10

Charleston, miércoles 17 de diciembre de 1980

Saul se despertó con el ruido de niños jugando fuera, en la calle, y durante varios segundos no supo dónde estaba. No era su apartamento. Estaba en un sofá cerca de unas ventanas con cortinas amarillas. Durante un segundo las cortinas amarillas le recordaron su casa de Lodz, los gritos de niños… Stefa y Josef.

No, los excitados gritos eran en inglés. Charleston. Natalie Preston. Recordó que le había contado su historia y sintió un arrebato de vergüenza como si la muchacha le hubiera visto desnudo. ¿Por qué le había contado todo aquello? Después de tantos años, ¿por qué…?

—Buenos días. —Natalie asomó la cabeza desde la cocina. Usaba un chándal rojo y pantalones vaqueros de un tono suave.

Saul se sentó y se frotó los ojos. Su camisa y sus pantalones estaban cuidadosamente dispuestos en un brazo del sofá.

—Buenos días.

—¿Huevos con bacon y tostada le parece bien? —preguntó ella.

Olía a café recién hecho.

—Es una gran idea —dijo Saul—, excepto el bacon.

Natalie cerró un puño y fingió que se golpeaba en la cabeza.

—Claro —dijo—. ¿Su religión…?

—Mi colesterol.

Durante el desayuno, conversaron sobre cosas triviales: cómo era vivir en Nueva York, ir a la universidad en St. Louis, haber crecido en el Sur.

—Es difícil de explicar —dijo Natalie—, pero de una forma o de otra es más fácil ser negro aquí que en una ciudad del Norte. El racismo aún existe aquí, pero ha… No sé cómo explicarlo…, ha cambiado mucho. Quizá porque aquí la gente ha tenido que enfrentarse con sus actitudes durante mucho tiempo y ha tenido que cambiar poco a poco, tal vez eso hace que todos sean un poco más honestos. En el Norte, las cosas parecen mucho más mezquinas.

—Yo no pienso en St. Louis como en una ciudad del Norte —dijo Saul con una sonrisa. Acabó el resto de su tostada y se bebió el café.

Natalie rió.

—No, pero tampoco es una ciudad del Sur —dijo—. Creo que es simplemente una ciudad del medio oeste. Pensaba más en Chicago.

—¿Ha vivido en Chicago?

—He pasado allí algún tiempo durante el verano —le explicó Natalie—. Mi padre me consiguió un trabajo como fotógrafa con un viejo amigo suyo en el Tribune.

Hizo una pausa, con la vista fija en la taza de café.

Saul dijo tranquilamente.

—Es duro, ¿verdad? A veces lo olvidas y entonces mencionas el nombre de la persona, sin pensar, y todo vuelve…

Natalie asintió.

Saul miró las frondas de un palmito por la ventana de la cocina. La ventana estaba un poco abierta y una cálida brisa entraba a través de la reja. Apenas se podía creer que estaban a mediados de diciembre.

—Usted estudia para ser profesora —dijo Saul—, pero su primer amor parece ser la fotografía.

Natalie meneó de nuevo la cabeza y se levantó para volver a llenar las dos tazas de café.

—Era un acuerdo que mi padre y yo teníamos —dijo, y ahora sonreía—. Continuaría ayudándome con la fotografía si yo estaba de acuerdo en prepararme para lo que él llamaba «un trabajo honesto».

—¿Será profesora?

—Quizá —dijo Natalie.

Le sonrió de nuevo y Saul notó la perfección de sus dientes. La sonrisa era al mismo tiempo cálida y tímida, una bendición.

Saul ayudó a lavar y secar los platos del desayuno, después hicieron más café y salieron al pequeño porche delantero. Había poco tráfico y el ruido de las risas de los niños había desaparecido. Saul se acordó de que era miércoles; los niños estarían en la escuela ahora. Se sentaron en sillas blancas de mimbre, cara a cara, Natalie con un jersey fino sobre los hombros y Saul con su americana de pana arrugada.

—Prometió la segunda parte de la historia —dijo Natalie en voz baja.

Saul asintió con la cabeza.

—¿La primera parte no le pareció fantástica? —preguntó—. ¿Los delirios de un lunático?

—Usted es un psiquiatra —contestó Natalie—. No puede estar loco.

Saul rió a carcajadas.

—Ah, le podría contar algunas historias…

Natalie sonrió.

—Pero primero la segunda parte de esta historia.

Saul se quedó callado y miró el círculo negro del café de su taza.

—Escapó del oberst —le incitó Natalie.

Saul cerró los ojos durante un minuto, los abrió y se aclaró la garganta. Cuando empezó a hablar había poca emoción en su voz, como máximo un ligero toque de tristeza.

Natalie cerró los ojos algunos minutos después como para imaginar las escenas que Saul describía con su voz suave, agradable y un poco triste.

—No había escapatoria para un judío en Polonia ese invierno de 1942. Durante semanas vagué por el bosque al norte y al oeste de Lodz. Mi pie acabó por dejar de sangrar, pero la infección parecía inevitable. Lo vendaba con musgo y con harapos y continuaba. Las heridas del muslo derecho me dolieron durante varios días, pero después se cerraron sin problemas. Robaba comida en las granjas, me mantenía alejado de las carreteras y evitaba las pocas bandas de guerrilleros polacos que operaban en esos bosques. Los guerrilleros habrían matado a un judío tan deprisa como los alemanes.

»No sé cómo sobreviví ese invierno. Recuerdo a dos familias de granjeros cristianos que permitieron que me escondiera en los montones de paja de sus graneros y que me traían comida a pesar de que casi no les alcanzaba para ellos.

»En la primavera fui hacia el sur, intentando llegar a la granja del tío Moshe, cerca de Cracovia. No tenía papeles, pero pude unirme a un grupo de obreros que volvían de construir defensas para los alemanes en el Este. En la primavera de 1943 no había dudas de que el Ejército Rojo muy pronto pisaría suelo polaco.

»Estábamos a ocho kilómetros de la granja del tío Moshe cuando los obreros me denunciaron. Fui detenido por la Policía Azul polaca que me interrogó durante tres días, aunque no crea que buscaban respuestas, sino sólo una excusa para apalearme. Después me entregaron a los alemanes.

»La Gestapo no estaba interesada en mí, tal vez porque pensaban que yo era sólo uno de los muchos judíos que habían huido de las ciudades o se habían escapado de un transporte. La red alemana contra los judíos tenía muchos agujeros. Como en tantos países ocupados, sólo la cooperación espontánea de los mismos polacos hacía casi imposible que los judíos escaparan de su destino en los campos.

»Por una razón cualquiera, fui enviado al Este. No fui enviado a Auschwitz o Chelmno o Belzec o Treblinka, que estaban más cerca, sino que me hicieron atravesar toda Polonia. Después de cuatro días en el furgón precintado —cuatro días durante los cuales una tercera parte de los ocupantes del furgón murió—, las puertas se abrieron y salimos, tambaleándonos y parpadeando por el cambio de luz, para encontrarnos en Sobibor.

»Allí, en Sobibor, vi de nuevo al oberst.

»Sobibor era un campo de la muerte. Allí no había fábricas como en Auschwitz o Belsen, ningún intento de engaño como en Theresenstadt o Chelmno, ningún lema irónico de Arbeit Nacht Frei sobre las puertas, como en tantas de las otras puertas del infierno nazi. En 1942 y 1943, los alemanes tenían dieciséis enormes campos de concentración como Auschwitz, más de cincuenta de menor envergadura, centenares de campos de trabajo, pero sólo tres campos de la muerte, Vernichtungslager, destinados sólo a la exterminación: Belzec, Treblinka y Sobibor. En sus breves veinte meses de existencia, más de dos millones de judíos murieron en ellos.

»Sobibor era un campo pequeño (más pequeño que Chelmno) y estaba situado junto al río Bug. Este río había sido la frontera oriental de Polonia antes de la guerra y en el verano de 1943 el Ejército Rojo estaba empujando a la Wehrmacht de nuevo hacia allí. Al oeste de Sobibor estaba el bosque Parczew, el “Bosque de los Búhos”.

»Todo el complejo de Sobibor cabría en tres o cuatro campos de fútbol. Pero era muy eficiente en sus tareas, que eran simplemente acelerar la solución final de Himmler.

»Tenía la certeza de que moriría allí. Salimos de los transportes y fuimos conducidos tras una cerca alta al fondo de un corredor de alambre. Habían cubierto con paja el alambre y por eso no podíamos ver nada excepto una torre alta de guardia, las copas de los árboles y dos chimeneas de ladrillo más lejos. Había tres carteles a lo largo del camino hasta el almacén: “CANTINA”, “DUCHAS”, “CAMINO AL CIELO”. En Sobibor alguien había expresado el sentido del humor de la SS. Fuimos enviados a las duchas.

