chen en un susurro.
—Espera un segundo —rogó Harod.
Se volvió, se apartó del enorme círculo de sangre y vomitó sobre la nieve. Se inclinó, sintió de nuevo el sabor del café y la espesa salchicha alemana que se había comido en el desayuno. Cuando acabó, cogió un poco de nieve limpia, se lavó la boca, se levantó y fue, evitando los cadáveres, a reunirse con María Chen en las losas.
—La puerta no está cerrada —murmuró ella.
A través de los cristales, Harod podía ver sólo cortinas. Ahora nevaba mucho y los densos copos oscurecían la línea de árboles que había a sesenta metros de la casa. Harod asintió con la cabeza e inspiró con fuerza.
—Ve allá fuera y coge el arma de ese tipo —ordenó él—. Y mira si lleva el carné.
María Chen miró a Harod durante un segundo y esquió hacia los cadáveres. Tuvo que abrir la mano del cadáver del hombre más alto para liberar el revólver. El hombre alto tenía el carné en la cartera; el otro cadáver tenía la cartera y el pasaporte en el bolsillo de la americana. María Chen tuvo que hacer rodar en la nieve los dos cadáveres para encontrar lo que Harod quería. Cuando volvió a las losas, su jersey azul y su chaleco estaban considerablemente manchados de sangre. Dejó los esquís y se frotó con nieve las mangas del jersey y el chaleco.
Harod hojeó las carteras y el pasaporte. El hombre más alto se llamaba Frank Lee, carné de conducir internacional, expedido hacía tres años en Miami, y domicilio provisional en Munich. El otro se llamaba Ellis Robert Sloan, 32 años, residente en Nueva York, visados y pasaporte para Alemania occidental, Bélgica y Austria. Ochocientos dólares americanos y más de seiscientos marcos alemanes entre ambas carteras. Harod meneó la cabeza y las dejó caer en las losas. No habían revelado nada importante. Sabía que estaba ganando tiempo, retrasando la entrada en la casa.
—Ven —dijo, y entró.
La casa era grande, fría, oscura, y estaba —Harod lo esperaba fervorosamente— vacía. Ya no quería hablar con Willi. Sabía que si encontraba a su viejo mentor de Hollywood, la primera reacción de Harod sería vaciarle el cargador de la Browning en la cabeza. Si Willi se lo permitía. Tony Harod no se hacía ilusiones sobre su «aptitud» en comparación con la de Willi. Podía haberles hablado a Barent y a los otros de la decadencia del poder de Willi —y creérselo él mismo un poco— pero, desgraciadamente, sabía que, en su momento más flojo, Willi Borden podía dominar mentalmente a Tony Harod en diez segundos. El viejo bastardo era un monstruo.
Harod deseó no haber venido a Alemania, no haber salido nunca de California, no haber permitido nunca que Barent y los otros le obligaran a asociarse con Willi.
—Atención —murmuró, y condujo a María Chen hacia el interior de aquel oscuro montón de piedras.
Habitación tras habitación, los muebles estaban cubiertos por sábanas blancas. Como le había ocurrido con los cadáveres del exterior, Harod había visto eso en innumerables películas, pero en la realidad el efecto era desconcertante. Se encontró apuntando la automática a cada silla cubierta y a cada lámpara, esperando que se levantara y se dirigiera a él como la figura cubierta por una sábana de La noche de Halloween de Carpenter.
El vestíbulo de la entrada principal era enorme, con baldosas blancas y negras, y estaba vacío. Harod y María Chen caminaron sigilosamente, pero no pudieron evitar que sus pasos resonaran. Harod se sintió como un estúpido caminando con botas de esquí por la casa. María Chen le seguía tranquilamente, con la Luger manchada de sangre en la mano. Su expresión no mostraba más tensión que si caminara por la casa de Harod en Hollywood buscando una revista extraviada.
Harod tardó quince minutos en asegurarse de que no había nadie en el primer piso ni en el enorme, resonante, sótano. La casa parecía abandonada; si no hubiera encontrado los cadáveres en el exterior, Harod hubiera tenido la certeza de que allí no había entrado nadie durante años.
—Arriba —murmuró, aún empuñando la automática. Sus dedos estaban blancos por la presión sobre el arma.
El ala oeste estaba oscura, fría y no había en ella ningún mueble, pero cuando entraron en el corredor del ala este, Harod y María Chen se quedaron inmóviles. Al principio, el pasillo parecía tapado por una especie de enorme cristal de hielo ondulado —Harod pensó en la escena en que Zhivago y Laura vuelven a la casa de campo en invierno—, pero Harod siguió cautelosamente adelante y comprendió que la tenue luz se reflejaba en una fina y transparente cortina de plástico que colgaba del techo y cubría completamente una pared. Dos metros más adelante otra cortina del mismo tipo les hizo ir más despacio. Era un simple aislamiento térmico del ala este. El corredor estaba oscuro, pero se veía una pálida luz procedente de diversas puertas abiertas a lo largo de los quince metros de pasillo. Harod hizo una seña a María Chen y avanzó sigilosamente con ambas manos en la automática y las piernas flexionadas. Abrió puertas, preparado para disparar, alerta, con la actitud de un gato. Imágenes de Charles Bronson y Clint Eastwood danzaban en su cabeza. María Chen se quedó junto a la cortina de plástico sin dejar de mirarlo.
—Mierda —dijo Harod después de casi diez minutos de controlar habitaciones. Actuaba como si estuviera defraudado y, por los efectos secundarios del flujo de adrenalina, estaba un poco defraudado.