»Los judíos de los transportes franceses y holandeses iban bastante tranquilos ese día, pero recuerdo que los judíos polacos tuvieron que ser conducidos entre culetazos y maldiciones. Un viejo situado cerca de mí gritaba obscenidades a todos los alemanes y sacudía el puño ante los hombres de la SS que nos obligaban a desnudarnos.

»No puedo decirle con exactitud lo que sentí cuando entré en el cuarto de las duchas. No sentía furia, y muy poco miedo. Quizás el sentimiento dominante era el de alivio. Durante casi cuatro años había sido impulsado por un único imperativo (“viviré”) y para satisfacer ese imperativo había contemplado cómo mis compatriotas, mis hermanos judíos y mi familia, habían sido devorados por esa monstruosa máquina de matar alemana. Lo había contemplado. De alguna manera, había ayudado. Ahora podía descansar. Había hecho todo lo posible para sobrevivir y ahora estaba acabado. Mi único pesar era no haber podido matar al oberst en vez de al viejo. En ese momento el oberst había llegado a representar toda la maldad que me había traído a este lugar. Era la cara del oberst lo que estaba en mi mente cuando cerraron las pesadas puertas de aquel cuarto de duchas en junio de 1943.

»Estábamos muy apretados. Los hombres empujaban y gritaban y gemían. Durante un minuto no pasó nada, hasta que las tuberías empezaron a vibrar e hicieron un ruido metálico. Llegó la ducha y los hombres se empujaban para alejarse. Yo no. Yo estaba directamente bajo un grifo y levanté la cara hacia él. Pensé en mi familia. Me gustaría haber podido decir adiós a mi madre y a mis hermanas. En ese instante el odio llegó, por fin. Me concentré en el rostro del oberst mientras la rabia ardía en mí como una llama viva y los hombres gritaban y las tuberías se sacudían y escupían su contenido sobre nosotros.

»Era agua. Sólo agua. Las duchas —esas mismas duchas que liquidaban tantos miles diariamente— eran también usadas como duchas normales para algunos grupos, de vez en cuando. El cuarto no estaba precintado. Fuimos conducidos afuera y despiojados. Nos afeitaron la cabeza. Recibimos uniformes de prisioneros. Me tatuaron un número en el brazo. No recuerdo haber sentido dolor.

»En Sobibor, donde eran tan eficientes en la exterminación de tantos miles de judíos al día, elegían a algunos prisioneros cada mes para la manutención del campo y otros trabajos. Nuestro transporte había sido elegido.

»En ese momento —aún paralizado, aún sin creer que había salido de nuevo a la dolorosa luz— comprendí que había sido elegido para cumplir alguna tarea. Todavía me negaba a creer en Dios; cualquier Dios que traicionara a su pueblo de esta manera no merecía mi fe. Pero a partir de ese momento creí que había un motivo para que yo continuara vivo. Ese motivo podía ser expresado por la imagen de la cara del oberst con la que me había preparado para morir. La inmensidad del mal que había soportado mi pueblo era tan excesiva que resultaba imposible que cualquier persona (mucho menos un chico de diecisiete años) pudiera comprenderlo. Pero la monstruosidad de la existencia del oberst cabía dentro de mi comprensión. Viviría. Viviría aunque ya no reaccionara a ese imperativo hacia la supervivencia. Viviría para cumplir, fuese cual fuere, el destino que me esperaba. Me soportaría viviendo y soportaría cualquier cosa para un día hacer desaparecer esa monstruosidad.

»Durante los tres meses siguientes viví en el Campo I de Sobibor. El Campo II era un apeadero y nadie volvía del Campo III. Comía lo que me daban, dormía cuando me lo permitían, defecaba cuando me ordenaban que lo hiciera, y cumplía mis obligaciones como bahnhofkommando. Usaba una gorra y bata azules con las siglas BK. Varias veces al día íbamos a recibir los transportes que llegaban. Aún hoy, en las noches de insomnio, veo los lugares de origen escritos con tiza en aquellos furgones precintados: Turobin, Gorzkow, Wlodawa, Siedlce, Izbica, Markugzow, Karmorow, Zamosc. Descargábamos el equipaje de los aturdidos judíos y les dábamos recibos. A causa de la resistencia de los judíos polacos (que causaba retrasos en el proceso) se hizo de nuevo habitual decirles a los supervivientes de los transportes que Sobibor era una parada, una estación de descanso antes del viaje hasta los centros de reestablecimiento. Durante algún tiempo incluso hubo en el almacén carteles que indicaban las distancias en kilómetros hasta esos centros inexistentes. Los judíos polacos raramente se creían esto, pero al final iban a las duchas con los otros. Y los trenes continuaban llegando: Baranow, Ryki, Dubienka, Biala-Polaska, Uchanie, Demblin, Rejowiec. Por lo menos una vez al día distribuíamos postales entre los que llegaban de guetos elegidos. Los mensajes estaban escritos de antemano: “Hemos llegado a los centros de reestablecimiento. El trabajo en las granjas es duro, pero el sol es agradable y hay comida abundante. Esperamos volver a verte pronto.” Los judíos ponían su nombre y su firma antes de ser conducidos a las duchas, para ser gaseados. Hacia el final del verano, como los guetos se estaban quedando vacíos, esta astucia ya no era necesaria. Konskowola, Jozefow, Michow, Grabowic, Lublin, Lodz. Algunos transportes llegaban sin carga viva. Entonces nosotros, el bahnhofkommando, dejábamos nuestros recibos de equipajes y arrancábamos los cadáveres desnudos de su hediondo interior. Era como las furgonetas de gas de Chelmno, pero aquí los cuerpos estaban enlazados por los abrazos de la agonía de días o semanas, mientras que los furgones se cocían al sol en alguna vía muerta rural. Una vez, cuando arrastraba el cadáver de una chica que estaba abrazada a un niño y a una mujer mayor, tiré y su brazo se quedó en mis manos.

»Yo maldecía a Dios y veía la cara pálida, burlona, del oberst. Viviría.

»En julio, Heinrich Himmler visitó Sobibor. Ese día hubo transportes especiales de judíos occidentales para que él pudiera ser testigo del proceso. Pasaron menos de dos horas desde la llegada del tren hasta que la última columna de humo se elevó desde los seis hornos. Durante ese tiempo, todas las posesiones de los judíos eran confiscadas, clasificadas y almacenadas. Hasta el cabello de las mujeres era cortado en el Campo II y transformado en fieltro o tejido para forro de zapatillas para las tripulaciones de los submarinos.

»Yo estaba separando el equipaje en la zona de llegada cuando el grupo del kommandant llevó a Himmler allí. Recuerdo poco a Himmler (era un hombre pequeño con un bigote de burócrata y gafas), pero tras él venía un joven oficial rubio en el que me fijé inmediatamente. Era el oberst El oberst se inclinó para hablar en voz baja al oído de Himmler en un par de ocasiones y en una de ellas el SS Reichsführer lanzó la cabeza hacia atrás en una risotada curiosamente femenina.

»Pasaron a unos cinco metros de mí. Inclinado sobre mi trabajo, alcé la vista una vez para ver al oberst mirándome directamente. Creo que no me reconoció. Habían pasado sólo ocho meses desde Chelmno y el juego de ajedrez, pero para el oberst yo debía de ser sólo un prisionero seleccionando el equipaje de los muertos. Entonces vacilé. Era mi oportunidad y vacilé y todo se perdió. Creo que entonces podía haber llegado al oberst. Podía haber tenido mis manos en su garganta antes de que los disparos sonaran. Hasta podría haber arrancado una pistola a uno de los oficiales próximos a Himmler y disparar antes de que el oberst supiera que había una amenaza.

»Me pregunté más tarde si algo más que la sorpresa y la indecisión me detuvo. En ese momento no tenía miedo. Mi miedo había muerto con otras partes de mi espíritu semanas antes en la sala de las duchas. Sea por lo que fuese, vacilé varios segundos, quizás un minuto, y la oportunidad se perdió para siempre. El grupo de Himmler atravesó las puertas del cuartel general del kommandant, una zona conocida como “pulga alegre”. Cuando yo miraba las puertas por donde ellos habían desaparecido, el sargento Wagner empezó a gritarme para que trabajara si no quería ir al “hospital”. Nadie volvió nunca del hospital. Incliné la cabeza y volví al trabajo.

»Me mantuve alerta el resto del día, estuve despierto esa noche, y esperé verlo durante todo el día siguiente, pero no volví a ver al oberst. El grupo de Himmler se había marchado durante la noche.

»El 14 de octubre, los judíos de Sobibor se sublevaron. Yo había oído rumores acerca de un alzamiento, pero parecía tan inverosímil que no les había prestado atención. Al final, sus planes, cuidadosamente orquestados, se resumieron en el asesinato de algunos guardias y en una loca carrera de más de mil judíos hacia la puerta principal. La mayor parte fueron abatidos por tiros de ametralladora en el primer minuto. Durante los momentos de confusión, otros atravesaron la alambrada de la parte trasera del recinto cercana. Mi destacamento de trabajo volvía del almacén cuando estalló la locura. El cabo que nos custodiaba fue abatido por la vanguardia de la multitud y yo no tuve más remedio que correr con los demás. Estaba seguro de que mi bata azul atraería el fuego de los ucranianos de la torre. Pero me escondí entre los árboles justo cuando dos mujeres que corrían junto a mí fueron abatidas por disparos de fusil. Una vez entre los árboles, me puse la túnica gris de un viejo que había llegado a la seguridad del bosque para ser abatido por una bala perdida.

»Creo que unos doscientos logramos escapar ese día. Estábamos solos o en pequeños grupos, la mayor parte sin jefes. El grupo que había planeado la fuga no había previsto nada para sobrevivir una vez estuviesen libres. La mayor parte de los judíos y prisioneros rusos fueron después cazados por los alemanes o descubiertos y abatidos por los guerrilleros polacos. Muchos se refugiaron en granjas próximas y fueron entregados. Algunos sobrevivieron en el bosque y otros pocos atravesaron el río Bug en busca del Ejército Rojo que avanzaba. Yo tuve suerte. Al tercer día en el bosque fui descubierto por miembros de un grupo de guerrilleros judíos que se llamaba Chil. Estaban comandados por un hombre de gran coraje que se llamaba Yechiel Greenshpan, que me aceptó en el grupo y dio orden a su médico de que me ayudara a recuperar el peso y la salud. Por primera vez desde el anterior invierno, mi pie fue debidamente tratado. Durante cinco meses estuve con Chil en el “Bosque de los Búhos”. Era ayudante del médico, el doctor Yaczyk, y salvábamos vidas siempre que podíamos, incluso vidas de alemanes.

»Poco después de la evasión, los nazis cerraron el campo de Sobibor. Destruyeron los barracones, se llevaron los hornos y plantaron patatas en los campos donde los pozos habían recibido los miles de cadáveres que no fueron incinerados. Cuando el grupo de guerrilleros celebró el Hanukkah, la mayor parte de Polonia estaba en caos mientras la Wehrmacht se retiraba hacia el oeste y el sur. En marzo, el Ejército Rojo liberó la zona en la que operábamos y la guerra terminó para mí.

»Durante varios meses fui interrogado por los soviéticos. Algunos miembros del Chil fueron enviados a campos rusos, pero yo fui liberado en mayo y volví a Lodz. No había nada allí para mí. El gueto judío había sido más que diezmado; había sido exterminado. Nuestra vieja casa en la parte oeste de la ciudad había sido destruida en la batalla.

»En agosto de 1945 viajé hasta Cracovia y después fui en bicicleta hasta la granja del tío Moshe. Estaba ocupada por otra familia, una familia cristiana. La habían comprado a las autoridades civiles durante la guerra. Dijeron que no sabían nada del paradero de los antiguos propietarios.

»Durante ese mismo viaje volví a Chelmno. Los soviéticos habían prohibido el acceso a la zona y no pude aproximarme al campo. Durante cinco días acampé cerca y recorrí en bicicleta todas las carreteras y caminos de la zona. Finalmente encontré los restos del gran pabellón. Había sido destruido por bombas o por los alemanes en retirada, y sólo quedaban unas piedras derribadas, vigas quemadas y el monolito chamuscado de la chimenea central. No había rastros del suelo de ladrillo del salón principal.

»En el claro donde había estado el pozo de la muerte, había señales de excavaciones recientes. Las colillas de numerosos cigarrillos rusos sembraban la zona. Cuando pregunté en la posada local, los campesinos insistieron en que no sabían nada de la exhumación de las sepulturas colectivas. También insistieron (con enojo, esta vez) en que nadie en la zona había sospechado que Chelmno fuera otra cosa más que lo que los alemanes habían dicho que era: un campo de detención transitorio para criminales y presos políticos. Yo estaba cansado de acampar y habría pasado la noche en la posada antes de seguir hacia el sur, pero no pude. No aceptaban judíos. Al día siguiente cogí el tren de Cracovia para buscar trabajo.

»El invierno de 1945-46 fue casi tan duro como el invierno de 1941-42. Se estaba formando el nuevo gobierno, pero la realidad era la falta de alimentos, la falta de combustible, el mercado negro, los refugiados que regresaban a miles para recoger las capas rasgadas de sus vidas, y la ocupación soviética. Especialmente la ocupación. Durante siglos habíamos luchado contra los rusos, los habíamos dominado, habíamos resistido sus invasiones, habíamos vivido bajo su amenaza y después los habíamos recibido como liberadores. Ahora nos despertábamos de la pesadilla de la ocupación alemana con la mañana fría de la liberación rusa. Como Polonia, yo estaba exhausto, helado y en cierta manera sorprendido por mi propia supervivencia, y me dediqué sólo a pasar otro invierno.

»En la primavera de 1946 llegó la carta de mi prima Rebecca. Ella y su marido americano vivían en Tel Aviv. Había pasado meses escribiendo cartas, contactando con funcionarios, enviando cables a agencias e instituciones, en un esfuerzo por encontrar algún vestigio de nuestra familia. Dio conmigo a través de unos amigos de la Cruz Roja Internacional.

»Le mandé una carta en respuesta y no tardó en llegar un cable en el que me instaba a reunirme con ella en Palestina. Ella y David, su marido, se ofrecían para enviar telegráficamente el dinero para el viaje.

»Yo nunca había sido sionista (de hecho, nuestra familia nunca había pensado en Palestina como un posible estado judío), pero cuando salí de aquel buque de carga atestado en junio de 1946 y puse el pie en lo que un día sería Israel, tuve la sensación de que un pesado yugo se levantaba de mis hombros y, por primera vez desde el 8 de septiembre de 1939, pude respirar un aire de libertad. Confieso que ese día caí de rodillas y lloré.

»Quizá mi sensación de libertad era prematura. Algunos días después de mi llegada a Palestina, hubo una explosión en el hotel Rey David, en Jerusalén, donde estaba instalado el comando británico. Resulta que Rebecca y su marido David eran miembros activos de la Hagãnah.

»Un año y medio más tarde me reuní con ellos en la guerra de la Independencia, pero a pesar de mi preparación y experiencia, fui a la guerra sólo como estudiante de medicina. No era a los árabes a quienes yo odiaba.

»Rebecca insistió en que yo acabara mis estudios. David era entonces el director en Israel de una compañía americana muy respetable y el dinero no era problema. Así fue como un estudiante indiferente de Lodz (un chaval cuya educación básica había sido interrumpida durante cinco años) volvió a clase como un hombre marcado y cínico, como un viejo de veintitrés años.

»Sorprendentemente, tuve éxito. Entré en la universidad en 1950 y pasé a la escuela de medicina tres años más tarde. Estudié durante dos años en Tel Aviv, quince meses en Londres, un año en Roma y una primavera particularmente lluviosa en Zurich. Siempre que volvía a Israel, trabajaba en un kibbutz próximo a la granja donde David y Rebecca pasaban el verano, y renovaba viejas amistades. Mi deuda con mi prima y su marido aumentó más allá de la posibilidad de pagarles, pero Rebecca insistía en que el único superviviente de la rama Laski de la familia Eshkol tenía que hacer algo en la vida.

»Elegí psiquiatría. Mis estudios de medicina nunca me habían parecido más que un requisito previo, estudiar el cuerpo, para después dedicarme por entero al conocimiento de la mente. No tardé en obsesionarme con teorías de violencia y dominación en los asuntos humanos. Estaba sorprendido de que hubiese tan pocos estudios sobre ese tema. Había abundantes datos sobre los mecanismos precisos de la jerarquía dominante en el orgullo de un león, había voluminosas investigaciones sobre la ley del más fuerte en la mayor parte de las especies de aves, cada vez había más informaciones de primatologistas sobre el papel de la dominación y la agresión en los grupos sociales de nuestros primos más cercanos, pero no se conocía casi nada sobre los mecanismos de la violencia humana relacionada con la dominación y el orden social. Pronto empecé a desarrollar mis propias teorías y especulaciones.