A menos que hubiera habitaciones ocultas, la casa estaba vacía. Cuatro de los cuartos a lo largo del corredor tenían señales de haber estado habitados recientemente: neveras llenas, hornillos, papeles dispersos sobre las mesas. Un cuarto en especial, un gran estudio con estanterías, un viejo sofá y una chimenea con cenizas aún calientes al tacto, le hizo pensar a Harod que no había encontrado a Willi por pocas horas. Quizá los inoportunos visitantes del helicóptero habían sido los causantes de la súbita partida. Pero no habían quedado ropas, ni otros objetos personales; quienquiera que estuviese allí estaba preparado para marcharse. En el estudio, cerca de una ventana estrecha, sobre una mesa robusta, había un enorme tablero de ajedrez con las figuras cinceladas desplegadas en mitad del juego. Harod se dirigió a la mesa y usó la automática para hurgar los pocos papeles que quedaban allí. El flujo de adrenalina estaba desapareciendo, sustituido por una respiración rápida, un temblor creciente y un enorme deseo de estar en otro sitio.
Los papeles estaban en alemán. Aunque Harod no lo entendía, tuvo la sensación de que trataban de cosas triviales: contribuciones de la propiedad, informes sobre el uso de la tierra, débitos y créditos. Los lanzó al suelo, buscó en los pocos cajones vacíos y decidió que era el momento de largarse.
—¡Tony!
Algo en la voz de María Chen le hizo volverse con la Browning apuntada.
Estaba de pie junto a la mesa de ajedrez. Harod se acercó, pensando que había visto algo por la estrecha ventana, pero la chica miraba el gran tablero de ajedrez. Harod miró también. Un minuto después bajó la automática, cayó sobre una rodilla y murmuró:
—Joder, Cristo.
Harod sabía poco de ajedrez. Sólo había jugado algunas veces de niño, pero podía entender que el juego sobre el tablero estaba en su fase inicial. Sólo tres piezas, dos negras y una blanca, se habían perdido y estaban al lado del tablero. Harod se curvó hacia delante, aún sobre una rodilla, y sus ojos quedaron a pocas pulgadas de las piezas más próximas.
El juego de ajedrez había sido cincelado a mano en marfil y ébano. Cada pieza tenía ocho centímetros de altura, estaba cincelada con suma delicadeza y debía de haber costado una fortuna. Harod sabía poco de ajedrez, pero lo que sabía le sugería que se trataba de una partida muy poco ortodoxa. El chaval al que había vencido Harod en su segunda y última partida, hacía casi treinta años, se había reído cuando Tony había movido su dama durante la apertura. El chaval se había reído burlonamente y había dicho algo sobre que sólo un aficionado usaba su dama durante la apertura. Pero aquí ambas damas habían sido claramente usadas. La dama blanca estaba en el centro del tablero, enfrentada a un peón blanco. La dama negra había sido apartada del combate y estaba sola en un lado. Harod se inclinó más. El rostro de ébano de la dama era elegante, aristocrático, aún bello a pesar de las marcas de la edad meticulosamente cinceladas. Harod había visto aquella cara cinco días antes en Washington D. C., cuando C. Arnold Batent le había mostrado una foto de la vieja que había sido asesinada en Charleston y que había sido tan descuidada como para dejar su macabro libro de recortes en la habitación del hotel. Tony Harod estaba contemplando a Nina Drayton.
Examino con urgencia cada uno de los rostros de las piezas de ajedrez. No reconoció la mayor parte, pero algunas se hicieron claras como con la asombrosa focal variable que Harod usaba en algunas de sus películas.
El rey blanco era Willi; no había duda, aunque la cara era más joven, las facciones más definidas, el pelo más espeso y el uniforme ya no estuviera vigente en Alemania. El rey negro era C. Arnold Barent, con traje de calle. Harod reconoció en el alfil negro a Charles C. Colben. El alfil blanco era el reverendo Jimmy Wayner Sutter. Kepler estaba tranquilamente sentado en la fila delantera de peones negros, pero el caballo negro había saltado sobre la fila de peones estáticos para entrar en la lucha. Harod giró la pieza ligeramente y reconoció los rasgos cansados y remilgados de Nieman Trask.
Harod no reconoció la cara de la vieja regordeta de la dama blanca, pero no tuvo ningún problema para adivinar su identidad. «La encontraremos —había dicho Barent—. Todo lo que queremos es que la mates.» La dama blanca y dos peones blancos estaban lejos, al fondo del lado negro del tablero. Harod no reconoció el peón, que parecía rodeado por amenazadoras piezas negras; era el rostro de un hombre entre los cincuenta y los sesenta años, con barba y gafas. Alguna cosa en su cara hizo que Harod pensara que era judío. Pero el otro peón blanco, el que estaba cuatro casillas delante del caballo de Willi y aparentemente expuesto al ataque de varias piezas negras al mismo tiempo, este peón, cuando lo giró lentamente, fue inmediatamente identificable. Tony Harod miraba su propia cara.
—¡Joder!
El grito de Harod parecía resonar en la enorme casa. Gritó de nuevo y pasó el cargador de la Browning sobre el tablero una vez, dos, tres veces, esparciendo piezas de marfil y ébano por el suelo.
María Chen retrocedió y volvió la mirada hacia la ventana. Fuera, la última luz del día parecía haber huido al bajar las nubes; la línea oscura de árboles había desaparecido, envuelta en una niebla gris, y la espesa nieve había cubierto suavemente los dos cadáveres como piezas de ajedrez caídas en el césped de la casa.