»Durante esos años de estudio hice numerosas investigaciones sobre el oberst. Tenía una descripción suya, sabía que era oficial del Einsatzgruppe 3, le había visto con Himmler, y recuerdo que las últimas palabras de Der Alter habían sido “Willi, amigo mío”. Entré en contacto con las Comisiones para Crímenes de Guerra aliadas en las diversas zonas de ocupación, la Cruz Roja, el Tribunal Permanente del Pueblo Soviético sobre Crímenes de Guerra Fascistas, el Comité Judío, y numerosos ministerios y estructuras burocráticas. No había nada. Cinco años después fui al Mosad, la agencia de espionaje israelita. Por lo menos ellos se mostraron muy interesados en mi historia, pero entonces el Mosad no era la organización eficiente de hoy. Y además, contaban en sus listas con nombres más famosos, como Eichmann, Murer y Mengele, que tenían prioridad en las investigaciones frente a un desconocido oberst denunciado sólo por un superviviente del Holocausto. En 1955 fui a Austria para hablar con el cazador de nazis, Simon Wiesenthal.

»El “Centro de Documentación” de Wiesenthal era un piso de un edificio de aspecto lastimoso en un barrio pobre de Viena. El edificio, al parecer, había sido usado como alojamiento provisional durante la guerra. Wiesenthal tenía tres salas, dos llenas de archivadores y su despacho, que tenía sólo hormigón descubierto como suelo. Wiesenthal era una persona nerviosa, intensa, con unos ojos perturbadores. Había algo familiar en ellos. Al principio pensé que eran los de un fanático, pero después comprendí dónde los había visto antes. Los ojos de Simon Wiesenthal me recordaban los que yo veía todas las mañanas cuando me afeitaba.

»Le conté a Wiesenthal una versión abreviada de mi historia, sugiriendo sólo que el oberst había cometido atrocidades con los presos de Chelmno para diversión de sus soldados. Wiesenthal escuchó muy atento cuando le dije que había visto de nuevo al oberst en Sobibor en compañía de Heinrich Himmler.

»—¿Está seguro? —preguntó.

»—Del todo —respondí.

»Aunque estaba muy ocupado, Wiesenthal pasó dos días ayudándome a encontrar la pista del oberst. En la tumba desordenada y compleja que era su despacho, tenía cientos de índices y referencias, y los nombres de más de veintidós mil miembros de la SS. Estudiamos fotos de personal de los einsatzgruppen, fotos de graduaciones de academias militares, recortes de diarios y fotos de la revista oficial de la SS, El cuerpo negro. Al final del primer día, yo ya no podía concentrar la vista. Esa noche soñé con fotos de oficiales de la Wehrmacht recibiendo medallas de risueños dirigentes nazis. No había ninguna pista que me pudiese conducir hasta el oberst.

»Al final de la segunda tarde encontré algo. La foto de la noticia llevaba la fecha de 23 de noviembre de 1942. Era la foto de un tal barón Von Büler, un aristócrata prusiano y héroe de la Primera Guerra Mundial que había vuelto al ejército con el grado de general. De acuerdo con el pie de foto, el general Von Büler había muerto en acción cuando dirigía un heroico contraataque contra una división rusa en el frente del Este. Contemplé largo rato aquella cara arrugada y escarpada del descolorido recorte. Era el viejo. Lo coloqué de nuevo en el archivo y continué repasando otros documentos.

»—Si por lo menos tuviéramos su apellido —dijo Wiesenthal esa noche mientras comíamos en un pequeño restaurante cerca de la catedral de St. Stephen—. Estoy seguro de que podríamos encontrarlo si tuviéramos su apellido. La SS y la Gestapo tenían directorios completos de sus oficiales. Si tuviéramos su apellido…

»Yo me encogí de hombros y dije que por la mañana volvería a Tel Aviv. Casi habíamos agotado los recortes de Wiesenthal sobre los einsatzgruppen y el frente del Este y mis estudios pronto exigirían todo mi tiempo.

»—¡De ninguna manera! —exclamó Wiesenthal—. Usted es un superviviente del gueto de Lodz, de Chelmno y de Sobibor. Usted debe tener mucha información sobre otros oficiales, sobre otros criminales de guerra. Tiene que quedarse por lo menos la próxima semana. Le entrevistaré y guardaré transcripción de la entrevista en mis archivos. No se sabe qué datos valiosos puede usted poseer.

»—No —dije yo—. No estoy interesado en los otros. Sólo me interesa encontrar al oberst.

»Wiesenthal miró su café y después me miró de nuevo. Había una luz extraña en sus ojos.

»—Entonces, usted sólo está interesado en la venganza.

»—Sí —respondí—. Como usted.

»Wiesenthal meneó la cabeza tristemente.

»—No —dijo—. Quizás ambos estemos obsesionados, amigo mío. Pero lo que yo busco es justicia, no venganza.

»—En este caso son lo mismo —exclamé.

»Wiesenthal meneó de nuevo la cabeza.

»—La justicia es exigida —dijo tan bajo que apenas pude oírle—. Es exigida por millones de voces desde tumbas anónimas, desde hornos herrumbrosos, desde casas vacías en cientos de ciudades. Pero no la venganza. La venganza no es digna.

»—¿Digna de qué? —le pregunté, con más violencia de la que pretendía.

»—De nosotros —contestó Wiesenthal—. De ellos. De su muerte. De nuestra existencia.

»Yo sacudí la cabeza rechazando la idea, pero después he pensado muy a menudo en esa conversación.

»Wiesenthal estaba decepcionado, pero aceptó continuar las investigaciones para encontrar cualquier información que concordara con mi descripción del oberst. Quince meses más tarde, pocos días después de haber recibido mi licenciatura, llegó una carta de Simon Wiesenthal. Me enviaba fotocopias de los documentos justificativos de los pagos de la Section IV Sonderkommando Sub-section IV-B para los “Asesores Especiales” de los einsatzgruppen. Wiesenthal había marcado el nombre del oberst Wilhelm von Borchert, un oficial en misión especial con el einsatzgruppen 3 del despacho de Reinhard Heydrich. Junto a esas fotocopias había un recorte de prensa que Wiesenthal había retirado de su archivo. Siete jóvenes y risueños oficiales posaban para la foto durante un concierto especial de la Filarmónica de Berlín en beneficio de la Wehrmacht. El recorte llevaba la fecha 23.6.41. Era un concierto de Wagner. Los nombres de los sonrientes oficiales estaban debajo. El quinto por la izquierda, apenas visible tras los hombros de sus camaradas, con el gorro encasquetado, era el semblante pálido del oberst El nombre en el pie decía oberleutnant Wilhelm von Borchert.

»Dos días después yo estaba en Viena. Wiesenthal había pedido a sus corresponsales que investigaran los antecedentes de Von Borchert, pero los resultados eran decepcionantes. Los Von Borchert eran una familia con raíces aristocráticas en Prusia y Baviera oriental. La fortuna de la familia venía de la tierra, de intereses mineros y de la exportación de objetos de arte. Los agentes de Wiesenthal no pudieron encontrar el registro del nacimiento o bautismo de ningún Wilhelm von Borchert en torno a 1880 en los registros. Pero encontraron la noticia de una muerte. Según un anuncio en el Regen Zeitung del 19.7.45, el oberst Von Borchert, único heredero del conde Klaus von Borchert, había muerto en combate defendiendo heroicamente Berlín de los invasores soviéticos. La noticia había llegado al viejo conde y a su esposa a su residencia de verano, Waldheim, en el Bayerischer Wald, cerca de Bayerisch-Eisenstein. La familia buscaba el permiso de los aliados para cerrar la propiedad y volver a su casa cerca de Bremen para los funerales. Wilhelm von Borchert, continuaba el artículo, había recibido la codiciada Cruz de Hierro al valor y estaba recomendado para promoción a SS Oberstgruppenführer en el momento de su muerte.

»Wiesenthal había pedido a su gente que siguiera otras pistas. No había nada. En 1956 la familia Von Borchert se componía sólo de una vieja tía en Bremen y dos sobrinos que habían perdido la mayor parte del dinero de la familia en malas inversiones en la posguerra. La enorme propiedad en Baviera oriental estaba cerrada hacía años y gran parte del coto de caza había sido vendido para pagar los impuestos. Hasta donde los limitados contactos de Wiesenthal en el bloque del Este podían ir, los soviéticos y alemanes del Este no tenían ninguna información sobre la vida o la muerte de Wilhelm von Borchert.

»Fui a Bremen para hablar con la tía del oberst pero la mujer estaba senil y no recordaba a nadie de la familia que se llamara Willi. Pensó que yo había sido enviado por su hermano para llevarla a la Summerfest de Waldheim. Uno de los sobrinos se negó a recibirme. El otro, un joven presumido al que encontré en Bruselas, de camino a un balneario francés, dijo que había estado con su tío Wilhelm sólo una vez, en 1937. Tenía entonces nueve años. Recordaba sólo el maravilloso traje de su tío y el sombrero de paja que lucía con aire desenvuelto. Sabía que su tío había sido un héroe de guerra y había muerto luchando contra el comunismo. Yo volví a Tel Aviv.

»Durante varios años ejercí mi profesión en Israel, aprendiendo, como todos los psiquiatras, que una licenciatura en psiquiatría sólo te califica para empezar a aprender las complejidades y debilidades de la personalidad humana. En 1960 mi prima Rebecca murió de cáncer. David me incitó a irme a Estados Unidos para continuar mis investigaciones en la mecánica de la dominación humana. Cuando protesté diciendo que en Tel Aviv tenía acceso a los materiales adecuados, David bromeó diciendo que en ninguna parte el espectro de la violencia sería más completo que en Estados Unidos. Llegué a Nueva York en enero de 1964. El país se estaba recuperando de la pérdida de un presidente y preparándose para ahogar su tristeza con la histeria adolescente ante la llegada de un grupo de rock británico llamado The Beatles. La Universidad de Columbia me había contratado como profesor invitado durante un año. Acabé por quedarme para terminar mi libro sobre la patología de la violencia y finalmente me hice ciudadano estadounidense.

»En noviembre de 1964 decidí quedarme en Estados Unidos. Estaba de visita en casa de unos amigos en Princeton, Nueva Jersey, y después de la cena me pidieron por favor que, si no era mucha molestia, me quedase a ver una hora de televisión con ellos. Yo no tenía televisor y les dije que me encantaría. El programa que vimos era un documental emitido para celebrar el primer aniversario del asesinato del presidente Kennedy. El programa me interesó. Hasta en Israel, obsesionados como habíamos estado por nuestras prioridades, la muerte del presidente norteamericano había representado un gran choque para todos nosotros. Yo había visto fotos de la caravana de automóviles que acompañaba al presidente en Dallas y me había impresionado la especialmente tan reproducida imagen del pequeño hijo de Kennedy saludando el ataúd de su padre, y había leído descripciones del asesinato del presunto asesino llevado a cabo por Jack Ruby, pero nunca había visto las imágenes del asesinato de Oswald. El documental lo mostraba: aquel hombrecillo sonriente vestido con un jersey oscuro, los policías de paisano con sus tópicas caras norteamericanas, el hombre rechoncho saliendo de la multitud con una pistola casi en el estómago de Oswald, el sonido agudo, llano, que me recordó los cuerpos blancos, desnudos, cayendo al pozo, Oswald haciendo una mueca y cogiéndose el estómago. Vi cómo los policías cogían a Ruby. En la confusión, las cámaras de televisión eran empujadas y recorrían rápidamente a la multitud.

»—¡Dios mío, Dios mío! —grité en polaco, y me puse de pie. El oberst estaba entre aquella multitud.

»Incapaz de explicar mi agitación a mis anfitriones, esa misma noche cogí el tren hacia Nueva York. A la mañana siguiente, muy temprano, fui a la oficina de Manhattan de la cadena que había transmitido el documental. Usé mis contactos en la universidad y las editoriales para obtener el acceso a las películas y vídeos de la cadena y lo que ellos llaman descartes. Aquella cara sólo aparecía en los pocos segundos de cinta que yo había visto en el programa. Un estudiante con quien yo trabajaba hizo fotografías del monitor de montaje de la cadena y me las amplió cuanto pudo.

»Vista de esa manera, la cara era aún menos reconocible que durante el segundo y medio que estuvo en la pantalla: una mancha blanca semioculta entre las alas de sombreros tejanos, la vaga expresión de una fina sonrisa, unos ojos tan oscuros como agujeros en un cráneo. La imagen no serviría como prueba ante ningún tribunal del mundo, pero yo sabía que era el oberst.

»Fui a Dallas. Las autoridades locales se mostraban aún susceptibles a las críticas de la prensa y a la opinión mundial. Pocas personas accedieron a hablar conmigo y las que lo hicieron, no querían hablar sobre los sucesos en el garaje subterráneo. Nadie reconoció las fotos de la cinta de vídeo o de la vieja noticia del periódico de Berlín que les mostré. No hablé con reporteros, sino con testigos. Intenté hablar con Jack Ruby, el asesino del asesino, pero no me autorizaron a hacerlo. La pista del oberst llevaba un año de retraso y estaba tan fría como el cadáver de Lee Harvey Oswald.

»Volví a Nueva York. Hablé con conocidos de la embajada de Israel. Negaron que las agencias de espionaje israelíes operaran en territorio americano, pero estuvieron de acuerdo en hacer algunas investigaciones. Contraté a un detective privado en Dallas. Su cuenta ascendió a siete mil dólares y su informe podría resumirse en una sola palabra: nada. La embajada no me cobró nada por su informe negativo, pero estoy seguro de que mis contactos debieron de pensar que yo estaba loco para buscar a un criminal de guerra en el lugar de un asesinato político. Sabían por experiencia que en su exilio la mayor parte de los antiguos nazis buscaban sólo el anonimato.

»Empecé a dudar de mi cordura. La cara que me había obsesionado en mis sueños durante tantos años se había convertido en la obsesión central de mi vida. Como psiquiatra, podía comprender la ambigüedad de esta obsesión: ardiendo en mi conciencia en una cámara de la muerte de Sobibor, templada por el invierno más frío de mi espíritu, mi fijación de dar con el oberst había sido mi razón de vida; borra una y la otra desaparece. Reconocer la muerte del oberst habría sido reconocer mi propia muerte.

»Como psiquiatra yo comprendía mi obsesión. La comprendía pero no podía creer en mi propio análisis. Aunque lo comprendiera, no habría trabajado para “curarme”. El oberst era real. La partida de ajedrez se había jugado. El oberst no era un hombre que pudiese morir en una fortificación improvisada cerca de Berlín. Los monstruos no mueren. Tienen que ser exterminados.

»En el verano de 1965, conseguí por fin una entrevista con Jack Ruby. No fue productiva. Ruby era un hombre adusto, de cara triste. Había perdido peso en la cárcel y de su cara y brazos pendía piel fláccida como pliegues de estopilla seca. Su mirada era vaga y abstraída, su voz, ronca. Ese día de verano intenté arrancarle de su estado mental, pero se limitaba a encogerse de hombros y a repetir lo que había declarado tantas veces durante los interrogatorios. No, no sabía que iba a matar a Oswald hasta el momento antes. Fue un accidente el hecho de haber podido entrar en el garaje. Alguna cosa le entró cuando vio a Oswald, un impulso que no pudo controlar; aquél era el hombre que había asesinado a su amado presidente.

»Le mostré las fotos del oberst. Meneó la cabeza con cansancio. Recordaba a varios de los detectives de Dallas y a varios reporteros, pero nunca había visto a ese hombre. ¿Había sentido alguna cosa extraña antes de disparar sobre Oswald? Cuando le hice esta pregunta, Ruby levantó durante un segundo su cansada cara de basset, y vi un estremecimiento de confusión en sus ojos, pero eso desapareció casi inmediatamente y respondió en el mismo tono monótono de antes. No, nada extraño, sólo furia ante la idea de que Oswald todavía estuviera vivo mientras el presidente Kennedy estaba muerto y la señora Kennedy y sus hijos estaban solos.

»No me sorprendí cuando un año después, en diciembre de 1966, Ruby fue ingresado en el hospital Parkland para tratarle un cáncer. Cuando lo entrevisté, me había parecido un hombre muy enfermo. Pocos le lloraron cuando murió en enero de 1967. La nación había expiado su dolor y Jack Ruby era sólo un recuerdo que era mejor olvidar.

»Durante el final de la década de los sesenta me dediqué cada vez más a mis investigaciones psiquiátricas y a la enseñanza. Intenté convencerme de que en mi trabajo teórico yo estaba exorcizando al demonio que la cara del oberst había simbolizado. Interiormente, estaba más convencido.

»A través de la violencia de esos años, seguí estudiando la violencia. ¿Cómo era posible que algunas personas pudieran dominar a otras con tanta facilidad? En mis investigaciones reunía a pequeños grupos de hombres y mujeres extraños con la excusa de realizar alguna tarea sin importancia, e, inevitablemente, el orden social del más fuerte empezaba a establecerse media hora después de la creación del grupo. A menudo los participantes ni siquiera tenían consciencia del establecimiento de una jerarquía, pero cuando eran interrogados, casi todos podían identificar al miembro “más importante” del grupo, o al “más dinámico”. Mis alumnos y yo hicimos entrevistas, estudiamos transcripciones, y pasamos horas sin fin mirando cintas de vídeo. Simulamos confrontaciones entre sujetos y figuras de autoridad: decanos universitarios, policías, profesores, funcionarios de Hacienda, funcionarios de prisiones y ministros. Siempre la cuestión de la jerarquía y la dominación resultaba más compleja de lo que la mera posición social podría sugerir.

»Fue en esta época cuando empecé a colaborar con la policía de Nueva York en los perfiles de personalidad de homicidas. Los datos eran fascinantes, las entrevistas eran deprimentes. Los resultados, poco convincentes.

»¿Cuál era la fuente básica de la violencia humana? ¿Qué papel tenía la violencia y la amenaza de violencia en nuestras interacciones de cada día? Respondiendo a estas preguntas yo, ingenuamente, esperaba poder explicar un día cómo un psicópata brillante pero equivocado como Adolf Hitler pudo transformar una de las grandes culturas del mundo en una máquina de matar aberrante e inmoral. Empecé con el conocimiento de que las demás especies animales complejas de la Tierra tenían algún mecanismo para establecer la dominación y la jerarquía social. Normalmente esta jerarquía se establecía sin graves dificultades. Hasta depredadores tan feroces como lobos y tigres tenían señales precisas de sumisión que ponían fin a la más violenta confrontación antes de llegar a la muerte, o a causarse daños irreparables. ¿Y respecto al hombre? ¿A nosotros nos falta, como tantos han asumido, esta señal instintiva de reconocimiento de sumisión, y por eso estamos condenados a una lucha eterna, a un tipo de locura dentro de la especie determinada por nuestros genes? Yo creía que no.

»Mientras pasaba años reuniendo datos y desarrollando premisas, mantenía secretamente una teoría tan estrafalaria y poco científica que habría arruinado mi posición profesional si hubiera llegado a oídos de mis colegas. ¿Y si la humanidad hubiera evolucionado hasta que el establecimiento de la dominación pasara a ser un fenómeno (que algunos de mis amigos menos racionales habrían llamado “parapsicológico”) psíquico? Ciertamente, el atractivo de algunos políticos, eso a lo que los órganos de información llaman “carisma” a falta de un término mejor no estaba basado en el tamaño, capacidad de reproducción o alarde de amenazas. ¿Qué pasaría, conjeturé, si en algún lóbulo o hemisferio del cerebro hubiera un área dedicada sólo a proyectar este sentido de dominación personal? Yo conocía muy bien los estudios neurológicos que sugerían que nosotros heredábamos nuestro sentido jerárquico de las zonas más primitivas del cerebro, el llamado “cerebro reptil”. Pero ¿y si hubo avances evolutivos (mutaciones) que dieron a algunos humanos una capacidad semejante a la empatía o a la telepatía, pero infinitamente más poderosa y útil en términos de supervivencia? ¿Y si esta aptitud, abastecida por su propia sed de dominación, encontrase su expresión fundamental en la violencia? ¿Serían los humanos que manifestaran esa aptitud realmente humanos?

»Al final, todo lo que podía hacer era teorizar sin fin sobre lo que yo había sentido cuando la fuerza de voluntad del oberst había entrado en mí. Con el paso de las décadas, los recuerdos de esos terribles días se apagaban, pero el dolor de aquella violación mental, la repulsión y el terror, aún me producían pesadillas de las que despertaba sobresaltado. Continué enseñando, trabajando en mis investigaciones y moviéndome por entre las realidades grises de la vida cotidiana. La primavera pasada me desperté un día y descubrí que me estaba haciendo viejo. Hacía casi dieciséis años que había visto aquella cara en la cinta de vídeo. Si el oberst era real, si aún estaba vivo en cualquier rincón del mundo, sería un anciano. Pensé en los viejos desdentados, temblorosos, que todavía eran descubiertos como criminales de guerra. Lo más probable era que el oberst estuviera muerto.

»Había olvidado que los monstruos no mueren. Tienen que ser exterminados.

»Hace menos de cinco meses casi me topé con el oberst en una calle de Nueva York. Era una noche sofocante de julio. Yo estaba cerca de la entrada oeste de Central Park, paseando, pensando, componiendo mentalmente un artículo sobre la reforma de las prisiones, cuando el oberst salió de un restaurante a no más de quince metros de mí y cogió un taxi. Iba acompañado por una mujer, cuyo pelo blanco caía sobre un bello traje de noche de seda. El oberst llevaba un traje oscuro. Tenía un aspecto seductor y sano. Había perdido mucho pelo y el que le quedaba había pasado de rubio a gris, pero su cara, aunque más pesada y colorada por la edad, continuaba cincelada con la imagen de crueldad y control.

»Después de algunos segundos en que me quedé paralizado, mirando, corrí detrás del taxi, que entró en el tráfico, y tuve que eludir varios vehículos en una loca tentativa de alcanzarlo. Los ocupantes, en el asiento trasero, no miraron atrás en ningún momento. El taxi se alejó con el tráfico y yo me quedé en una curva al borde del colapso.

»El maître del restaurante no me supo decir nada. Sí, una pareja de edad muy distinguida había cenado allí esa noche, pero no los conocía. No, no tenían reserva.

»Durante semanas anduve por esa zona de Central Park, buscando por las calles, buscando la cara del oberst en cada taxi que pasaba. Contraté a un detective de Nueva York y otra vez pagué sin resultados.

»Entonces sentí lo que ahora reconozco como una terrible depresión nerviosa. No dormía, no podía trabajar y mis clases en la universidad eran canceladas o cubiertas por asistentes nerviosos. Usaba la misma ropa durante días, volvía a mi apartamento sólo para comer y pasear arriba y abajo por mi habitación devorado por los nervios. Durante la noche caminaba por las calles y varias veces fui interrogado por la policía. Sólo mi posición en Columbia y el título mágico de “doctor” me salvaron de ser enviado a Bellevue para ser examinado. Entonces, una noche que yo estaba echado en el suelo de mi apartamento, comprendí algo: la cara de la mujer no me era desconocida.

»Durante toda la noche y el día siguiente luché para arrancar el recuerdo de dónde la había visto antes. Había sido en una foto, de eso estaba seguro. A su imagen se asociaban vagos recuerdos de aburrimiento, inquietud y música suave.

»A las cinco y cuarto de esa tarde cogí un taxi y fui a la parte alta de la ciudad, a la consulta de mi dentista. Acababa de marcharse, y la recepcionista estaba cerrando el consultorio, pero me inventé una historia cualquiera y conseguí que me dejara mirar los montones de viejas revistas en la sala de espera. Había ejemplares de Seventeen, GQ Quarterly, Mademoiselle, US. News and World Reports, Time, Newsweek, Vogue, Consumer Reports y Tennis World. La recepcionista empezaba a ponerse nerviosa y a asustarse por mi estado maniático en el momento en que empecé a hojear las revistas por segunda vez. Sólo la profundidad de mi obsesión y la casi certeza de que los dentistas no cambian sus existencias de revistas más de cuatro veces al año me mantuvieron buscando mientras la cada vez más asustada mujer amenazaba con llamar a la policía.

»La encontré. Su foto era un pequeño recuadro en blanco y negro en las primeras páginas del montón de anuncios glaseados y adjetivos intensos que era Vogue. La foto encabezaba una columna de opinión y tenía un pie: “NINA DRAYTON.”

»A partir de ese hallazgo, en pocas horas Nina Drayton estaba localizada. Mi detective privado de Nueva York estaba encantado de poder trabajar con alguna cosa más tangible que mi escurridizo fantasma. Harrington volvió veinticuatro horas después con un buen informe sobre esa mujer. La mayor parte de la información era de fuentes públicas.

»La señora Nina Drayton era un nombre muy conocido en la industria de la moda de Nueva York, era propietaria de una cadena de boutiques, y era viuda. Se había casado en agosto de 1940, con Parker Allan Drayton, uno de los fundadores de American Airlines, que había fallecido diez meses después de la boda; su viuda había continuado invirtiendo con inteligencia y había entrado en diversos consejos de administración en los que ninguna mujer había estado antes. La señora Drayton ya no trabajaba, excepto en sus tiendas, pero participaba en las juntas de diversas asociaciones de caridad de prestigio, se tuteaba con numerosos políticos, artistas y escritores, y se rumoreaba que había tenido una aventura con un famoso compositor y director de orquesta de Nueva York, y era propietaria de un gran apartamento de una planta en Park Avenue, así como de varias casas de veraneo.

»No resultó muy difícil conseguir una presentación. Fue suficiente echar una ojeada a mis listas de pacientes y muy pronto encontré el nombre de una matrona rica y maníaco-depresiva que vivía en el mismo edificio que la señora Drayton y que se movía en los mismos círculos.

»Conocí a Nina Drayton el segundo fin de semana de agosto en una fiesta organizada por mi antigua paciente. Había pocos invitados. La mayor parte de la gente había salido de la ciudad hacia sus chalés en el cabo o en las Rocosas. Pero la señora Drayton estaba allí.

»Antes de estrechar su mano o mirar sus ojos azules y claros, supe, sin sombra de duda, que ella era una de ellos. Era como el oberst. Su presencia parecía llenar la terraza y hacía que las linternas chinas brillaran más. Tuve la certeza de ese hecho como notaría una mano fría cerrándose sobre mi garganta. Quizás ella sintiese mi reacción o quizá disfrutara hostigando psiquiatras, pero Nina Drayton luchó conmigo verbalmente esa noche con una mezcla de irónico desprecio y desafío malicioso tan sutil como las uñas de un gato retraídas sobre terciopelo.

»La invité a una conferencia que yo daba esa semana en Columbia. Para mi sorpresa, acudió, arrastrando tras de sí a una mujercilla con aire malévolo llamada Barrett Kramer. Mi conferencia versaba sobre la política de violencia deliberada durante el Tercer Reich y cómo estaba relacionada con la de algunos regímenes de hoy en el Tercer Mundo. Estructuré la conferencia sugiriendo una premisa contraria al pensamiento actual: que, efectivamente, la inexplicable brutalidad de millones de alemanes se debía, por lo menos en parte, a la manipulación de un grupo pequeño y secreto de personalidades poderosas. Durante toda la conferencia pude ver a la señora Drayton sonriéndome desde la quinta fila. Era el tipo de sonrisa que el ratón debe de ver en la cara del gato que está a punto de comérselo.

»Después de la conferencia, la señora Drayton quiso hablar conmigo en privado. Me preguntó si todavía ejercía con pacientes y me pidió que le tratara profesionalmente. Vacilé, pero ambos sabíamos cuál iba a ser mi respuesta.

»La vi dos veces, ambas en septiembre. Empecé la terapia. Nina Drayton estaba convencida de que su insomnio estaba directamente relacionado con la muerte de su padre hacía algunas décadas. Me contó que tenía frecuentes pesadillas en las que empujaba a su padre bajo un tranvía de Boston que lo mataba aunque ella, en realidad, estaba a kilómetros de distancia cuando eso sucedió. “¿Es cierto, doctor Laski —preguntó ella durante nuestra segunda sesión—, que siempre matamos a aquellos a quienes amamos?” Le dije que sospechaba que justamente lo contrario era lo más plausible; que intentábamos, por lo menos en nuestra mente, matar a quienes aparentábamos amar, pero en realidad, secretamente, despreciábamos. Nina Drayton se limitó a sonreír.

»Yo había sugerido que hiciéramos uso de la hipnosis durante nuestra tercera sesión, en una tentativa de revivir su reacción a la noticia del fallecimiento de su padre. Ella estuvo de acuerdo, pero no me sorprendí cuando su secretaria me llamó a principios de octubre para cancelar las demás sesiones. Para entonces, yo ya tenía a un detective privado vigilando con plena dedicación a la señora Drayton.

»Cuando digo detective privado, debo hacer una aclaración. En vez del ex policía cínico que se podría usted imaginar, siguiendo el consejo de unos amigos contraté a un ex estudiante de Princeton de veinticuatro años que escribía poesía en las horas libres. Francis Xavier Harrington llevaba en el negocio de la investigación privada dos años, pero tuvo que comprarse un traje nuevo para poder entrar en los restaurantes donde la señora Drayton comía. Cuando yo autoricé una vigilancia de veinticuatro horas, tuvo que contratar a dos viejos amigos para completar su agencia. Pero el chico no era tonto; trabajaba deprisa y con competencia, y había un informe a máquina sobre mi mesa cada lunes y viernes por la mañana. Algunos de sus éxitos no los conseguía por vías rigurosamente legales, como en el caso de su truco para obtener copias de las cuentas de teléfono de Nina Drayton. Ella llamaba a muchísima gente. Harrington controló los números listados por la telefónica y confeccionó una lista con los nombres y direcciones de estos abonados. Algunos eran muy conocidos. Otros eran curiosos. Ninguno me llevó al oberst.

»Pasaron semanas. Ya había gastado la mayor parte de mis ahorros para documentar lo que Nina Drayton hacía durante el día, sus preferencias gastronómicas, sus negocios y sus llamadas telefónicas. El joven Harrington comprendió que mis recursos eran limitados y se ofreció amablemente para interceptar su correo y su teléfono. Decidí no autorizarle a hacerlo, por lo menos durante algunas semanas más. No quería hacer nada que pudiera perjudicarnos.

»Entonces, hace sólo dos semanas, la señora Drayton me llamó. Me invitaba a una fiesta de Navidad en su apartamento el día 17 de diciembre. Llamaba personalmente, me dijo, para que yo no tuviera excusa para no ir. Quería que yo conociera a un querido amigo suyo de Hollywood, un productor de cine que tenía verdaderos deseos de conocerme. Le había enviado un ejemplar de mi libro, Patología de la violencia, y estaba loco por él.

»—¿Cómo se llama? —pregunté.

»—No se preocupe —me respondió ella—. Lo reconocerá cuando lo vea.

»Yo temblaba tanto cuando colgué que pasó un minuto entero antes de que pudiera marcar el número de Harrington. Esa tarde los tres chicos y yo nos reunimos para discutir nuestra estrategia. De nuevo, examinamos a fondo las cuentas de teléfono. Esta vez llamamos a todos los números de Los Ángeles que no estaban en el listín de la ciudad. A la sexta llamada la voz de un joven respondió:

»—Residencia del señor Borden.

»—¿Éste es el teléfono de Thomas Borden? —preguntó Francis.

»—Se equivoca —dijo la voz—. Esto es la residencia de Bill Borden.

»Escribí los nombres en la pizarra de mi despacho. Wilhelm von Borchert. William Borden. Era tan propio de la naturaleza humana; el adúltero firma con una versión aproximada de su propio nombre en el registro del hotel; el criminal buscado por la policía usa seis alias falsos, cinco de los cuales llevan su nombre. Hay algo en nuestros nombres que nos impide abandonarlos completamente, por más que lo intentemos.

»Ese lunes, cuatro días antes de los sucesos de Charleston, Harrington fue a Los Angeles. Quería ir yo mismo, pero Francis insistió en que sería mejor que fuera él para verificar a ese Borden, fotografiarlo y asegurarse de que era realmente Von Borchert. Yo quería ir, pero comprendí que no tenía ningún plan de acción. Después de todos esos años, no sabía qué haría cuando encontrara al oberst.

»El lunes por la noche, Harrington llamó para informar de que la película del avión había sido mediocre, que su hotel era decididamente inferior al Beverly Wilshire y que la policía de Bel Air tenía tendencia a interrogarte si pasabas por allí un par de veces con el coche o tenías la temeridad de aparcar en las calles tortuosas para mirar la casa de alguna estrella de cine. El martes telefoneó para saber si había novedades con la señora. Drayton. Le dije que sus dos amigos, Dennis y Selby, eran un poco más torpones de lo que cabía esperar, pero que la señora Drayton actuaba como de costumbre. Francis continuó diciéndome que había estado en el estudio donde Borden solía trabajar, y aunque tenía un gabinete allí, nadie sabía cuándo podía aparecer por el lugar. La última vez que alguien lo había visto trabajando allí fue en 1979. Francis había tenido la esperanza de obtener una foto de Borden, pero no había ninguna. Pensó mostrarle a la secretaria del estudio la foto de Von Borchert en Berlín, pero decidió, según palabras suyas, “que no sería muy prudente”. Pensaba llevar la cámara con teleobjetivos a la casa de Borden en Bel Air al día siguiente.

»El miércoles, Harrington no telefoneó a la hora convenida. Llamé al hotel y me informaron de que continuaba registrado pero no había ido esa noche. El jueves por la mañana telefoneé a la policía de Los Ángeles. Estuvieron de acuerdo en examinar el asunto pero, con las informaciones limitadas que yo les daba, pensé que había pocos motivos para que sospecharan algo.

»—Esta ciudad es muy agitada —dijo el sargento con el que hablé—. Un chico joven podría verse envuelto en muchos líos y olvidarse de llamar.

»Durante todo ese día intenté ponerme en contacto con Dennis o Selby. Hasta el contestador automático de la agencia de Francis estaba desconectado. Fui al edificio de apartamentos de Park Avenue donde vivía Nina Drayton. El guardia de seguridad del vestíbulo me informó de que la señora Drayton estaba de vacaciones. No pude pasar de la puerta.

»Todo ese día, el viernes, estuve sentado en mi apartamento, a solas. A las 11.30 la policía de Los Ángeles telefoneó. Habían inspeccionado la habitación de Harrington en el hotel Beverly Hills. Sus ropas y equipaje habían desaparecido y no había el mínimo rastro de él. ¿Sabía quién era responsable de la cuenta del hotel, 329 dólares con 48?

»Esa noche hice un esfuerzo y fui a cenar a casa de un amigo. El paseo de dos bloques desde la parada de autobús hasta su casa en Greenwich Village me pareció interminable. La noche del sábado, la noche que su padre fue asesinado aquí, en Charleston, formé parte de una mesa redonda, en la universidad, sobre la violencia urbana. Había varios políticos y más de doscientas personas. Durante la discusión, no paré de escrutar a la audiencia, esperando ver la sonrisa de cobra de Nina Drayton o los fríos ojos del oberst. Sentí que era otra vez un peón, pero ¿en el juego de quién?

»Este último domingo leí el diario de la mañana. Por primera vez tuve noticia de los asesinatos de Charleston. En otro lugar del diario, una columna corta anunciaba que el productor de Hollywood William D. Borden se encontraba a bordo del desafortunado vuelo que había estallado el sábado por la mañana en Carolina del Sur. Publicaban una extraña foto del productor. La foto era de 1960. El oberst sonreía.

Saul se calló. Las tazas de café estaban frías y abandonadas en la baranda del porche. Las sombras de los listones de la baranda se habían arrastrado por las piernas de Saul mientras relataba su historia. En el súbito silencio, los ruidos distantes de la calle se hicieron audibles.

—¿Cuál de ellos mató a mi padre? —preguntó Natalie.

Se había abrochado el jersey y ahora se frotaba los brazos como si tuviera frío.

—No lo sé —dijo Saul.

—¿Melanie Fuller era uno de ellos?

—Sí, casi seguro.

—¿Y podría haber sido ella?

—Sí.

—¿Y está seguro de que Nina Drayton está muerta?

—Sí. Fui al depósito. Vi fotos del escenario del crimen. Leí el informe de la autopsia.

—¿Pero ella podía haber matado a mi padre antes de morir?

Saul dudó.

—Es posible —admitió.

—Y Borden, el oberst, parece que murió en el accidente aéreo del viernes.

Saul asintió con la cabeza.

—¿Se cree que haya muerto? —preguntó Natalie.

—No.

Natalie se puso de pie y caminó por el pequeño porche.

—¿Tiene alguna prueba de que pueda estar vivo? —preguntó.

—No.

—¿Pero cree que lo está?

—Sí.

—¿Y él o Melanie Fuller podrían haber asesinado a mi padre?

—Sí.

—¿Y todavía busca a Borden…, Von Borchert…, sea quien fuere?

—Sí.

—¡Jesús!

Natalie entró en la casa y volvió con dos vasos de coñac. Le dio uno a Saul y bebió del otro un largo sorbo. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo del jersey, buscó cerillas y encendió un cigarrillo con manos temblorosas.

—Eso no es bueno —dijo Saul tranquilamente.

Natalie soltó un ruido brusco, agudo.

—Son como vampiros, ¿verdad? —preguntó.

—¿Vampiros?

Saul meneó la cabeza sin comprender.

—Usan a otras personas y después las tiran como embalajes de plástico o cualquier cosa —dijo ella—. Son como esos malditos vampiros que se ven en las películas, con la diferencia de que éstos son reales.

—Vampiros —dijo Saul, y se dio cuenta de que había hablado en polaco—. Sí —admitió en inglés—, no es una mala analogía.

—Muy bien —exclamó Natalie—, ¿qué vamos a hacer ahora?

—¿Vamos?

A Saul eso le cogió desprevenido. Se restregó las rodillas con las manos.

—Vamos —repitió Natalie, y había furia en su voz—. Usted y yo. Nosotros. No me ha contado toda esta historia sólo para pasar el rato. Muy bien, ¿cuál va a ser nuestro próximo movimiento?

Saul meneó la cabeza y se rascó la barba.

—No sé por qué le he contado todo esto —dijo—. Pero…

—Pero ¿qué?

—Es muy peligroso. Francis, esas personas…

Natalie se acercó, se puso en cuclillas y le tocó el brazo con su mano derecha.

—Mi padre se llamaba Joseph Leonard Preston —dijo ella, en voz baja—. Tenía cuarenta y ocho años. Hubiera cumplido cuarenta y nueve el 6 de febrero próximo. Era una buena persona, un buen padre, un buen fotógrafo y un pésimo comerciante. Cuando reía… —Natalie se detuvo durante un instante—. Cuando reía era muy difícil no reír con él.

Durante algunos segundos se quedó allí en cuclillas, tocándole la muñeca junto al número tatuado. Después dijo.

—¿Qué haremos ahora?

Saul inspiró con fuerza.

—No estoy seguro. Este sábado tengo que ir a Washington a hablar con una persona que puede tener alguna información…, información que nos dirá si el oberst está aún vivo. Aunque es improbable que mi… contacto tenga esta información.

—Y después, ¿qué? —insistió Natalie.

—Después esperaremos —dijo Saul—. Esperaremos y vigilaremos, y buscaremos en los periódicos.

—¿En los periódicos? —dijo Natalie—. ¿Qué hay que buscar en los periódicos?

—Más asesinatos —dijo Saul.

Natalie parpadeó y volvió a ponerse en cuclillas. El cigarrillo que tenía en la mano se había consumido. Lo lanzó a las tablas del suelo.

—¿Habla en serio? Seguro que Melanie Fuller y su oberst saldrán del país…, se ocultarán…, harán algo así. ¿Por qué iban a meterse en este tipo de cosas de nuevo tan pronto?

Saul se encogió de hombros.

—Es su naturaleza —dijo—. Los vampiros tienen que alimentarse.

Natalie se puso de pie y fue hasta la esquina del porche.

—Y entonces usted…, nosotros, cuando los encontremos, ¿qué haremos? —preguntó ella.

—Entonces lo decidiremos —contestó Saul—. Antes tenemos que encontrarlos.

—Para matar a un vampiro tienes que clavarle una estaca en el corazón —razonó Natalie.

Saul no dijo nada.

Natalie cogió otro cigarrillo, pero no lo encendió.

—¿Qué pasa si llegas cerca de ellos y ellos descubren que les buscas? —preguntó—. ¿Y si te buscan ellos?

—Eso podría simplificar mucho las cosas —dijo Saul.

Natalie iba a hablar cuando un coche blanco con la insignia del Ayuntamiento se detuvo en la curva. Un hombre fuerte, de cara colorada, salió del asiento del conductor.

—El sheriff Gentry —dijo Natalie.

Vieron cómo Gentry se quedaba primero de pie mirándolos y después se acercaba, casi vacilando. Se detuvo en el primer peldaño del porche y se quitó el sombrero. Su cara bronceada parecía la de un chaval que hubiese visto algo terrible.

—Buenos días, doctor Laski —saludó Gentry.

—Buenos días, sheriff —dijo Natalie.

Saul miró a Gentry, la auténtica caricatura de un poli del Sur, y sintió la misma inteligencia aguda y sensibilidad que había sentido la víspera. Sus ojos desmentían por completo el resto de su apariencia.

—Necesito ayuda —dijo Gentry, y había un tono de sufrimiento en su voz.

—¿Qué tipo de ayuda? —preguntó Natalie.

Saul podía notar afecto en su voz.

El sheriff Gentry miró su sombrero, dobló la copa con un movimiento gracioso de su mano rechoncha y rosada, y los miró a ellos.

—Tengo seis ciudadanos muertos —dijo—. La manera cómo murieron no tiene sentido lo mires por donde lo mires. Hace un par de horas hice parar a un tío que no llevaba nada en la cartera excepto una foto mía. En vez de hablar conmigo, ese tío se cortó la garganta. —Gentry miró a Natalie y después a Saul—. Y ahora, por una razón cualquiera —dijo—, por una razón cualquiera que no tiene más sentido que todo el resto de este horrible caso, tengo la corazonada de que ustedes, los dos, me podrán ayudar.

Saul y Natalie le devolvieron la mirada en silencio.

—¿Podrán? —preguntó finalmente Gentry—. ¿Me ayudarán?

Natalie miró a Saul. Saul se rascó la barba durante un segundo, se quitó las gafas y volvió a ponérselas, miró de nuevo a Natalie y meneó ligeramente la cabeza.

—Entre, sheriff —dijo Natalie abriendo la puerta—. Haré algo de comer. Esto puede durar un rato.